Las Dos Sicilias (5 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Lanzando un gemido, la señora von Flesse se dejó caer en una silla y se cubrió el rostro con un pañuelo. Los hombres se acercaron al cuerpo tendido. Su figura parecía singularmente empequeñecida. En general, los muertos sólo producen la impresión de haberse reducido en sus formas después de una larga enfermedad que los ha consumido. Pero también ocurre que personas muertas súbitamente parezcan a menudo mucho más pequeñas que en vida. Es como si el cuerpo perdiera una parte esencial de su peso. También las personas muertas por una caída parecen empequeñecidas. Así como el mundo está constituido en su mayor parte por movimiento, y sólo en escasa medida por masa, el hombre está constituido principalmente por su porte y modo de ser, y en menor grado, por su cuerpo. Cuando perece lo primero, lo que queda no es casi nada, se desmigaja y pronto es como si nunca hubiera existido.

La boca y los ojos de Engelshausen permanecían abiertos. La lengua asomaba por un ángulo de la boca. El rostro presentaba un extraño color. Bien podía haberse pensado que era enteramente oscuro. Pero ese tinte oscuro no se manifestaba sino en algunas partes del semblante que, uniformemente pálido, parecía cubierto por una capa de crema blanca. En la mejilla izquierda presentaba un hematoma debido, sin duda, a un golpe.

Rochonville tocó el cadáver y comprobó que ya estaba frío o, por lo menos, que no poseía la temperatura normal. Ese poquito de calor que atestigua la vida ya se había disipado, como el calor de un pájaro. Ya debía de hacer un cuarto de hora que Engelshausen estaba muerto. Después de haber permanecido un buen rato inclinado sobre él, observándolo, Gasparinetti manifestó que Engelshausen tenía el aspecto de alguien a quien se hubiera llevado el diablo.

El coronel, a quien indignó esa manera de expresarse, preguntó a Gasparinetti qué debía entenderse por sus palabras; a esto, Gasparinetti se justificó diciendo que, por lo visto, a Engelshausen le habían torcido el cuello, procedimiento que, como es sabido, emplea el diablo para llevarse a los hombres.

—¡Torcido el cuello! —exclamó el coronel irritado. Y luego preguntó a Gasparinetti si creía que era cosa sencilla o posible retorcerle a alguien el cuello. El capitán de caballería respondió que fuera o no cosa sencilla, lo cierto es que Engelshausen presentaba el cuello torcido. Porque, de no ser así, ¿cómo podía tener el rostro en el lugar de la nuca? Y al pronunciar estas palabras, se irguió visiblemente ofendido. Luego se aproximó a la ventana. Allí pareció que consideraba por fin conveniente quitarse el sombrero, que durante todo aquel tiempo había conservado en su cabeza, incluso en las habitaciones. Luego descorrió las cortinas de la ventana. Las hojas de ésta estaban sólo entornadas, probablemente porque se había querido establecer mejor ventilación. El capitán abrió enteramente la ventana. La señora von Flesse comenzó a lamentarse en voz alta. Se preguntaba cómo era posible que hubiera ocurrido todo aquello, y Flesse replicó, con viveza, que eso ocurría por invitar continuamente gente a la casa, manifestación de la cual los demás infirieron que la responsable de las continuas invitaciones era la señora von Flesse y que a su marido no le gustaban tales reuniones. Pero aquél no era realmente el momento de hacer reproches a los dueños de la casa. La señora von Flesse preguntaba quién podía haber dado muerte a Engelshausen; exigía que se le hiciera saber qué motivo podía existir para que ocurriera semejante cosa. Pero nadie pudo darle explicaciones. Evidentemente había sido uno de los invitados.

—¡Oh, es espantoso! ¡Es horrible! —gimió la señora von Flesse.

El coronel quiso poner el cadáver sobre un diván, pero Flesse manifestó su opinión de que era mejor que no lo hicieran y que el cuerpo quedara donde estaba hasta que la policía lo examinara.

—Pero, por Dios, ¿cuánto tiempo permanecerá aún allí tendido? —gritó la señora von Flesse. ¡Su habitación era contigua a la del crimen!

En efecto, aquel cuarto se encontraba junto al dormitorio de la señora von Flesse. El coronel, irritado por la actitud de Gasparinetti y por los gritos de la señora, ofreció a ésta el brazo para conducirla fuera de la habitación, mientras Flesse se apresuraba hacia el vestíbulo para telefonear a la policía. Gabrielle, que durante todo aquel tiempo no había pronunciado palabra, le siguió. El último en salir del cuarto fue el capitán de caballería.

La señora von Flesse impidió una tentativa de los hombres de discutir el caso al sostener que sólo el amante de alguna de sus criadas podía haber cometido el crimen, porque resultaba enteramente ridículo creer que sus invitados pudieran matarse unos a otros. Se llamó a las muchachas, pero éstas explicaron que no tenían ningún novio. Sin embargo, la señora von Flesse parecía poseer buenos motivos para dudarlo. No creía en una vida tan falta de amores.

