Las Dos Sicilias (13 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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—... o del cuello de un hombre...

—Por supuesto —admitió von Pufendorf, un tanto sorprendido por la interrupción—, ... o como usted, en su condición de militar, quiera representárselo. En verdad, el procedimiento para doblar el metal nada tiene que ver con lo que usted se imagina. Además, desarrollé la fuerza de mis manos mucho antes de ejercer el oficio de tornero; lo hice en virtud de ciertos ejercicios y para divertir de cuando en cuando a mis camaradas, y también al gran duque Nicolai, a quien conocía personalmente. Las exhibiciones de esas habilidades mías consistían, por ejemplo, en enrollar entre mis dedos una moneda de un rublo o partir un mazo de naipes con las manos. Puedo asegurarle que los más robustos ordenanzas, una vez que yo abandonaba el casino, se esforzaban en vano por volver a aplanar las piezas de un rublo que yo había doblado.

Lukavski hizo con su brazo un ademán como para detener el torrente de palabras del otro, levantando la mano izquierda, pues conservaba continuamente la derecha metida en el bolsillo.

—¡Le ruego encarecidamente, querido señor von Pufendorf —dijo—, que no comience usted a contarme esas historias sobre monedas enrolladas y mazos de naipes partidos! Hoy no se habla sino de mazos de cartas partidos y de monedas enrolladas cuando se hace referencia a una extraordinaria fuerza física.

—Es posible que ante semejantes exhibiciones de habilidad, la gente aquí se aburra —declaró von Pufendorf con una sonrisa—. En Rusia éramos más ingenuos y con tales cosas conseguí frecuentemente divertir a mis camaradas. ¿Fuma usted? —y así diciendo abrió una caja y ofreció cigarrillos al mayor—. Ya ve que ni siquiera son cigarrillos rusos los que le ofrezco.

—Cigarrillos que eran excelentes —dijo Lukavski mientras tomaba un cigarrillo de la caja con la mano izquierda—. Tuve oportunidad de pasar unos cuantos meses en Ucrania y los fumé con mucho placer. Pero vayamos a lo que verdaderamente quería preguntarle, señor von Pufendorf: ¿Conoce usted a la condesa Gabrielle Rochonville?

Von Pufendorf, sin responderle, se quedó mirándolo. Por fin le ofreció fuego.

—Puede usted admitirlo sin ambages —declaró Lukavski—. Por motivos que enseguida le comunicaré, me veo obligado a guardar la mayor discreción sobre lo que hablemos.

—Pues bien —dijo von Pufendorf, después de un momento—, conozco a la condesa.

—Señor von Pufendorf —dijo Lukavski—, tengo el propósito de batirme con usted.

Von Pufendorf no respondió enseguida.

—¿Es que el coronel Rochonville no deja que me case con su hija? —preguntó por último.

—El coronel probablemente ni sabe que usted la conoce —replicó Lukavski—. Y hasta es posible que ni siquiera sepa que usted existe.

—¿O no será, mayor Lukavski, que a usted mismo le gusta la condesa Gabrielle?

—Estoy casado, señor von Pufendorf.

Una fugitiva sonrisa se dibujó alrededor de la boca de von Pufendorf. A primera vista bien podía haberse supuesto que sonreía porque no había preguntado si Lukavski estaba casado; pero probablemente sonreía sólo de la seriedad de la respuesta de ese oficial que vivía en un mundo incomparablemente más modesto que aquel que había sido el suyo propio.

—En todo caso —dijo—, noto que es usted un hombre formal, mayor Lukavski. ¿Por qué quiere, pues, batirse conmigo? Me dice que el coronel probablemente ni presienta mi existencia, y además me revela que no ama usted a Gabrielle. Yo, en cambio, la amo sobre todas las cosas.

—Lo sé —dijo Lukavski.

—¿Cuál es entonces el verdadero motivo de su desafío?

