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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (19 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Me miró un momento, en silencio. Luego se dio la vuelta, y fue a informar al comité, con la cabeza gacha. Los otros dos discutieron con él, no les debía parecer un buen trato, el rubito se encogía de hombros, al final se pusieron de acuerdo y él regresó para hablar conmigo.

—Bueno, de acuerdo, pero les he dicho que eran cuarenta y cinco, quince para cada uno —me miró como pidiendo disculpas—. No podía hacer otra cosa, en serio... Tú luego me pagas a mí, yo me quedo sólo con diez, y ya está.

—¡Tú eres imbécil, chaval! —estaba realmente indignada, lo de aquel chico me parecía un desperdicio.

Se quedó parado, sin decir nada. Pero yo todavía tenía que averiguar algunas cosas.

—¿Dónde lo vamos a hacer?

—En tu quel —me miró sorprendido—. ¿O no?

Tuve que pensármelo un rato. Inés estaba con Pablo, pasando el fin de semana, así que eso no era problema, pero no estaba muy segura de querer meterlos en casa. Claro que ir a un hotel decente me saldría mucho más caro, tendría que pagarlo yo, y con las cuarenta mil pelas que me iba a costar la broma ya tenía bastante. Tampoco podía dejarles elegir a ellos, no podía fiarme de la clase de antro en el que me meterían. Así que, al final, pensé que lo mejor era ir a casa.

—Vale —le dije—. No tenéis coche, ¿verdad?

—No, pero Jimmy tiene una moto. Puede ir a buscarla. Yo iré contigo, si no te importa, y no vuelvas a insultarme, por favor.

Le apunté mi dirección en una servilleta de papel y se la llevó a su amigo. Le dio un largo beso de despedida en la boca.

Me dieron asco, Jimmy me dio asco, de repente. Estaba a punto de arrepentirme de todo y salir corriendo cuando el rubito volvió y se me colgó del brazo.

Salimos a la calle. Caminamos hacia mi coche, en silencio al principio, luego saqué un tema de conversación vulgar, el encanto del Madrid viejo o algo así, y él se animó.

Fuimos charlando por el camino, y me contó su vida, como todos.

—Soy un tío muy raro, no creas —me confesó—. No quiero a mi vieja, por ejemplo.

—Yo tampoco quiero a mi madre —le contesté—. Así que, ya ves, ya tenemos algo en común.

Me dijo que tenía veinticuatro años, pero no le creí, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte. Estaba muy enamorado de Jimmy, era su primer hombre, me contó la historia, y su relato me confirmó en la impresión de que su novio no era más que un macarra repugnante.

—A veces daría cualquier cosa porque me gustaran las tías, de verdad, cualquier cosa.

Era solamente un crío, un crío torpe y encantador, me recordaba mucho a Ely.

Le echaba unos huevos tremendos a la vida.

Paré en un banco con el portal iluminado y saqué treinta mil pelas de un cajero automático. Quería quedarme con diez para la compra del día siguiente, y en casa solamente tenía cinco mil duros.

Recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos.

Él era el favorito, estaba segura, a pesar de las humillaciones, constantes.

No le dejaron intervenir, al principio. Sentado a mi lado, tuvo que verlo todo. Jimmy calentó a Mario durante mucho tiempo. Sus labios le susurraban frases tiernas, palabras de amor y de deseo, sus brazos le abrazaban con suavidad, luego la presa se hizo más intensa, al final le dio la vuelta bruscamente, le obligó a dar un par de pasos casi en volandas y se colocaron enfrente de nosotros. Entonces una de sus manos presionó el sexo de su amigo, que separó las piernas, la otra se deslizó a lo largo de su grupa y ambas comenzaron a moverse, a frotar la carne por encima de la tela, las puntas de los dedos se rozaban entre los muslos y regresaban al punto de partida, las palmas se agitaban sobre el pantalón oscuro como si quisieran abrillantar su superficie, cada vez más rápido, el sexo crecía, adquiría consistencia, se dibujaba netamente más allá de su envoltorio, tenso ahora, a punto de reventar, de sucumbir a la presión de la carne aguda, los muslos le temblaban, la lengua le asomaba entre los labios, su rostro se deformó hasta adquirir una expresión bestial, la cara de un retrasado mental que gruñe y jadea, incapaz de hablar, de mantener los ojos abiertos, de sostener la cabeza.

