Authors: Alexander Lernet Holenia
—¿Sí? Y, ¿por qué no?
—Porque probablemente ella tiene más motivos que usted, mayor Lukavski, para callar.
—¡Pues bien! —exclamó el coronel—. Por fin se deciden a hablar en mi presencia de lo que, desde hace una semana, piensa todo el mundo.
Y después de decir esto, se fue hasta la ventana, donde, con las manos cruzadas en la espalda, permaneció mirando hacia afuera. Gabrielle se quedó aún un momento en la habitación; luego, después de haber mirado a los presentes, salió de la sala sin decir palabra.
En el silencio que sobrevino se oyó el canto de una criada. Era la que limpiaba las ventanas de la antigua universidad. En ese momento fregaba las del primer piso. Estaba de pie en el balcón de una de las ventanas y los transeúntes miraban hacia arriba al pasar. La criada cantaba: «¡El amor, ay, el amor...!».
El coronel cerró de golpe la ventana.
—Creo que ya no tenemos mucho más que hacer aquí —dijo Lukavski a Fonseca—. Están preocupados por otras cosas.
Fonseca se puso en pie. Pero cuando, junto con Lukavski, se disponía a abandonar la sala, Rochonville llamó al mayor.
—Excúsame —dijo el coronel a Fonseca mientras lo acompañaba unos pasos por el vestíbulo—; pero por el momento no puedo atenderte. Tengo que hablar con Lukavski.
Fonseca ya había tomado su sombrero.
—Todo esto no tiene sentido —dijo—. Lo doy por perdido.
Y, tras un momento de vacilación, se marchó. El coronel volvió a la sala. Se quedó un instante mirando a Lukavski y por fin dijo:
—No podía creerlo ni aún ahora, a decir verdad, me decido a creerlo. Ante todo, como padre —y al decir esto señaló hacia la puerta por la cual había salido Gabrielle— no puedo obrar de acuerdo con mi deber. No sé lo que verdaderamente ocurrió y, según creo, tú mismo no sabes mucho más. Ignoro lo que todo esto significa... Es como un sueño no del todo feliz. No quiero preguntarte nada de todo esto... Ya hace mucho tiempo que no poseo el derecho de mandarte. ¡Pero si aún lo poseyera, como antes, te mandaría ahora que continuaras obrando como, según veo, ya has comenzado a obrar, pues tenemos que cumplir lo que estos muertos (y tal vez todos los muertos) exigen de nosotros, y prestar oídos a la voz que nunca debimos dejar de obedecer!
2
Corrían los primeros días del mes de junio. Cuando algún interesado en el caso lograba hablar con Gordon, éste exhibía su sonrisa de hombre de negocios y de hombre de mundo —de acuerdo con su costumbre—, y daba a entender que la policía nunca podría apresar al asesino de Engelshausen o descubrir el lugar en que había desaparecido Fonseca; en efecto, la opinión pública pronto había relacionado estos dos hechos. Prácticamente ya todo el mundo había olvidado que los dos jóvenes sirvieron en un regimiento llamado Las Dos Sicilias, pero ahora todos comenzaban a recordarlo y tal pensamiento daba motivo a que se hicieran mil géneros de suposiciones. Sin embargo, Gordon las refutaba por entero. Sostenía que el hecho de que ambos jóvenes hubieran pertenecido al mismo regimiento carecía de toda significación y que, por lo menos, el tenerlo en cuenta no ayudaría a la policía a progresar en las investigaciones.
En todo caso, no ordenó ningún arresto en el procedimiento de Engelshausen, en tanto que se seguía sin la menor noticia de Fonseca. Nada indicaba que Fonseca tuviera la intención de volver a aparecer. A todo esto, se difundían los más fantásticos rumores acerca de Gabrielle Rochonville. La gente, encontrando demasiado inocentes las primeras hipótesis, esto es, de que la hija del coronel mantenía relaciones con todos los oficiales de su padre, acabó imaginando que Gabrielle empujaba a dichos oficiales a la desesperación, al rechazarlos, y que sus otros amantes, pertenecientes a los círculos más oscuros, asesinaban a los jóvenes militares. Se esperaba que en cualquier momento desapareciera algún otro oficial del regimiento Las Dos Sicilias o que ocurriera algo parecido. Y la cosa no paraba ahí. Después de haber evitado al principio a Gabrielle, la gente volvía ahora a disputársela. En su completa superficialidad, la sociedad mundana deseaba recibir en su casa a una persona sensacional, cuya reputación era tan peligrosa que de ella pudiera decirse, como dijo de Quincey refiriéndose a Thomas Wainewright: «Hoy comimos con un asesino». Porque, en efecto, se daba por descontado que el misterioso y desconocido asesino estaría presente, así como lo estuvo en la casa de los Flesse. En suma, que a Gabrielle le llovían las invitaciones, pero, desde luego, la joven las rechazaba. Ya no se dejaba ver en ninguna parte.
