Las Dos Sicilias (29 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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2

A mediodía se permitió que los detenidos se hicieran llevar comida del restaurante vecino. Con la agitación, todos se habían olvidado del desayuno, de modo que sentían un gran apetito a la hora de almorzar. El comer les calmó los nervios; además también les permitieron fumar.

Unos minutos después de las dos y media se presentó un funcionario y, sin mayores ceremonias, declaró a los detenidos que estaban en libertad y que podían marcharse adónde quisieran. Asimismo les devolvieron los pasaportes. Pero no les dieron a conocer los motivos del arresto ni por qué los habían puesto en libertad.

Apenas la señora Pronay se vio nuevamente libre, comenzó a expresarse tan inmoderadamente sobre las autoridades que hacían posible semejante arresto, que hubo de comunicársele por fin que volverían a encarcelarla si no manifestaba mayor mesura. Entonces declaró que se sentía dichosa de poder abandonar inmediatamente este país, pues ya no podría llevar a Viena a los que habían sido sus huéspedes; debía volver inmediatamente a Czege donde su marido ya estaría preocupado por su ausencia.

Los demás, pues, alquilaron un automóvil y la señora Pronay, después de un saludo más breve que cordial, volvió a atravesar la frontera, mientras los otros proseguían su viaje hacia Viena. En el ínterin el tiempo se había tornado excepcionalmente agradable. Gabrielle, con la cabeza apoyada en el hombro de Marschall, se entregó al sueño reparador, y también el joven oficial cabeceaba. Gasparinetti, empero, cantó, en voz baja para sí, primero algunas canciones alemanas y luego
La paloma,
cosa que por cierto hizo en español, como para demostrar que verdaderamente había estado en México.

«Cuando salí de La Habana, válgame Dios...»
[3]

Al cabo de un rato, Gabrielle se despertó y se puso a hablar en voz baja con Marschall. Cuando el coche llegó a Viena no se detuvo frente a la plaza de la antigua universidad, sino frente a la casa de Marschall. Gasparinetti subió con ellos, aunque no había sido invitado. Mientras descargaban las maletas del coche, Gasparinetti se puso a recorrer las habitaciones de Marschall, meneó repetidas veces la cabeza en señal de aprobación —sin que nadie supiera qué era lo que aprobaba—, y, por último, dijo:

—No quería despedirme de ustedes en la calle, sino que deseaba hacerlo aquí. Pero quiero, además, que sea una despedida cordial. Porque lo cierto es que voy a emprender un largo viaje. Y tal vez ese viaje sea tan largo que, a decir verdad, ya nunca retorne a este país. Mis recuerdos de México,
La paloma,
que me permití cantar turbando así el sueño de la señorita, y algunas otras cosas, me han hecho tomar una repentina decisión. Siempre debería uno adoptar decisiones súbitas; cierto es que muchas veces son dolorosas, pero si no las adopta no se resuelve uno a nada y echa a perder la vida, y piensen ustedes que no puede haber pecado mayor que desperdiciar la propia vida. Yo, por ejemplo, quiero volver a México y a otros países parecidos; estas viejas tierras a las que, sin embargo, amo, ya no me parecen, por lo menos por un tiempo, apropiadas para mí. Acabo de convencerme de ello. Mientras tanto, ya se han ordenado aquí mis asuntos, de manera que nada me retiene. Es verdad que a veces resulta doloroso el que nada lo retenga a uno en un lugar, pero por lo menos siempre existe la posibilidad de que en otra parte, y en cualquier momento, uno encuentre algo que pueda retenerlo... Tener posibilidades es lo que, en última instancia, importa. Es probable que una y otra vez me hayan encontrado ustedes un tanto extraño, y quizá también ahora vuelva a parecerles extravagante. Desgraciadamente, puede que hasta hayan tenido la impresión de que mi presencia no era enteramente agradable y, es más, de que yo era portador de la desgracia. Pero cuando, como en mi caso, se ve uno obligado a desempeñar un poco el papel del destino, se tiene también un poco la fuerza del destino. De manera que no deben ustedes maravillarse por ello. Apenas soy algo mayor que tú, mi querido Marschall, y tal vez hasta sea algo más joven... sólo que me siento infinitamente más viejo. Pero, cuando se es tan joven como lo sois tú y la condesa, no hay que sorprenderse de nada. Hay que dejar eso a los viejos; en efecto, sorprenderse significa no comprender ya la vida. Y eso es imperdonable. La vida siempre tiene razón. No somos nosotros los que tenemos razón, sino la vida. No se maravillen, pues, de que les desee ahora la vida feliz que les espera y que todavía tienen por delante. Porque, efectivamente, han de vivirla. Y procuren, también, guardar de mí un recuerdo no mucho peor del que yo guardo de ustedes. Y ahora, adiós.

Y con este discurso, tan extraño como el mismo Gasparinetti que lo había pronunciado, el capitán se despidió. Gabrielle y Marschall no comprendían por qué se despedía tan repentinamente y —según el capitán lo había manifestado— por tan largo tiempo. Sin embargo, no se sintieron tampoco obligados a preguntárselo. Más bien le vieron alejarse con cierta sensación de alivio.

