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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (3 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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—¡Nicolás Rokoff! ¡Monsieur Thuran! —exclamó.

—Su rendido admirador —el ruso acompañó sus palabras con una reverencia.

—¡Mi hijo! —se apresuró a preguntar Jane Porter, sin hacer caso del cumplido—, ¿dónde está mi hijo? Devuélvamelo. ¿Cómo puede existir alguien tan cruel —ni siquiera usted, Nicolás Rokoff—, tan completamente desprovisto de clemencia y compasión? Dígame dónde está mi hijo. ¿Se encuentra a bordo de este barco? ¡Oh, por favor, si en su pecho late algo parecido a un corazón, tráigame a mi hijo!

—Si hace usted lo que se le ordene, el niño no sufrirá el menor daño —replicó Rokoff—. Pero no olvide que si usted está aquí, nadie más que usted tiene la culpa. Ha subido a bordo por propia voluntad, de modo que aténgase a las consecuencias.

«Poco podía imaginarme —pensó el ruso para su fuero interno— que la suerte me iba a favorecer con este regalito».

Salió del camarote, echó la llave a la puerta, dejando a su prisionera encerrada dentro, y subió a cubierta. Durante varios días, Jane no volvió a verle. La verdad es que las cualidades marinas de Nicolás Rokoff dejaban mucho que desear y, como desde el inicio de la travesía el
Kincaid
navegó por aguas agitadas, el ruso se refugió en su litera para soportar mejor el mareo que lo tenía postrado.

Durante ese tiempo, la única persona que visitó a Jane fue un rudo tripulante sueco, el adusto cocinero que le servía la comida. Se llamaba Sven Anderssen y de lo único que podía enorgullecerse —y se enorgullecía— era de que su apellido llevaba dos eses.

Era un hombre alto y esquelético, de aspecto enfermizo, largo bigote amarillento y uñas de luto. Verle introducir hasta el fondo su asqueroso pulgar en aquel estofado que, a juzgar por las veces que lo repetía, lo consideraba el orgullo de su arte culinario, era suficiente para que a la muchacha se le quitara el apetito.

Los ojillos azules y muy juntos de aquel individuo no sostenían nunca la mirada de Jane. Tenía un aspecto ladino, falso, a tono con sus andares gatunos, y aquel conjunto físico se complementaba con la sugerencia siniestra que aportaba el largo cuchillo que siempre llevaba al cinto, sujeto por el cordel grasiento con que se sujetaba el mugriento mandil. A todas luces, aquel cuchillo no era más que una simple herramienta de su oficio; pero la muchacha no podía apartar de su mente la certeza de que la menor provocación bastaría para que el hombre utilizase el cuchillo en menesteres mucho menos pacíficos e inofensivos.

Trataba a Jane de modo huraño, a pesar de que ella siempre le dirigía amables sonrisas y nunca dejaba de darle las gracias cada vez que le llevaba la comida, aunque en la mayoría de las ocasiones, en cuanto el cocinero cerraba la puerta a su espalda, Jane arrojaba aquella bazofia por la portilla del camarote.

Durante las angustiosas jornadas que siguieron a su captura, en el cerebro de Jane Clayton dos cuestiones prevalecían sobre cualquier otra idea: el paradero de su esposo y el de su hijo. Tenía el pleno convencimiento de que el niño se encontraba a bordo del
Kincaid
, si es que seguía con vida, pero ignoraba si habrían permitido a Tarzán continuar viviendo, después de atraerlo a aquel maldito buque.

Conocía, naturalmente, el intenso odio que sentía el ruso hacia Tarzán, y Jane no ignoraba que sólo por una razón le atrajeron a bordo del barco: para liquidarlo con relativa seguridad en venganza por haber desbaratado los planes que con tanto deleite y perversidad tramara Rokoff y por haber sido finalmente el culpable principal de que encarcelaran al ruso en un presidio francés.

Por su parte, Tarzán yacía en la oscuridad de su calabozo, ajeno por completo al hecho de que su esposa se hallaba prisionera en un camarote situado casi encima del cubículo que ocupaba él.

El mismo sueco que servía a Jane llevaba también la comida a Tarzán, pero aunque el hombre-mono intentó varias veces entablar conversación con aquel hombre, nunca llegó a conseguirlo.

Había confiado en averiguar mediante aquel sujeto si el niño estaba o no a bordo del
Kincaid
, pero para cada pregunta que se le formulaba sobre tal tema, el hombre siempre respondía lo mismo: «Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos». Así que, tras unas cuantas tentativas infructuosas, Tarzán se dio por vencido.

Durante semanas que a los prisioneros se les antojaron meses, el vapor navegó con rumbo desconocido, hacia nadie sabía dónde. Hizo una escala para reponer carbón y reanudó de inmediato aquel viaje que parecía interminable.

