Las Dos Sicilias (11 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Como ya dijimos, esto ocurrió un miércoles entre las seis y media y las siete de la tarde. El viernes siguiente, el hermano de Fonseca visitó al coronel Rochonville y le comunicó que Fonseca había desaparecido.

L
UKAVSKI

1

El hermano de Fonseca se presentó, pues, en casa de los Rochonville y preguntó al coronel dónde se hallaba Fonseca.

—No —respondió, sorprendido, el coronel—, no lo sé. Pero, ¿por qué te diriges a mí? ¿Por que iba a saberlo yo?

El hermano de Fonseca respondió que ya había preguntado a mucha gente.

—¿De manera que no está en tu casa? —preguntó el coronel.

—No —dijo Fonseca.

—¿Dónde está, entonces?

—Lo cierto es que no está en casa. Sin embargo no comunicó a nadie que tuviera la intención de hacer un viaje. Además, no se llevó nada. Sus efectos personales se encuentran todavía en su habitación.

—¡Cómo es posible! —exclamó Rochonville.

Fonseca se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—; desde luego que ya di cuenta a la policía. Pero hasta ahora nadie lo ha visto.

—Sin embargo —dijo el coronel—, el jovencito no puede haber desaparecido como un gato en busca de aventuras amorosas. ¿Es que alguna otra vez ha desaparecido sin decir adónde iba?

—No —contestó Fonseca; y luego agregó—: primero fue Engelshausen, ahora él.

—¿Cómo? —preguntó el coronel—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Primero asesinaron a Engelshausen y ahora mi hermano desaparece. Y no les volveremos a ver.

—¿Por qué no íbamos a volver a verlo? —exclamó el coronel—. ¿Qué relación encuentras tú entre los dos casos? ¿Qué vienes a decirme?

—Es que precisamente tengo la impresión —dijo Fonseca— de que hay una conexión entre esos dos casos.

—No veo qué relación puedan tener.

—Los dos jóvenes —dijo Fonseca encogiéndose de hombros— sirvieron en tu regimiento.

—Te ruego que no me hagas responsable —exclamó el coronel— de que le haya ocurrido algo a Engelshausen y de que luego a tu hermano se le antoje no mostrarse por varios días. ¿Qué tengo que ver yo con eso?

—Nada —respondió Fonseca—. Tampoco afirmé eso. Sólo dije que los dos pertenecieron a tu regimiento.

—¡Ese regimiento ya no existe! —gritó el coronel—. ¡Hace ya años que no existe! Sin embargo, tú eres el segundo a quien tengo que explicárselo.

—¿Y quién fue el primero?

—Un capitán de caballería... un tal Gasparinetti, si quieres saberlo.

—¿Y por qué tuviste que explicárselo?

—Porque Gasparinetti sostenía lo contrario.

—Entonces...

—¿Entonces qué?

Fonseca no respondió.

—¿Entonces qué? —volvió a gritar Rochonville.

—Pregunto a tu conciencia de coronel si no sabes lo que pudo haberle ocurrido a mi hermano.

—¿Cómo puedes pensar eso? —exclamó Rochonville—. ¿Y por qué me lo preguntas a mí? ¿Qué tiene que ver mi conciencia con la desaparición de tu hermano? Casi nunca le veo. Es cierto que le vi con motivo del sepelio de Engelshausen, pero de eso hace casi una semana. Porque, en general, pasan largos meses sin que me encuentre con él.

—La última persona que lo vio —dijo Fonseca— es la señorita Leeb.

—¿Quién es?

—Una amiga de mi hermana.

—¿Y cuándo ocurrió eso?

—Anteayer. Después de almorzar se reunió con ella y con mi hermana. Querían comprar una silla de montar; es decir, quien lo quería era la señorita Leeb.

—¿Una silla?

—Sí.

—¿Cómo puede alguien querer comprar hoy una silla de montar?