Son como animales, pensé, como animales, pequeñas y hermosas bestias sumidas hasta las cejas en el fango de un placer inmediato, absoluto, suficiente en sí mismo.

Le bastaron un par de segundos para deshacerse de cualquier obstáculo, entonces asió firmemente el sexo de su amante con una mano, hundió el índice de la otra en el canal de su grupa, lo dejó resbalar lentamente hacia abajo y le penetró con él al mismo tiempo que comenzaba a masturbarle, mirándome a los ojos.

Mario se dobló hacia delante en un gesto incontrolado, yo dejé caer los párpados un instante y miré a Pablito, él les miraba con los ojos enrojecidos, mordiéndose el labio inferior, amoratado ya, era el favorito, sin duda, pero no se daba cuenta, demasiado joven para comprender, me hubiera gustado hablarle, contarle, los hombres mayores tienen extrañas formas de amar a veces; sé cómo te sientes, yo también he pasado por eso, pero la compasión no fue capaz de desterrar ni siquiera un instante el deseo así que me limité a darle la mano, él la apretó sin mirarme, Jimmy se dio cuenta de todo, le llamó, me miró con una expresión desafiante, le devolví la mirada, estaba de acuerdo, no volvería a inmiscuirme en su compleja vida sentimental, él daría las órdenes, yo miraría solamente, y entonces dio comienzo la previsible ceremonia del envilecimiento de Pablito, muñeco articulado, objeto entre los objetos, recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos, los otros se miraban a los ojos, se acariciaban lánguidamente, mientras él los satisfacía a la vez, sus labios finos, y crueles, deformados en una mueca grotesca, hasta que un pie le rechazaba, lanzándole con fuerza, lejos, caía a mis pies, se que jaba, y esperaba a ser requerido nuevamente, obedecía, retornaba a darles placer a cambio de golpes y de insultos, Jimmy le amenazaba mientras abría con sus manos la grupa de Mario encaramado a cuatro patas sobre el sofá, él acercaba la cabeza, sacaba la lengua y la hundía obedientemente en la carne detestada, lamiendo a su rival, que gimoteaba como un bebé insatisfecho, las manos de Jimmy no le soltaban, seguían clavadas en su grupa, pero eso no le impedía cambiar de posición, se retorcía para poder llegar con la boca al sexo enhiesto, morado y tieso suspiraba para anunciarse y luego lo chupaba, despacio, mucho tiempo, haciendo mucho ruido, para que Pablito, que no le podía ver, le escuchara, y lo supiera, supiera por qué el tercero entre ellos se deshacía de gusto, se estaba deshaciendo, y después finalmente la humillación suprema, cuando yo ya no me podía contener, había decidido no hacérmelo hasta que se hubieran marchado, me parecía indigno retorcerme allí, ante sus ojos, tan sola, y tan distinta a ellos, resultaría cómico y triste, pero ya no podía más, me rozaba los pezones con la punta de los dedos, me acariciaba los muslos, vestida aún, y advertía que todo mi cuerpo estaba duro, y tenso, entonces Jimmy me preguntó si no pensaba desnudarme, su voz parecía una invitación, lo hice, me desnudé completamente, y le escuché —mira, eso de ahí es una tía, y está bastante buena además—, Pablito me miraba, estaba inquieto, Mario se reía a carcajadas, —¿no te gusta?—, Pablito no contestó, yo me sentía infinitamente sucia, porque era un macarra repugnante, un chulo de la peor especie, pero en aquel momento le habría limpiado las suelas de los zapatos con la lengua si me lo hubiera pedido, lo hubiera hecho, simplemente, y me acerqué a él, me tumbé en la mesa, una mesa baja, boca arriba, siguiendo sus instrucciones, él seguía hablando, —tú nunca te has follado a una tía, ¿verdad?