Cierto es que admitía los galanteos y amoríos sólo en la llamada «buena sociedad», pues en otras capas sociales le parecían espantosos. Continuamente se imaginaba que los amantes de sus domésticas se hallaban escondidos en alguna parte de la casa. Sobrevino un agrio intercambio de palabras, en el curso del cual una de las criadas, indignada, salió corriendo de la habitación. La otra, que era fea, se quedó llorando. Von Flesse, a quien le resultaban intolerables las insinuaciones eróticas de su mujer, hizo salir a la muchacha de la sala. Sin embargo, Gasparinetti sostuvo que, a pesar de todo, las sospechas de su excelencia no llevaban una dirección equivocada, ya que en los círculos sociales que se ha dado en llamar mejores es muy difícil encontrar a alguien que posea la fuerza necesaria para retorcer el cuello de un ser humano. Porque, como el coronel acababa de señalar justamente, se necesitaba mucha fuerza para llevar a cabo aquel acto. Tenía que tratarse de un mecánico, de un mozo de cuerda o de un carnicero. ¡Pero cómo semejantes obreros podían haber estado entre los invitados!, decía la señora von Flesse, a lo cual el capitán de caballería observó que el asesino no tenía por qué ser necesariamente uno de los invitados.

—Pero, ¿quién entonces? —preguntó Flesse, y luego comenzó a contar que él mismo había conocido personalmente a cierto conde Wagensperg, capaz no sólo de partir entre sus dedos un mazo de naipes o una moneda, sino también de enrollar una fuente de plata como si se tratara de una hoja de papel; y lo más singular del caso era que aquel hombre desempeñaba funciones puramente intelectuales en la administración del gobierno.

Gasparinetti opinó, por su parte, que el desgarrar un mazo de naipes era cosa debida únicamente a un truco, y bien pronto cada uno se vio ocupado en defender su propio punto de vista en la cuestión; en eso estaban cuando llegó la comisión policial compuesta por varios empleados vestidos de civil que fueron inmediatamente introducidos en la habitación en la que yacía Engelshausen. Allí permanecieron un buen rato, sin duda para fotografiar el cadáver e investigar el lugar. Los dueños de la casa y los invitados tomaron asiento y se pusieron a escuchar.

Por último volvieron a aparecer los funcionarios, que pidieron una lista de los invitados que habían asistido aquella noche a la velada.

Aun antes de que Flesse hubiera terminado de hacer la lista, el comisario que dirigía la comisión sometió a los demás a una especie de interrogatorio.

Pudo así establecerse, en primer lugar, que entre el momento en el que Engelshausen fue visto por última vez y el momento en que se encontró su cadáver habían pasado aproximadamente tres cuartos de hora. Los invitados que en ese tiempo crítico estuvieron en la reunión fueron excluidos de la lista como no sospechosos.

Evidentemente, Gabrielle Rochonville fue la última persona que habló con Engelshausen.

El cuadro general de la situación que por fin pudo trazarse fue más o menos el siguiente:

Después de haber pasado un buen rato conversando entre los demás invitados, Gabrielle y Engelshausen se habían levantado de sus asientos para recorrer los distintos salones de la casa. Así llegaron a la sala roja, en la que no encontraron a nadie. Ambos jóvenes se sentaron en el diván, fumaron cigarrillos y bebieron algunas copas de
chartreuse
de una botella que encontraron sobre la mesa.

Mientras tanto, nadie había penetrado en aquella habitación. En el curso de la charla, Engelshausen se había ofrecido para llevar en su coche a Gabrielle y al coronel hasta la casa. Entonces Gabrielle había salido del cuarto para comunicar a su padre el ofrecimiento de Engelshausen, de manera que éste se quedó solo en la sala. Como los invitados estaban ya a punto de marcharse, Gabrielle sólo pudo hablar a su padre en el vestíbulo.

Después de las diez y media de la noche —según declararon las criadas— no había entrado en la casa ningún otro invitado (ni tampoco persona alguna), de manera que el hombre que había dado muerte a Engelshausen sólo podía ser uno de los visitantes, o bien alguien que, habiendo entrado por una de las ventanas, hubiera salido asimismo por una ventana del piso; era de suponer que lo hubiera hecho a través de la de la sala roja, que Gasparinetti había abierto de par en par después de haberla encontrado, detrás de las cortinas, simplemente entornada. Por lo demás, las criadas manifestaban a este respecto que, al comienzo de la reunión, la ventana no estaba ni entornada ni con las cortinas corridas, sino que, por orden del señor von Flesse, había quedado abierta de par en par, a los efectos de permitir una buena ventilación en la caldeada casa. Alguien tenía, pues, que haberla entornado y haber corrido las cortinas; Gabrielle confirmó, por lo demás, que, al entrar ambos en la habitación, Engelshausen había cerrado la ventana.

