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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (5 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Tarzán aflojó un poco la presa.

—Aún estás a tiempo de ser rey, Akut —dijo—. Tarzán te ha asegurado que no quiere serlo. Si alguien pone en duda tu derecho a la soberanía, Tarzán de los Monos te ayudará en tus peleas.

El hombre-mono se levantó y Akut se puso en pie lentamente. Sacudió su enorme cabeza en forma de proyectil y, entre gruñidos de furia, regresó hacia su tribu. Miró uno tras otro, retadoramente, a los gigantescos machos de los que podía esperar que pusieran en cuestión su jefatura.

Pero a ninguno se le ocurrió desafiarle; por el contrario, se fueron retirando al acercárseles y, al cabo de un momento, toda la comunidad se adentraba de nuevo en la selva y Tarzán volvió a encontrarse solo en medio de la playa.

Al hombre-mono le dolían las heridas que poco antes le infligiera Molak, pero estaba habituado al sufrimiento físico y lo soportaba con la misma entereza y tranquila resignación con que lo resistían las fieras salvajes. Esas fieras le habían enseñado a sobrellevar las vicisitudes de la vida de la selva de acuerdo con el sistema propio de los que han nacido en ella.

Comprendió que lo que necesitaba prioritariamente era disponer de armas de ataque y de defensa, porque su encuentro con los simios, las lejanas notas de los rugidos de Numa, el león, y de Sheeta, la pantera, le avisaban de que allí no le aguardaba una vida tranquila y segura, apoltronada en la indolencia.

Había vuelto nada más ni nada menos que a la antigua existencia de constante peligro y efusión de sangre: a ser cazador y pieza que los demás podían cazar. Como en épocas pasadas, le acecharían temibles fieras y ni durante los selváticos días ni en el curso de las noches terroríficas, habría momento alguno en que no necesitara las toscas armas que pudiera fabricarse con los materiales que tenía a mano.

En la orilla del mar encontró una afloración de quebradizas rocas ígneas. Le costó un buen rato de esfuerzo, pero consiguió desgajar una lasca alargada, de unos treinta centímetros de longitud y cosa de centímetro y medio de grueso. Cerca de la punta, el canto era bastante afilado. Era un auténtico cuchillo rudimentario.

Armado con él, Tarzán se adentró en la selva, hasta dar con un árbol caído de cierta especie de madera dura que le era familiar. Cortó una rama, bastante recta, cuya punta aguzó.

Después practicó un pequeño agujero redondo en la superficie del caído tronco. Introdujo en él unos puñados de corteza seca, previa y meticulosamente desmenuzada. Insertó la punta de la rama y, sentado a horcajadas en el tronco, procedió a girar rápidamente la rama en un sentido y en otro, entre las palmas de las manos.

Al cabo de un momento empezó a elevarse de la masa de corteza una delgada columna de humo e, instantes después, brotó la llama. Amontonó Tarzán sobre la minúscula lumbre ramitas y palos un poco más gruesos y no tardó en tener una crepitante y respetable lumbre en la cavidad del tronco seco, cavidad que el propio fuego fue ampliando.

Introdujo allí la hoja de su cuchillo de piedra y, cada vez que empezaba a recalentarse, la extraía para aplicarle una gota de agua junto al borde del canto. La zona humedecida se agrietaba y de ella se desprendía luego una pequeña escama.

Así, con perseverante calma, el hombre-mono inició la tediosa tarea de afilar su primitivo cuchillo de monte.

Desde luego, no tenía intención de cumplir tal hazaña de una sentada. De momento se conformó con afilar un borde cortante de unos cinco centímetros, que utilizó para fabricarse un arco largo y flexible, un mango para el propio cuchillo, una estaca de buenas proporciones y una abundante provisión de flechas.

Lo escondió todo en un árbol muy alto que crecía a la orilla de un arroyo, en cuyas ramas construyó también una plataforma que coronó con un tejado de hojas de palmera.

Cuando daba fin a su labor, la noche empezaba a caer y Tarzán sintió un deseo apremiante de echarse algo al estómago.

Durante la breve excursión que había hecho por el bosque había observado que a escasa distancia del árbol que ocupaba, arroyo arriba, había un abrevadero que, a juzgar por lo pisoteado que aparecía el barro del piso de sus accesos, sin duda lo frecuentaban gran cantidad de animales de todas clases, que acudían a él a beber. Hacia aquel punto se desplazó silenciosamente el hambriento hombre-mono.

Voló a través de las ramas de la parte superior de los árboles con la graciosa agilidad de un mico. A no ser por el enorme peso de la angustia que le oprimía el corazón se habría sentido inmensamente feliz al verse de nuevo disfrutando de la vida en absoluta libertad, como en su juventud.

