Read Las edades de Lulú Online

Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (7 page)

BOOK: Las edades de Lulú
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El se reía, se estaba riendo de mí otra vez, así que escondí la cara contra su hombro y renuncié a contarle lo que pensaba. Alargó la mano hacia el suelo y recogió un paquete de tabaco.

—¿Un pitillito de película francesa? —su voz era risueña todavía.

—¿Por qué dices eso?

—No sé..., en las pelis francesas siempre fuman después de follar.

—¿Y por qué dices siempre follar, en vez de hacer el amor, como todo el mundo?

—Ah, ¿y quién te ha dicho a ti que todo el mundo dice hacer el amor?

—Pues no sé..., pero lo dicen. —Había aceptado, por supuesto. Era un placer adicional, fumar, otra cosa que no se debía hacer.

—Decir "hacer el amor" es un galicismo y una cursilada —había adoptado un tono casi pedagógico—, y además, aun siendo una expresión de origen extranjero, en castellano "hacer el amor" ha significado siempre tirar los tejos, no follar. "Follar" suena fuerte, suena bien, y además tiene un cierto valor onomatopéyico, se parece mucho a fuelle... Joder también vale, aunque últimamente, está muy desvirtuado, se ha quedado antiguo.

—Como cachonda...

—Exacto, como cachonda, pero esa palabra me gusta —me sonrió, seguramente me había oído, antes—. Finalmente, el sexo, es decir, follar, follar a secas, es algo que no está necesariamente relacionado con el amor, de hecho son dos cosas completamente distintas...

Entonces comenzó la clase teórica, la primera.

Habló y habló en solitario, durante mucho tiempo. Yo apenas me atrevía a interrumpirle, pero me esforzaba por retener cada una de sus palabras, por retenerle a él, en mi cabeza, mientras hablaba del amor, de la poesía, de la vida y de la muerte, de la ideología, de España, del Partido, de Marcelo, del sexo, de la edad, del placer, del dolor, de la soledad.

Después apagó el último pitillo, se quedó mirándome de una forma extraña, especialmente intensa, sonrió, como si quisiera borrar de su rostro la expresión anterior y me dijo algo así como bah, no me hagas ni caso.

Apartó la sábana y comenzó a recorrer mi cuerpo con una mano. Yo miraba su mano y le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado, le habría besado y mordido, le habría arañado, no sé por qué, sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle.

Me penetró otra vez, de una forma muy distinta, suavemente, lentamente, encima de mí, moviéndose con cuidado, como si quisiera evitar hacerme daño.

Fue un polvo extraño, dulce, casi conyugal, casi.

Me pedía constantemente que abriera los ojos y que le mirara, pero yo no podía hacerlo, sobre todo cuando mi sexo comenzaba a hincharse, a engordar ostentosamente, y me imponía la estúpida obligación de estar a solas, sola con él, para poder advertir plenamente su grotesca metamorfosis, de todas maneras lo intentaba, intentaba mirarle, y abría los ojos, y le encontraba allí, la cara colgando sobre la mía, la boca entreabierta, y veía mi cuerpo, mis pezones erguidos, largos, y mi vientre que temblaba, y el suyo, veía cómo se movía su polla, cómo se ocultaba y reaparecía constantemente más allá de mis pocos pelos supervivientes, pero el mero hecho de ver, de mirar lo que estaba sucediendo, aceleraba las exigencias de mi sexo, que me obligaba otra vez a cerrar los ojos, y entonces volvía a escuchar su voz, mírame, y si me obstinaba en mi soledad, notaba también sus acometidas, mucho más violentas de repente, nuevamente hirientes, por no abrir los ojos, dejaba caer sobre mí todo el peso de su cuerpo, resucitando el dolor, moviéndose deprisa, y bruscamente, hasta que le obedecía, y abría los ojos, y todo volvía a ser húmedo, fluido, y mi sexo respondía, se abría y se cerraba, se deshacía, yo me deshacía, me iba, sentía que me iba, y dejaba caer los párpados inconscientemente, para volver a empezar.