Desde que la encerró en el pequeño camarote, Rokoff sólo había visitado una vez a Jane Clayton. La serie continua de mareos le dejó demacrado y ojeroso. El objeto de la visita era obtener de la muchacha un cheque personal por una suma importante, a cambio del cual se le garantizaba la seguridad personal y el regreso a Inglaterra.

—Cuando me desembarque y me deje sana y salva en un puerto civilizado, con mi esposo y con mi hijo —replicó Jane—, le pagaré en oro el doble de la cantidad que pide. Pero hasta entonces no verá un centavo, ni la promesa de un centavo, bajo ninguna circunstancia.

—A mí me parece que va a darme el cheque que le pido —gruñó el ruso—, o ni su hijo ni su marido desembarcarán en puerto alguno, civilizado o no civilizado.

—No puedo fiarme de usted —contestó Jane—. ¿Qué garantías tengo de que, tras coger mi dinero, no dispondrá luego a su antojo de mí y de los míos, sin molestarse en cumplir su promesa?

—Creo que hará lo que le ordene —afirmó Rokoff, y se dispuso a salir del camarote—. Recuerde que tengo a su hijo… Si por casualidad oye los gemidos agónicos de un niño torturado, tal vez le consuele pensar que el sufrimiento de la criatura se debe a la obstinación de usted… y que ese niño es su hijo.

—¡No hará una cosa así! —exclamó la joven—. No es posible… ¡no es posible que sea tan diabólicamente cruel!

—El cruel no soy yo, sino usted —respondió el ruso—, porque es usted quien permite que una irrisoria cantidad de dinero se interponga entre su hijo y la inmunidad al sufrimiento del niño.

Al final, Jane Clayton acabó extendiendo, firmando y entregando a Nicolás Rokoff un cheque por una alta suma. Con una amplia sonrisa de satisfacción en los labios, el ruso salió del camarote.

Al día siguiente se levantó la trampilla de la celda donde estaba encerrado Tarzán y cuando el hombre-mono alzó la mirada vio la silueta del busto de Paulvitch enmarcada en el cuadrado de claridad.

—Suba —ordenó el ruso—. Pero grábese en la cabeza la seguridad de que le acribillarán a balazos como se le ocurra hacer el menor intento de atacarme a mí o a cualquiera de los que estamos a bordo.

Tarzán subió ágilmente a cubierta. A su alrededor, aunque a prudencial distancia, vio media docena de marineros armados de fusiles y revólveres. Frente a él se encontraba Paulvitch.

Tarzán tenía el convencimiento de que Rokoff estaba a bordo. Lo buscó con la mirada, pero no vio el menor rastro del ruso.

—Lord Greystoke —empezó Paulvitch—, a causa de su continua, molesta y ridícula injerencia en los planes del señor Rokoff ha acabado por colocarse usted y colocar a su familia en esta desdichada situación. Algo que sólo debe agradecer a sí mismo. Como puede suponer, financiar esta expedición le representa al señor Rokoff un gasto considerable y como la culpa de ese enorme dispendio es exclusivamente suya, de usted, lo lógico es que el señor Rokoff trate de que usted se la reembolse.

»Es más, me atrevo a decir que sólo atendiendo las justas demandas del señor Rokoff puede usted evitar las desagradabilísimas consecuencias que esto puede tener para su esposa y su hijo, y al mismo tiempo conservar la vida y recobrar la libertad.

—¿A cuánto asciende la suma en cuestión? —preguntó Tarzán—. ¿Y con qué garantías cuento de que cumplirán este acuerdo en su totalidad? Tengo razones más que suficientes para desconfiar de dos criminales tan redomados como Rokoff y usted, ya sabe.

Paulvitch se puso como la grana.

—No se encuentra precisamente en la situación ideal para permitirse el lujo de insultarnos —dijo—. Aparte de mi palabra, no tiene seguridad ninguna de que cumpliremos el acuerdo, pero de lo que sí puede estar seguro es de que acabaremos con usted en seguida, caso de que se niegue a extender el cheque que le pedimos.

»A menos de que sea infinitamente más imbécil de lo que imagino, se habrá dado cuenta ya de que nada nos proporcionaría mayor placer que ordenar a esos hombres que le cosan a balazos. Si no lo hacemos, ello se debe a que hemos ideado otras formas de castigo más sutiles y matarlo estropearía esos planes nuestros.

—Respóndame a una pregunta —pidió Tarzán—. ¿Está mi hijo a bordo de este barco?