—Desde luego —dijo Lukavski— que mi procedimiento es inusitado, que mi modo de entrar en su casa fue tal vez un poco extraño, pero lo cierto es que me pareció superfluo empezar por ofender a un hombre como usted o provocar una situación en la cual usted se viera obligado a ofenderme. Según creo, basta con que le diga que deseo batirme con usted.

—Pero..., es que no comprendo el motivo.

—Querido señor von Pufendorf —dijo Lukavski—, me sorprende el que estas cosas le parezcan tan extrañas. Por lo que sé, en el siglo pasado y en su propia patria hubo verdaderas epidemias de duelos, y hasta dos de los más famosos poetas rusos, Lermontov y Pushkin, murieron en duelos, en tanto que de nuestros poetas, hasta ahora, ninguno murió de esa manera, lo cual habla tal vez en contra de los poetas rusos, tal vez en contra de los nuestros. El propio Pushkin escribió repetidas veces acerca de duelos y desafíos.

—Sí —asintió von Pufendorf—, en el fondo todos los poetas escriben siempre sólo sobre las cosas que terminan por convertirse en su destino.

—Si no quiere usted admitir que Pushkin sólo por distracción empuñó la pistola, en lugar de tomar la pluma...

—Pushkin murió a causa de una mujer —dijo von Pufendorf—, por su propia mujer, que era muy hermosa y a quien el zar amaba. El zar hizo matar a Pushkin por un aventurero.

—¡Pues bien entonces! —dijo Lukavski—. ¿O acaso cree usted que ahora ya no son tiempos para realizar semejantes cosas? Entre gentes de honor, no existe ningún caso del que usted pudiera decir que los tiempos no se prestan.

—Eso es exacto —declaró von Pufendorf—, es decir, podría aplicarse también a nosotros dos, si usted me considerara un hombre de honor. Sólo que no me tiene por tal. ¿No es así?

—¿Cómo llega usted a figurarse eso?

—Porque sencillamente no me considera usted hombre de honor. Lo que quiere es batirse conmigo, batirse a toda costa, mayor Lukavski..., porque no conoce otro medio de impedir que el señor Gordon haga estallar el escándalo que, según usted cree, pudiera provocar mi arresto. Pero estoy persuadido de que Gordon no tiene en modo alguno el propósito de hacerme arrestar. No querría ofenderle, pero lo cierto es que considero a Gordon más inteligente que a usted. En primer lugar, se enteró de mi existencia y de mis relaciones con Gabrielle Rochonville mucho antes, lo cual no significa en él ninguna habilidad puesto que tiene a su disposición todos los medios de la policía. En segundo lugar, le considero más inteligente porque parece haberse dado cuenta bien pronto cuán insignificante es el papel que yo represento en todo esto, a pesar de las apariencias en contra. En suma, que con toda seguridad no me hará arrestar. Ya ve que eso es lo primero que debía haber hecho, pero hasta ahora no lo hizo. Sin embargo, la desgracia nunca llega de la dirección que uno había esperado. Siempre llega por otro lado. Debía, pues, haberme esperado algo parecido a la visita que usted me hace y, según tengo que confesar, me encuentro más bien desarmado. En efecto, por más que le asegurara que no tengo la menor relación con los hechos que a usted le preocupan tanto, no me creería...

—Ya ve —replicó Lukavski— que no le pregunté dónde podría encontrarse Fonseca.

Después de una pausa debida a su irritación, von Pufendorf prosiguió:

—Puesto que no encuentro el menor placer en pasarme dos años en una fortaleza húngara, sólo me resta advertirle a usted sobre mis intenciones. Si verdaderamente insiste en batirse conmigo, lo mataré en el duelo, mayor Lukavski.

—Vaya. Le ruego que se abstenga de hacer profecías —dijo el mayor—. En general, las profecías no son cosa que se cumpla.

—¿Por qué no? —preguntó von Pufendorf sorprendido.

