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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (21 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Se dio media vuelta y se alejó de mí, pero regresó, de repente. Yo me había apoyado en la pared. Le miré. Parecía derrotado.

—No pensaste mucho en mí, ¿verdad?

Entonces me di cuenta de que estaba borracho, a las doce y media de la mañana, borracho, controlaba muy bien pero a mí no me engañaba, a mí no, y me sentí mal, porque pensaba que ahora, con lo de la pelirroja y el simple paso del tiempo, lo habría dejado, prefería no acordarme de todo aquello, cuando me fui de casa, Marcelo me dejó de hablar una temporada, mi propio hermano, todos me señalaban con el dedo, Pablo no, él nunca lo hizo, pero bebía mucho, mucho, estaba todo el día borracho, entonces.

—No me queda mucho tiempo, ¿sabes? Me estoy haciendo viejo, me siento cada vez más ridículo, con todas estas niñatas, no tengo de qué hablar con ellas, y no me apetece enseñarles nada, ya, a ninguna... A veces pienso que estoy empezando a chochear, no me cuesta trabajo, eso sí, las consigo fácilmente, esa es una de las pocas cosas para las que sirve ser un poeta que no vende libros en estos tiempos, para ligar y para tomar copas gratis, ya sabes, pero estoy cansado muy cansado...

Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies, pero no dijo nada más, me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar. Estoy perdiendo facultades, pensé. En ese momento Pablito salió por la puerta y me miró con sus habituales ojos de disculpa. Lo había oído todo.

—¿Quieres tomar un café? —asintió con la cabeza.

El desayuno fue muy breve. El no volvió a despegar los labios. Cristina intentaba tan disimulada como infructuosamente ligar con mi invitado, que se la quitaba de encima con suma facilidad. Inés estaba muy pesada. Quería que todos jugáramos al escondite inglés, aseguraba que siendo muchos era más divertido.

Pablo ni siquiera se despidió de mí cuando se fueron.

—¿Ese es tu marido? —Pablito se había arrellanado en un sillón, no mostraba intenciones de marcharse. Le contesté que sí—. Ah, pues está muy bueno, con esas canas, me gusta mucho, los hombres mayores tienen un morbo especial...

No sabía si reírme o echarle de casa, al principio, pero no quería quedarme sola.

Tal vez ya no pueda volver, no pueda volver nunca, pensé.

—Bah, no creas —me esforcé por desechar instantáneamente aquella hipótesis—, tu novio la tiene mucho más gorda.

—Bueno, eso es sólo psicológico.

—Ya —le contesté—, y los Reyes Magos son los padres.

Me miró con cara de extrañeza, no sabía por dónde iba.

—Tú le pedías juguetes a los Reyes Magos cuando eras pequeño, ¿no? —movió la cabeza afirmativa mente, le sonreí—, y seguiste pidiendo juguetes a tus padres cuando te enteraste de que lo de los Reyes era un camelo ¿no? —volvió a asentir—. Y ¿cuándo te hacían más ilusión los juguetes, antes o después de enterarte de todo?

—Antes, pero eso no tiene nada que ver con el tamaño de la polla de tu marido...

Solté una carcajada, me estaba divirtiendo.

—Con el de la suya específicamente no, pero sí tiene que ver con el tamaño de las pollas de los tíos en general, porque las dos cosas, las pollas grandes y los Reyes Magos, son la misma cosa, son dos mitos ¿comprendes? —no, no comprendía, lo leí en sus ojos—. Mira, el rollo de los camellos, de los zapatos en el balcón, la cabalgata, no alteraba la cantidad ni la calidad de los juguetes, pero les añadía algo, a ti te hacían más ilusión, ¿no?, pues es lo mismo el tamaño de la polla de Pablo no altera la calidad ni la cantidad de sus polvos, pero Jimmy la tiene más gorda, ¿lo entiendes ahora?, vivimos en un mundo repleto de mitos, el mundo entero se asienta sobre ellos, y ahora tú me sales con que es sólo psicológico... ¿por qué empezar por el mito de las pollas grandes, por qué derribar ése antes que los demás? Los mitos son necesarios, ayudan a vivir a la gente...

—Pues ¿sabes lo que te digo? —adiviné que no le había convencido—, que me encantaría acostarme con tu marido, aunque no la tenga tan gorda como el mío.

—A mí también me encantaría acostarme con él —aquello iba en serio, ya no tenía ganas de seguir jugando—, pero está cada vez más difícil, de un tiempo a esta parte...

La segunda vez recurrí a Sergio, reciente novio de Chelo, camarero en un bar de moda.

