Las edades de Lulú (17 page)

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Authors: Almudena Grandes

BOOK: Las edades de Lulú
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—¿Padre e hija?

—Sí... balbucí. ¿Cómo lo has adivinado?

—Bah, he dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza.

—¿Y no te parece increíble? —el estupor, un estupor con el que se mezclaban algunas notas de vergüenza, vergüenza auténtica, pese a mi proverbial falta de pudor, amenazaba con paralizarme de un momento a otro.

—No. Es encantador —sus palabras disiparon mis dudas—. Y ¿qué pasaba? Supongo que no fui a equiparte para el curso escolar.

—No, qué va —reí, aquella desagradable sensación se había disuelto por completo, y yo me sentía cada vez mejor, más convincente, volví a acariciarme para que él me viera, moviéndome lentamente sobre la moqueta, calentándole a distancia, eso me excitaba mucho, pero sentía unas terribles ganas de ir hacia él, de tocarle—. Tú le dijiste al dependiente que te ibas a Filadelfia un par de semanas, para dar un cursillo sobre san Juan de la Cruz a aquellos pobres salvajes, los indios, quiero decir, y que te daba miedo dejarme sola así, sin más, porque estaba muy salida y era capaz de cualquier cosa, y que por eso habías pensado en insertarme una prótesis que me consolara y me hiciera compañía durante tu ausencia, el dependiente te dio la razón, estas niñas de hoy día, ya se sabe, dijo, su actitud me parece muy prudente. Entonces aquel individuo se marchó a la trastienda y volvió con dos percheros, bueno, no eran eso exactamente, pero no sé cómo definirlos, un par de palos de metal que terminaban en un redondel, y los puso delante de mí, uno a cada lado, entonces yo, que sabía lo que tenía que hacer, me levanté las faldas, abrí las piernas y metí cada uno de mis tacones en los agujeros de la parte superior de los percheros, y me quedé en una postura parecida a esa que está generalmente reservada a los ojos de los ginecólogos, llevaba unos pololos blancos, largos hasta la rodilla, pero abiertos por debajo, con un ojal bordado con florecitas, y el dependiente me metió un dedo, te miró y dijo, así no puedo probarle nada, está completamente seca, si a usted le parece bien, puedo intentar arreglarlo, y tú asentiste, entonces él se arrodilló delante de mi y empezó a comerme el coño, y lo hacía muy bien, y me daba mucho gusto, pero cuando estaba empezando a correrme le dijiste que ya estaba bien, y él paró...

—¡Qué actitud tan desagradable, la mía! —sonreía, tamborileando con los dedos encima de su bragueta.

—Desde luego —le contesté—, estuviste muy grosero. Bueno, entonces el tío aquél empezó a calzarme consoladores dorados, grandes, cada vez más gordos, y como yo estaba muy puesta ya, pues me corrí en medio de la prueba, a ti te gustó, sin embargo al dependiente no le pareció muy bien aquello, pero no dijo nada, al final me metió uno horrible, me hacía mucho daño, pero a ti te encantó y dijiste, ése, ése, entonces él empujó un poco más y se me quedó dentro, todo, y no podía sacármelo, lloré y protesté, no quiero éste, te lo dije bien claro, pero tú te fuiste a la caja, pagaste, me ayudaste a levantarme y me sacaste fuera, diciendo que ibas a perder el avión, porque te ibas a Filadelfia en avión, desde París, ¡uy!, quiero decir Berlín, y yo no podía andar, no podía, tenía que mantener las piernas abiertas, y la notaba dentro, aquella mole, cuando entramos en el coche el chófer se interesó por mí y tú me levantaste la falda para que lo viera, él me metió la punta de un dedo y exclamó, la talla 56, magnífico, ésa es la mejor, y yo te dije, lloriqueando, pero cómo vamos a despedirnos si llevo esto dentro, y tú me dijiste, no te preocupes, existen otras vías, y me obligaste a arrodillarme encima del asiento trasero, me levantaste la falda, me metiste un dedo en el culo..., y entonces me desperté, estaba chorreando y me acordé de ti —le miré, le miré durante mucho tiempo, él no decía nada, me sonreía, solamente, luego volví a hablar—. ¿Te ha gustado, el sueño?

—Mucho, sería muy feliz si tuviera una hija como tú.

—Oye, Pablo... —sus palabras, y sus ojos, me convencieron de que había tenido éxito, ahora él ya lo sabía, sabía lo sucia que podía llegar a ser, y seguramente sabía también algunas cosas más, pero todavía no era suficiente, tenía que llegar hasta el final—, me encantaría chupártela. ¿Me dejas?

Se bajó la cremallera, extrajo su sexo con la mano derecha y comenzó a acariciarlo.

—Te estoy esperando...

Recorrí de rodillas la distancia que me separaba de él, me incliné sobre su polla y me la metí en la boca. Aquello empezaba a parecerse a un reencuentro de verdad.

—Lulú...

—Hummm —no tenía ganas de hablar.

—Me gustaría sodomizarte.