—Porque no predicen la realidad, sino la verdad. De modo que no se moleste usted en decirme ahora que sabe tirar muy bien. En los duelos de pistola no suele apuntarse bien. Y aun cuando consiga herirme o matarme, no se haga la ilusión de haber terminado esta historia. En efecto, ha de comprender que siempre quedarían los señores Silverstolpe y Marschall, y hasta el propio coronel, para hacerle frente. Hágase, pues, a la idea de morir, Konstantin Ilich von Pufendorf. ¿Acepta, entonces, mi desafío, o no?

Sin responder, von Pufendorf se encogió de hombros. En ese momento, sonó la campanilla de la puerta.

—Por supuesto que la condesa Rochonville no sabe que estoy aquí —dijo Lukavski.

Von Pufendorf se quedó un instante mirándolo y luego salió del cuarto. En el vestíbulo, habló unas palabras en voz baja con alguien, luego se oyó el abrirse y cerrarse de otra puerta, y por fin von Pufendorf volvió a la sala donde se hallaba Lukavski.

—Mayor Lukavski —dijo—. Cuanto más medito en su modo de obrar, tanto más agraviante lo encuentro, de manera que he decidido aceptar su desafío. Puede, pues, vanagloriarse de haber alcanzado su objetivo. Que Dios le perdone. Ya tiene usted su satisfacción.

—Muy bien entonces —dijo Lukavski—, pero, ¿por qué está tan nervioso? Hasta ahora estuvo tan cortés como no podía yo dejar de esperarlo del conocido de una dama que, a fin de cuentas, es la hija de un coronel.

—¡Verdaderamente no sabe usted, mayor Lukavski, lo que hace! —dijo von Pufendorf—. Ni siquiera sabe lo que dice.

—No crea que me he resuelto con ligereza a dar este paso. Ya le dije que tengo familia.

—¡Vaya! —exclamó von Pufendorf irritado—. No estoy hablando del peligro que correrá la futura educación de sus hijos.

Encogiéndose de hombros, Lukavski se puso en pie.

—Y usted mismo, ¿no atribuye demasiada importancia a sus asuntos? —preguntó.

—Sí —afirmó von Pufendorf— ... por ejemplo a los asuntos para los que la gente de este país no tiene suficiente corazón como para vivirlos hasta el final. Aquí sencillamente se los deja ocurrir.

Y luego, adoptando otro tono, agregó:

—De manera que espero... digamos mañana al mediodía... a sus padrinos.

—Muy bien —dijo Lukavski—, se los enviaré puntualmente.

Y con estas palabras se despidió de von Pufendorf.

Atravesó el vestíbulo sin mirar alrededor. Una vez que hubo cerrado detrás de sí la puerta del piso, permaneció aún un instante inmóvil, sumido en sus pensamientos. Luego, comenzó a bajar la escalera.

3

La que a continuación transcribimos es la carta que Silverstolpe escribió al capitán Marschall von Sera en los últimos días de junio de aquel año.

La carta comprendía muchas cuartillas de tamaño pequeño, cubiertas con una escritura de rasgos casi floridos, y la forma y disposición del texto revelaba cierto sentido de la elegancia. Las letras iniciales de los períodos y de cada oración estaban cuidadosamente trazadas y adornadas. La carta llevaba la fecha al final, y luego seguían dos postdatas, como si en una carta en regla no pudiera prescindirse de esos elementos.

Cuando no se escribe a menudo es posible encerrar en una carta toda una vida, y hasta de manera más perfecta que la de la vida realmente vivida. Esa epístola constituía un todo, una carta en sí, destinada a seguir siendo carta y no a ser reproducida con ayuda de otros medios y en otras circunstancias. Las tachaduras que se veían en ella y el modo en que estaba plegada, así como las manchitas hechas por alguna mosca que se había deslizado sobre las letras antes de que se secara la tinta, conferían a la carta su singularidad y su carácter único. Y al reproducirla aquí lo hacemos persuadidos de que ya no podrá provocar el efecto que produjo en el capitán von Sera.

