—Tienen un gran concepto de su propia capacidad, si creen que pueden enfrentarse a un ejército de ese tamaño y sobrevivir —dijo Corfe brevemente. Sus ojos se clavaron en los del fimbrio que tenía delante—. Y un gran sentido del deber, además. Les saludo por ello.
Joshelin se encogió levemente de hombros, como si el coraje suicida formara parte del carácter normal de cualquier soldado fimbrio.
—No podréis alcanzarlos antes de que entren en contacto con el enemigo —dijo—.
Supongo que vuestra misión es salvar a la guarnición del dique.
—Sí.
—¿Con mil trescientos hombres?
—Parece que yo también tengo un gran sentido del deber.
Los dos soldados se miraron, e intercambiaron el inicio de una sonrisa. Joshelin se relajó un poco.
—Vais a caballo, de modo que tal vez podréis moveros con la velocidad suficiente para ser de utilidad —admitió de mala gana—. ¿De dónde son tus hombres? No parecen torunianos.
—Son salvajes de las Címbricas.
—¿Y confias en ellos?
—Hasta donde puedo confiar en cualquier hombre. Hemos derramado sangre juntos.
—Supongo que sabes lo que haces. ¿Y el rey de Torunna? ¿Sólo ha enviado a tu columna?
—Sí. El rey está muy… preocupado en este momento. Prefiere resistir el asedio en Torunn y esperar allí el asalto merduk.
—Entonces es un idiota.
Albrec y Avila contuvieron la respiración, esperando un estallido en respuesta a aquel comentario, pero Corfe se limitó a decir:
—Ya lo sé. Pero lucharemos por él de todos modos.
—Así es como debe ser. No somos más que soldados.
La larga columna de jinetes había pasado junto a ellos, y la retaguardia era una masa oscura en la distancia. Corfe levantó los ojos hacia ella y se enderezó, montando en su inquieto corcel.
—Debo ponerme en marcha. Buena suerte en vuestra misión, sacerdotes. Si veis a Macrobius, decidle que Corfe le envía saludos, y que no olvida la retirada de Aekir.
—¿Conoces a Macrobius? —preguntó Albrec, maravillado.
—Podría decirse que viajé con él. Hace mucho tiempo.
—¿Qué clase de hombre es?
—Un buen hombre. Y humilde… o al menos lo era cuando le conocí. Los merduk le arrancaron los ojos. Pero los hombres cambian, como todo lo demás. No puedo responder por él ahora.
Se volvió para alejarse, pero Joshelin lo detuvo.
—¡Coronel!
—¿Sí?
—Es posible que Barbius no te resulte tan fácil de encontrar, ni tampoco Martellus.
Deja que te acompañe, y al menos te indicaré el camino correcto.
Corfe lo miró de arriba abajo.
—¿Sabes montar?
—Puedo aguantarme sobre un caballo, si es necesario.
—De acuerdo, entonces. Monta detrás de mí. Te buscaremos un caballo entre los de repuesto. Buenos días, padres.
El caballo de guerra partió al medio galope, con Corfe muy erguido sobre la silla, y Joshelin agarrado a él, con la elegancia de un saco en movimiento. Siward observó la partida de su compañero con los labios apretados, y se volvió hacia los dos monjes a los que debía proteger con auténtico desagrado en la voz.
—Bueno, vamos a la ciudad. Quiero llegar al final de esto.
Las antecámaras del nuevo palacio del pontífice eran salones grandes y desnudos, de mármol frío y techos estucados. Había hileras de pequeñas sillas doradas, de aspecto demasiado frágil para soportar a nadie, y los nuevos Caballeros Militantes macrobianos montaban guardia como magos esculpidos, cubiertos de reluciente hierro y bronce.
Alguien había desenterrado unas cuantas armaduras antiguas de algún arsenal olvidado, y los Militantes parecían paladines de otra época.
