Las corrientes del espacio (21 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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—No está mal —dijo Genro—. Tiene usted la nave en buen estado, Deamone. Es pequeña, pero tiene sus cualidades.

—Supongo que querrá usted comprobar su velocidad y su capacidad de salto —dijo Terens cautelosamente—. Puede hacerlo si quiere, no tengo inconveniente.

—Muy bien —asintió Genro—. ¿Dónde propone usted que vayamos? ¿Qué le parece...? —Vaciló, y por fin dijo—: Bien..., ¿por qué no Sark?

La respiración de Terens se aceleró ligeramente. Lo había esperado. Estaba a punto de creer que vivía en un mundo de magia. Era curioso cómo las cosas forzaban sus actos, aun sin darse cuenta de ello. No hubiera sido difícil convencerle de que no eran las «cosas», sino el destino el que dictaba las jugadas. Su infancia se había desarrollado en la superstición de que los Nobles se criaban entre los indígenas y estas cosas son difíciles de dominar. En Sark estaba Rik, con su memoria, a la que iba recuperando. El juego no había terminado.

—¿Por qué no, Genro? —dijo con calor.

—A Sark, pues —dijo Genro.

Con el aumento de velocidad el globo de Florina desapareció del campo visual del visor y reaparecieron las estrellas.

—¿Cuál es su mejor recorrido Sark-Florina? —preguntó Genro.

—Nada que haya batido el récord. Un tiempo medio.

—¿Entonces lo ha hecho en menos de seis horas?

—En alguna ocasión, sí.

—¿Tiene algún inconveniente en que pruebe de hacerlo en cinco?

—Ninguno —dijo Terens.

Se necesitaron horas para alcanzar un punto suficientemente alejado de la distorsión de la masa estelar del espacio para hacer posible el salto.

Terens encontraba aquel estado de vigilia una tortura. Aquélla era la tercera noche que no había dormido, o muy poco, y la tensión de los días acentuaba la falta de reposo. Genro le miró de soslayo.

—¿Por qué no se duerme?

Terens hizo un esfuerzo por dar una expresión de vivacidad a sus cansados músculos faciales.

—No es nada –dijo— Nada...

Bostezaba prodigiosamente y se excusó sonriendo. El yachtman volvió a sus instrumentos y los ojos de Terens se nublaron de nuevo.

Los asientos de las naves del espacio son cómodos por necesidad. Tienen que proteger a las personas contra la aceleración. Un hombre que no esté particularmente cansado puede con mucha facilidad quedarse dormido en ellos. Terens, que hubiera sido capaz de dormir sobre un montón de cristal roto, no se enteró nunca de que hubiesen pasado la línea fronteriza.

Durmió apacible y profundamente. No se movía; no daba más signo de vida que su acompasada respiración cuando le quitaron el casco de la cabeza.

Se despertó lentamente. Durante varios minutos no tuvo la menor noción de dónde se encontraba. Creyó estar de nuevo en su casa de Edil. La verdadera situación fue apareciendo paulatinamente en su cerebro. Pudo incluso sonreír a Genro, que seguía atento a sus controles, y decirle:

—Me parece que me he quedado dormido.

—Me parece que sí. Aquí está Sark —dijo Genro señalando un amplio creciente blanco en el visor.

—¿Cuándo aterrizamos?

—Cosa de una hora...

Terens estaba lo bastante despierto ya para observar un cambio de actitud en su compañero. Fue para él una impresión que lo dejó helado darse cuenta de que el objeto de acero gris que Genro tenía en la mano resultaba ser el afilado cañón de una pistola-aguja.

—¿Qué diablos...? —dijo Terens poniéndose de pie.

—¡Siéntese! —dijo Genro lentamente. En la otra mano llevaba un casco craneal.

Terens se llevó la mano a la cabeza y vio que sus dedos sólo agarraban su cabello arenoso.

—Sí —dijo Genro—. La cosa está clara. Eres un indígena.

Terens le miraba sin decir nada.

—Sabía que eras un indígena incluso antes de entrar en la nave del pobre Deamone.

Terens tenía la boca seca como el algodón y le ardían los ojos. Miraba el diminuto orificio del cañón de la pistola de aguja y esperaba ver salir de él de un momento a otro un destello silencioso. Había llegado lejos, muy lejos..., y al final había perdido la partida.

Genro no parecía tener prisa. Seguía sosteniendo su pistola de aguja y sus palabras mantenían la misma calma.

—Tu error básico, Edil, fue creer que podías burlar indefinidamente a una policía organizada. Aun así, habrías obrado mucho mejor si no hubieses fijado tu desafortunada elección en Deamone como víctima.

—No le elegí.

—Entonces llámalo mala suerte. Alstare Deamone estaba en City Park hace unas doce horas esperando a su mujer. No había otra razón más que la sentimental para que se encontrase allí accidentalmente y cada año se encontraban en el mismo lugar el día del aniversario de su encuentro. Esta especie de ceremonia entre maridos y mujeres casados no tiene nada de original, pero a ellos les parecía importante. Desde luego, Deamone no pensó jamás que lo solitario de aquel lugar pudiese hacerle fácil víctima de un crimen. ¿Quién hubiera creído eso en Ciudad Alta?