Ni siquiera abrí los ojos, no quise enterarme de lo que decía, pero sus palabras se quedaron bailando en mi cabeza durante unos segundos.

—Me gustaría sodomizarte —repitió—. ¿Puedo hacerlo?

Liberé mis labios de su absorbente ocupación y levanté los ojos hacia él, mientras deslizaba su sexo contra mi mano, suavemente.

—Bueno, no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda... —solamente pretendía impresionarle, pensé, eso era cierto, quería impresionarle, pero no tanto—. Creer en los sueños no es racional, y además, ya te he dicho que estoy acostumbrada a que no me llenen del todo, no hace falta que te tomes tantas molestias...

—No es ninguna molestia —me miró, riéndose, me había pillado, me había pillado bien, sentí que nunca llegaría a ser una mujer fatal, una mujer fatal como Dios manda, mi estrategia se había vuelto contra mí, y ahora ya no se me ocurrían más suciedades, nada ingenioso que decir—. Además, por lo que he podido ver, y escuchar, supongo que ni siquiera sería la primera vez...

—Pues, ya ves, creo que sí... —ahí me quedé callada, le miré un momento, y luego decidí que lo mejor era restablecer el orden de antes, así que volví a cerrar la boca alrededor de su sexo y desplegué todo el catálogo de mis habilidades, una detrás de otra, muy deprisa, pensando que así a lo mejor se le pasaban las ganas, pero apenas unos minutos más tarde la presión de su mano me obligó a abandonar.

—¿Y bien? —insistió en tono cortés.

—No sé, Pablo, es que... —trataba de despertar su compasión mirándole con ojos de cordero degollado, no tenía que esforzarme mucho, estaba confundida, porque no podía decirle que no, a él no se lo podía decir, pero no quería, eso lo tenía muy claro, que no quería—. ¿Por qué me preguntas esas cosas?

—¿Hubieras preferido que no te lo preguntara?

—No, no es eso, no quiero decir que me parezca mal que me lo hayas preguntado, pero es que yo, yo qué sé, yo...

—Da igual, no importa, era sólo una idea —sus brazos se deslizaron bajo mis axilas, para indicarme que me levantara. Cuando estuve de pie, frente a él, hundió su lengua en mi ombligo, un instante, y luego él también se levantó, me abrazó y me besó en la boca, durante mucho tiempo. Sus manos fueron ascendiendo lentamente desde mi cintura, a lo largo de mi espalda, hasta afirmarse en mis hombros. Entonces me dio la vuelta bruscamente, me puso la zancadilla con su pie derecho, me derribó encima de la alfombra y se tiró encima de mí. Aprisionó mis muslos entre sus rodillas para bloquearme las piernas y dejó caer todo su peso sobre la mano izquierda, con la que me apretaba contra el suelo, entre mis dos omoplatos. Noté un pegote blando y frío, y luego un dedo, alarmantemente perceptible por sí mismo, que entraba y salía de mi cuerpo, distribuyendo finalmente el sobrante alrededor de la entrada.

—Eres un hijo de puta...

Chasqueó repetidamente la lengua contra los dientes.

—Vamos, Lulú, ya sabes que no me gusta que digas esas cosas.

Lancé las piernas hacia delante. Conseguí golpearle en la espalda un par de veces. Intentaba hacer lo mismo con los brazos cuando noté la punta de su sexo, tanteándome.

—Estáte quieta, Lulú, no te va a servir de nada, en serio... Lo único que vas a conseguir, si sigues haciendo el imbécil, es llevarte un par de hostias —no estaba enfadado conmigo, me hablaba en un tono cálido, tranquilizador incluso, a pesar de sus amenazas—, pórtate bien, no va a ser más que un momento, y tampoco es para tanto —me abrió con la mano derecha, notaba la presión de su pulgar, estirándome la piel, apartándome la carne hacia fuera—, además, tú tienes la culpa de todo, en realidad, siempre empiezas tú, te me quedas mirando, con esos ojos hambrientos, yo no puedo evitar que me gustes tanto...

Su mano derecha, que imaginé cerrada en torno a su polla, presionó contra lo que yo sentía como un orificio frágil y diminuto.

—Eres un hijo de puta, un hijo de puta...

Luego ya no pude hablar, el dolor me dejó muda, ciega, inmóvil, me paralizó por completo. Jamás en mi vida había experimentado un tormento semejante. Rompí a chillar, chillé como un animal moribundo en el matadero, dejando escapar alaridos agudos y profundos, hasta que el llanto ahogó mi garganta y me privó hasta del consuelo del grito, condenándome a proferir intermitentes sollozos débiles y entrecortados que me humillaban todavía más, subrayando mi debilidad, mi rotunda impotencia frente a aquella bestia que se retorcía encima de mí, que jadeaba y suspiraba contra mi nuca, sucumbiendo a un placer esencialmente inicuo, insultante, usándome, igual que yo había usado antes aquel juguete de plástico blanco, me estaba usando, tomaba de mí por la fuerza un placer al que no me permitía ningún acceso:

Aunque no pensé que fuera posible, el dolor se intensificó, de repente. Sus embestidas se hicieron cada vez más violentas, se dejaba caer sobre mí, penetrándome con todas sus fuerzas, y luego se alejaba, y yo sentía que la mitad de mis vísceras se iban con él. La cabeza me empezó a dar vueltas, creí que me iba a desmayar, incapaz de soportar aquello ni un solo minuto más, cuando empezó a gemir. Adiviné que se estaba corriendo, pero yo no podía sentir nada. El dolor me había insensibilizado hasta tal punto que solamente era capaz de percibir dolor.

