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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (22 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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—¿Qué te pasa? —la voz de Marcelo me sonó muy lejana, pero cuando volví la cabeza casi tropecé con él—. ¿No estás bien todavía?

—Sí, sí, claro que estoy bien, ya no tengo fiebre... —le aseguré. Convalecía de una larga gripe mal curada, por eso no había ido a cenar con ellos—. Es que me he quedado colgada de una historia muy vieja, aquella mañana del Retiro, Las flores del mal, ¿os acordáis? No sé ¿por qué, pero hoy me recordáis mucho a vosotros mismos aquel día, os traéis algo entre manos, estoy segura, y eso os rejuvenece, no sé por qué... —se rieron mucho con mis comentarios, se miraron el uno al otro con una expresión significativa, pero permanecieron mudos—. ¿No me lo vais a contar...?

—No —la respuesta de Pablo quedó ahogada por el ruido del timbre de la puerta, un atronador mecanismo de cuerda que tendría cerca de ochenta años de edad y habíamos conseguido salvar de milagro.

Ignoraba que esperáramos visita, pero llegó un montón de gente.

Luis, compañero del colegio de ambos, feo y viejo amigo en pleno proceso de desintoxicación postruptura sentimental muy grave, con cuernos dolorosos de por medio, vino con dos tías. Una era pequeña, rubia, metida en carnes y femenina hasta el empacho, su tipo de toda la vida, no se cansaba nunca de ellas. La otra, grande y huesuda, con acento sudamericano, me pareció muy rara, sospechosamente parecida a un tío, aunque el agudo tono de su voz desmentía esa impresión. Traté de indagar acerca de su auténtica naturaleza, pero Pablo no parecía dispuesto a contestar a ninguna de mis preguntas, y Marcelo decidió seguir su ejemplo.

Luis dirigía a Pablo de tanto en tanto miradas cargadas de interrogantes.

Creí interpretar correctamente su posición, evidentemente, pensé, ha venido a echar una mano Pero está fuera del plan, ni siquiera sabe cuándo debe intervenir.

—Bueno —dijo por fin, respondiendo quizás a una señal que no pude captar—, ¿con quién empezamos?

—Bah, pero no me digas que todavía estás pensando en eso —Marcelo me miró de reojo, no me engañaba, quería picarme—. Yo paso.

—De qué pasas? —piqué, por supuesto, no les iba a privar de esa satisfacción, con el trabajo que se habían tomado, traer a Luis, y todo eso.

—Nada, es solamente una chorrada —fue el propio Marcelo quien me contestó—, la última chorrada, pero medio Madrid está como loco con ella...

—Pero, ¿qué es? —empezaba a sentir curiosidad—. Hace casi dos semanas que no salgo de noche, con lo de la gripe.

—Es un juego —Pablo me sonrió—, un juego tonto como el del pirata pata de palo..., el del medio limón el cuello de pollo, claro que tú eras muy pequeña, no sé si jugarías alguna vez.

—Sí, sí, claro, jugué muchas veces —todavía me acordaba del susto—, era muy divertido.

—Cómo se jugaba? —preguntó alguien.

—¡Oh! Era un juego iniciático, bastante complicado —expliqué—. Hacían falta por lo menos tres personas para organizarlo. Una esperaba sentada en una silla, en un cuarto a oscuras, con una mano llena de pegotes de plastilina, medio limón exprimido sobre la cara y un cuello de pollo crudo, lo más grande posible, entre las piernas, además de otras cosas que no recuerdo, iah, sí, también había un bastón, que hacía de pierna ortopédica. Una segunda persona elegía al inocente de turno y le explicaba que le iba a llevar a ver al pirata pata de palo, le metía en la habitación a oscuras, le cogía una mano, se la pasaba por encima de los pegotes de plastilina y le contaba que era la mano leprosa del capitán, luego le agarraba un dedo y se lo metía de repente en el medio limón, diciéndole que era la cuenca vacía del ojo que el corsario perdió en una batalla —¡qué asco!, exclamó la nueva novia de Luis, tan femenina—, al final, había que conducir la mano lentamente a lo largo del cuerpo del supuesto pirata, para que la víctima supiera en todo momento por dónde iba, el estómago, la tripa... Un poco más abajo, de repente, se le cerraba la mano en torno al cuello de pollo, que el otro colocaba adecuadamente, y os juro que era igual, igual, igual que la polla de un tío, un cilindro de carne húmedo y como lleno de nervios por dentro —me reí, acordándome de las risas y los chillidos con los que solía culminar cada sesión—. En ese momento, una tercera persona encendía la luz y se desvelaban todos los misterios, era muy divertido...