Había mucho ajetreo en las antecámaras, llenas de clérigos, nobles menores y mensajeros. Macrobius, a quien Himerius de Charibon había declarado hereje, era el líder espiritual de tres de los grandes reinos ramusianos de Occidente, e incluso en tiempo de guerra los asuntos de la Iglesia (o de su nueva versión) debían seguir adelante. Había que volver a consagrar a los obispos según el nuevo orden, encontrar sustitutos para los que habían permanecido fieles a la Iglesia himeriana, y el complejo del palacio estaba lleno de buscadores de cargos y suplicantes cuyas contribuciones a los cofres de la Iglesia debían ser recompensadas. Se estaba organizando una nueva orden inceptina, y, en realidad, todas las facetas y ceremonias de la antigua Iglesia se estaban duplicando a toda velocidad, para que los macrobianos pudieran considerarse dignos rivales de la jerarquía herética en Charibon. Albrec, Avila y Siward se quedaron perplejos entre la multitud. Los merduk estaban prácticamente a las puertas, y, sin embargo, los hombres seguían regateando allí, buscando noviciados para sus segundos hijos, exenciones de impuestos o administraciones de tierras de la Iglesia.
—La vida continúa, al parecer —dijo Avila, no sin amargura. Había sido un clérigo vanidoso, y además un aristócrata, pero contempló los trajines mundanales de la nueva Iglesia con el mismo desconcierto que Albrec.
—Debemos ver al pontífice —dijeron a un atareado antilino que trataba de poner orden en la multitud.
—Sí, claro, sin duda —respondió el hombre, y siguió adelante con aire de importancia, rezumando desdén.
Los dos monjes permanecieron en pie como un par de vagabundos perdidos, y en realidad eso era lo que parecían, desfigurados, mal vestidos y sucios. Albrec siguió al antilino.
—No, no nos habéis comprendido, hermano. Es sumamente importante que veamos al pontífice hoy, ahora mismo. —Tiró del bien cortado hábito del clérigo como un niño importunando a su madre.
El antilino se liberó del diminuto vagabundo.
—¡Guardias! ¡Expulsad a estas personas!
Dos Caballeros Militantes se adelantaron, irguiéndose sobre el suplicante Albrec. Uno le agarró fuertemente por el hombro.
—Ven aquí. Los mendigos esperan en la puerta.
Pero hubo un movimiento oscuro, un silbido de aire, y el Militante fue derribado por el golpe de la culata del arcabuz de Siward. El fimbrio dejó caer el arma, desenvainó la espada corta, y el segundo Militante encontró su punta centelleante junto a su nariz.
—Estos sacerdotes verán al pontífice —dijo Siward en tono inexpresivo—. Hoy. Ahora.
El tumulto de la antecámara se acalló, y se hizo el silencio mientras todos los ojos se clavaban en el desagradable cuadro que se ofrecía ante ellos. Más Militantes se acercaron por el pasillo, con las espadas desenvainadas, y por un momento pareció que Siward sería derribado allí mismo, pero entonces Avila levantó una voz clara, sonora y aristocrática:
—Somos monjes de Charibon, y traemos documentos importantes, dirigidos al mismo Macrobius. Nuestro protector es un famoso oficial fimbrio. Si sufre algún daño, los electorados lo considerarán un acto de guerra.
Los Militantes se detuvieron en seco en cuanto la palabra «fimbrio» surgió de los labios de Avila. El antilino se quedó con la boca abierta, y luego tartamudeó:
—¡Envainad las espadas! No se derramará sangre en este lugar. ¿Es eso cierto?
—Tan cierto como la nariz de ése —dijo lentamente Avila, señalando con la cabeza hacia el sudoroso Militante, que tenía dos pies de acero apuntando al mencionado rasgo.
—Tendré que hablar con mi superior —murmuró el antilino—. ¡Envainad las espadas, os digo!
Las armas fueron envainadas, y la sala empezó a llenarse de rumores de conversaciones, especulaciones y deducciones. Avila palmeó el hombro del furioso Siward.