Pero apenas Gasparinetti hubo cerrado detrás de sí la puerta de la habitación, se oyó sonar la campanilla de la puerta de calle. La criada de Marschall no estaba en la casa, pues todavía no se le había informado del regreso de su amo. Por eso Marschall ya se disponía a acercarse él mismo hasta el vestíbulo para abrir la puerta de la calle, cuando oyó que alguien la abría —evidentemente Gasparinetti— y que otra persona entraba en el vestíbulo.

—¿Está el señor capitán von Marschall en casa? —oyó que preguntaba alguien. Gasparinetti debió de haber asentido, porque volvió a oírse cómo se cerraba la puerta de entrada y el rumor de los pasos de alguien que se acercaba a la habitación, hasta que por último, apareció el cabo Slatin, que saludó con una reverencia.

—¡Slatin! —exclamó Marschall—. ¿Quería usted hablarme? Acabo de llegar a Viena en este preciso momento. ¿Le abrió la puerta el capitán Gasparinetti?

—No —declaró Slatin—, lo hizo ese señor que acaba de salir. ¿De modo que el señor acaba de llegar a la ciudad? Yo también estuve mucho tiempo ausente de ella. Fui a pasar una temporada a casa de mi cuñado, que tiene unos viñedos en Waldviertel. A mi regreso me enteré de que el señor coronel... Inmediatamente fui a casa de la señora condesa para presentarle mis condolencias —y al decir esto se inclinó en dirección a Gabrielle—, pero la señora condesa no se hallaba en su casa. Fui entonces a ver al señor mayor Lukavski, y tampoco encontré a nadie; me dijeron que el señor mayor se hallaba herido, en Hungría. Por eso me permití venir a ver al señor capitán... ¿Cómo es posible que el señor teniente primero Silverstolpe...? ¿Qué ocurrió para qué...?

—Dígame, Slatin —le interrumpió Marschall—. ¿Cómo se explica que no haya sido el capitán Gasparinetti el que le abrió la puerta?

—Porque fue ese señor que...

—Pero, exactamente, era el capitán Gasparinetti.

—No, señor capitán, no era él.

—¿Cómo que no era él?

—No, con toda seguridad, no lo era. Yo conocí muy bien al señor capitán Gasparinetti. Había servido en el octavo de ulanos y ahora está muerto.

—¿Que ha muerto?

—Sí, señor capitán, lo mataron en San Petersburgo.

—Debía de tratarse de otro —declaró Marschall—, evidentemente un pariente de éste. ¿Y de qué manera lo mataron en San Petersburgo?

—Fue así —dijo Slatin—: en aquella época yo era prisionero de los rusos...

—Sí —dijo Marschall—, lo sé; desde el año 1916.

—Exactamente. Primero estuve en un hospital y luego, cuando me curé, me llevaron a un campo situado en las inmediaciones de Tomsk. Pero permanecí allí muy poco tiempo, porque me evadí. No me fue difícil la huida, que proseguí con bastante fortuna, pues podía entenderme con los rusos. Me hice pasar por checo. Cuando llegué a Krasnoyar, los campesinos me dijeron que había allí también un prisionero de guerra que, asimismo, se había evadido. Aquel lugar está situado cerca de Saratov y aquel prisionero de guerra era el señor capitán Gasparinetti. Aunque no lo conocía, me presenté inmediatamente ante él. El señor capitán vivía en la casa de un colono llamado Hagemann, y me dijo que, al cabo de unos días, se alistaría en el ejército ruso en sustitución del hijo de aquel Hagemann. Me aconsejó que yo hiciera lo mismo por cualquier otro campesino, porque luego, una vez llegados al frente, podíamos desertar. Tomé, pues, el lugar de un tal Jakunin que quedó encantado de la sustitución. En efecto, ya en aquella época los rusos no querían alistarse. En Saratov volví a ver al señor capitán. Ambos seríamos destinados a la guardia, porque éramos de una estatura demasiado elevada para la caballería. En nuestro regimiento siempre tuve los caballos más corpulentos, pero ninguno me iba bien hasta que el señor teniente primero Silverstolpe me adjudicó uno excepcionalmente grande (de nombre
Fase
), que me vino a las mil maravillas. Era un caballo
F,
pero mucho más joven que los de su clase.

—No —dijo Marschall—, tiene que haber sido un caballo
P,
pues
Fase
se escribe con
ph.

—¿Ah, sí? —exclamó Slatin—. A decir verdad, tampoco nosotros comprendíamos como podía tener un nombre que comenzara con
F.
Una vez que el señor coronel fue a examinar nuestro escuadrón me preguntó si sabía qué era ese Phase. Pero nadie estaba enterado de ello. En todo caso, el señor coronel dijo al capitán von Herberth que el caballo llevaba un nombre verdaderamente tonto. Pero era un hermosísimo y vigoroso alazán, sólo que tal vez demasiado largo, lo que lo hacía apto únicamente para jinetes de gran estatura. Ahora bien, en Saratov, el señor capitán Gasparinetti me aconsejó que me comportara del modo menos militar posible, ya que de otra manera no creerían que yo era un recluta. También él se guardaría mucho de mantener una actitud propia de un oficial. Permanecimos, pues, en Saratov unas cuantas semanas sin recibir ninguna instrucción y luego nos metieron en un tren, con destino a San Petersburgo. Una vez en la capital, nos llevaron, junto con millares de reclutas, a una pista de equitación cubierta, mucho mayor que cualquiera de las nuestras, en la que varias bandas tocaban música y en cuyo centro, en medio de muchos oficiales y de damas, hallábase erguido
Nikalai
Nicolaievich...