Hasta que una vez me permitió mantener los ojos cerrados y me corrí, mis piernas se hicieron infinitas, mi cabeza se volvió pesada, me escuché a mí misma, lejana, pronunciar palabras inconexas que no sería después capaz de recordar, y todo mi cuerpo se redujo a un nervio, un solo nervio tenso pero flexible, como una cuerda de guitarra, que me atravesaba desde la nuca hasta el vientre, un nervio que temblaba y se retorcía, absorbiéndolo todo en sí mismo.

Fue un polvo dulce, casi conyugal, casi, pero al final, cuando ya estaba exhausta y mi cuerpo amenazaba con retornar cuerpo, extenso y sólido, a partir de aquel único nervio erizado y harto, él salió de mí, dio un par de zancadas hacia adelante sobre las rodillas, apoyó la mano izquierda en la pared y me la metió en la boca.

—Trágatelo todo.

Apenas tuve que hacer nada más, aguantar cinco o seis empellones que no habría podido evitar ni aun queriéndolo, porque me mantenía sujeta entre sus piernas, cerrar los labios en torno a la carne pegajosa, percibir su sabor, mi propio sabor, distinto al de antes, y tragar, tragar aquella especie de pomada viscosa y caliente, dulce y ácida a la vez, con un remoto regusto a las medicinas que amargan la infancia de los niños felices, tragar y aguantarme las ganas de toser a medida que avanzaba a través de mi garganta aquel fluido espeso y asqueroso, asqueroso, al que jamás me he acostumbrado ni me acostumbraré, jamás, a pesar de los años y de la firme autodisciplina que imponen los buenos propósitos.

A él le gustaba, sin embargo. Mientras escuchaba sus gemidos apagados y acompañaba sus movimientos con mi propia cabeza, para evitar la náusea que me sacudía cuando me quedaba quieta, trataba de segregar la mayor cantidad de saliva posible para impulsar hacia dentro la última dosis, igual que con las coles de Bruselas; que saben a podrido, y pensaba, pensaba que a él le gustaba, al fin y al cabo, y me venía a la mente una de las eternas jaculatorias de Carmela, la tata que mi madre había aportado al matrimonio, una vieja beata que olía mal y estaba reventada de esclerosis, imbécil perdida ya, e iba repitiendo como un fantasma por el pasillo, el Señor nos la da y el Señor nos la quita, con el ABC en la mano, abierto por la página de las esquelas y de los "Gracias, Espíritu Santo", el Señor nos la da y el Señor nos la quita, él me lo da y él me lo quita, está bien, se cierra el ciclo, todo comienza y termina en el mismo sitio, a él le gusta y está bien así.

La primera clase teórica había sido todo un éxito.

Después bebí, bebí litros de agua, siempre bebo agua después, y no sirve de nada, pero es lo único que se puede hacer, beber agua. Estaba muy cansada, muy contenta también. Me di la vuelta, tenía sueño. El me arropó, se tendió del mismo lado que yo, me abrazó, respirando contra mi cabeza y me dio las buenas noches, a pesar de que estaba amaneciendo ya.

Me dormí con un sueño placentero y pesado, como el que me vencía después de pasar un día en el monte.

No recuerdo nada más, en especial.

Me despertó la luz del sol y él no estaba a mi lado.

Preferí no imaginar que hubiera desaparecido, dejándome allí tirada, en el taller de su madre, donde por cierto no se oían ruidos, no parecía que estuviera trabajando nadie, y me concentré en calcular la hora.

Debía de ser muy tarde ya, no iba a llegar ni a la tercera clase.

Al rato, escuché el ruido de una cerradura vieja y falta de grasa, estaban abriendo la puerta. Podía ser él, pero también podía ser cualquier otra persona. Me tapé la cabeza con la sábana, y procuré permanecer inmóvil, escuché pasos y ruidos, no parecían tacones pero nunca se sabe, venían hacia mí, luego noté el peso de algo, me habían tirado algo encima.