«Mi querido Marschall —escribía Silverstolpe—, sin duda te asombrará recibir esta carta o cualquier carta mía, pues no era nuestra costumbre escribirnos mucho; nunca necesitamos de ello para confirmarnos que éramos amigos, así como nunca necesitamos vernos para asegurarnos de nuestra amistad, sino que podíamos confiar al azar nuestros encuentros. En estas líneas podrás advertir el signo de algo excepcional, en el caso, claro está, de que no hagas como aquel hombre a quien conocí, que, durante muchos años, alquiló en un hotel dos habitaciones; una para vivir en ella, la otra destinada a guardar todas las cartas que recibía y que arrojaba sin abrir; cuando murió, se encontró ese cuarto casi por completo lleno de cartas sin leer. ¡Gesto admirable que nos indica que los hombres, en última instancia, no pueden ni decirse ni escribirse nada!

»Pero si lees mi carta no tendrás ningún motivo para inquietarte más que en todos aquellos casos en los que, tratándose de otra gente, tuvimos que aceptar, como irremediables, hechos semejantes al que aquí he de comunicarte.

»Lamenté mucho no verte en el entierro de Engelshausen. También a Lukavski le habría gustado hablarte. Y tal vez tu presencia hubiera dado a las cosas de que hablamos un giro distinto. Fonseca y yo fuimos, después del sepelio de Engelshausen, a casa de Lukavski, donde su mujer tuvo la amabilidad de vendarme una pequeña herida que sin saber cómo me había hecho y a la que no le di la menor importancia.

»Pero ya en el curso de aquella noche me desperté con vivos dolores y fiebre. Por la mañana comprobé que se me había hinchado no sólo la mano sino también todo el brazo. Unas rayas de color poco tranquilizador partían del dedo medio, donde tenía la herida, y me llegaban hasta el hombro. Sentía además que los ganglios de la axila se hallaban asimismo hinchados.

»El médico me diagnosticó una infección. Al principio la creí provocada por la venda que la señora Lukavski me había puesto. Pero pronto el médico estableció que la infección se debía al virus de los cadáveres.

»Por supuesto que no tenía la menor idea acerca de dónde podía haberme contaminado. Sin embargo, al reflexionar sobre ello llegué a la conclusión de que la única posibilidad de haber contraído esa infección era la siguiente: El coronel y yo fuimos al velatorio de los restos de Engelshausen. Nuestro cantarada yacía en el féretro, vestido con su uniforme; pero como la chaqueta ya no le cerraba sobre el pecho, le habían prendido los bordes con alfileres. Me pareció que lo habían hecho de manera negligente, y por eso me puse a asegurar mejor los alfileres.

»Debe de haberme determinado a ello algún recuerdo de la época en que prestábamos servicio. ¿Acaso no nos habíamos acostumbrado, cuando veíamos a algún soldado, a corregir o a ajustar algo de su vestimenta? De manera que debí de pincharme con uno de aquellos alfileres que, probablemente, cuando le ponían el uniforme al muerto, se habría hundido ligeramente en su pecho... Y la punta de ese alfiler fue la misma que luego pinchó mi dedo.

»Cuando se habla de envenenamiento por virus de los cadáveres en general se imagina uno las consecuencias peores de lo que realmente son. El mal de que me vi atacado siguió al principio su curso normal. Pasé algunos días con fiebre, a veces muy alta, y los ganglios continuaron hinchados; pero luego el envenenamiento —como el médico lo había previsto— comenzó a ceder, y poco después bien podía haberme considerado curado.