—Amigo mío, esto ha sido tan divertido como una obra de teatro. Sólo lamento que no hayas tenido la oportunidad de esparcir sus entrañas por el mármol. —Siward no dijo nada, pero recogió el arcabuz, apartando con el pie al otro Militante, todavía inconsciente.
Nadie se atrevió a intervenir.
Apareció un inceptino, calvo y con una gran papada.
—Soy monseñor Alembord, jefe de la casa de su santidad. Tal vez tendríais la bondad de explicaros.
—¡No hemos atravesado ventiscas, lobos y ejércitos en marcha para perder el tiempo con un lacayo! —gritó Avila. Era evidente que se estaba divirtiendo—. Conducidnos de inmediato a presencia de su santidad. Traemos noticias que deben ser escuchadas sólo por el pontífice. ¡Ateneos a las consecuencias si nos impedís hablar con él!
—Por el amor de Dios, Avila —murmuró Albrec, mientras ayudaba a levantarse al Militante que Siward había derribado.
Monseñor Alembord parecía debatirse entre la alarma y la furia.
—Esperad aquí —espetó al fin, y se alejó seguido por el desdichado antilino.
—Deberías haber sido actor, Avila —dijo Albrec a su amigo, con tono agotado.
—No me gusta que me insulten, y mucho menos un insecto gordo como ese inceptino.
Es hora de dejar de arrastrarse. Hay que sacudir un poco todo esto. Por las barbas de Ramusio, ¿acaso creen que derribaron la Iglesia sólo para erigir otra igual en su lugar?
Espera a que el pontífice oiga la historia que le traes, Albrec. Si es un hombre decente, como parecía creer ese tal Corfe, por la sangre de Dios, ¡nos encargaremos de que haga temblar el mundo!
«Nunca lleves a tu enemigo a la desesperación. Pues
en ese estado su fuerza se multiplica y su coraje
se incrementa, aunque antes estuviera roto y anulado.
Para los hombres que han perdido el valor y
se sienten exhaustos y acabados, no hay mejor
auxilio que verse desprovistos de toda esperanza.»
Rabelais
El estruendo de los cañones distantes atrajo su atención. Resonaban más allá del horizonte, como la ira de un dios subterráneo. Baterías de artillería, y el crepitar de los disparos de arcabuces. Morin desmontó y apoyó una oreja en el suelo, escuchando la invisible batalla. Cuando se incorporó, en su rostro había una expresión parecida al asombro.
—Muchos, muchos hombres y muchos cañones grandes —dijo—. Y caballos, miles de caballos. La guerra hace temblar la tierra.
—Pero, ¿quién es? —preguntó Andruw—. ¿Martellus o Barbius? ¿O los dos?
Los otros miembros del grupo, incluyendo a Corfe, miraron a Joshelin. El canoso fimbrio, con aspecto fatigado e irritable, montaba un brioso corcel toruniano. No era un jinete nato, por decirlo suavemente.
—Debe de ser el mariscal —dijo—. No hemos llegado lo bastante al norte para interceptar a Martellus. Estaremos aún a cuarenta leguas del dique. Apostaría algo a que la hueste de Martellus está a dos o tres días de marcha.
El pequeño grupo de jinetes se encontraba a media milla por delante del cuerpo principal, aunque tanto Ebro como Marsch estaban ausentes en aquel momento, al mando de escuadrones en los flancos, con la misión de destruir a cualquier grupo de exploración merduk que encontraran. Corfe tenía intención de mantener en secreto la llegada de sus hombres. Igual que en Staed, ya que no podía contar con la ventaja de los números, pretendía aprovechar al menos la de la sorpresa.
—¿A qué distancia, Morin? —preguntó Corfe a su intérprete.
—Una legua, no más.