—, Pablito protestó, dijo que sí, que por supuesto que lo había hecho, pero mentía, hasta yo me di cuenta —pues ya va siendo hora, ya eres mayorcito para probar—, Mario se ahogaba de risa, —no te preocupes, yo te ayudaré—, me incorporé sobre los codos para mirarles, Pablito estaba llorando, rogaba y suplicaba, no quería hacerlo, Jimmy le sujetaba, sonriendo de una forma siniestra, yo me preguntaba cómo pensaba obligarle a follarme con aquel sexo flojo, completamente flácido, que le colgaba entre los muslos, —ponte de rodillas encima de la mesa—, él vino hacia mí y lo hizo, los hombros encorvados, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, la cabeza inclinada, lloraba y me miraba, yo ya no sentía ninguna compasión por él, ya no, ahora era solamente un animal, un perro apaleado, maltratado, infinitamente deseable —y ahora te voy a romper el culo, mi vida—; se acercó a él por detrás, le acariciaba el pecho, pellizcándole los pezones con las uñas, —te la voy a meter por el culo y te vas a morir de gusto—, sus dos manos atraparon el sexo de Pablito al mismo tiempo, y comenzaron a acariciarlo y masajearlo con gestos expertos pero se resistía a crecer de todas formas, Jimmy tenía una voz acorde con su cuerpo, una magnífica voz de hombre —se te pondrá dura, ya lo sabes, no lo vas a poder evitar, cuando yo te la meta se te pondrá dura, seguro, y entonces lo único que tendrás que hacer es metérsela a esta chica por el coño, ese agujerito de ahí, vamos, a lo mejor te gusta y todo—; Mario volvió a reír, Pablito cerró los ojos, ya no lloraba pero estaba sufriendo, eso no impidió que su sexo comenzara a crecer, Jimmy se inclinó sobre él y le habló al oído, no pude escuchar sus palabras, pero sí observé sus efectos, una erección fulminante, luego le empujó hacia delante, le obligó a permanecer a cuatro patas encima de mí y le penetró, arrancándole un alarido impropio de un ser humano, su mano no abandonó el sexo de su amigo, le masturbó al mismo tiempo que le barrenaba hasta que decidió que ya era suficiente —tú, levanta el culo—, inserté mis puños cerrados debajo de mis riñones y me elevé sobre ellos todo lo que pude, mis piernas temblaban, mi sexo temblaba, él mismo guió a su novio, y fue su mano la que sostuvo la polla de Pablito mientras entraba en mí, y entonces, casi al mismo tiempo noté que algo presionaba contra mi cabeza, levanté los ojos y comprendí que eran los muslos de Mario, se había acercado a la mesa por el otro lado y ahora sostenía su sexo en la mano, lo acariciaba delante de las narices de Pablito, que lo miró un segundo y luego, con una especie de suspiro de resignación, se lo metió en la boca, estuvimos así un buen rato, él lleno, exprimido, aprovechado hasta el último resquicio, complaciéndonos a los tres, transmitiéndome a la fuerza, contra su voluntad, los impulsos que recibía de su amante, la conciencia de que él no disfrutaba de mí no disminuía en absoluto la intensidad del placer que yo recibía de él, al contrario, estaba satisfecha, se cumplían todas mis expectativas, eran como animales, deliciosos, brutales, sinceros, violentos, esclavos de una piel ansiosa, caprichosos como niños pequeños, incapaces de aguantarse las ganas de nada, y ahora yo tampoco me aguantaba nada, me deshacía de placer debajo de Pablito, mientras veía cómo pagaba su última prenda, la polla de Mario entrando y saliendo de su boca, luego el estremecimiento definitivo, yo inicié la cadena, no podía más, y me abandoné a un orgasmo furioso, un coro de gemidos se unieron a los míos, y todo comenzó a estremecerse a mi alrededor, todo se movía, una gota de semen me resbaló por la mejilla al mismo tiempo que Pablito conseguía culminar satisfactoriamente su tardía y forzosa iniciación, vaciándose por fin dentro de mi cuerpo.

