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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (14 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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—¿El qué? —Okham estaba bien, no tan entretenido como los sofistas pero mucho más tolerable que san Agustín, desde luego, comenzaría por Okham.

—Pablo se va, se marcha a vivir al extranjero.

—¿Qué Pablo?

—¿Qué Pablo va a ser? —mi madre se me quedó mirando, perpleja—. Pablo Martínez Castro, el amigo de Marcelo, no sé qué te pasa últimamente, Marisa, estás como atontada, hija...

No contesté, ni me moví, no quería enseñarle la cara a nadie.

Escondí la nariz en el libro y procuré reaccionar deprisa, París, pensé, seguramente París, está muy pasado de moda, pero tampoco se llevan mucho los místicos, ni irse a vivir fuera de España últimamente, ahora que el viejo está ya más para allá que para acá, a punto de diñarla... A París se puede ir en tren, el Puerta del Sol, lo sé, no debe salir muy caro un billete de tercera, o de lo que sea, de lo último, no puede ser muy caro, está cerca, París...

—Se va a una universidad americana, no sé cómo se llama, en Filadelfia, o cerca de Filadelfia, no sé dónde ha dicho tu hermano...

En alguna parte se había roto algo de cristal. Escuché un ruido como de campanilla y el repique de los fragmentos sobre el suelo.

Me quedé sin fuerzas para preguntarme a mí misma cuánto costaba un billete en avión para ir a Filadelfia.

Levanté la cara del libro y decidí conservar la calma. Nadie tenía por qué enterarse, y menos ellas dos, de nada. Se me escapó una especie de reproche universal, sin embargo.

—No puede ser, pero si ni siquiera tiene treinta años...

—¡Anda! —mis palabras despertaron la curiosidad de mi hermana, que hasta entonces había permanecido en el doliente mutismo que mejor convenía a su papel— ¿y eso qué tiene que ver?

—Bueno, todos se van a una universidad americana, pero más mayores...

—¿Y tú qué sabes?

—No hay más que leer los periódicos...

Me lo repetí otra vez, todos se van, él también. ¿Por qué no iba a irse él también? Las piezas encajaban, los detalles completaban una historia verosímil, seguramente cierta.

Era verdad. Pablo se iba. A Filadelfia. Filadelfia, en la otra punta del mundo.

—Profesor de literatura española, ¿no?

Mi madre asintió con la cabeza.

—El Siglo de Oro, creo...

—¡Qué original!

El llanto de Amelia se recrudeció, mi madre se volvió hacia ella, yo estaba de pie, en el centro de la habitación, con la mente en blanco. Tenía el libro todavía en la mano, el bocadillo mordisqueado me daba náuseas, pero aún no me daba cuenta de nada, no tenía ni idea de la que se me venía encima.

—¿Está Marcelo en casa, mamá?

—No, hace dos días que no se le ve el pelo, ésa es otra, tu hermano se cree que esta casa es una pensión, me trae la ropa sucia y se vuelve a marchar, me va a matar a disgustos...

—Bueno, pues me voy a su cuarto a estudiar. Mañana tengo un examen de filosofía.

Cuando salía por la puerta, las oí cuchichear. Amelia instaba a mi madre —díselo mamá, díselo—, ella la tranquilizaba —no te preocupes.

—Oye, Marisa... ¿a que no te importa que Amelia se ponga esta tarde tu vestido amarillo, ése que te regaló la abuela?

—Sí que me importa, no lo he estrenado todavía.

—Pero mujer, si nunca vais juntas, ni tenéis las mismas amigas, ¿qué más te da?

Cualquier otro día hubiera peleado, protestado, chillado y amenazado, tal vez llorado, y no me habría servido de nada. Aquel día accedí a la primera. Lo único que me apetecía era estar sola, encerrarme en el cuarto de Marcelo para estar sola, sola, pero no habían pasado ni diez minutos cuando la vi entrar por la puerta.