»Hasta aquí, como ves, nada había de extraordinario. Desde luego experimentaba una extraña sensación al saber que llevaba en mí el veneno de otro cuerpo humano, pero, ¿acaso no respiramos continuamente el aire que otros respiraron? Y, ¿acaso no se mezcla permanentemente nuestra vida con la vida, y hasta con la muerte de otros? El pan que comemos tal vez proceda de la harina hecha con la espiga nacida del cuerpo de un muerto y el pescado que nos sustenta bien pudo haberse nutrido con los restos de una persona ahogada. Nos rodeamos de precauciones creyendo evitar el contacto del mundo que nos rodea, pero éste es un modo enteramente superficial de pensar, pues, en realidad, nuestro presunto aislamiento no es sino ilusorio. Continuamente estamos ensuciando los blancos guantes que siempre nos creemos en la obligación de llevar; continuamente, cada soplo de aire nos trae partículas de la sustancia de otros seres y otras cosas, y lleva a ellos las nuestras. En todo momento, todo se mezcla con todo.

»De manera que al cabo de unos pocos días podía esperar verme curado. Pero no me curé. Cierto es que la hinchazón había desaparecido y que ya no tenía fiebre. Es más, mi temperatura era inferior a la normal, pero, en lugar de adquirir cada vez mayor fuerza, me sentía presa de una debilidad creciente y extraña, una debilidad que me consumía. Y así como muchas veces sentimos que el peso de un objeto se debe no tanto a su tamaño como a su consistencia, así sentía yo esa debilidad como una pérdida de fuerzas casi dolorosa que me consumía. Sólo entonces comencé verdaderamente a sentirme mal.

»El médico afirmó que esas eran aún las consecuencias del envenenamiento. La infección ya había pasado; lo que quedaba no era sino debilidad, de suerte que en poco tiempo sanaría. Con todo, pasaban los días y yo no me sentía mejor; por el contrario, me encontraba en un estado cada vez más desdichado. Dije entonces al médico que, o bien la enfermedad no había terminado aún, o bien otra había reemplazado a la primera. El médico me respondió que el envenenamiento mismo ya había pasado, pues no existía ningún síntoma de él. En cuanto a una nueva enfermedad nacida de la primera, según afirmó, no existía, o por lo menos él no sabía de qué enfermedad pudiera tratarse.

»Lo supiera él o no, lo cierto era que había en mí una enfermedad que, si no había reemplazado a la primera, tenía que continuar siendo la infección anterior que había asumido otra forma. Y esta nueva forma sería mortal.

»En efecto, Dios no establece ninguna diferencia entre la punta de una espada y la punta de un alfiler. Sólo éramos víctimas de un prejuicio cuando creíamos que únicamente moriríamos bajo los aceros de algún regimiento escogido de los franceses o de los rusos. Luego nos acostumbramos a la idea de que también podíamos morir en cualquier trinchera sucia, heridos por una granada. Y ahora tuve que hacerme al pensamiento de morir por el pinchazo de un alfiler. Porque es un hecho evidente que ahora tengo que morir. No veré las tormentas de otoño que tanto amo, y que las brumas del mar traen hasta aquí. Y tal vez ni siquiera logre alcanzar los últimos días del verano.

»Mi querido Marschall, no tengo el propósito de aburrirte con la descripción de los detalles en virtud de los cuales llegué a esta conclusión. Quizá sea yo solo quien haya llegado a este convencimiento; quizá los médicos crean aún que esa enfermedad, que no conocen, se vaya del mismo modo en que vino. Durante todo este tiempo consulté a muchos médicos que me mantuvieron en observación algunas semanas. Sólo que tenían poco que observar, puesto que no existía una enfermedad propiamente dicha, sino que era mi propio cuerpo el que se consumía. Ya no eran precisos gérmenes venenosos, que sólo habían sido el motivo del fin, y comencé entonces realmente a darme por vencido.