—Según dice mi hermana, eso mismo se preguntó él. Se encontraron, pues, los tres y luego la señorita Leeb y él compraron la silla. Estaba invitado a las cinco para una reunión en la casa de la señora von Malowetz, pero hasta las seis estuvo en compañía de la señorita Leeb y luego no apareció en la casa de los Malowetz, ni siquiera más tarde. Es verdad que esta señora acababa de mudarse y es posible que mi hermano, habiéndose dirigido a la casa primitiva de los von Malowetz, no hubiera encontrado allí a nadie y que...

—¿Y dónde se halla situado el antiguo domicilio de la señora von Malowetz?

—En Hietzing, en la Wattmanngasse. Pero su nuevo domicilio queda al doblar la esquina. Tienen que habérselo dicho en el antiguo domicilio. Además, la señora von Malowetz sostiene que ella misma le comunicó el cambio de casa. En efecto, el motivo de la reunión era precisamente invitar a algunos conocidos a su nueva residencia. Continuamente está invitando gente a sus nuevas casas, pues no hace otra cosa que mudarse. Tiene la manía de las mudanzas y mamá siempre decía que mudarse dos veces equivalía a un incendio.

El coronel meneaba la cabeza.

—¿Y de qué manera invitó a tu hermano? —preguntó Rochonville.

—Por carta.

—¿Cuándo?

—Hace tres días, es decir, el día anterior al de la reunión. Ahora bien, buscamos la carta, pues abrigábamos la convicción de que la señora von Malowetz no le había escrito a mi hermano su nueva dirección, sino que, debido a su extravagante manera de ser, había olvidado hacerlo. Pero no encontramos esa carta. Probablemente mi hermano la llevaba en el bolsillo.

—Pero, ¿cómo se explica que le haya escrito? ¿Por qué no le llamó por teléfono?

—Porque la señora von Malowetz todavía no tiene teléfono. No hubo tiempo de instalarlo aún en su nueva casa.

—¿Y no tenía otra cosa mejor que hacer recién mudada, que invitar inmediatamente...?

—Ya te dije que es completamente excéntrica. Tiene la manía de cambiar de casa, así como otros se vuelven locos por cambiar de traje o de relaciones. Por lo demás, creo que en general casi todos los seres humanos están locos. Esto nos llevará algún día a una verdadera catástrofe.

El coronel lo miraba sin decir palabra. Por último preguntó:

—¿De manera que ya nadie más le vio?

—Después de la hora que dije, no. Pero el día anterior se encontró con tu hija.

—¿Con mi hija?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Lukavski me lo dijo.

—¿Lukavski?

—Mi hermano se lo comunicó por teléfono.

—¿Tu hermano?

—Sí.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué motivo?

—Eso mismo fue lo que le pregunté a Lukavski y éste me manifestó que mi hermano, desde luego, no le había llamado exclusivamente para contarle su encuentro con tu hija, sino por otro motivo... pero que, en esa conversación, mencionó el encuentro.

—¿Y cuál era ese otro motivo?

—Creo que se trataba de la misa por el alma de Engelshausen. ¿No te dijo nada tu hija sobre eso?

—¿Sobre qué tenía que decirme algo...?

—Que se había encontrado con mi hermano.

—¡No es ése un acontecimiento que merezca contarse! En aquel momento en modo alguno era interesante, puesto que nadie podía saber que Fonseca desaparecería.

—Pero, ¿por qué le pareció indispensable comunicárselo a Lukavski?

El coronel no respondió. Por último preguntó, a su vez:

—¿Y dónde se encontraron?

—No lo sé —dijo Fonseca.

—¿Tenían una cita?

Fonseca se encogió de hombros.

—¿Y qué pudo haberle dicho mi hija?

—Eso es precisamente lo que quería preguntarte —dijo Fonseca—; es decir, más bien quería saber si acaso él le dijo a tu hija algo de lo que pudiéramos deducir dónde se halla ahora. ¿Querrías ser, pues, tan amable de preguntarle...?