Sin embargo, tal peso no le impidió caer en las inclinaciones y costumbres de su anterior existencia, que en realidad formaban parte integrante de su persona en mayor medida que la capa superficial de civilización con que le había recubierto su contacto, durante los últimos tres años, con el hombre blanco del mundo occidental. Un ligero barniz que lo único que logró fue disimular las tosquedades del animal salvaje que había sido Tarzán de los monos.

De haberle visto sus compañeros de la Cámara de los Lores se habrían llevado las nobles manos a la cabeza, henchidos de sano horror.

Tarzán se agazapó en silencio sobre las ramas bajas de un gigante de la floresta que dominaba la senda del abrevadero. Mantuvo atentos los sensibles oídos, mientras los ojos penetrantes escudriñaban la selva, por donde a no tardar iba a emerger su alimento.

No tuvo que esperar mucho.

Apenas se había acomodado en una postura conveniente, estiradas las flexibles y musculosas piernas al estilo de la pantera que dispone sus cuartos traseros para ejecutar su salto, cuando Bara, el ciervo, apareció con sus andares elegantes. Se acercaba a beber.

Pero no iba solo. Tras el airoso animal marchaba otro al que el ciervo no podía ver ni ventear, pero cuyos movimientos resultaban perfectamente visibles para Tarzán, desde la elevada atalaya oculta en la que estaba al acecho.

Aún no conocía con exactitud la naturaleza del ser que tan sigilosamente se movía a través de la espesura de la selva, a doscientos o trescientos metros por detrás del ciervo; pero tenía la absoluta certeza de que se trataba de un gran animal de presa, que perseguía a Bara con las mismas intenciones que le animaban a él a aguardar la llegada del veloz rumiante. Numa, tal vez, o Sheeta, la pantera.

En cualquier caso, Tarzán tuvo plena conciencia de que la cena se le escaparía de las manos, a no ser que Bara se aproximara al vado más deprisa de lo que lo estaba haciendo.

Al mismo tiempo que tal idea surcaba el cerebro de Tarzán, el ciervo debió de captar algún ruido a su espalda, porque se detuvo de pronto, permaneció inmóvil y tembloroso unos segundos y luego dio un salto hacia adelante y corrió en dirección al río y al punto donde se hallaba Tarzán. Su intención consistía en atravesar el vado y emprender la huida tras salir por la orilla contraria del río.

Apareció Numa, ya a menos de cien metros del ciervo.

Tarzán lo veía con toda claridad. Bara estaba a punto de pasar por debajo del hombre-mono. ¿Podría lograrlo? A la vez que se formulaba esa pregunta, el hambriento Tarzán se dejó caer en peso sobre el lomo del sobresaltado ciervo.

Segundos después, Numa se encontraría sobre ellos, de modo que si el hombre-mono quería cenar aquella noche, y comer durante los días inmediatos, no le quedaba más remedio que actuar con rapidez.

No había hecho más que aterrizar sobre la tersa piel del ciervo, con tal violencia que el pobre animal dobló las rodillas, cuando ya tenía aferrados los cuernos del animal con ambas manos. Mediante un brusco tirón torció el cuello del ciervo y fue aumentando la presión hasta que oyó el chasquido de las vértebras al quebrarse.

Numa rugía furioso, casi encima de ellos, mientras Tarzán se echaba el ciervo al hombro, sujetaba con los dientes una de las patas delanteras y daba un salto hacia una rama baja extendida sobre su cabeza.

Se cogió a la rama con ambas manos y, en el preciso instante en que Numa saltaba, se puso lejos de las crueles garras del león.

Resonó el ruido sordo de un golpe al chocar contra el suelo el burlado felino, mientras Tarzán de los monos, tras poner a buen recaudo sus recién conseguidas provisiones en las ramas altas del árbol, bajó la mirada hacia los brillantes ojos amarillos de la fiera, a la que dedicó las muecas más guasonas de su repertorio y las pullas más provocativas e insultantes que se le ocurrieron, al tiempo que paseaba la pieza cobrada ante las fauces del cazador al que acababa de birlársela.

Con el tosco cuchillo de piedra cortó un suculento filete de los cuartos traseros del ciervo y, mientras el enorme león paseaba de un lado para otro, sin dejar de emitir rabiosos gruñidos, lord Greystoke se llenó el selvático estómago. Y ni siquiera la más exquisita especialidad culinaria del más selecto de los clubes londinenses le habría sabido mejor que aquella carne cruda.

La caliente sangre de la presa le tiñó de rojo la cara y las manos y los efluvios que más complacen a los carnívoros salvajes saturaron sus fosas nasales.