»Antes, la gente moría a veces de enfermedades desconocidas a las que sólo se les daba un nombre, sin que se supiera, sin embargo, en que consistían: por ejemplo, «fiebre nerviosa», «corazón quebrado», y cosas parecidas. Tal vez sea en general un prejuicio el creer que siempre ha de morirse por una enfermedad o una herida. Tal vez, y hasta es lo más probable, pueda uno morir también por sí mismo. Y cuando no puede uno resolverse a morir por sí mismo el destino no necesita sino de una pequeñez, por ejemplo, de la punta de un alfiler. Y entonces se estremece uno, reflexiona, y muere de su muerte.

»¿Acaso no tienes tú también la impresión de que nunca reflexionamos verdaderamente sobre nuestra muerte? Quizá al volver de la guerra hasta pensábamos que habíamos burlado a la muerte. Pero ésta no se deja engañar. No porque hayamos jurado pertenecerle. En modo alguno es necesario el cumplimiento de semejante requisito, sino porque encontramos, de pronto, que seguir viviendo carece de sentido. El creer que debe uno continuar manteniéndose vivo es algo por completo falso. En la muerte, puede uno también estar vivo. Creo que eso no cambia nada esencial de nuestro modo de ser real. Los que mueren de amor existen siempre y también todos los que caen en el campo del honor. Y hasta son mucho más de lo que eran cuando vivían. Cierto es que hay hombres que para vivir tienen que permanecer en la vida, pero hay muchos otros que, para ser, necesitan morir.

»Sin duda me preguntarás por qué motivo no te hice saber, a ti o a los otros, cuál era mi estado, y estoy seguro de que hasta me reprocharás el no haberlo hecho. Pero la verdad es que necesité tiempo para meditar sobre mi propia muerte. Y si ahora me atrevo a pedirte que vengas a visitarme, lo hago encontrándome en condiciones completamente diferentes. Los médicos ya no me agobian, y aunque me siento cada vez más débil, me siento, sin embargo, mucho mejor. Ahora ya no lucho contra mi fin; sencillamente lo acepto. Puede que en otra época haya sido un enfermo insoportable, pero ahora me he convertido en un moribundo perfectamente tolerable.

»Cuando llegué a comprender que era inútil esperar algo del arte de los médicos, rehusé a prestarme como objeto de los estudios que querían realizar sobre mí. Me dije que, aun cuando consiguieran profundizar el conocimiento de mi estado, nunca podrían aplicar el resultado de sus observaciones a otros enfermos. Porque, en efecto, no puede haber otros enfermos como yo. Mi enfermedad es mi modo de morir absolutamente personal. No muero de ningún mal, sino que muero de mí mismo.

»Tengo en Carintia dos ancianas parientas, primas de mi difunta madre —mi padre, cuando llegó de Curlandia e ingresó en el ejército, se casó con una Ungad—, que ya me habían invitado repetidas veces a su casa. Poseen una pequeña propiedad llamada Gegendt y, según creo, se aburren soberanamente, como toda la gente de los tiempos pasados, en el presente. Cuando les escribí estaba ya decidido a venir a su propiedad, pero agregué que sin duda no les sería particularmente divertido contemplar el espectáculo de mi consumición. Tal vez mi carta estuviera concebida en un tono de urgencia tal que no daba lugar a una negativa de mi súplica. Lo cierto es que me habría disgustado mucho morir en la ciudad. En todo caso, fueron lo suficientemente benévolas como para invitarme a su finca.

»Aquí, pues, habito, para no decir que aquí vivo, porque en verdad tendría que decir que, simplemente, yazgo a punto de morir. Como ves, tuve bastante tiempo para meditar sobre mi destino... sobre el destino de todos nosotros. Pero el hecho en sí ha dejado de atormentarme desde hace unas semanas. Cuando uno sabe que ya no vivirá, vive mejor que cuando cree que ha de continuar viviendo. Me abandono, pues, a todas las cosas que me rodean, al calor, al persistente buen tiempo; esto compensa algo la frialdad que invade poco a poco mi interior; esta vida rústica, el ver la increíble fertilidad de esta tierra, que parece colmada de los demonios de la fecundidad y de todos los faunos de Pomponius Mela, me ayuda a olvidarme de que me voy deslizando hacia abajo y hacia el más allá. Resulta más fácil morir cuando se advierte que la muerte forma parte de la vida. Cuando procuro participar de esta vida del mejor modo de que aún soy capaz, me olvido de que ya no puedo vivir. Sí, me olvido hasta de la vida misma, así como el que está a punto de dormirse olvida la araña o el insecto que, antes de adormecerse, observó en el cielorraso de la habitación... de suerte que, cuando vuelve a despertar, esos animales, desaparecidos durante el sueño, se hallan ya en otra parte. Y así se me escapa la vida, como en un sueño.

