Las edades de Lulú (13 page)

Read Las edades de Lulú Online

Authors: Almudena Grandes

BOOK: Las edades de Lulú
5.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues tú tuviste mucho que ver en todo eso... —estaba de buen humor, todavía.

—¿Yo...?

—Sí, tú. Nos escribías todas las semanas, primero sólo a Marcelo, luego una carta para cada uno, al final una sola, muy larga, para los dos... ¿no te acuerdas?

Sí, me acordaba. Me acordaba de la angustia también, de lo que contaba la gente, yo me lo creía todo, palizas, torturas, violaciones, mi hermano, que era como mi padre y mi madre a la vez, y mi novio, porque me gustaba pensar que era mi novio, allí, en la cárcel, a merced de esa pandilla de hijos de puta, sangrando por la nariz, por la boca, retorciéndose bajo los golpes de una toalla mojada, me acordaba, yo les escribía y les contaba todo lo que me pasaba, para que se rieran un poco, para que se acordaran de mí. Me contestaban, de vez en cuando.

Pablo siguió hablando, hablaba sin parar.

—Cuando cumpliste doce años, mandaste una carta en la que anunciabas la llegada de un giro postal. Siempre parecías muy preocupada por el dinero...

—Claro, papá le contaba a todo el mundo que no le mandaba ni un duro a Marcelo.

—Pero no era verdad.

—Ya, de eso me enteré después...

—Teníamos dinero, pero tú nos ibas a mandar todo el que habías sacado por tu cumpleaños, para que comiéramos bien, te encantaba jugar a las mamás, con nosotros.

Me acarició la cara, yo no le miré, me daba vergüenza acordarme de aquello, le había dicho a mi madre que iba a hacer una obra de caridad aquel año, pedí dinero a todo el mundo en vez de regalos, dije que las monjas del colegio nos habían propuesto hacer canastillas y llevarlas a un barrio de chabolas, más allá de Vallecas, mamá se quedó sorprendida, canastillas en abril, eso se solía hacer en Navidad, pero era una obra de caridad al fin y al cabo, y no podía negarse, mentí con convicción y me creyeron, saqué 1575 pesetas,1575 pesetas del 69, una pasta, y las mandé a Carabanchel, para que comieran bien, era verdad.

—Te juro que al principio nos quedamos de piedra, nos llegó al alma, de verdad, a Marcelo casi se le saltaron las lágrimas, pero luego tuvo un arrebato de genialidad, una de esas chifladuras que le dan a tu hermano de vez en cuando, y me llevó a un rincón, y me dijo, el dinero de Lulú nos lo gastamos con el portugués, ¿qué te parece?, yo me reía, pero él iba en serio, y pensé que, después de todo, lo podríamos intentar, llevábamos allí once meses ya, —se me estaba empezando a hacer un callo en la mano...

El coche de delante se movió.

—¿Quién era el portugués?

—Un marica, no sé, estaba allí porque había apuñalado a su novio, en una bronca, celos, creo, no le había matado y el otro iba a verle cuando podía, le había perdonado, el portugués repetía que había sido por amor.

—Pero vosotros erais políticos...

—¿Y qué? Los homosexuales estaban en nuestra galería, y también veíamos a todos los demás, en el patio, en el comedor, la verdad es que eran mucho más interesantes que los presos del partido. Allí encontré a Gus, y a más gente que conoces.

—¿Gus? ¿Pasaba ya?

—No, abría coches, era un chorizo de poca monta, muy joven, empezó a drogarse allí, en Carabanchel.

—¿Y qué pasó? —ya no estaba preocupada, solamente sentía curiosidad.

—Nada, el portugués era la novia de la prisión, algún funcionario que otro incluido. Era muy versátil. Hacía pajas, mamadas, daba y tomaba, según lo que estuvieras dispuesto a pagar. Se sacaba un pastón, estaba ahorrando para comprarle un piso a su novio, como desagravio, supongo. No era el único, había más como él, pero éste era joven, bastante guapo, y tenía la boca sana. Tenía un pollón, además, por lo que se contaba por ahí, y era el que más éxito tenía.