Slatin dijo
Nikalai.

—¿El gran duque? —preguntó Marschall.

—Exactamente. Era él quien repartía los reclutas entre los distintos regimientos; porque en la guardia imperial había muchos regimientos. Y los suboficiales recibían a los reclutas. Todos los oficiales tenían muy buen aspecto, tanto que bien podían haber servido en nuestros regimientos.

—De eso estoy seguro —dijo Marschall.

—El señor capitán Gasparinetti se hallaba a unos cuantos hombres de distancia, delante de mí, razón por la que llegó antes que yo frente al gran duque. Por eso pude ver todo lo que ocurrió. Cuando el señor capitán se presentó ante
Nikalai
adoptó una actitud bien poco militar, por cierto, pero el gran duque, así y todo, debió de advertir, de pronto, que se trataba de un señor, pues le preguntó a su ayudante: «¿Y qué significa esto?»; y luego preguntó algo en ruso también al señor capitán, a lo que esté respondió, según creo, en francés. Después se pusieron a hablar los dos en alemán, pero yo no entendía lo que decían, pues temía por la vida del señor capitán. Y de pronto, éste, volviéndose, echó a correr. Ya estaba casi fuera del picadero cuando el oficial ayudante, sacando un revólver, hizo fuego contra él varias veces. El señor capitán se desplomó a tierra, con el rostro contra el suelo. Entonces los suboficiales, blandiendo sus sables, se precipitaron sobre él. Creo que literalmente lo hicieron pedazos, así como nosotros, antes del ataque de Jaroslawize, hicimos pedazos al oficial de cosacos cuyo caballo desbocado le llevó, pasando la colina, al centro mismo de nuestras tropas. Pero ninguno de nosotros se atrevía a abandonar su puesto; al principio aquello parecía sumamente cómico, y todos reían a grandes voces al contemplar cómo aquel oficial cabalgaba en medio de nuestras filas, hasta que el comandante del puesto se cansó de aquello. Le lanzó entonces un formidable sablazo y luego todo el pelotón se precipitó sobre el desdichado...

—Sí —asintió Marschall—, lo recuerdo muy bien.

—Quise acudir en ayuda del señor capitán, pero era demasiado tarde. Ya lo sacaban de la pista y era imposible que pudiera continuar viviendo, pues estaba completamente despedazado. El gran duque gritó que aquello era una insolencia increíble, y también las mujeres gritaban. Se produjo un gran tumulto y agitación. Pero, al cabo de un rato, continuó la distribución de los reclutas. Yo tenía tanto miedo de que me devolvieran nuevamente a Tomsk, y además me hallaba tan sobrecogido por lo que le había ocurrido al señor capitán Gasparinetti, que creo haberme comportado del modo menos militar que pueda imaginarse. En todo caso, el gran duque no advirtió nada extraño en mí, tal vez porque continuaba pensando en el incidente que acababa de ocurrir, y me asignó el regimiento Semyonovski. De allí deserté en septiembre de 1917, en el tren que va de Zloczov a Tarnopol, cuando los nuestros atacaron por última vez a los rusos, pero ya éstos no podían resistir nuestro fuego. Sus construcciones de defensa eran verdaderamente malas. Y casi ni siquiera hubiera sido necesario desertar, pues pronto los rusos expulsaron a Kerenski. De manera que el señor capitán Gasparinetti, a quien me refiero, murió con toda seguridad, pues vi con mis propios ojos cómo lo mataron.

Marschall estaba a punto de replicar algo, cuando volvió a oírse el sonido de la campanilla.

—Slatin —dijo Marschall—, tenga usted la amabilidad de abrir la puerta.

—Inmediatamente, señor capitán —dijo Slatin mientras salía de la habitación. Poco después, volvió acompañado por Gordon.

3

Mientras tanto, el cielo había vuelto a nublarse y las abovedadas habitaciones de la antigua casa que habitaba Marschall se llenaron de sombras. En la penumbra que invadía los cuartos resplandecían los marcos dorados de los cuadros, las metálicas manijas de las puertas y las mejillas y la nariz de Gordon, que se mostraban aún más rojas de lo normal. Y, como de costumbre, Gordon se presentó con una sonrisa. Podía haber sido funcionario policial incluso en China.

—Me llamo Gordon —dijo—; soy comisario y, como tal vez ustedes sepan, me he encargado de investigar el caso de su desdichado camarada Engelshausen.

—Condesa —dijo Marschall dirigiéndose a Gabrielle—, ¿me permite presentarle al señor comisario Gordon?

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