»Una de mis tías es una vieja señorita von Ainether; la otra estuvo casada un tiempo con un consejero áulico que tenía el singular nombre de Pobeheim von Holzapfel-Wasen. Pero este matrimonio no fue sino un breve interludio en la vida de la vieja señorita que, en el fondo, nunca dejó de serlo, de manera que volvió junto a su hermana como si no se hubiera marchado de la casa. Comemos los tres juntos, recibimos visitas y las hacemos a los vecinos, pero la mayor parte del tiempo la paso tendido en un diván que hago colocar al sol para no sentir frío, y el tiempo pasa sobre mí. No lo noto. En el cuadrante del universo, las agujas siguen girando movidas por las gigantescas ruedas de las órbitas celestes... Pero para mí es como si sólo se moviera una hoja. Cada instante que transcurre se lleva de mí una parte de vida infinitamente mayor que la que se lleva de la de mis otros semejantes; no me inquieto por ello. Antes me ocurría que quería detener el coro de las horas, esa
turba duodena,
como dice Santo Tomás de Aquino, como si se tratara de un grupo de doce mujeres jóvenes de flotantes túnicas. Y me quedaba triste cuando se me escapaba sólo alguna de ellas. Ahora bien pueden salir de su eternidad y entrar en este mundo efímero, con sus pies invisibles y ligeros, y volver a salir de este mundo fugitivo y perecedero para dar nuevamente en la eternidad: ¿Por qué habría aún de querer retenerlas? Si en el más allá no me es dado volver a encontrarlas, ¿para qué las quiero aquí?

»Pero también tenemos, por decirlo así, ciertas distracciones apagadas. Por ejemplo, el otro día asistí al baño de las viejas señoritas, baño que toman diariamente, antes de la hora del almuerzo, durante los meses estivales, en un estanque. Se bañan aproximadamente según el modo inventado en 1890 en los baños de Ostende, sólo que el estanque no es el mar, sino una especie de charca llena de juncos, cañas, culebrillas de agua e insectos. Pero la ceremonia de esos baños se realiza de acuerdo con el carácter mundano de épocas pasadas... Y a veces las señoritas se quedan extendidas en unas mecedoras de las que sólo pueden levantarse luego a costa de grandes esfuerzos, porque los muchos botones de sus ropas quedan enredados entre las mallas...

»Esto y muchas otras cosas me recuerdan ciertas escenas de mi casa que, sin embargo, no me parecían tan ridículas, porque entonces era aún muy niño y porque es seguro que en aquella época, verdaderamente, no lo eran todavía. Y aún ahora en ocasiones tengo que esforzarme para sonreír ante semejantes escenas. Es que las diferentes épocas se confunden aquí de una manera tal que resulta difícil describir: el presente no alcanza a borrar el pasado, y todo, pasado y presente, y probablemente también el futuro, existe simultáneamente, de manera que si muchas cosas me hacen recordar los tiempos idos, otras me recuerdan, por así decirlo, el futuro. No sé si me entenderás. Pero lo cierto es que aquí, o el tiempo no existe o bien existe con tal intensidad que no importa establecer lo que pertenece al pasado o lo que está por venir: todo es igualmente presente. Y la propia naturaleza está penetrada de este permanente presente de todos los tiempos.

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