—¡Pero si es genial! —el/la sudamericano/a parecía entusiasmado/a—. ¡Juguemos ahora, por favor! No me digan que no les apetece también a ustedes...

—Sí, vamos a jugar —una morena sumamente espectacular, pálida y muy delgada, embutida en un traje de chaqueta de cuero morado, que había llegado con un grupo a cuyos integrantes solamente conocía de vista, se unió a los ruegos de nuestra ambigua invitada. Sus palabras pronto fueron coreadas por otras voces.

—Pero ¡si es una tontería! —Marcelo se resistía a aceptar las exigencias de lo que ya se perjeñaba como un clamor popular.

—Bueno —insistió Luis—, ¿con quién empezamos?

—¿Clarita? —Pablo se dirigía a la novia de Luis—. Le dirigí una mirada furibunda, él la captó, me de volvió una sonrisa malévola, no se atreverá, pensé, no se atreverá—. Muy bien, empezaremos con Lulú —no se atrevió—. Necesito cinco pañuelos grandes.

—Seis —le corrigió Marcelo.

—No —Pablo se sacó del bolsillo del pantalón una esfera de plástico rojo, levemente más pequeña que una bola de billar, atravesada por algo negro, una cinta, o una goma, y la hizo bailar en su mano—. Solamente cinco —mi hermano aprobó con la cabeza.

Ahora mismo te los traigo...

—No —me detuvo—. Tú no puedes quedarte aquí, tienes que estar en otra habitación, ya te he dicho que era un juego muy parecido al de pata de palo,

Me cogió del brazo y me condujo a través del pelo. Saqué cinco pañuelos de cabeza del cajón de la cómoda de mi cuarto y retrocedimos un tramo para entrar en lo que yo solía llamar la habitación de invitados, un dormitorio con una cama grande que generalmente utilizaba la canguro de Inés.

—Te voy a vendar los ojos —Pablo miró a contraluz todos los pañuelos y eligió el más oscuro, lo enrolló sobre sí mismo y me lo colocó alrededor de la cabeza, apretando fuerte—. ¿Ves algo?

—No.

—¿Seguro? —insistió—. Es fundamental que no puedas ver nada, si no, el juego no tiene ninguna gracia.

—Seguro —le contesté—, no puedo ver nada.

Transcurrieron unos segundos en completo silencio. Intuí que estaba moviendo la mano, o comprobando de otra forma la eficacia de la improvisada venda.

—Vale, te creo, no ves nada. Túmbate en el centro de la cama, boca arriba...

—¿Para qué?

—Voy a atarte a los barrotes.

—Oye —todo aquello estaba empezando a inquietarme. ¿qué jueguecito es éste?

—Si quieres lo dejamos y se lo hacemos a Clarita?

—Ni hablar —me tumbé en el centro de la cama—, pues no faltaría más, átame.

Sin dejar de reírse, tomó la muñeca de mi brazo derecho y la fijó con un pañuelo a uno de los barrotes del cabecero. Luego repitió la operación con mi brazo izquierdo. Las ligaduras eran firmes pero bastante holgadas, no me hacían daño y me permitían una cierta capacidad de movimiento, si bien me resultaba imposible desprenderme de ellas.