La casa de los Flesse se hallaba en el primer piso del edificio. El jardín al que daba la ventana en cuestión era tan sólo un gran patio rodeado de casas. La pared del edificio en que vivían los Flesse presentaba un emparrado silvestre que se elevaba hasta lo alto del entrepiso. Pero todos los porteros de las casas vecinas manifestaron que, después de las diez de la noche, ningún desconocido había entrado. De manera que si realmente alguien se había introducido en la morada de los Flesse a través de la ventana que daba al jardín, tenía que ser una persona que viviera en una de las casas vecinas. Sin embargo, no se encontraron ni huellas de pisadas en el suelo, debajo de las ventanas de los Flesse, ni rastros de tierra del jardín en el balcón o en las alfombras de la habitación.

Gasparinetti seguía con visible impaciencia el curso de las investigaciones. Iba de un cuarto a otro, consideraba con el ceño fruncido la actividad que desplegaban los agentes policiales y, de cuando en cuando, se daba en la pierna unos golpecitos con el sombrero, que sostenía en la mano derecha.

—Todo esto —dijo por fin dirigiéndose a Flesse—, todo esto, es decir, el modo de llevar a cabo la investigación, me parece insensato. Detesto esta manera de mirar las cosas a través de la lupa, de arrastrarse por el suelo, de fotografiarlo y de medirlo todo. Semejante procedimiento puede, ocasionalmente, ser bueno, pero en modo alguno hay que tenerlo como principio exclusivo. Es indigno de un hombre que posee alguna inteligencia tomarse todos estos trabajos que lo cubren de sudor, cuando la más sencilla reflexión (en el caso, claro está, de que pudiera hacerla) lo llevaría al fin buscado.

—¿Qué clase de reflexión? —preguntó Flesse.

—Cualquiera —replicó Gasparinetti—, cualquier clase de reflexión, pero que haya alguna. Lo que importa es reflexionar. Por ejemplo, ante todo, habría que preguntarse por qué motivos pudo alguien dar muerte a Engelshausen. Pero, ¿se atentó verdaderamente contra su vida? ¿No será Engelshausen, tal vez, la víctima de un equívoco, de la casualidad o del absurdo? Nos resistimos a creer en los absurdos trágicos, pero no podemos negar que lo trágico es ya en sí mismo absurdo. Y si el crimen no se cometió por un ciego azar, ¿qué hacía Engelshausen, en qué ocupaba su tiempo, a qué se dedicaba diariamente? ¿Quiénes eran sus enemigos? Y sobre todo, ¿quiénes eran sus amigos? ¿Con qué mujeres mantenía relaciones? ¿De qué tipo era su relación con Gabrielle Rochonville? ¿Qué habló con ella en ese cuarto en que ahora yace? ¿Qué hizo allí? ¿Estaba cerrada la puerta? ¿Pudo Gabrielle, al abandonar la habitación, cerrar la puerta después de salir? ¿O lo hizo otra persona? Porque lo cierto es que la puerta estaba bien cerrada cuando nosotros llegamos... Pero dime, ¿crees que el comisario se habrá informado ya sobre todo esto? Es seguro que los agentes de policía ya han contado el dinero que el muerto tenía en los bolsillos... Pero comunicar a sus padres lo ocurrido es algo en lo que nadie ha pensado aún.

—¿Te parece? —dijo Flesse—. Esto es, quería decir... ¿lo crees realmente así? Lo cierto es que hacía la corte a la Rochonville, como todo el mundo sabe.

—Sí —dijo Gasparinetti—, pero, por ejemplo, ¿por qué la dejó volver sola a la reunión y él se quedó en aquella sala? Has de admitir que, por lo menos, no es esto lo que suele hacerse; cuando uno abandona la reunión con una dama, debe acompañarla al volver a ella. Y, ¿por qué Gabrielle no fue enseguida a comunicar a su padre que Engelshausen quería llevarlos en coche hasta su casa? ¿Por qué se lo manifestó sólo cuando se encontraron en el vestíbulo? Ella dice que todo el mundo se disponía ya a marcharse. Pero, ¿cuál fue el verdadero motivo por el cual dejó solo a Engelshausen? Y además, ¿qué clase de persona es Gabrielle Rochonville? ¿En qué ocupa sus días? ¿Cuáles son sus amigos?

Flesse lo miró fijamente.

—¿Sabes algo sobre eso? —preguntó.

—No —respondió Gasparinetti—; pero el comisario debería informarse.

—No creo que sea ésa la tarea de esa comisión —replicó Flesse—. Dudo hasta de que tenga el derecho de formular semejantes preguntas... independientemente del hecho de que, quizá, no se llegara a conocer la verdad a través del interrogatorio que tú propones.

—Todos los seres humanos dicen la verdad —replicó Gasparinetti—. La dicen incluso cuando mienten. El oficio del que interroga consiste en descubrir la verdad de las mentiras.

—Eso no es más que una manera de hablar —dijo Flesse—, pues, ¿quién sería realmente capaz de lograr semejante cosa?

—Las verdades —dijo el capitán de caballería— siempre se consideran modos de hablar. Es una manera que tenemos de ocultarnos a nosotros mismos nuestra conciencia intranquila.

—Y bien —dijo Flesse—, ¿qué piensas de toda esta historia?

—No me corresponde a mí juzgarla —dijo el capitán—. Sólo quería decir que me parece inútil que se nos retenga aquí mientras los agentes de policía examinan los balcones a través de sus lupas.

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