—¿Si sabe algo?

—Eso mismo.

El coronel permaneció un instante indeciso, luego se dirigió hacia la puerta y apretó el botón de un timbre. Se quedó junto a la puerta, esperando. Poco después acudió una criada.

—Dígale a mi hija que deseo hablarle —ordenó el coronel.

La criada se alejó. El coronel se volvió hacia Fonseca; le miró un instante sin decirle nada y luego, con las manos en la espalda, fue hasta la ventana donde se quedó de pie, mirando hacia afuera.

Sólo cuando oyó que Gabrielle entraba en el cuarto, se volvió.

Gabrielle se había quedado de pie junto a la puerta y miraba al coronel y a Fonseca alternativamente.

—¿Cómo está usted, conde Fonseca? —se sintió obligada, por fin, a preguntar.

—Fonseca afirma —dijo el coronel— que su hermano desapareció repentinamente, y que antes de su desaparición mantuviste una conversación con él.

—¿Quién desapareció? —preguntó la joven.

—Su hermano.

—¿Cómo pudo...?

—No lo sabemos. Pero, ¿qué te dijo en aquella ocasión en que lo viste?

—¿Qué me dijo?

—Sí. ¿De qué hablaron? ¿Y dónde se encontraron ustedes?

—No comprendo absolutamente nada —replicó Gabrielle—. Pero, ¿verdaderamente ha desaparecido?

—Así es. No se sabe nada de él desde anteayer, es decir, desde el miércoles. Y fue el martes cuando hablaste con él, ¿no es cierto?

—Sí... creo que era el martes.

—Bien, ¿y entonces?

—Nos encontramos en la calle —explicó Gabrielle—. Salí de compras y Fonseca me dijo que quería acompañarme. No recuerdo exactamente de qué hablamos. Eran cosas sin importancia. En todo caso, no hizo la menor alusión a que se proponía emprender un viaje o algo parecido. ¿Es verdaderamente posible que haya desaparecido?

—Sí —dijo Fonseca mirándola fijamente—. ¿Cómo es posible? Pero, ¿cómo es posible, asimismo, que Engelshausen haya perdido la vida?

—Si no hablasteis de nada importante —exclamó el coronel con vivacidad, como si quisiera cubrir con su voz lo que Fonseca acababa de decir—, ¿por qué consideró oportuno comunicárselo a Lukavski?

—¿Se lo comunicó a Lukavski...?

—Sí, le llamó por teléfono.

—¿Para decírselo? ¿Y qué le dijo?

Rochonville hizo un vivo ademán señalando a Fonseca, y éste declaró:

—Le informó de que había hablado con usted.

—¿Y qué otra cosa le dijo?

—No lo sé —respondió Fonseca—. En todo caso, Lukavski sólo me dijo eso. Pero no creo que mi hermano le hubiera informado de ese encuentro si ustedes hubieran hablado sólo de cosas sin importancia.

—Evidentemente tiene usted una alta opinión de la conversación que sostuve con su hermano —dijo Gabrielle.

—Mi hermano no carece de inteligencia.

—¿Cree usted que no lo había advertido?

Al cabo de un rato, el coronel volvió a apretar el botón del timbre. Cuando apareció la criada, le dijo:

—Vaya a un teléfono y llame al señor mayor Lukavski —y al decir esto abrió un cuadernillo que se hallaba sobre su escritorio, buscó el número del mayor y se lo comunicó a la criada—. Dígale al señor mayor, de mi parte, que le ruego que venga enseguida a mi casa, con motivo de un asunto urgente. No tengo teléfono en casa —agregó dirigiéndose a Fonseca—, nunca quise tenerlo porque no lo necesito. Y cuando casualmente se tiene necesidad del teléfono, siempre es a causa de algún asunto detestable, como en este caso. La conversación telefónica que mantuvieron Lukavski y su hermano no debe de haber tenido tema mejor.