—Luego no te enfades conmigo —mi tobillo izquierdo acababa de ser inmovilizado—, porque es una auténtica gilipollez, el juego, en serio, te va a decepcionar...

Cuando terminó con mi pierna derecha, se tumbó a mi lado y me besó. Su contacto me produjo una sensación muy extraña, porque no podía verle, ni tocarle, no sabía dónde estaba, retiró su boca de pronto y me quedé con la lengua fuera, tratando de atraparle, buceando en el aire, rió y volvió a besarme.

—Te quiero, Lulú.

Entonces empecé a sospechar que iba a ser inmolada, todavía no sabía de qué manera, ni en beneficio de quién, pero iba a ser inmolada.

No dije nada, sin embargo. No era la primera vez.

Se separó de mí y le escuché caminar hacia la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y me hizo una última advertencia.

—No te mosquees si tardamos en volver... Ahora hay que preparar bastantes cosas.

Se marchó, cerrando la puerta tras de sí, a juzgar por el sonido.

Esto era lo único que faltaba, pensé, lo demás ya se ha cumplido, con pequeñas variaciones de índole fundamentalmente económica, es cierto, desde luego el dinero tiene una vertiente lujuriosa evidente y no habíamos andado muy bien de dinero al principio, hasta que se murió mi suegro y comenzamos a disfrutar de los beneficios de la imprenta, sólido negocio familiar, pero eso nunca había sido demasiado importante, me había sentido suficientemente querida, suficientemente mimada y malcriada, a lo largo de todos aquellos años.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta doblemente madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después.

Al principio no me acostumbraba, iba colocando trampas por toda la casa, un paquete de tabaco aquí, un libro allí, cuando me levantaba por la mañana estaban en el mismo sitio, parecía magia, abrir la puerta del congelador y descubrir que siempre había hielo, y cervezas frías, no se las había bebido nadie comprarme un vestido, dejarlo dos semanas en un armario, ir a ponérmelo y tener que quitarle las etiquetas, después de dos semanas todavía tenía etiquetas, era increible, y tener un cuarto para mí sola, eso sobre todo, anunciar —me voy a estudiar—, y encerrarme en mi cuarto, una habitación entera para mí sola, Dios de mi vida, ésa era la más intensa de las bienaventuranzas, no me lo podía creer, tardé bastante tiempo en acostumbrarme.

La intimidad, sensación tan novedosa, me abrumaba al principio.

A Pablo le divertía mucho mi actitud de perpetua sorpresa, y la fomentaba con regalos inequívoca mente individuales, cosas maravillosas para mí sola plumas estilográficas, peines, una caja de música con cerradura, un diccionario griego-esperanto, un tampón de goma con mi nombre completo grabado en espiral, unas gafas con cristales neutros, eso fue lo que me hizo más ilusión, nunca las he necesitado Pero me apetecía tanto tener unas gafas... El no comprendía muy bien los mecanismos de mi felicidad. Solamente tenía una hermana, y sus padres siempre habían sido ricos, mucho más ricos que los míos. Nunca había heredado nada de nadie, siempre había dormido solo. Siempre había creído, él también, que los hijos de familia numerosa se reían mucho y disfrutaban de una infancia especialmente feliz.

Yo tenía cinco años, solamente cinco años, cuando dejé de existir.

A los cinco años dejé de ser Lulú y me convertí en Marisa, nombre de niña mayor.

Mamá llegó a casa con los mellizos y todo se acabó.

Me acostumbré a vagar por la casa yo sola, con un cesto lleno de cacharritos, y a que nadie quisiera jugar conmigo, a que nadie me cogiera en brazos, ni tuviera tiempo para llevarme al parque, ni al cine los mellizos dan mucho trabajo, repetían.

Fue entonces cuando Marcelo se fijó en mí.

Siempre ha sentido debilidad por las causas perdidas, y yo nunca podré agradecérselo bastante nunca.

Su amor, un amor gratuito e incondicional, fue el único apoyo con el que conté durante mi atípica edad adulta, solamente le tuve a él, entre los cinco y los veinte años, aquella horrible vida gris, hasta que Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada.