Tampoco el coronel frecuentaba los círculos de sus conocidos. Por lo demás, nunca le había gustado el género de vida mundana y ahora vivía confinado en sus habitaciones, junto a su hija, de la cual no sabía ni lo que pensaba ni lo que hacía. Frente a las ventanas se extendía la plaza con las palomas que Rochonville solía contemplar sin verlas, y a veces le parecía que se encontraba en otro lugar enteramente diferente, por ejemplo en el campo, tal vez porque había llegado el verano y porque antiguamente, en verano, la gente tenía la costumbre de marcharse al campo. Y cuando miraba, desde lo alto de su ventana, la plaza, hasta le parecía hallarse en la cima de una montaña o, por lo menos, en una comarca elevada. Sin duda, debían de determinarle esta impresión diversos recuerdos, sólo que Rochonville no sabía precisar cuáles eran; quizá llegaran desde la época de su infancia. Probablemente lo habían invitado a almorzar o tal vez a pasar una tarde en una determinada casa situada en lo alto de una colina y rodeada de pedregosas elevaciones, lugar en el que, como en un sueño, le parecía ahora que volvía a encontrarse. El edificio mismo se levantaba en una cima; debía de ser, pues, una de esas casas señoriales que pueden llamarse asimismo castillos..., pero tal vez todo aquel recuerdo no se refiriera a una única casa, sino a muchas parecidas o del mismo tipo que Rochonville había conocido accidentalmente por visitas, viajes o maniobras de campaña. Lo cierto es que el coronel no conseguía evocar exactamente esa casa. La recordaba y al mismo tiempo no la recordaba. Sin embargo, se acordaba, con gran claridad, de otros detalles. Por ejemplo, sabía que el momento que estaban recordando era el de la hora que seguía al almuerzo. La gente de la casa y probablemente también los que habían llegado con el coronel, tal vez sus padres, debían de estar durmiendo... en tanto que él se había quedado solo.
Le parecía que se hallaba al aire libre. El cielo se mostraba cubierto, pero no por nubes, sino por una bruma, por una bruma a través de la cual se filtraba de cuando en cuando la luz del sol.
El aire tibio era agitado por ráfagas muy calientes. El carácter rocoso de la colina confería al paisaje, que en realidad no era muy alto, un aspecto montañoso, al que convenía el sonar de las campanas que de cuando en cuando se oían... cencerros de ovejas, según parecía («Ay, tenemos tan malos pastos», había dicho alguien durante la comida, «que sólo podemos criar ovejas.»). Todo estaba envuelto en un profundo silencio y sólo se oía, de cuando en cuando, en medio del hálito de la brisa, el sonido de los cencerros. Aunque un poco turbia, la luz era sin embargo estival. A juzgar por el estado de los pastos corría el mes de julio o agosto.
Debían de ser las tres de la tarde. La hora estaba llena de melancolía, pero también cargada con la presencia de acontecimientos invisibles. Era seguro de que a muchas millas a la redonda no ocurría nada digno de contarse; sin embargo, Rochonville tenía el sentimiento de que en cualquier momento podía ocurrir algo que sólo ocurre una vez en el curso de muchos años... o tal vez lo que palpitaba en el aire fueran acontecimientos que, alejados en el espacio, se habían ahora acercado mucho; por ejemplo, que hubieran llegado las gentes que querían comprar la finca, lo cual determinaría un cambio fundamental en la vida de Rochonville; o quizá se tratara de un ejército que, retornando de la guerra, pasara cerca de aquel lugar; o cualquier otra cosa parecida. Además, Rochonville no sabía exactamente dónde se encontraba, no sólo porque en verdad no conocía el nombre de la comarca, sino porque era como si se confundieran en aquel paisaje muchos otros paisajes del mundo. Y así como la lejanía estaba presente, también lo estaba el pasado. Allí podía ocurrir todavía lo que ya hacía tiempo que había ocurrido. Alguna iglesia o alguna gran capilla debía levantarse en alguna parte de aquella casa, pues al coronel le pareció, de pronto, que había visto allí las doradas figuras de reyes de cabeza coronada y las representaciones de los martirios de algunos santos. Esos reyes parecían poder comenzar a andar en cualquier momento por los caminos de la campiña y el martirio de los santos podía repetirse a cualquier hora... entre los campesinos. Parecía que aunque —o precisamente por eso— todo estaba inanimado, la vida había resuelto mostrarse tal como realmente era.
Como un animal desgarrado por los zorros, como un animal al que se le arrancan sus entrañas, así se manifestaba allí la vida. El corazón aún le palpitaba y su abierto cuerpo sangraba sobre la hierba polvorienta.
Hubo artistas que pintaron los llamados paisajes ideales, en los cuales quisieron representar toda la vida, paisajes que llenaron entonces de innumerables cosas: de montañas, ríos, ciudades, batallas, mares agitados por tempestades y mares serenos, sin viento, llenos de navíos y de monstruos surgidos de las profundidades. Sí, en tales cuadros hasta el día y la noche se representaban simultáneamente, y en el cielo brillaban al mismo tiempo el sol y la luna. La verdadera vida, sin embargo, no se revela en lo múltiple. Lo múltiple es sólo ruido. La verdadera vida únicamente se revela en el vacío. En la falta de todo acaecer, en el espacio vacío, del mismo modo que de la tentación, en la soledad de un santo, se precipita e irrumpe la vida, y su estruendo es tal que el oído sólo cree percibir el silencio, pues tan monstruoso y violento como el estrépito del sol naciente es el bramido del ser.