Pablo me miraba sonriendo, como si hubiera estado de vacaciones, en la cárcel, una temporadita. Yo estaba desconcertada.

—Y os gastasteis mi dinero con el portugués... —no era una pregunta, lo repetía solamente para creérmelo de una vez.

—Sí, casi todo, en tu honor, como decía Marcelo. Estuvimos discutiendo bastante sobre el procedimiento. Una paja era demasiado poco, así que optamos por un francés, un francés con un portugués, quedaba muy internacional, pero yo estuve a punto de estropearlo todo, porque cuando fuimos a la enfermería, a contratar, digamos...

—¿Por qué a la enfermería?

—El trabajaba allí, que era uno de los sitios más cómodos, siempre conseguía lo mejor, tenía muchos amantes, en todas partes, bueno, yo le pregunté que si nos hacía alguna rebaja por chupárnosla a los dos a la vez, y entonces se cabreó.

De repente se puso serio. Calló un momento, me miró.

—No sabes cómo era aquello, no lo sabes.

Un sitio triste, pensé, sobre todo triste.

Llegamos al surtidor, llenamos el depósito y nos fuimos a casa. Pablo siguió callado todo el camino. Luego, cuando yo ya estaba en la cama, se tumbó a mi lado.

—¿Quieres saber el final de la historia?

No me atreví a admitir que sí, pero él me lo contó, de todas maneras.

Mi dinero había dado para diez mamadas, ni una más ni una menos, a 150 pesetas unidad, cinco para cada uno. Le habían gustado, y a Marcelo también le gustaron, de forma que siguieron pagándoselas ellos solos, de su propio dinero, racionándose el placer, para no enviciarse, tenían miedo de enviciarse, e iban a la enfermeríá una, dos veces al mes, cada uno por separado, hasta que un día, el portugués le propuso a mi hermano que dijera que tenía la gripe o algo así, que le conseguiría una cama, que le cuidaría bien y que no le cobraría. Estaba encoñado con Marcelo por lo visto, pero él dijo que no le apetecía, le dio miedo, y lo dejó. Pablo no, siguió hasta el final, llegó a pensar incluso en follar con él, me lo dijo sin inmutarse, meditó durante cierto tiempo sobre la posibilidad de darle por culo, qué pasaría, no podía ser una sensación muy distinta a la de metérsela por el culo a una mujer, y eso era agradable, hasta que un día, cuando estaba casi decidido, tuvo un rapto de lucidez, lo llamó así, un rapto de lucidez, viéndole desnudo de cintura para arriba, el pecho lleno de pelos, coqueteando con un par de cincuentones en el patio, y entonces se dijo que él estaba en la cárcel por ser comunista, como si el comunismo fuera un seguro de virtud, aquello le sostuvo y se echó para atrás.

—De todas maneras, ya sabíamos que no íbamos a cumplir la condena entera, que saldríamos pronto. Si hubiera sabido que me quedaban diez años más, o veinte, como a algunos, seguramente lo habría hecho, y supongo que me habría gustado. Lo que haces, dices, o piensas fuera no vale en la cárcel, ése es un mundo distinto.

Se quedó un momento callado. Luego siguió hablando, daba la impresión de que quería vaciarse, contarlo todo, después de años sin mencionar aquella época, no le gustaba, podía haber ido de mártir, años atrás, cuando todo el mundo presumía de que también a ellos les habían detenido una vez, en la Puerta del Sol, y les habían enseñado la ventana, y era mentira, podía haber presumido él también, y llorado, pero no lo hizo, nunca, nunca me había hablado de aquello hasta entonces.

—Prométeme que no le dirás jamás a Marcelo que lo sabes. Cuando le conté que estaba enrollado contigo fue lo primero que me pidió.