—No —repuso Alexis Paulvitch—, su hijo está a buen recaudo en otro sitio; no lo sacrificaremos hasta que usted se haya negado de manera definitiva a acceder a nuestras peticiones. Si se hace necesario matarlo a usted, no habrá ninguna razón para dejar con vida al niño, puesto que desaparecida la única persona a la que deseamos castigar a través de la criatura, ésta no representará para nosotros más que una fuente constante de molestias y peligros. Comprenderá, por lo tanto, que sólo puede salvar la vida de su hijo mediante la salvación de la suya propia y que sólo puede salvar su propia vida entregándonos el cheque que le pedimos.

—Muy bien —se avino Tarzán, convencido de que estaban dispuestos a cumplir la siniestra amenaza que Paulvitch había expresado y de que existía la remota esperanza de que, accediendo a las exigencias de aquellos miserables, pudiera salvar al niño.

Ni por asomo pensó que entrase en el terreno de lo probable la posibilidad de que le permitieran seguir viviendo una vez hubiese estampado su firma en el talón. Pero estaba firmemente decidido a plantearles una batalla que nunca olvidarían y en el curso de la cual posiblemente se llevara a Paulvitch consigo a la eternidad. Sólo lamentaba que no estuviese allí Rokoff.

Se sacó del bolsillo el talonario y la estilográfica.

—¿Cuánto? —preguntó.

Paulvitch citó una cifra desmesurada. Tarzán a duras penas logró contener la sonrisa.

La misma codicia de la pareja iba a ser la causa de su fracaso, al menos en lo que concernía al rescate. Fingió titubear y hasta regateó un poco, adrede, pero Paulvitch se mostró inexorable. Por último, el hombre-mono extendió el talón por una cantidad superior al saldo que tenía en la cuenta.

Al volverse para tender al ruso aquel inútil rectángulo de papel, su mirada pasó casualmente por encima de la amura de estribor del
Kincaid
. Y vio con gran sorpresa que el buque se encontraba a sólo unos centenares de metros de tierra. Una tupida selva tropical llegaba casi hasta el mismo borde del mar, mientras que en segundo plano, hacia el interior, se elevaba un terreno cubierto de foresta.

Paulvitch observó la dirección de su mirada.

—Ahí vamos a dejarle en libertad —dijo.

El plan que alimentaba Tarzán para vengarse inmediatamente del ruso se desvaneció en el aire. Supuso que la tierra que tenía ante sí correspondía al continente africano y comprendió que si le liberaban allí le iba a resultar relativamente fácil encontrar y cubrir el camino de regreso a la civilización.

Paulvitch cogió el cheque.

—Desnúdese —ordenó al hombre-mono—. Ahí no va a necesitar la ropa.

Tarzán vaciló.

Paulvitch indicó los marineros armados. El inglés procedió entonces a desvestirse lentamente.

Se arrió un bote y condujeron a Tarzán a tierra, fuertemente custodiado. Media hora después, los marineros estaban de vuelta en el
Kincaid
y el buque se aprestaba despacio a reanudar la navegación.

Mientras Tarzán contemplaba desde la estrecha franja de playa la partida del barco vio asomar por la borda una figura que empezó a dar grandes voces para llamar su atención.

El hombre-mono se disponía a leer una nota que le había entregado uno de los marineros del bote, poco antes de regresar al vapor, pero al oír los gritos de aviso alzó la cabeza y miró hacia la cubierta del
Kincaid
.

Vio allí a un hombre de negra barba que se burlaba de él entre risotadas, al tiempo que mantenía por encima de su cabeza la figura de un niño pequeño. Tarzán hizo un movimiento como si fuera a lanzarse al mar para intentar llegar a nado hasta el vapor, que ya estaba en marcha, pero al darse cuenta de lo estéril de tan insensato intento se detuvo en el mismo borde del agua.

Allí permaneció, con la vista clavada en el
Kincaid
hasta que el buque desapareció tras un promontorio que se destacaba de la línea de la costa.

En la espesura de la selva, a su espalda, unos ojos feroces, inyectados en sangre, le contemplaban a través de las colgantes hebras de unas cejas hirsutas.

Grupos de pequeños monos parloteaban y reñían en las copas de los árboles. A lo lejos, en las profundidades de la selva, resonó el rugido de un leopardo.

Pero John Clayton, lord Greystoke, continuó allí, ciego y sordo, sumido en el dolor de los alfilerazos que se le clavaban al pensar en la oportunidad perdida al dejarse embaucar por la falsa oferta de ayuda del lugarteniente de su enemigo.

«Al menos —pensó Tarzán—, me queda el consuelo de saber que Jane está a salvo en Londres. Gracias a Dios, ella no ha caído también en las garras de estos facinerosos».

A su espalda, el ser velludo cuyos perversos ojillos habían estado contemplándole, como un gato acecha al ratón, se desplazaba sigilosamente hacia él.

¿Dónde estaban los adiestrados sentidos del salvaje hombre-mono?

¿Dónde su finísimo oído?

¿Dónde su extraordinario olfato?

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