Tal vez treinta minutos, si no quería abusar de los caballos para variar. Tendría que dejar al menos a un escuadrón con las mulas… La mente de Corfe empezó a hacer los cálculos a toda prisa, valorando riesgos y probabilidades. Tendría que hacer un reconocimiento, por supuesto, pero aquello consumiría un tiempo muy valioso. ¿Una gran fuerza de exploración, entonces? Resultaría demasiado aparatosa, y anularía el efecto sorpresa. Con sus pocos hombres, tenía que caer sobre el flanco o la retaguardia merduk. Una carga de frente contra la vanguardia de un ejército tan grande equivaldría a desperdiciar las vidas de sus hombres.
—Voy a adelantarme —dijo bruscamente—. Morin, Cerne, venid conmigo. Andruw, toma el mando. Si no hemos vuelto dentro de dos horas, consideradnos muertos.
El rugido de la batalla creció a medida que avanzaban. Aumentaba y disminuía, a veces cesando para elevarse de nuevo en un estrépito furioso que parecía hacer temblar a la misma hierba. Los tres jinetes empezaron a ver soldados rezagados corriendo solos o en pequeños grupos por las laderas de las colinas. Eran merduk, a juzgar por su armadura.
Todo ejército perdía hombres durante la marcha, como un perro desprendiéndose de su pelaje. Siempre había hombres doloridos, exhaustos o con malas intenciones, y ni el preboste más diligente podía mantenerlos a todos en las filas.
Finalmente remontaron una última elevación, y se convirtieron en algo parecido a los espectadores en un teatro, contemplando el terrible espectáculo de una gran batalla.
Las líneas se extendían durante unas dos millas, aunque su longitud quedaba oscurecida por las nubes móviles de humo de pólvora. Había un ejército fimbrio acorralado, luchando por sobrevivir. Corfe podía ver la temible silueta de una falange de piqueros, en hileras de ocho hombres, y en sus flancos delgadas formaciones de arcabuceros. Pero también había otras tropas occidentales presentes. Coraceros torunianos, unos trescientos, y varios miles de hombres con espadas, escudos y arcabuces, luchando por extender sus flancos contra unos números inmensos. De modo que Martellus estaba allí. La guarnición del dique debía de haber marchado más rápidamente de lo que Joshelin la creía capaz. Se habían reunido con los fimbrios, y, por primera vez en la historia, luchaban hombro con hombro con sus antiguos enemigos. Y eran muy pocos. Martellus había perdido a más de la mitad de sus hombres.
La hueste merduk con la que se enfrentaban era enorme. Al menos treinta o cuarenta mil hombres golpeaban las líneas occidentales, y Corfe pudo ver que había muchos más descendiendo desde el sureste, nuevas formaciones en los flancos que rodearían a las tropas occidentales. La batalla de la vanguardia no era nada más que una maniobra para ganar tiempo. Cuando los merduk tuvieran a las unidades de los flancos en su sitio, atacarían desde todos los lados a la vez y nada, ni el valor de los fimbrios ni la testarudez de los torunianos, podría resistírseles.
Buscó un punto flaco, una debilidad. Algún lugar donde atacar que pudiera abrir las líneas enemigas y sembrar la mayor confusión posible. Corfe pensó que lo había encontrado. Una larga elevación se extendía a la izquierda de la retaguardia de la línea de batalla ramusiana, parte de la cadena de colinas que descendía desde las cumbres al suroeste de las montañas de Thuria. Los hombres la llamaban Cadena del Norte. Los regimientos merduk se encontraban ya en la parte baja de la cordillera, pero la cresta estaba vacía. Habían descendido desde las cumbres para tener al enemigo a tiro de arcabuz, y no había nada detrás de ellos. ¿Por qué iban a proteger su retaguardia? No temían la llegada de refuerzos torunianos. Estaban tan concentrados en aniquilar a Martellus y Barbius que se habían creado un punto débil. Un ataque contundente abriría la trampa por allí, incluso podía arrollar el flanco derecho del enemigo. Aquél era el lugar.