Quería mantenerme fuera del lumpen, quedarme en Malasaña, allí me sentía cómoda, segura, allí me habían salido los dientes, horas y horas sentada en aquellos insoportables bancos de fábrica recubiertos por delgados cojines de gomaespuma, tan ineficaces bebía vodka con lima, repugnante pero muy femenino, entonces, cuando hice las primeras risas, las primeras borracheras, las primeras vomitonas, allí viví con Pablo todo el tiempo, en un ático enorme, con las vigas al aire, ¿se" viviendo él, uno de los últimos supervivientes, y mi figura formaba ya casi parte del paisaje, allí mis propósitos podían pasar perfectamente desapercibidos, y aún conocía a mucha gente, a casi toda la gente de antes, éramos muchos todavía, aunque muchos también se habían quedado por el camino, y todos comentábamos lo mismo cómo ha cambiado el barrio, ya no es igual, aunque quizás los únicos que habíamos cambiado éramos nosotros, todos nosotros, diez, doce, quince años después, los estigmas de la edad, calvas, barriguitas canas, sujetadores debajo de las blusas, arrugas en la cara, cada noche un poco más profundas, la carne irreparablemente fofa, cada noche un poco más fofa Pero éramos los mismos, casi los mismos, nos reíamos mucho, todavía, y, en realidad, la plaza seguía igual, las calles, los bares seguían igual, poco más o menos.

Quería mantenerme fuera del lumpen, porque me daba pánico que Pablo se enterara de que yo andaba por ahí sola, de noche, soltando pasta para meterme en la cama con un par de maricones, o con tres, o con cuatro, me aterraba la posibilidad de que lo llegara a saber, y él tenía muchos contactos con el lumpen, extraños amigos, delincuentes habituales, gente que se había encontrado en la cárcel y fuera de la cárcel, gente que le adoraba y que me conocía, gente que le hubiera ido con el cuento a las primeras de cambio.

Quería quedarme en Malasaña, allí había conocido a Jimmy y a Pablito, conocí a algunos más, pocos, bisexuales ávidos y bien alimentados, no todos hermosos, dispuestos sin embargo a compartir su novio conmigo por pura diversión, pero el filón se agotó pronto, muy pronto, y yo no tenía bastante, incumplí la regla de oro, una sola dosis de cada cosa, y no tenía bastante, entonces sucedió lo peor que podía ocurrir, renuncié a actuar a través de intermediarios; me dediqué a buscarlos yo misma, los resultados fueron nefastos, algunos se rieron en mi cara, ellos solamente iban por allí a tomar copas, y mi cuerpo no les interesaba, mi dinero no les interesaba, mi curiosidad no despertaba su curiosidad, otros me despreciaban, y me lanzaban su desprecio a la cara, me hice famosa, eso fue lo peor, que me hice famosa, y algunos de mis amigos dejaron de saludarme, circularon rumores, Marisa está cada día más rarita, al final una vieja compañera de la facultad que se había apuntado muchos años atrás al multitudinario gremio de la hostelería, me lo dijo a las claras, mira, si quieres tíos de ésos, págatelos, debe de haberlos, a puñados, tiene que haber de todo, pero no aquí, joder, que aquí lo único que haces es espantarme a la clientela...

—Sin una sola pluma, eso lo primero, altos, un metro setenta y ocho como mínimo, grandes, convencionalmente guapos de cara, ya sabes, el tipo de chicos que les gustan a las colegialas, delgados pero musculosos, sin pasarse, culturistas no, de veinticinco a treinta y cinco años, uno de ellos puede ser más joven, solamente uno, y ninguno más viejo, piel preferiblemente morena, pelo preferiblemente oscuro, las piernas largas y, por favor, poco velludos, lo menos posible. Sería mejor que no estuvieran enamorados entre sí, lo ideal sería que se conocieran y que se gustaran, aunque ya sé que no se puede pedir de todo, la raza me da igual, siempre que no implique una subida de precio, con tal de que ninguno sea oriental, no me gustan los orientales, ¡ah! y, si puede ser, me gustaría que al menos uno de ellos fuera bisexual, o si no bisexual, por lo menos capaz de hacérselo con una tía, vamos, conmigo, quiero decir, aunque no le guste, eso no me importa, no puedo aspirar a que encima le guste, luego, bueno, cuanto..., cuanto mejor dotados estén, pues... en fin, ya sabes, mira a ver lo que puedes hacer, la pasta no es problema, creo...

Lo solté de carrerilla, atropellándome, sin pararme a escuchar lo que decía, como una lección expresamente aprendida para un examen oral.

Quería terminar pronto.

Me daba mucha vergüenza, haber llegado hasta ese punto.

Él asintió con la cabeza a cada uno de mis requisitos, dándome a entender que comprendía exactamente la naturaleza de mis exigencias, pero insistí por última vez, de todos modos.

—Quiero sodomitas, no mariquitas. ¿Está claro?

—Está claro —me contestó.

