Read Las edades de Lulú Online
Authors: Almudena Grandes
Entonces se desplazó ligeramente hacia delante.
Mis pies fueron abandonados.
Nadie hablaba, nadie generaba ruidos que yo pudiera ser capaz de identificar, no sabía cuántos, ni quiénes eran, pero intuía que mi hermano estaba entre ellos y no me gustaba esa idea. Nunca había sabido hasta qué punto conocía Marcelo los detalles de mi historia con Pablo y prefería que todo siguiera igual, pero aquella noche presentía que él también estaba allí, mirándome.
La enorme hebilla plateada de mi cinturón, un cinturón negro de ante, tan ancho que cubría buena parte de mi estómago, fue desabrochada de forma convencional.
La tijera se deslizó entonces sobre mi ombligo, debajo de la falda, y prosiguió hacia abajo, tris, tris, tris, hasta seccionar completamente la tela por el centro. Alguien situado a mis pies tiró entonces de ella y noté cómo se escurría rápidamente por debajo de mis riñones.
Pensé que terminaría el trabajo con las manos, como era su costumbre, pero utilizó también la tijera. Luego, volvieron a abrocharme el cinturón.
Entonces me quedé sola en la cama otra vez. Durante unos segundos no pasó nada. Yo trataba de imaginar el aspecto que tendría, atada a los barrotes del cabecero y de los pies, las piernas completamente abiertas, los ojos vendados con un pañuelo negro, la boca taponada por aquel artilugio de efectos progresivamente dolorosos, cuyas gomas se me clavaban en las mejillas y me hacían arder las orejas, y me sentía muy incómoda, y más que avergonzada por mi estúpida credulidad.
Había caído en una trampa burda, infantil, a mi edad. No parecía capaz de espabilar, quizá nunca espabilaría del todo, y aunque no solía preocuparme mucho ese punto, aquella noche me encontraba especialmente mal, tal vez por la presencia de mi hermano.
Debería haber esperado algo por el estilo desde hacía años, porque Pablo jamás se quedaba con nada dentro, pero, al fin y al cabo, no había vuelto a mencionar ese tema desde la primera vez, la noche de Moreto.
—¿Te gusta? —su voz expresaba un cierto tipo de satisfacción que me resultaba conocido. Solía mostrarse sumamente orgulloso de mí en aquellos trances.
Su interlocutor no contestó.
La afilada punta de una de las hojas de la tijera comenzó a dibujar retorcidos arabescos sobre mi escote. Después se detuvo en un punto concreto, y el giro que alguien imprimió al resto del instrumento consiguió que la otra punta describiera círculos cada vez más amplios en su torno, como si se tratara de un compás.
Procuré quedarme completamente quieta.
Estaba tranquila, porque sabía que no iban a hacerme daño, pero el contacto del metal afilado producía resultados inquietantes. Las tijeras recorrieron todo mi cuerpo, acariciaron mi garganta, bailaron sobre mis pezones, resbalaron sobre mi vientre, llegaron incluso a aprisionar pequeñas porciones de piel, manteniéndome tensa, expectante, presa de sus peligrosas caricias, a la espera de un desenlace indeseable que nunca llegaría a producirse.
Dejé de sentir su fría compañía de repente. Ya no volvería a encogerme bajo sus puntiagudas amenazas, quizá no haya sido más que una simple maniobra de distracción, pensé.
Luego, alguien dejó caer una mano sobre mí, yo me preguntaba de quién sería, quién controlaba esa mano que, tras un ligero azote inicial, comenzó a estrujarme, a amasarme la carne, a estrecharme por la cintura, a aplastarme los pechos, a hundirse en mi ombligo, a deslizarse sobre mis muslos, a hurgarme por fin la hendidura del sexo con los dedos presionando más tarde con toda la palma contra él. Luego advertí otra, una segunda mano, y una tercera, eran necesariamente dos personas, aún creí percibir una cuarta mano, aunque me resultaba muy difícil calcular, sobre todo porque la cama se llenó de gente, notaba su proximidad a ambos lados, el colchón crujía ostensiblemente, acusando sus desplazamientos, unos labios se posaron sobre mi cuello, besándolo repetidamente, y en ese mismo instante una lengua distinta se detuvo sobre mi axila, un dedo se introdujo en mí, un brazo se deslizó por debajo de mi cintura, una mano acarició mi mano derecha, una pierna rodó sobre mi pierna, una rodilla se me clavó en la cadera.
Trataba de pensar.
Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo, estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían muy rápidamente encima de mi cuerpo, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi torturada oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados, por encima de la venda, presionó alternativamente sobre mis ojos más tarde, un pene —no me atrevía a calificarlo de otra manera; estando así, a ciegas, con las manos atadas, cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o, por el contrario, solamente una picha triste y arrugada?—, me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, golpeando el pezón rítmicamente más tarde, impregnándome de baba pegajosa.
Y Marcelo lo estaba contemplando todo.
Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, permanecer quieta, sin expresar complacencia, mantener todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta, lo hacía por él, no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse, conocía bien las diversas etapas del proceso, los poros erizados, al principio, después calor, una oleada que me inundaba el vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, sobre la cara interior de los muslos, en torno al ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, entonces un muelle inexistente, de potencia fabulosa, saltaba de pronto dentro de mí, propulsándome violentamente hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la definitiva escisión.
Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.
—Cuando quieras... —la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase. Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron instantáneamente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían con respecto a la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.
—Gracias...
Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada El sonido me resultó lejanamente familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena.
Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.
—Yo sigo aquí, estoy a tu lado —se trataba de una aclaración totalmente innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada, aferrándose a mis cabellos e impulsándome a continuación hacia arriba, guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, pero de forma agudamente decreciente en dirección a la punta, que me parecía más corta y más estrecha.
Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, noté que Pablo se incorporaba y se arrodillaba a mi lado.
Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.
Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. El extrajo su sexo de mi boca, entonces.
Alguien se dedicó a deshacer las ligaduras que apresaban mis tobillos.
Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.
Ya presentía que eran solamente dos, dos hombres, quizá desde el principio, lo de la sudamericana seguramente no había sido más que un espejismo. Posiblemente habían sido sólo dos hombres, desde el principio, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.
Alguien me empujó para darme la vuelta.
Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.
Alguien, situado detrás de mí, me penetró.
Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.
—Te quiero...
Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos.
Marcelo lo estaba viendo todo. Tal vez también había escuchado su última frase, pero yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.
—Déjame, Lulú —no dejaba de ser gracioso, que me pidiera precisamente eso, que le dejara, cuando apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos completamente inmovilizadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban—. Ahora me toca a mí...
Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.
—No me hagáis eso, ahora —apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible—. Ahora no...
—Pero... ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? —la risa latía bajo las palabras de Pablo—. Si ni siquiera sabes quién es... ¿O ya te lo imaginas? —le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez—. Lulú, Lulú... ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien... —los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí, presenciando cómo se liquida el honor de un caballero...? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro que te acuerdas —se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía—, te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos...
—Por favor —dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas—, por favor, Pablo, por favor...
Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.
Pero ellos no tenían bastante, todavía.
Me penetraron por turnos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada. Después, el que no era Pablo, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché la voz de Pablo, instándome a que me detuviera.
El era el único que había hablado, todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo que me sobre mis sienes, presentía que si el placer no hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.
Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.
—Súbete encima de él.
Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse era una especie de chaiselongue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller-atelier de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura, entonces, y me situó encima de sí, una de sus manos sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la carne antes de estirarla completamente para franquear un segundo acceso a mi interior.