Generalmente, no se tomaba la molestia de anunciarse.

—Marisa, hija, tengo que hablar contigo —reconocí al instante el tono de además de tu madre soy tu mejor amiga recientemente adquirido en sus retiros espirituales para padres de familia numerosa de signo postconciliar.

—Ahora no, mamá, no tengo ganas de hablar —movía rápidamente las pestañas para alejar las lágrimas de mis ojos—. Tengo que estudiar, y además no me importa que Amelia se haya puesto mi vestido, si es eso lo que te preocupa, te juro que no...

—No jures, Marisa.

—Perdona, mamá, quiero decir que no me importa, en serio, con tal de que no me lo reviente...

—Sí, Amelia está más gorda que tú, y es mucho más fea, también... —hablaba casi en un susurro—. Mírame, hija, deja ese libro.

La miré. Me habían intrigado mucho sus últimas palabras. Ella advirtió las señales del llanto en mis ojos enrojecidos. Estaba sentada encima de la cama de Marcelo, acababa de cumplir cincuenta y un años, pero aparentaba casi quince más. Llevaba un vestido camisero de lana estampado en azul marino y negro, y medias gruesas, de color tostado, de esas que venden en las farmacias, especiales para las varices. Tenía las piernas reventadas, las sangre formaba una intrincada red de charcos rojizos y morados, bajo su piel blanquecina, transparente. Nueve hijos y once embarazos, once, en diecisiete años. Ya no tenía cuerpo, solamente un saco encorvado, relleno de vísceras agotadas, rendidas, dadas de sí. Y todavía lloraba por los hijos que no había tenido, aquel que nació muerto entre Vicente y Amelia, y los dos abortos, en sólo cuatro años, dos abortos, entre los mellizos y yo. Me daba pena, pero también, en momentos de lucidez extrema, momentos como aquél, aquella tarde, al mirarla atentamente, sentía una impresión cercana al asco. Años atrás, creí haber llegado a odiarla. Ahora no, ahora me daba cuenta de que no había dejado de quererla nunca, pero no la soportaba.

—¡Claro que te ha molestado lo del vestido! —me ofreció una sonrisa compasiva—, tienes quince años, es lógico que te moleste... Yo pienso mucho en ti aunque no lo creas, te quiero mucho, Marisa, ven aquí conmigo.

—No, si no te importa, casi prefiero seguir sentada —habían pasado unos cinco meses, pensé, desde su arranque maternal más reciente.

—Tú tienes muchas cosas de qué darle gracias a Dios, hija —susurró—. Eres guapa, eres lista, te gusta estudiar, sacas buenas notas, tienes carácter, y fortaleza, sabes encarar los problemas, los disgustos... No me preocupas, aunque eso no quiere decir que no te quiera.

Se quedó callada un momento. Entonces intervine, traté de acelerar su confesión.

—Ya... —era evidente que yo no la preocupaba.

—Quiero decir que tú no me necesitas, tú saldrás adelante sin la ayuda de nadie, irás a la universidad, terminarás la carrera con buenas notas, y tendrás éxito, te casarás con un chico guapo y rico, en fin, tendrás un montón de hijos sanos, y no engordarás. Serás un gran apoyo para mí, cuando sea vieja... —me sonrió, yo no le devolví la sonrisa, aquello me parecía el colmo de la desfachatez—. Amelia, en cambio, está tan acomplejada, ella me necesita, necesita mi ayuda, todavía, igual que Vicente, que tiene poco orta, débil, y José, tan impulsivo, y los pequeños, por supuesto. Marcelo no, Marcelo es como tú, fuerte e inteligente, aunque se nos ha hecho un rojo, todavía no entiendo por qué, no sé qué ha visto de malo en esta casa —aquí estuvo a punto de echar se a llorar—, y un gamberro, trasnochador, y un golfo se rehizo para mí, seguramente le aterraba que yo intentara averiguar qué quería decir exacta mente—, lo de la política me preocupa mucho. Isabel, que era tan formalita, se está metiendo cada vez en más follones... En fin, Dios me ha dado nueve hijos y todos los días le doy las gracias por ello, pero no puedo ocuparme de todos vosotros a la vez, y tú eres tan inteligente, tan responsable, y tan dura a la vez, no quiero decir que no seas sensible, pero pareces tan segura de ti misma, no te dejas afectar por nada. Marisa creas tan pocos problemas... hija mía, ¿en tiendes lo que quiero decir?