Lukavski se presentó en la casa del coronel al cabo de unos veinticinco minutos. Cuando descubrió aquella reunión, frunció las cejas.

—Estoy a sus órdenes —dijo después de haber saludado a todos con una inclinación de cabeza.

—Le dijiste al conde Fonseca —comenzó el coronel— que antes de desaparecer, su hermano te había llamado por teléfono para comunicarte que había hablado con mi hija. ¿Cuándo te llamó para decirte eso?

—Anteayer —respondió Lukavski—, unos minutos después de la una. Recuerdo exactamente la hora porque precisamente mi mujer y yo nos disponíamos a almorzar.

—¿Y dices que te habló sólo para comunicarte ese encuentro? ¿No te dijo ninguna otra cosa, ni siquiera lo que hablaron él y mi hija?

Lukavski fijó su mirada en Gabrielle.

—No —replicó—, ninguna otra cosa. Sin embargo, en el caso de que abrigues dudas, es decir, si crees que entre las cosas que dijeron hay algo que pueda interesar al conde Fonseca o a ti, me parece que, en lugar de dirigirte a mí, harías mejor en preguntárselo exclusivamente a tu... —y así diciendo señaló con un ademán a Gabrielle.

—Pero, ¿qué motivo podía tener mi hermano para llamarle a usted, mayor Lukavski, si se limitó a informarle de que había encontrado a la condesa?

—Ya tuve ocasión de explicarle —dijo Lukavski— que Fonseca me llamó con motivo de la misa que se celebrará por el alma de Engelshausen. Sólo mencionó de pasada su encuentro con la condesa.

—Sin embargo, no puedo admitir que lo haya hecho sin una razón precisa. En efecto, aunque no le haya dicho a usted nada más sobre ese encuentro, es evidente que lo mencionó sólo porque mi hermano estaba seguro de que a usted le interesaba saberlo. ¿Qué interés tenía, entonces, o tiene aún en este asunto, mayor Lukavski?

—Yo pensaba —dijo Lukavski— que usted quería saber dónde se encuentra su hermano y no aquello que pueda interesarme a mí. Puesto que no se sabe nada de él desde anteayer por la noche, me sentí obligado a comunicarle a usted que ese mismo día había hablado por teléfono con él, por la mañana. Y hasta le comuniqué lo que me había dicho telefónicamente. Pero en modo alguno me siento obligado a comunicarle cuál pueda ser el interés que yo tenga en el encuentro de Fonseca con —y aquí volvió a señalar con un ademán a Gabrielle— la condesa.

—Precisamente ese interés suyo me hace suponer que la desaparición de mi hermano tiene alguna relación con la conversación que ustedes dos mantuvieron.

—¿Cómo puede usted concebir semejante idea?

—Porque, de no ser así, usted, querido mayor, en la situación en que nos hallamos, confesaría sin más ni más todo lo que supiera de esa conversación. Puede que no haya alcanzado el resultado deseado (usted mismo, y también la condesa consideran esa conversación como una bagatela), pero tengo el convencimiento de que mi hermano, de acuerdo con usted, buscó deliberadamente ese encuentro y, por lo tanto, perseguía asimismo un determinado fin. Estoy completamente persuadido de que su encuentro con la condesa no se debe a una mera casualidad. ¿Qué hay, pues, detrás de todo esto? ¿Qué tramaban, mayor Lukavski, usted y mi hermano? ¿Y qué relación hay entre su desaparición y la muerte de Engelshausen?

Lukavski lo miró un instante a los ojos sin decir nada. Luego se volvió a Gabrielle y le pidió:

—Dígale usted misma al conde Fonseca qué quiso saber de usted su hermano y qué respuestas recibió.

—No me parece —dijo Fonseca— que la condesa sea la persona más apropiada para informarnos al respecto.

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