Se lo prometí con la cabeza. Estaba conmovida por todo aquello. No les quería menos, si acaso más que antes, y ya no me importaba en qué se hubieran gastado mi dinero.

—Creo que fue allí donde empecé a enamorarme de ti.

—¿De mí? Pero si era una cría.

—Tenías once años, y luego doce, y luego trece, cuando salí ya habías cumplido los trece, pero escribías cartas de persona mayor, tan preocupada, eran las más sinceras que recibí allí dentro, y apenas tenían tachaduras, eso era un consuelo, las de Mercedes y los demás eran casi ilegibles, las tuyas no, y además, tenía tus olores.

—¿Qué olores?

—¡No me digas que no te has llegado a enterar nunca! —me miró con asombro, sonriendo.

—¿De qué me tenía que enterar?

—Lo llamábamos el episodio surrelista, Marcelo y yo... —se recostó contra el cabecero de la cama y encendió un cigarrillo. Me lo pasó, lo cogí y encendió otro para él, aquello iba para largo—. Un buen día, el abogado de tu hermano, que era también el mío y el de otros diez o doce de por allí, le anunció una visita de tu madre para la semana siguiente. Quería consultar con él un problema familiar, el abogado no sabía de qué se trataba, era algo privado, dijo. Marcelo se preocupó. Tu madre no había ido a verle desde la primera semana, tu padre se lo tenía prohibido. Venían Lola, e Isabel, algunas veces, tú nunca viniste.

—No me dejaron.

—No importa, te hemos perdonado —se volvió un instante para mirarme, me dio un beso ligero, en la mejilla, y después volvió a clavar los ojos en el techo y siguió hablando—. Vino tu madre por fin, y la visita fue muy corta. Yo estaba en la celda, no había venido nadie a verme aquel día, y Marcelo subió al poco rato, descojonándose de risa, se le saltaban las lágrimas de risa. El problema familiar grave y privado consistía en que te había pillado una mañana desnuda, sentada en la cama, con el camisón pegado a la nariz, repitiendo todo el tiempo, me ha cambiado el olor, y le pusiste el camisón a tu madre, la pobre, debajo de las narices, diciendo, mira mamá, huele, me ha cambiado el olor. Se reía a carcajadas, y yo también me reía, era una historieta divertida, ¿no te acuerdas de eso?

Sí, me acordaba, aunque hacía mucho que no pensaba en ello, fue hace tanto tiempo. Un buen día, como tres semanas antes de la primera regla, noté que me había cambiado el olor, era una sensación muy extraña, me había cambiado el olor, por completo, me sentí una persona diferente y me concentré plenamente en investigar el fenómeno. No olí solamente el camisón, olí también mi sudor, mi ropa, mis sábanas, las de mis hermanas... Las cosas de Patricia no olían a nada, las de Amelia tenían un olor parecido al mío, pero distinto, desde entonces me esfuerzo en almacenar en la memoria los olores de las personas, el de Pablo sobre todo, él ya lo sabía, era capaz de reconocer su olor casi en cualquier circunstancia.

—Sí, me acuerdo —confirmé—, pero no entiendo por qué mamá fue a ver a Marcelo por eso, a mí no me dijo nada, se negó a oler mi camisón, me dijo que no hiciera más tonterías, y salió de mi cuarto, nada más.

—Pues estaba muy preocupada, por lo visto

—Pablo alternaba su discurso con breves accesos de risa, carcajadas contenidas que no me dejaban entender bien lo que decía—, quería que Marcelo te escribiera y te aconsejara que no volvieras a hacerlo, jamás, porque era peligroso, o algo parecido.

—Pero ¿por qué? —no acababa de entenderlo.

—Tú todavía no tenías doce años, y ella pensaba que aquello estaba conectado con algún turbio conflicto sexual, no fue capaz de precisar, no tenía la imaginación suficiente como para formular una hipótesis concreta, pero estaba aterrada. Según tu hermano, tenía miedo de que aquello degenerara en un vicio, de que te convirtieras en una viciosa, y además, en cualquier caso, no estaba bien —carcajada, ya no podía más, esperé unos segundos a que se recuperara, sonriendo yo también—, Carmela te había sorprendido olisqueando la cama de tus padres, su propia cama...