Asentí con la cabeza. Me hubiera gustado con testarle, gritarle que mi aspecto físico y mis buenas notas no significaban que no necesitara una madre sacudirle y chillarle que no podía seguir así toda la vida, con un hermano como única familia, me hubiera gustado abrazarla, refugiarme en sus brazos, y llorar, como Amelia antes, decirle que la quería, que la necesitaba, que necesitaba que me quisiera, saber que me quería, pero me limité a asentir con la cabeza porque ya era inútil demasiado tarde para todo lo demás.

Se acercó a mí, me besó y me dijo que tenía que irse a la cocina a pelar judías verdes. Antes de que atravesara la puerta, le pregunté cuál había sido la causa de la llorera de Amelia.

Se me quedó mirando. Dudaba.

—¡Me prometes que nunca te reirás de ella?

—Sí, mamá.

—Amelia está enamorada de Pablo, desde hace muchos años. El nunca le ha hecho caso, pero la pobre no se lo puede quitar de la cabeza.

Estupendo, pensé, en esta casa ni siquiera se puede llorar sola.

Ella, la directora del internado, sufrió diversas transformaciones antes de estabilizarse como una mujer de treinta y cinco años más o menos una con gafas, de tipo nórdico, el estereotipo de bibliotecaria ninfómana que había visto alguna vez en las revistas de Marcelo, yo saqueaba sistemáticamente sus estanterías por aquel entonces, devoraba todos los libros forrados, él se daba cuenta, supongo, pero nunca me dijo nada.

El pelo estirado, recogido en un moñito alto, una blusa blanca y una falda oscura, aspecto severo, sentada muy tiesa, detrás de una mesa enorme, atiborrada de papeles, ella, la directora, era siempre quien hablaba primero.

—Lo siento mucho, pero tiene que hacerse usted cargo de ella, no podemos tenerla aquí por más tiempo.

Pablo la miraba. No estaba enfadado, la historia le parecía divertida, y eso irritaba todavía más a la directora del internado. El tenía cuarenta años, pero curiosamente conservaba el aspecto de cuando tenía veintisiete. Su personaje también había cambiado bastante. Al principio, era mi tutor, el albacea del testamento de mis padres, o algo así. Luego resultó que me había comprado en algún sitio y se gastaba el dinero en hacerme estudiar por alguna razón desconocida. Al final era mi padre, simplemente, y mantuvo ese cargo durante la mayor parte de mi adolescencia.

—¿Le importaría volver a contármelo con más de talle? No me he enterado bien de cuál es el problema exactamente. Hace muchos años que no veo a mi hija...

—Bueno, Lulú..., es una niña muy sucia —la directora se inclinó hacia delante, y miró a mi padre por encima de las gafas. Estaba muy excitada, siempre se excitaba cuando hablaba de mí—. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No —Pablo le sonreía.

—Pues... es muy precoz, está obsesionada por el sexo, no lleva nada debajo de la falda, ¿sabe?, dice que la tela le molesta, y se sienta siempre con las piernas muy abiertas, en clase, se acaricia constantemente, obliga a las demás a que la acaricien, revuelve a sus compañeras, en fin, me da vergüenza admitirlo, pero se lió con la profesora de matemáticas, yo misma las sorprendí, y no se lo va usted a creer, pero era ella, Lulú, la que llevaba la voz cantante...