—Las porras frías suelen estar incomibles... —era su voz. Asomé la cabeza y le vi allí, encajado en el quicio de la puerta, sonriente—. ¿Qué quieres desayunar?

—Café con leche —yo también le sonreí, nunca había sido tan feliz en toda mi vida, nunca.

Desapareció. Me vestí deprisa, estaba hambrienta.

No despegué los labios hasta que hube engullido siete enormes y exquisitas porras todavía calientes, uno de mis alimentos favoritos, mientras él me miraba e insistía en que no quería más, en que solía tomar solamente una.

—¿Sabes? A mi madre le revienta que nos gusten más las porras que los churros, porque dice que ensucian más, que son más grasientas, como más bastas, ¿comprendes? —me reía yo sola, al acordarme—, dice que un churro se puede comer con dos deditos, porque siempre lo dice en diminutivo, deditos, y queda bien, queda fino, pero comer porras en público, aunque sea con dos deditos... —no pude seguir, me atragantaba, se me saltaban las lágrimas de risa, él se reía conmigo.

—Eres muy lista, Lulú...

—Muchas gracias —pero mientras le contestaba comprendí que alguna vez debería volver al mundo real—. ¿Qué hora es? —en realidad, casi prefería no saberlo.

—La una menos veinte.

—¡La una menos veinte! —las piernas me temblaban, se iba a organizar una escandalera de mucho cuidado— pero... yo tenía clase hoy.

—He decidido perdonártela, anoche te portaste muy bien —sonreía, me di cuenta de que para él aquello no tenía ninguna importancia, el colegio, la falta de asistencia, un día más o menos.

Quizás tenía razón, no era para tanto.

Seguramente, Chelo colaboraría, siempre lo hacía, le contaría a mi madre que me había despertado con empacho y que en su casa habían decidido dejarme en la cama; lo de la tutora tenía peor solución. En cualquier caso, existían riesgos mayores que ése.

—¿Se lo vas a contar a Marcelo?

—No, se moriría de celos —se sonrió para sí mismo, de una manera extraña—. Además, lo que hemos hecho no deja de socavar los cimientos del régimen...

Salimos a la calle, hacía un día excelente, frío pero limpio, el sol calentaba a pesar de la fecha. Le pedí que me llevara a la puerta del colegio, tenía que ver a Chelo, prepararme una coartada antes de volver a casa.

Condujo en silencio todo el tiempo, yo tampoco tenía ganas de hablar, pero cuando se detuvo al otro lado de la calle, enfrente de la verja, se volvió hacia mí.

—Quiero que me prometas algo —su voz se había vuelto repentinamente grave.

Asentí con la cabeza.

—Quiero que me prometas que, pase lo que pase, recordarás siempre dos cosas. Dime que lo harás.

Asentí nuevamente.

—La primera es que el sexo y el amor no tienen nada que ver...

—Eso ya me lo dijiste anoche.

—Bien. La segunda es que lo de anoche fue un acto de amor —me miró a los ojos con una intensidad especial—. ¿De acuerdo?

Me paré a meditar unos segundos, pero fue inútil. No sabía qué quería decir con todo eso.

—No te entiendo.

—No importa, prométemelo.

—Te lo prometo.

Me sonrió, me dio un beso en la frente, me abrió la puerta y se despidió de mí.

—Adiós Lulú, sé buena, y no crezcas.

No entendía absolutamente nada y volví a sentirme mal, como un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello.

No sabía qué decir. Al final, salí sin decir nada.

Caminé deprisa, en dirección a la verja, sin mirar para atrás. Vi a Chelo, y ella me vio a mí, se quedó mirándome con cara de extrañeza. El coche de Pablo se perdió entre centenares de coches.

Me sentía mal, todavía.

—Pero tú, ¿de dónde sales? —Chelo estaba asombrada y entonces pensé que a lo mejor se me notaba en la cara, que me había cambiado la cara.

La cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección a casa.

Se lo conté, se lo conté a medias, omitiendo la mayor parte de los detalles, ella me miraba con ojos de alucinada, intentaba interrumpirme, pero yo no se lo permitía, ignoraba sus constantes exclamaciones, y seguía hablando, hablé hasta llegar al final, y a medida que hablaba desaparecía aquella desagradable sensación, volvía a estar contenta, y satisfecha conmigo misma.

De repente se paró en seco, me resbaló un pie sobre un alcorque y estampé la nariz contra una acacia. Clásico de mí, no tengo reflejos.

Se quedó quieta mirándome. En su cara se dibujó una expresión conocida. Estaba enfadada, enfadada conmigo, enfadada sin motivos, pensé.

—Pero, bueno, ¿cómo lo hicisteis?

—Pues ya te lo he contado, yo estaba a gatas, es decir, no exactamente a gatas, porque no tenía las manos apoyadas en el suelo...

—No quiero saber eso. Eso no me importa, lo que quiero saber es cómo lo hicisteis.

—Pero si ya te lo he contado. No te entiendo.

—¿Estás tomando la píldora?

—No... —me quedé estupefacta, de repente. No estaba tomando la píldora, claro, no se me había ocurrido, no había pensado para nada en complicaciones de ese estilo mientras estaba con él.

—¿Se puso una goma? —sus ojos brillaban con furor inquisitorial.

—No, no sé, no me fijé, no le veía...

—¿Y no te importa?

—No.

—¡Tú estás como una cabra! —se estaba poniendo furiosa, ella sola, cada vez más furiosa, porque yo no movía un músculo de la cara, ni estaba preocupada ni iba a conseguir preocuparme, y además sus accesos de histeria ya me ponían enferma. —¡Tú..., tú..., tú eres como un tío! Sólo vas a lo tuyo, hala, sin pensar en nada más. ¿No comprendes que te ha tomado el pelo? Es un viejo, Lulú, un viejo que te ha tomado el pelo. Échale un galgo, ahora. ¿Sabes lo que dice mi madre? Los chicos sólo se divierten...

—¡Basta! —ahora era yo la que estaba furiosa—. No debería habértelo contado. No entiendes nada.

—¿Qué no entiendo nada? —chillaba en medio de la calle, la gente se paraba a mirarnos—. La que no entiendes nada eres tú, que te has portado como una imbécil, tú, Lulú, que perdona que te lo diga, hija, pero es que no tienes ni pizca de sensibilidad...

La llamé, la llamé yo antes de salir del trabajo, la llamé porque es mi amiga, mi mejor amiga, y porque la quiero.

Seguía llorando, hipando, sorbiéndose los mocos.

La consolé.

Le dije que desde luego el jefe del tribunal era un cabrón y que no había derecho a que le hubieran cambiado la fecha del examen. Le dije también que estaba segura de que esta vez aprobaría, aunque no era verdad.

También yo me sentía sola aquella tarde, y no quería seguir así, acabaría llamando a Pablo, alguna vez desconectaría el contestador, la excusa estaba fresca todavía.

Al final, propuse un plan clásico.

Si Patricia accedía a quedarse a dormir en mi casa, cobrando desde luego, menuda fenicia estaba hecha, para cuidar a Inés, nos iríamos a comer, a comer como dos gordas felices, y luego beberíamos hasta ser capaces de reírnos, reírnos por nada, como dos locas felices, y, si nos quedaban fuerzas, intentaríamos ligar en un bar de moda, ligar a lo tonto, como dos putas felices, y mañana sería otro día.

BOOK: Las edades de Lulú
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Making of Us by Lisa Jewell
Radiance by Catherynne M. Valente
Vampire Academy by Richelle Mead
Missing by Becky Citra
The Intern Affair by Roxanne St. Claire
Love Notes and Football by Laurel, Rhonda
People of the Raven (North America's Forgotten Past) by Gear, W. Michael, Gear, Kathleen O'Neal