Mañana pensaré en todo esto.

Estaba mordisqueando una pasta hojaldrada, ya no me quedaba ninguna con piñones, cuando escuché el timbre de la puerta.

Mañana pensaré en todo esto, en la horrible resaca que se me ha venido encima, la sensación de frío y de vergüenza que me invadió al final, cuando me dejaron sola, desnuda, encima de la mesa, y sólo podía pensar en que tenía que pagarles, me sentía tan mal, tan desamparada, ellos hablaban entre sí, no significaban nada para mí, no les conocía, ni ellos me conocían a mí, pero tenía que pagarles y lo hice, luego me despedí, torpemente, dejé a Pablito contando los billetes, y me metí en el cuarto de baño, pensando que todavía había tenido suerte, podían haberme robado, yo qué sé, sólo a mí se me ocurre meterles en casa, abrí la ducha y esperé, cuando escuché el portazo salí para comprobar que me había quedado sola y me metí debajo del chorro caliente humeante, para derretir las gotas de agua tibia que pudieran quedar sobre mi piel, mañana pensaré en todo esto, me lo repetía a mí misma, mañana, mientras me dirigía a abrir la puerta.

Pablito lloraba, la cara oculta por un brazo, apoyado en el marco.

Tras unos minutos de silencio, totalmente rotos por los descontrolados sollozos que parecían a punto de reventarle el tórax, busqué algo que decir. Como no encontré nada mejor que una estupidez, la solté de todos modos.

—¿Te has dejado algo?

Se quitó el brazo de la cara, me miró y negó con la cabeza. Cuando ya parecía que se estaba calmando, rompió a llorar nuevamente, y su llanto creció se magnificó, elevándose hasta adquirir un volumen estentóreo. Entonces le obligué a pasar. Si seguía llorando de aquella manera, iba a despertar a todos los vecinos.

Le pasé un brazo por el hombro, estaba conmovida, nunca había visto llorar a nadie de esa manera nunca había percibido un desvalimiento semejante, es infeliz, muy infeliz, pensé, y por eso le pasé un brazo por el hombro, pero él cerró los dos en torno a mi cuello, y se abandonó sobre mí, siguió llorando, como pesaba mucho más que yo, desconsolado y todo, me di cuenta de que nos íbamos a caer, nos caíamos, pero no me parecía correcto decirle que me soltara, así que maniobré rápidamente con los pies, y por lo menos nos caímos encima del sofá.

Le acaricié el pelo, recogido todavía en una coleta diminuta, durante casi veinte minutos, hasta que estuvo en condiciones de hablar.

—¿Puedo quedarme a dormir aquí? —su petición me sorprendió casi más que su ataque de llanto—. Es que no tengo ningún sitio adonde ir...

—Claro que puedes quedarte a dormir, aunque no lo entiendo —le miré un buen rato, busqué heridas, señales, picotazos, algo que se me hubiera escapado antes, pero no descubrí nada nuevo, nada capaz de explicar su situación, parecía cualquier cosa menos un tirado—. ¿No tienes casa?

—Sí, vivo con Jimmy, pero hemos discutido..., me ha dicho que no piensa aguantar mis ataques de celos, que soy una histérica..., va a dormir con Mario..., hoy..., después de lo que me ha obligado a hacer..., ahora ni siquiera me deja dormir con él... —su discurso apenas era tal, más bien una confusa sucesión de palabras inconexas, ahogadas, desfiguradas por el llanto— yo no puedo ir allí, me moriría..., si fuera a casa me moriría, no lo soportaría, y además, me ha quitado todo el dinero, lo tuyo, por cierto, oye... —levantó los ojos hacia mí y se esforzó por hablar más claro—, muchas gracias de todas formas, por las cinco mil de más, me las ha quitado también, y otras tres mil pelas que llevaba encima, estoy sin un duro, por favor, déjame quedarme aquí...

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