—¿Se quedó usted mirándolas, entonces? —Pablo la interrumpió. En sus labios se dibujaba una sonrisa maligna.

—Sí, yo... tenía que estar segura antes de tomar una decisión, y las vi, su hija estaba desnuda, tumbada en la cama, se pellizcaba los pezones con los dedos, lleva las uñas largas, ¿sabe?, y pintadas de rojo, está prohibido pero no hay manera de que obedezca las normas, su hija, y Pilar, la profesora, tenía la cabeza escondida entre sus muslos, se la estaba comiendo, hasta que se detuvo, levantó la cara y dijo algo así como no puedo más, mi amor, en serio, me duele la lengua, ya te has corrido tres veces, entonces Lulú se incorporó y le pegó una bofetada, y yo intervine.

La directora se callaba, en este punto. Estaba muy salida y se frotaba con la mano. Aquí había una variante. En la versión clásica no pasaba nada. En la versión rápida, cuando yo notaba que me iba a correr irremediablemente antes de que me tocara salir a escena, Pablo bromeaba con la última frase de la directora, que incluía el verbo intervenir —¿quiere eso decir que se metió usted en la cama con ellas?— y la otra contestaba afirmativamente, y le contaba el episodio, levantándose lentamente la falda para que mi padre viera los horrorosos cardenales que yo le había impreso en la piel.

Pero eso casi nunca ocurría.

La directora llamaba por teléfono y, al rato, yo aparecía por la puerta. Pablo se volvía para mirarme. Mi figura también experimentó vaivenes considerables, sobre todo en lo referente a la edad. Al principio yo era muy mayor, quince años, los que tenía en realidad. Eso no concordaba muy bien con algunos aspectos de la historia, así que me quité un año, catorce. Me daba miedo seguir bajando hasta que un día pensé, pero qué estupidez, si es todo mentira, y decidí quedarme en los doce años, aun conservando un cuerpo demasiado definido para una niña de esa edad. Llevaba un uniforme muy distinto al mío, a mi uniforme de verdad, una falda tableada cortísima, azul marino, con tirantes en forma de H en el delantero.

Pablo me miraba atentamente.

—¡Cómo has crecido, Lulú!

Yo me acercaba a él, le besaba en la cara, y me sentaba en el brazo de su silla. El deslizaba discretamente una mano por detrás, debajo de mi falda, para comprobar que, efectivamente, no había nada debajo.

La directora le preguntaba qué pensaba hacer.

—Había pensado llevarte a casa conmigo, una temporada —Pablo me parecía maravilloso—. Hemos estado separados mucho tiempo... ¿tú qué opinas?

Yo le contestaba, quiero irme contigo, a tu casa nos despedíamos de la directora y montábamos en un coche enorme, oscuro, que conducía un chófer a veces negro, a veces rubio, muy guapo siempre.

—Así que tu coñito no te deja vivir en paz, ¿eh?

Entonces yo comprendía que él me deseaba, aun que fuera mi padre, y yo le deseaba a él, terrible mente, y sobre todo no quería estudiar, no quería volver a ningún internado, era una desaprensiva total, yo, y además siempre tenía ganas, se lo explicaba con mi vocecita inocente, retorciendo entre los dedos un pico de mi falda, echando la cintura hacia delante y levantando ligeramente la tela para que él pudiera observar mi vientre desnudo.

—Yo no tengo la culpa, papá, eran ellas, siempre, no me dejaban ni un momento, la directora también ésa era de las peores, me pegaba con una vara cuando me negaba a comérmela, es una puta, la tía esa Pero me daba tanto gusto, cuando estaba de buenas yo no puedo evitarlo, es que me pica tanto, aquí —tomaba su mano y alargaba hasta que rozaba mi sexo, seleccionaba uno de sus dedos y me frotaba con él—, ya soy mayor, lo necesito, papá...

BOOK: Las edades de Lulú
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