—Sí, la verdad es que resultó menos interesante de lo que yo esperaba... —mi tono objetivo, casi científico, le hizo reír— y Marcelo se negó, ¿no?

—Por supuesto que se negó, se negaba a todo lo que le pedía tu madre, eso por principio, y luego, además, todo aquello resultaba tan ridículo... —su expresión se suavizó poco a poco, la risa se deshizo en una sonrisa melancólica—. El en la cárcel, hecho polvo, cumpliendo una condena absurda, en un país absurdo, y tu madre preocupada porque tú ibas oliendo todo lo que se te ponía por delante... Le ha cambiado el olor, le dijo, bueno y qué, a todo el mundo le cambia, antes o después, y además sus olores son suyos, ella puede hacer lo que quiera con ellos, se dio la vuelta, muy digno, y se volvió arriba, ahogado de risa =estuvo callado durante unos segundos. Yo no me atreví a decir nada. Yo me reí con él, al principio, pero acabé pensando igual que tu madre, presentí que eras una pequeña viciosa, una perdida potencial. La imagen se me quedó grabada en la cabeza, tú, desnuda, oliendo el camisón y repitiendo en voz baja, me ha cambiado el olor, aquella noche me masturbé con eso, fui construyendo una fantasía sólida, enloquecida, alrededor de esa imagen, una noche detrás de otra, me quedaba colgado de aquella imagen, tú escondiéndote por los rincones, despistando a todos tus hermanos y hermanas, para desnudarte y olerte, barriendo con la nariz la cama de tus padres para tocarte después, eras encantadora, claro que te imaginaba más mayor, cuando salí y te volví a ver, me asombré de que fueras todavía tan pequeña, pero ya había decidido que merecía la pena esperar, para intervenir en tu perdición, y esperé...

Los ojos se me habían llenado de lágrimas.

Como no quería que me viera, me di media vuelta, me arrebujé debajo de las sábanas y procuré no hacer ningún ruido.

Fue inútil.

El se dio cuenta de todo, se acercó a mí, me abrazó, me besó en la frente y apagó la luz, para que pudiera llorar a gusto.

Ya me habían desaparecido las agujetas.

No sabía si alegrarme o entristecerme, sentí algo de las dos cosas, supongo, cuando por fin conseguí sentarme en una silla sin el acostumbrado y agudo pinchazo, la única consecuencia objetiva de la noche de Moreto, nunca hasta entonces había mantenido las piernas tan abiertas, durante tanto tiempo.

Me habían desaparecido las agujetas. Habían pasado dieciséis días, me acuerdo perfectamente porque los había ido contando, hasta aquella tarde, aquella tarde hacía la tarde número diecisiete.

Cuando llegué del colegio, me encontré con que Amelia desfallecía, deshecha en llanto, entre los fofos brazos de mi madre. Razonablemente familiarizada con el patetismo de escenas como aquélla, me fui a la cocina, me preparé un bocadillo de tomate y cebolla en rodajas con aceite de oliva y sal, mi bocadillo preferido, y regresé a mi cuarto con la intención de estudiar un rato, filosofía, tenía un examen al día siguiente.

Ellas no se habían movido. Fue mi madre quien habló, con el tono frío y aséptico que solía adoptar para comunicar las noticias inesperadas.

—Supongo que a ti también te interesa, Marisa, al fin y al cabo, él siempre dice que eres su niña favorita... —los sollozos de Amelia me impidieron es' cuchar el final de la frase.

Other books

Through a Narrow Door by Faith Martin
Swift Justice by DiSilverio, Laura
Time's Fool by Patricia Veryan
Fierce by Rosalind James
A Borrowed Man by Gene Wolfe