Uno de los últimos días del mes, el mayor Lukavski fue a la casa de la Jordangasse número cuatro, en la cual Fonseca, semanas atrás, había visto entrar a Gabrielle Rochonville.
Anochecía. Las calles se veían bañadas en una luz nacarada y algunas nubes estriadas de bordes de color rojo intenso flotaban por encima de la ciudad.
El mayor subió hasta el segundo piso de la casa y llamó a la puerta del piso que daba a la derecha del descansillo de la escalera.
Una criada de sencillo aspecto le abrió la puerta.
—¿Está el señor von Pufendorf? —preguntó el mayor, que a juzgar por el tono de su voz esperaba una respuesta afirmativa. Y como efectivamente la criada asintió, el mayor se quitó el sombrero y los guantes y entró en una habitación en la que un hombre de elevada estatura, de alrededor de treinta y cinco años, se puso de pie y clavó sus ojos en el visitante.
—¿El señor von Pufendorf? —preguntó Lukavski.
—¿En qué puedo servirle?
—Me llamo Lukavski —declaró el mayor—, y fui oficial del coronel Rochonville en el regimiento Las Dos Sicilias.
Tras un momento de vacilación, von Pufendorf hizo un ademán como para invitar al mayor a que tomara asiento.
Teniendo en cuenta su elevada estatura, von Pufendorf era extraordinariamente delgado, sobre todo de caderas, y su silueta, que se recortaba contra la luz vespertina proveniente de las ventanas, presentaba ciertas semejanzas con la del general ruso Wrangel.
—Permítame usted —comenzó diciendo Lukavski— que me remonte un poco lejos antes de comunicarle el objeto de mi visita...
—Desde luego —replicó von Pufendorf—, pero le ruego que tome usted asiento.
Hablaba en un alemán perfectamente correcto, sólo que su voz revelaba cierto acento extranjero.
Lukavski se sentó y por un instante recorrió con la mirada la habitación. Estaba amueblada sencillamente y hasta con cierta falta de gusto, semejante en esto a millares de habitaciones.
—¿De manera que usted —dijo Lukavski— y Konstantin Ilich von Pufendorf, teniente primero de los húsares de Grodno, son la misma persona?
—Exacto —asintió von Pufendorf—. Pero puede usted advertir que, aunque sea ruso, no me presento como capitán de caballería ni como príncipe...
—Pero su madre —dijo Lukavski— era una princesa.
—En efecto —admitió von Pufendorf, que pareció un tanto sorprendido de que Lukavski lo supiera—. Mi madre era una Viasemskaya. Pero, ¿qué importa eso?
—Y tampoco se presentó usted como capitán de caballería, sino sólo transitoriamente.
Von Pufendorf frunció el ceño.
—Es decir, con motivo de su huida de Rusia —dijo Lukavski, sintiéndose obligado a una explicación—. Si estoy bien informado, usted consiguió salir de Rusia con ayuda de los documentos del capitán de caballería Gasparinetti, muerto en cautiverio... Era uno de nuestros propios oficiales.
—¿De manera que también esta aventura, por lo demás tan poco interesante, llegó a sus oídos? —preguntó von Pufendorf—. Bueno, en aquel momento no podía elegir otro camino; además no creo que mi expediente hubiera perjudicado la memoria de su camarada, ya que no cometí ninguna acción deshonrosa en su nombre y que volví a recuperar el mío tan pronto como me fue posible.
—Así es —dijo Lukavski—. Y, si recuerdo estas particularidades de su vida...
—... sobre la que se muestra usted maravillosamente bien informado...
—... ello se debe sólo, a decir verdad, a que hay también aquí un capitán Gasparinetti..., sin duda un pariente del muerto.
—También yo oí decir eso —declaró von Pufendorf, después de un momento.
—Y así como no se presentó usted —prosiguió diciendo Lukavski— como un verdadero capitán ni como un príncipe, en el fondo tampoco ha estimado necesario ejercer una de las dos profesiones que en el extranjero los rusos poseedores del título de príncipe suelen ejercer. Me refiero a las profesiones de chofer y de mozo de restaurante, sino que al principio se ganó usted la vida como tornero metalúrgico, en la misma rama en que luego trabajó usted como vendedor, es decir, en la industria automovilística.
Von Pufendorf, que se divertía ostensiblemente al comprobar la exactitud de los informes de Lukavski, asintió con un movimiento de cabeza.
—Y como tornero —dijo Lukavski— adquirió usted una fuerza extraordinaria en las manos, fuerza por lo menos mayor que la que su constitución de hombre delgado...
—Pero no vaya usted a creer, mayor Lukavski —le interrumpió von Pufendorf sonriendo—, que un tornero toma un trozo de metal entre las manos y lo retuerce como si se tratara de un interruptor de luz o de la manija de la portezuela de un coche...