Y cuando dio por concluida la cena, guardó el resto del ciervo en una horquilla de la parte alta de la enramada y, sin preocuparse de Numa, que le siguió por tierra, todavía buscando venganza, Tarzán volvió al refugio que se había construido en la copa del otro árbol, donde durmió hasta que, a la mañana siguiente, el sol estuvo muy alto en el cielo.

IV
Sheeta

Los días inmediatos los dedicó Tarzán a completar su armamento y a explorar la selva virgen. Se preparó cuerdas para el arco con los tendones del ciervo que le había procurado la cena aquella primera noche en la nueva playa en que le desembarcaron, y aunque hubiese preferido utilizar las tripas de Sheeta para ese fin, tuvo que conformarse con esperar a que se presentara la ocasión propicia para matar a uno de esos grandes felinos.

También trenzó una larga cuerda de hierbas…, como la que tantos años atrás utilizó para sacar de quicio al malévolo Tubla, y que más adelante se convirtió en un arma de prodigiosa eficacia en las diestras manos del joven muchacho-mono.

Se fabricó una vaina y un mango para el cuchillo de monte, además de una aljaba para las flechas y, con la piel de Bara, un cinturón y un taparrabos. A continuación se aprestó a reconocer aquella tierra desconocida en la que se encontraba. Comprendió que no podía tratarse de la costa occidental del continente africano tan familiar para él, ya que encaraba el este: el sol surgía del océano por delante del umbral de la jungla.

Pero sabía, asimismo, que no se trataba de la costa oriental de África, porque tenía la seguridad de que el
Kincaid
no había navegado por el Mediterráneo, ni por el canal de Suez ni por el mar Rojo. Y tampoco había tenido tiempo de doblar el cabo de Buena Esperanza. Así que Tarzán, desconcertado, ignoraba por completo dónde podía encontrarse.

Se preguntó en más de una ocasión si el buque no habría atravesado el Atlántico para depositarle en alguna playa selvática de América del Sur; pero la presencia de Numa, el león, le hizo comprender que tal no podía ser el caso.

Mientras caminaba en solitario por la selva, paralelamente a la orilla del mar, solía sentir un intenso deseo de verse acompañado, de forma que, poco a poco, empezó a lamentar no haberse integrado en la tribu de monos. No había vuelto a verlos desde el día de su llegada, cuando más predominaba en su ánimo la influencia de la civilización. Casi había regresado de nuevo a su antigua condición de Tarzán de los Monos y aunque se daba cuenta de que entre él y los grandes antropoides existían pocas cosas en común, no dejaba de decirse que estar con ellos era mejor que carecer por completo de compañía.

Avanzaba sin prisas, a veces por tierra y a ratos desplazándose de rama en rama. De vez en cuando se entretenía en recoger frutos o en darle la vuelta al tronco de un árbol caído, para buscar algún insecto de los de mayor tamaño, bichos que aún le resultaban tan agradables al paladar como en los viejos tiempos. Habría recorrido cerca de dos kilómetros cuando atrajo su atención el olor de Sheeta, que el viento, que soplaba de cara, llevó hasta su olfato.

A Tarzán le alegraba extraordinariamente que Sheeta se cruzara en su camino, porque precisamente estaba deseando tropezarse con un ejemplar de pantera para agenciarse sus resistentes tripas, que utilizaría como cuerdas del arco, y la piel de los lomos, con la que se confeccionaría un taparrabos. De forma que, si bien hasta entonces la despreocupación había presidido sus paseos, a partir de ese momento Tarzán se convirtió en la personificación de la marcha cautelosa y furtiva.

Rápida y silenciosamente se deslizó a través de la floresta, en pos del salvaje felino. Y el perseguidor, con toda su noble estirpe, no era menos bárbaro que la fiera criatura a la que acechaba.

Al acercarse a Sheeta, Tarzán adivinó que la pantera, por su parte, andaba tras alguna pieza y, en el preciso instante en que la idea llegaba a su mente, llegó también a sus fosas nasales, impulsado por una leve brisa que soplaba desde la derecha, el fuerte olor de una comunidad de grandes simios.

Cuando Tarzán la avistó, Sheeta se encontraba a cierta distancia, en un árbol gigante y, más allá de la pantera, el hombre-mono vio a la tribu de Akut, cuyos miembros descansaban en un pequeño claro natural. Algunos dormían apoyados en los troncos de los árboles, mientras otros remoloneaban por allí, arrancaban trozos de corteza y, si descubrían debajo algún gusano, escarabajo o cualquier otro bicho comestible, se apresuraban a echárselo al coleto glotonamente.

BOOK: Las fieras de Tarzán
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