Era un tipo siniestro, Pablito ya me lo había advertido, siniestro, pero era también uno de los amos de la calle, controlaba a mucha gente, a muchos corderitos necesitados, descarriados, hermosos, conmovedores.

Yo pretendía mantenerme fuera del lumpen, que ría quedarme al margen y lo intenté, pero no pude.

Cuando comprendí que ya no quedaba más remedio, tomé ciertas precauciones, renuncié a servirme de mis propios amigos, y rechacé a Ely, eso desde el principio, porque él no me lo habría con sentido jamás, estaba segura. Al fin y al cabo, yo era todo lo que él intentaba ser, tenía todo lo que él quería tener, y a él le costaba tanto, tanta vergüenza, tantos quirófanos, tantas lágrimas... Para él, la humanidad se dividía en dos secciones perfectamente delimitadas, y a mí me tocaba estar en el lado de los bienaventurados, jamás habría tolerado tanto derroche.

Procuré moverme con discreción, citarme en lugares apartados de los circuitos clásicos; evitar todos los riesgos previsibles, pero tardé bastante tiempo en conocer a la gente adecuada en los lugares adecuados, transcurrieron meses antes de que el teléfono fuera suficiente.

Me daba pánico que él se enterara de todo, y tomé ciertas precauciones, pero éstas resultaron fallidas en todos los casos, la torpeza me ha perseguido siempre como una maldición.

Me topé con Ely una vez, al principio.

A Gus, un camello amigo de Pablo, me lo encontraba por todas partes, mientras hacía la calle yo también, aunque en sentido inverso, solicitando en lugar de ofrecer, en busca de algo que llevarme a la cama. Llegué a sospechar que tanta coincidencia no podía ser casual, pero terminé por descartar esa hipótesis. Al fin y al cabo, contaba con indicios suficientes para suponer que algunos de mis mejores contactos podían hallarse también entre sus mejores clientes.

Luego, un buen día, Pablito me habló del chulo aquél, Remi.

A su lado, Jimmy parecía la madre superiora de las mercedarias con toca y todo, pero eso no impidió que llegáramos a entablar una larga y provechosa relación comercial. La primera vez me consiguió una pareja de tíos realmente buenos, muy guapos, muy caros también. Disfruté mucho con ellos. Después, uno, el más viejo, no mucho mayor que yo en cualquier caso, me interrogó cortésmente acerca de lo que él consideraba también una estrambótica pasión, qué sacas tú en claro de todo esto, dijo exactamente.

Yo me lo había preguntado ya muchas veces, y lo haría todavía muchas más, a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel.

Seguridad.

El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién.

Estar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes.

El espejismo de mi madurez.

Había otras vías, intuía muchas otras vías, caminos menos barrocos, menos intensos, menos agotadores, para acceder al mismo sitio, pero ninguno era tan cómodo para mí, porque yo no sabía exactamente hasta dónde quería llegar. Me había tropezado con ellos y me había dejado ir, pensaba, nada más, en cualquier momento podría volver sobre mis pasos, sin traumas y sin lamentaciones, era un pasatiempo inocente, sólo un pasatiempo inocente, y me sentía bien, tan mayor, tan superior, tan entera, mientras jugaba con ellos...

Tenía miedo, sin embargo, tenía cada vez más miedo, y no sólo por la cuestión del dinero, eso llegaría a convertirse en un problema serio, con el tiempo, cuando se agotó la cuenta de Inés, el dinero que Pablo ingresaba todos los meses en aquella cuenta, yo nunca le había pedido dinero, no quería más dinero que el estrictamente necesario para pagar a medias los gastos de la cría, pero él ingresaba de más, mucho más, de todas formas. Me resistí a gastármelo, al principio lo intenté, pero en aquellos tiempos mis buenos propósitos adolecían de una estructura excesivamente endeble, y lo tenía tan a mano... Al final, me lo gasté todo, me lo fundí muy deprisa, hasta la última peseta, entonces la pasta comenzó a ser un problema, aunque nunca sería el más grave de los problemas.

Tenía miedo, miedo de no ser capaz de reaccionar, de no saber detenerme a tiempo, a ratos me sentía inútil para determinar la frontera entre la fantasía y la realidad, amenazada por las sombras de un mundo sucio y ajeno al que jamás había creído poder pertenecer, pero que ahora estrechaba un cerco cruel, obsesivo, en torno a mí.

Debería haberlo hecho, me daba cuenta de que debería haberlo hecho, pero no podía renunciar a ellos, no podía, porque nada se les parecía, ningún deseo era comparable al que me inspiraban, ninguna carne era comparable a la que me ofrecían, ningún placer era comparable al que me proporcionaban, ellos eran lo único que tenía, ahora que había vuelto a vivir una vida trabajosa y monótona, hecha de días grises, todos iguales, ellos, un pasatiempo inocente, eran mi única posesión y mi única diversión al mismo tiempo.