Luego, se quedó inmóvil, encima de mí, dentro de mí todavía. Me mordió la punta de la oreja y pronunció mi nombre. Yo seguía llorando, sin hacer ruido.

Noté que me abandonaba, lentamente, pero permaneció allí dentro al mismo tiempo, el hueco que había abierto se resistía a cerrarse.

Me dio la vuelta, moviéndome con suavidad. Yo no le ayudé en absoluto, mi cuerpo era un peso completamente muerto, no me movía, seguía quieta, con los ojos cerrados, lloraba todavía.

Me apartó las lágrimas de los ojos, acariciándome la cara con una mano. Se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No le devolví el beso. Me besó otra vez.

—Te quiero.

Sus labios recorrieron mi barbilla, descendieron por mi garganta, se cerraron en torno a mis pezones, su lengua prosiguió hacia abajo, resbalaba a lo largo de mi cuerpo, atravesó el ombligo y recorrió mi vientre. Sus manos me doblaron las piernas y las separaron después.

Me sentí avergonzada, muy infeliz. Mi sexo estaba húmedo.

Sus dedos se posaron encima de mis labios y los aplastaron, uno contra otro. Relajaron un instante la presión para juntarse de nuevo, iniciando un movimiento de pinza que se desplazó poco a poco cada vez más arriba, produciendo un sonido sordo, parecido a un gorgoteo. Cuando llegó al final, su mano estiró mis labios para desnudar completamente mi sexo, dejando al descubierto la piel rosa, tirante, que me escocía como una herida a medio cerrar.

La aplacó con la lengua, recorriéndola despacio, de arriba a abajo, y luego se concentró en el insignificante vértice de carne al que se reducía ya todo mi cuerpo, resbalando, presionando, acariciándolo, notaba el extremo de su lengua, dura, frotándose contra él, y mi carne que engordaba, engordaba escandalosamente, y palpitaba, entonces lo atrapó entre sus labios y lo chupó, volvió a hacerlo, y lo sorbió para adentro, lo mantuvo dentro de su boca y siguió lamiéndolo, y eso me obligó a moverme, a doblarme, a impulsar mi cuerpo en vilo hacia él, ofreciéndome por fin, para no desperdiciar ningún matiz.

Introdujo dos dedos en mi sexo y comenzó a agitarlos siguiendo el mismo ritmo que yo imprimía a mi cuerpo contra su lengua. Poco después, deslizó otros dos dedos un poco más abajo, a lo largo del canal que él mismo había abierto previamente.

El recuerdo de la violencia añadió una nota irresistible al placer que me poseía, desencadenando un final exquisitamente atroz.

Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo.

Hemos hecho tablas, pensé, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado.

Este pensamiento me reconfortó.

Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista.

—Te quiero.

Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, y me pregunté qué significaría eso exactamente.

Se tumbó a mi lado, me besó y se dio la vuelta, quedándose boca abajo. Me encaramé trabajosamente encima de él, me dolía todo el cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda.

Me recibió con un gruñido gozoso.

—¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso —me sonreí para mis adentros—. Últimamente, cada vez que te veo, me tiro una semana sin poder sentarme.

Todo su cuerpo se agitó debajo del mío. Era agradable. No había terminado de reírse, cuando me llamó.

—Lulú...

Le respondí con algo vagamente parecido a un sonido. Estaba demasiado absorta en mis sensaciones. Nunca lo había hecho antes, tenderme encima de un hombre, de aquella manera, pero me produjo una impresión deliciosa, su piel estaba fría y el relieve de su cuerpo bajo el mío, diametralmente opuesto al habitual, resultaba sorprendente.

—Lulú... —comprendí que ahora hablaba en serio.

No me sorprendió, incluso lo esperaba, pese a mi exhibición previa, estaba preparada para digerir una nueva despedida, era inevitable.

A pesar de todo, acerqué mi boca a su oído. No estaba segura de que mi voz no me traicionara.

—¿Sí?

—¿Quieres casarte conmigo?

Habíamos jugado al mus de pareja muchas veces años atrás. Era el mejor mentiroso que había conocido jamás. Estaba segura, casi segura de que iba de farol, pero acepté su oferta, de todos modos.

Encontré un sitio Para aparcar a la primera, algo realmente sorprendente en viernes. Cuando estaba cerrando la puerta del coche, uno de ellos tropezó conmigo.

—Perdón —el tono de su voz, dulce y afectada, me pareció inequívoco.

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