»Era una secuencia normal de acontecimientos que el crimen hubiese podido no descubrirse hasta al cabo de varios días, pero la esposa de Deamone se encontraba en el lugar del suceso a la media hora de haber ocurrido. El hecho de que su marido no estuviese allí la sorprendió. No era hombre, dijo, de marcharse furioso porque ella se hubiese retrasado unos instantes. Le ocurría con frecuencia. Debió incluso suponerlo. Se le ocurrió pensar que podía estar esperándola dentro de “su cueva”.

»Deamone había estado esperándola fuera de “su cueva”, en efecto. Era la más cercana al lugar de la agresión y aquella a la que arrastraron su cuerpo. Su mujer entró en la cueva y encontró..., en fin, ya sabes lo que encontró. Consiguió comunicar la noticia al Cuerpo de Patrulleros a través de nuestras oficinas del Depsec, pese a que se expresaba casi incoherentemente por la emoción.

»¿Qué impresión produce, Edil, matar a un hombre a sangre fría y dejar el cuerpo para que lo encuentre su mujer en un lugar lleno de románticos recuerdos para ambos?

Terens se ahogaba. Trató de respirar a través de un rojo velo de rabia y decepción.

—Vosotros los sarkitas habéis matado millones de florinianos. Mujeres, niños. Os habéis enriquecido a costa de nosotros. Este yate...

Fue todo lo que pudo decir.

—Deamone no tenía la responsabilidad del estado de cosas que encontró al nacer —dijo Genro—. Si hubieses nacido sarkita, ¿qué hubieras hecho? ¿Renunciar a tus tierras, si las tenías, e ir a trabajar a los campos de kyrt?

—Bien, entonces, dispara —dijo Terens—. ¿A qué esperas?

—No hay prisa. Tenemos mucho tiempo para poder terminar mi historia. No estábamos seguros de la identidad de la víctima ni de la del asesino, pero había grandes probabilidades de que fueseis Deamone y tú. Nos parecía claro porque las cenizas que encontramos al lado del cuerpo eran las del uniforme de patrullero que usabas para disfrazarte de sarkita. Nos parecía además probable que fueses hacia el yate de Deamone. No exageres nuestra estupidez, Edil.

»La cosa era todavía más compleja. Eras un hombre desesperado. Hubiera sido insuficiente encontrar tu pista. Ibas armado y sin duda te hubieras suicidado si te hubiésemos acorralado. Esto era lo que no queríamos. Te necesitaban en Sark y te necesitaban en buen estado.

»A mi modo de ver era un asunto particularmente delicado y necesitaba convencer al Depsec de que podía resolverlo yo solo y llevarte a Sark sin ruido ni dificultad. Tendrás que reconocer que eso es precisamente lo que estoy haciendo.

»Para decirte la verdad, te confesaré que al principio me preguntaba si eras nuestro hombre. Ibas vestido con las ropas corrientes de los empleados de los puertos del espacio. Era de un mal gusto increíble. A nadie se le ocurriría, pensé, suplantar a un yachtman sin el traje adecuado. Pensé que lo hacías deliberadamente, llevándonos a detenerte a ti mientras el verdadero culpable se escapaba en otra dirección.

»Vacilé y te sometí a otras pruebas. Traté de usar una llave equivocada de la nave. No hay nave inventada que se abra por la parte derecha de la compuerta de aire. Se abren siempre e invariablemente por el lado izquierdo. No mostraste ninguna sorpresa ante mi error. Ni la más mínima. Entonces pregunté si habías hecho el recorrido Sark-Florina en menos de seis horas y contestaste que, ocasionalmente, sí. Era extraordinario. El récord de duración mínima es de 9 horas.

»Decidí que no podías ser un señuelo. La ignorancia era demasiado clara. Tu ignorancia tenía que ser natural y tú eras el hombre que buscábamos. Era, pues, cuestión tan sólo de que te quedases dormido (y tu rostro demostraba con claridad que necesitabas dormir), desarmarte y tenerte a raya con el arma apropiada. Te quité el casco más por curiosidad que por otra cosa. Quería ver qué aspecto tenía un traje sarkita con una cabeza roja emergiendo de él.

Terens tenía la vista fija en el arma. Quizá Genro vio los músculos de su mandíbula contraerse. Quizá tan sólo supuso lo que Terens estaba pensando.

—Desde luego no tengo que matarte, aunque me atacases. No puedo matarte ni en legítima defensa, pero no creas que esto te da ninguna ventaja. Haz un movimiento y te parto una pierna.

El impulso de luchar se desvaneció en Terens. Se llevó las palmas de las manos a la frente y permaneció inmóvil.

—¿Sabes por qué te digo todo esto? —preguntó Genro.

Terens no contestó.

—Primero —prosiguió Genro—, porque verdaderamente gozo viéndote sufrir. Detesto a los asesinos y especialmente a los indígenas que matan a sarkitas. Tengo orden de entregarte vivo, pero ninguna orden me obliga a hacerte el viaje agradable. Segundo, porque es necesario que estés bien al corriente de la situación, ya que, en cuanto aterricemos en Sark, los siguientes pasos serán cosa tuya...

