—De modo que has vuelto —dijo ella en voz baja.
—Eso parece. —Corfe recobró sus modales, y se arrodilló con movimientos rígidos, mientras de sus botas caían terrones de tierra—. Majestad.
—Ya te dije que me llamaras «señora». Levántate. Pareces cansado.
—Desde luego, señora. —Se levantó con la lentitud de un anciano. Odelia se dio cuenta de que había sangre en su armadura, y de que apestaba a sudor, caballos y hogueras de campamento.
—Por el amor de Dios —espetó—, ¿no podías haberte bañado al menos?
—No —dijo él simplemente—. No tenía adonde ir. Acabamos de llegar. —Se tambaleó sobre sus piernas, y ella se dio cuenta de su terrible agotamiento. Frunció los labios y dio una palmada. Chares apareció en la puerta principal, inclinándose.
—¿Alteza?
—Traed una bañera inmediatamente, un uniforme limpio para el coronel y un par de pajes que conozcan su oficio.
—Enseguida, alteza. —Chares se retiró a toda prisa.
—No tengo tiempo —dijo Corfe—. Mis hombres…
—¿Qué necesitas? —preguntó ella.
Corfe parpadeó con aire estúpido, como si la pregunta le hubiera cogido desprevenido.
—Alojamiento para trescientos hombres, y comida. Establos para casi ochocientos caballos y doscientas mulas. Y también forraje para los animales.
Fue el turno de ella para desconcertase.
—¿Caballos?
—Botín de guerra —dijo él, con la sombra de una sonrisa.
—Me ocuparé de ello. Parece que has estado muy ocupado, coronel.
—Hice lo que se esperaba de mí, según creo. —De nuevo el fantasma de una sonrisa.
En aquella ocasión, ella se la devolvió.
Tenía la armadura pegada a la espalda. Los desconcertados pajes tuvieron que cortar las hebillas, mientras otros criados traían una bañera de bronce y la llenaban de agua humeante, caldera tras caldera hasta que la habitación se llenó de vapor. Otros trajeron ropa y calzado limpio. La reina madre se retiró tras un biombo, y ahogó una carcajada al oír que Corfe maldecía a los lacayos que se afanaban a su alrededor. Se sentó en su escritorio, y redactó rápidamente las órdenes necesarias, firmándolas con su sello personal. Era idéntico al de su hijo el rey. Al menos conservaba aquella autoridad.
Chasqueó los dedos llamando a un criado.
—Entrega esto al intendente general —le ordenó—, y date prisa. —Levantó la voz—.
Coronel, ¿dónde están vuestros hombres?
Un gruñido y el golpe de una bota contra el suelo.
—Junto a la puerta sur, fuera de los campos de refugiados. El capitán Andruw Cear-Adurhal está al mando en este momento. Los identificaréis por el olor a mula asada.
Los criados salieron al fin, y Odelia lo oyó chapotear en el baño al otro lado del biombo.
En cuestión de minutos, el rumor estaría circulando por todo el palacio: la reina madre tenía a un coronel de caballería cubierto de barro bañándose en sus aposentos privados.
Era una señal que había enviado deliberadamente. La gente trataría con más cuidado a su protegido a partir de entonces. Era su recompensa por haber superado la primera prueba.
Y, además, le gustaba tenerlo allí.
Los chapoteos se interrumpieron.
—¿Corfe?
Odelia se asomó al otro lado del biombo. Corfe se había dormido en la bañera, con los brazos colgando a los lados y la boca abierta.
Ella se levantó y se le acercó, silenciosa como una araña con sus zapatillas de corte.
A su alrededor, el suelo estaba sucio de barro y agua. Cuando Odelia se agachó junto a él, la suciedad le manchó el dobladillo de la falda.
Parte de las arrugas de Corfe se habían desvanecido al dormirse. Parecía más joven.
Sus antebrazos estaban llenos de cicatrices de antiguas heridas, y había algo de sangre en el agua del baño, procedente de una herida más reciente en el muslo que había vuelto a abrirse. Odelia le tocó la herida, pasando la mano sobre él por debajo del agua. Cerró los ojos, y la lesión se curó bajo sus dedos. La hemorragia cesó.
Corfe despertó con un violento sobresalto que provocó un gran chapoteo de agua. Le agarró la muñeca con la mano.
—¿Qué estáis haciendo?
—Nada —dijo ella suavemente—. Nada en absoluto. —Se inclinó, le besó el hombro desnudo y sintió que temblaba bajo sus labios.
—No os da mucho miedo el escándalo, ¿verdad? —observó él.
—Tanto como a ti.