Él jamás me decepcionó.

Nunca me ha decepcionado, pensé, esto es lo único que faltaba, todo lo demás se ha cumplido...

Y entonces volvieron.

No sabía cuántos, ni quiénes eran, porque debían de andar descalzos y, además, el sonido de una tijera, la tijera que uno de ellos abría y cerraba rápidamente, tris, tris, tris, ahogaba todos los demás ruidos, anulando mi única vía posible de conocimiento.

Sentí que alguien se dejaba caer sobre la cama, a mi lado, y me colocaba un cigarrillo en la boca.

—¿Quieres fumar? —era Pablo—. Luego no vas a poder...

Atrapé el filtro entre los labios y disfruté ansiosamente de la merced que se me concedía. Cuando había consumido casi todo el tabaco, el pitillo me fue retirado de la boca y, acto seguido, noté una extraña presión debajo de la oreja izquierda.

Lo que yo percibía como una bola lisa y de contornos regulares, seguramente de plástico, a juzgar por las infructuosas tentativas de mi lengua, para la que fue imposible percibir sabor alguno, me taponó completamente la boca. Unos dedos rozaron mi oreja derecha para colocar algo debajo de ella. La bola se encajó entonces entre mis labios, y sobre cada una de mis mejillas se tensaron dos hilos, o cuerdas, que convergían en el centro.

Incluso a ciegas, no me resultó difícil adivinar la estructura de mi mordaza.

La esfera de plástico rojo que antes había visto un segundo sobre la mano de Pablo debía de estar perforada en el centro. A través de ella pasaba una goma doble, seguramente una goma forrada, como las que se usan para recogerse el pelo, porque no me pellizcaba la piel, cuyos extremos se deslizaban debajo de las orejas para mantenerla tensa contra la boca. Se trataba de un artilugio conceptualmente muy sencillo, pero efectivo. Me impedía emitir cualquier sonido.

Inmediatamente después, retorné a escuchar la tijera que se abría y se cerraba, a mi lado. En la otra punta de la cama, alguien me descalzó y acarició los dedos de mis pies, produciéndome unas cosquillas insoportables. Entonces percibí el contacto de algo desagradablemente frío debajo de la manga de mi blusa, junto a la axila. Tris, tris, tris, la tijera rasgó a la vez la tela y la hombrera del sujetador. Luego, Pablo, suponía que era él porque la presión contra mi costado se había mantenido invariable todo el tiempo, se inclinó encima de mí y repitió la operación en el otro lado. Después, la tijera se escurrió entre mis pechos y cortó limpiamente el sujetador por el centro.

Aquello terminó de convencerme de que era Pablo, porque le encantaba romperme la ropa, algunas veces había llegado incluso a cabrearme en serio con él porque ciertas cosas no me duraban ni dos horas, blusas y camisetas sobre todo, las elegía cuidadosamente, me tiraba un montón de tiempo en la tienda, dudando, estudiándome delante del espejo, y luego ni siquiera llegaba a salir a la calle con ellas, mi consumo de bragas alcanzaba cotas escandalosas algunos meses —esto es una ruina, me quejaba yo —no te haces ni idea de la pasta que nos cuesta esta manía tuya—, él se reía —no las lleves—, me contestaba —por lo menos en casa, no las necesitas para nada—, y acabé haciéndole caso, como siempre, iba desnuda debajo de la falda porque casi nunca llevaba pantalones, a él no le gustaban, pero no llegué a acostumbrarme del todo, y cuando aparecía alguna visita, como aquella noche, me iba al baño corriendo tenía mudas de ropa interior estratégicamente situadas por toda la casa, aunque casi siempre andaba medio desnuda, eso también se había cumplido, y ahora, cuando cualquiera hubiera optado por reducir el destrozo al mínimo desabrochando el sujetador por detrás, él lo desarboló de un tijeretazo y me despojó de todo en un par de segundos.

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