La raya, una línea progresivamente nítida, concreta, perceptible, estaba cerca, muy cerca, y me daba miedo.

Pensaba mucho en Pablo entonces, porque con él siempre había sido todo muy fácil.

Les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa, estaban tan guapos los dos, y parecían tan jóvenes, que les reconocí como los mismos de veinte años antes, aquella mañana de primavera, El Retiro, habíamos ido con las monjas a ver la Casa de Fieras, excursión, lo llamaban, cuatro paradas de autobús y lo llamaban excursión, pero era una auténtica fiesta en día lectivo, las jaulas apestaban, las fieras no eran tales, apenas pobres bestias degradadas y flacas, la piel deslustrada, llena de mataduras, las moscas revoloteaban alrededor de sus cansadas cabezas, el elefante era ya como de la familia, toda la vida mirándole, dándole unas pocas pesetas a su cuidador para que lo malalimentara con los mismos trozos de pan duro, los mismos cacahuetes, lo sentí mucho cuando murió por fin el pobre, de viejo, como murió aquel desastre de zoológico que llevaba toda la vida cayéndose a cachos, era bonito de todas formas, aunque apestaba, y muy pequeño, tanto que terminamos demasiado pronto, lo vimos todo en tres cuartos de hora, y entonces nos soltaron, ellos estaban sentados en un banco, al sol, junto al estanque, los dos, qué envidia me dieron, deberían haber estado en clase aquella mañana, pero en la universidad las pellas no eran ni siquiera pellas, cómo me hubiera gustado ser como ellos, entonces me desmarqué del grupo, se lo avisé a Chelo, me voy con mi hermano, Pablo llevaba un libro, se subió al banco, Marcelo me mandó un beso, y me hizo una señal con la mano, no quería que me acercara más, me senté en el suelo, a mirarles, Pablo carraspeó, enunció con voz fuerte y clara Les fleurs du mal; y comenzó a declamar, a bramar en francés, describiendo grandes círculos con el brazo libre, se encogía y se estiraba, ocultaba de tanto en tanto la cara contra su hombro, presa de una dolorosa emoción, y me increpaba patéticamente, a mí, su exclusiva espectadora, luego se fue formando un corrillo, ocho o diez personas, algunos estaban desconcertados, otros se reían, yo imitaba a estos últimos por quedar bien, aunque no me estaba enterando absolutamente de nada, Marcelo, vuelto hacia Pablo, le miraba con admiración parecía acusar cadA palabra, su rostro reflejaba sucesivamente pesar, alegría, pánico, tristeza, inseguridad, miedo, desesperación..., al principio pensé que se habían vuelto locos, luego, cuando empezaron a revolverse, incapaces de aguantarse la risa, ya no supe qué pensar, sus convulsiones eran cada vez más violentas, al final Pablo terminó de hablar bruscamente y saludó al personal haciendo una reverencia, Marcelo se subió entonces al banco con él, le señaló con el dedo y gritó —¡Camaradas, esto es el socialismo! estallaron los aplausos, largos aplausos, no sé hasta qué punto conscientes, a lo lejos percibía la voz de mi tutora, cada vez más nerviosa —¡María Luisa Ruiz Poveda y García de la Casa, venga usted aquí!—, no le hice caso, desobedecí, me limité a chillar en su dirección —Me voy a casa con mi hermano mayor, y ellos me dieron la mano, un municipal merodeaba por allí, empezamos a caminar discretamente, atravesamos la verja sin ningún contratiempo, y me llevaron a tomar el aperitivo en una terraza, Coca-cola y gambas a la plancha, todo un lujo, en aquel momento decidí mutilar yo también mis apellidos por su parte más noble, desde entonces soy Ruiz García, Ruiz García a secas, Marcelo firmaba así desde hacía años, solamente por joder, y lo conseguía, eso desde luego, a mi padre se lo llevaban los demonios cada vez que cogía el teléfono o sacaba una carta del buzón, él estaba muy orgulloso de la aristocrática eufonía de los apellidos de sus vástagos, de la casual coincidencia que barnizaba de nobleza esos dos linajes perfectamente plebeyos, hacía mucho hincapié en el "y" que los unía, trataba de fomentar la confusión por todos los medios posibles, incluida la imposición en la pila bautismal de diversos nombres propios, cuidadosamente elegidos, a cada uno de sus hijos, por si colaba, yo tenía cuatro, y de los más con seguidos, María Luisa Aurora Eugenia Ruiz-Poveda y García de la Casa, pero soy solamente Lulú Ruiz García desde aquel día, cuando me los encontré en El Retiro, en París lanzaban adoquines contra la policía, ellos se conformaban con declamar a Baudelaire en un parque público, pero eran jóvenes y guapos, les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa.

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