—¿Cómo...? —exclamó Terens levantando la vista.

—El Depsec sabe que llegamos. El centro regional de Florina mandó la noticia en cuanto salimos de la atmósfera de Florina. Puedes estar seguro de ello. Pero ya te he dicho que tuve que convencer al Depsec de que podía resolver solo el asunto y toda la diferencia estriba en el hecho de que lo he conseguido.

—No lo entiendo —dijo Terens desesperado.

—He dicho —respondió Genro con calma que querían que te llevase a Sark, te querían en perfecto estado. Pero no me refiero al Depsec, me refiero a Trantor.

14
El renegado

Selim Junz no había sido nunca un tipo flemático. Un año de desengaños no había ayudado a mejorarlo. No podía saborear un buen vino mientras su orientación mental reposaba sobre bases temblorosas. En una palabra, no era un Ludigan Abel.

Y cuando Junz había proclamado a gritos que bajo ningún concepto se daría a Sark la libertad de raptar y encarcelar a un miembro del CAEI, fuera cual fuese la red de espionaje de Trantor, Abel se había limitado a decir: «Me parece que será mejor que pase la noche aquí, doctor».

—Tengo cosas mejores que hacer —exclamó Junz frenético.

—No lo dudo, hombre, no lo dudo —respondió Abel—. De todos modos, si están apedreando a mis hombres hasta la muerte, Sark tiene que ser osado, desde luego. Hay grandes probabilidades de que le ocurra a usted un accidente antes de que termine la noche. Esperemos, pues, esta noche y veamos qué nos trae el nuevo día.

Las protestas de Junz contra la inacción fueron inútiles. Abel, sin perder siquiera su frío y casi negligente aire de indiferencia, era de repente difícil de oír. Junz se vio acompañado con firme cortesía hasta su habitación.

Ya en la cama, fijó la vista en el techo ligeramente luminoso donde había pintado al fresco una copia mediocremente lograda del cuadro de Lenhaden «Batalla de los Mundos Arcturianos», y supo que no dormiría.

Finalmente hizo una inhalación ligera de gas «somnin» y se quedó dormido antes de necesitar otra. Cinco minutos después, cuando una corriente de aire barrió el anestésico de la habitación, había absorbido el suficiente para asegurarse ocho horas de sueño.

Despertó a la media luz fría de la mañana y miró a Abel.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las seis.

—Se ha levantado temprano —dijo Junz sacando sus huesudas piernas de las ropas.

—No he dormido.

—¿Eh?

—No respondo ya al «antisomnin» como cuando era mas joven.

—Si me permite un momento... —murmuró Junz. Esta vez los preparativos para la mañana no le llevaron mucho más tiempo. Volvió a entrar en la habitación abrochándose el cinturón de su túnica y ajustando el receptor magnético.

—Bien —dijo—, seguramente no se despierta usted a medianoche y me saca de la cama a las seis si no tiene algo que decirme...

—Tiene razón. Tiene razón... —Abel se sentó en la cama que Junz había dejado vacía y echando la cabeza atrás se echó a reír, mostrando los dientes de plástico amarillento sobre unas encías descarnadas—. Perdone, Junz —dijo—. Tampoco yo estoy muy bien. Esta vigilia con drogas me da pesadez de cabeza. Estoy tentado de aconsejar a Trantor que me sustituyan por alguien más joven.

—¿Ha visto usted cómo al final no han conseguido coger al analista del espacio? —dijo Junz con una pizca de sarcasmo mezclada con una vaga esperanza.

—No. Lo siento, pero es así. Me parece que mi satisfacción se debe solamente a que nuestras redes están intactas.

Junz sintió el deseo de decir: «¡Ah, diablos, sus redes!», pero se abstuvo.

No cabe la menor duda de que sabían que Khorow era uno de nuestros agentes —prosiguió Abel—. Pueden conocer a otros de Florina. Es pez pequeño. Los sarkitas lo sabían y jamás han considerado útil hacer algo más que tenerlos en observación.

—Mataron a uno —hizo observar Junz.

—No es cierto —respondió Abel—. Fue uno de los compañeros del analista del espacio disfrazado de patrullero quien usó el detonador.

—No lo entiendo —dijo Junz mirándolo.

—Es una historia muy complicada. ¿Quiere usted desayunar conmigo? Tengo una urgente necesidad de comer.

Durante el café, Abel contó la historia de lo ocurrido durante las últimas treinta y seis horas.

Junz estaba asombrado. Dejó su taza de café medio llena y volvió al asunto.

—Aun admitiendo que de entre todas las naves se les ocurriese meterse en aquélla, queda en pie el hecho de que podían no haberla descubierto. Si manda usted hombres al encuentro de esta nave en cuanto aterrice...

—¡Bah...! Hay algo mejor que hacer. Lo sabe usted muy bien. No hay nave moderna que no revele en el acto la presencia del exceso de calor de un cuerpo.

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