La mano de Corfe, cubierta de callos por las riendas y la espada, le acarició suavemente la mejilla. Por un momento, pareció casi un muchacho. Pero el momento pasó. Las arrugas regresaron a su rostro. Se levantó del baño y tomó una toalla para cubrirse. Parecía casi perplejo.
—Debo regresar con mis hombres.
—Todavía no —le ordenó la reina madre, mientras se levantaba con él—. Ya me he ocupado de tus hombres. A ti te necesito aquí por el momento.
—¿Para qué? ¿Para pagarme?
—No seas estúpido —espetó ella—. Vístete. Tenemos mucho de que hablar.
Él la miró a los ojos por un instante, y ella comprendió que su propio deseo la traicionaría y que podría llegar a suplicarle. Se volvió. Sus criados habían traído botellas de vino gaderiano, un asado de carne, manzanas, queso y pan fresco. Ella misma le sirvió algo de vino rojo mientras él se secaba y se vestía con el uniforme negro de infantería toruniana que habían dejado allí para él. Como jinete, su uniforme habría debido ser de color burdeos, que, en opinión de Odelia, le habría sentado muy bien, pero también sabía que él preferiría el negro.
—Come algo, por el amor de Dios —le ordenó. Él estaba inmóvil, casi en posición de firmes, contemplando con disgusto la versión cortesana del uniforme, con sus puños de encaje, cuello apretado y zapatos con hebilla.
Pareció atravesar una especie de lucha interior, que se reflejó en su rostro.
—Tus hombres están comiendo mientras hablamos —dijo ella—. Deja esa actitud de líder noble, y métete algo en el estómago. Pareces medio muerto de hambre.
Finalmente, Corfe cedió. Ella se dio cuenta de que le costó un verdadero esfuerzo no echarse sobre la comida como un animal. Se obligó a masticar lentamente, y a tomar sorbos lentos de vino. De nuevo, el cansancio de su rostro le hizo parecer mucho mayor.
¿Qué edad tendría? ¿Treinta años? No mucho más, tal vez incluso menos. Corfe tomó asiento junto a uno de los braseros encendidos, con un vaso lleno de vino en una mano y un trozo de pan en la otra, alternando sorbos y bocados. Finalmente hizo una pausa, consciente de la mirada de ella, y dijo en voz baja:
—Gracias.
Ella tomó asiento frente a él, deseando haber tenido tiempo de preparar algunos hechizos de rejuvenecimiento. Era muy consciente de las manchas amarillas en el dorso de sus manos. Se irritó consigo misma por sentir aquella preocupación absurda por su aspecto.
—Parece que eres tu propio mensajero —dijo—. Deduzco que cumpliste con tu misión en el sur de modo satisfactorio.
Corfe asintió.
—Aras continúa allí. Le dejé el trabajo de limpieza.
—Tus salvajes se portaron bien.
—Increíblemente bien. —Por primera vez hubo algo de calor en su voz, y su rostro se animó un poco. Le describió brevemente la corta campaña, sin presumir ni quitarse mérito. Cuando hubo terminado, ella lo contempló maravillada.
—De modo que los felimbri pueden ser buenos soldados. Si lo hubiéramos sabido veinte años atrás, el país se habría ahorrado algo de sufrimiento. Dices que sólo tienes trescientos hombres.
—Sí, más unas dos docenas de heridos que tuve que dejar con Aras.
Ella sonrió, alegrándose de poder darle la noticia.
—Es una suerte que tus salvajes se portaran tan bien. Hay un millar de ellos esperándote en este momento en la puerta norte. Parece que las noticias viajan aprisa por las montañas. —Mejor no decirle que aquellos hombres habían estado a punto de ser enviados a las galeras por el rey. Ya lo descubriría en su momento.
Los ojos de Corfe relampaguearon, y sus dedos palidecieron en torno al vaso de vino.
—Por todos los santos… —Corfe inclinó la cabeza, y durante un instante de desconcierto ella pensó que iba a echarse a llorar, pero lo oyó emitir una carcajada ahogada. Cuando levantó la vista, el alivio estaba grabado en su rostro como las palabras en una lápida. Odelia comprendió entonces hasta dónde había llegado la tensión de Corfe, y se hizo cargo de una pequeña parte de las preocupaciones que el hombre había soportado.
El vaso de vino estalló entre un chorro escarlata.
—Perdonadme. —Corfe se sacudió el líquido de los dedos, haciendo una mueca.
Tenía un corte en la palma de la mano, del que goteaba sangre.
—Corfe… —dijo ella, y le tomó la mano ensangrentada, atrayéndolo hacia sí. Por un instante, fue como tirar de la rama inflexible de un árbol, antes de que él cediera. Corfe se arrodilló en el suelo y, con un suspiro, enterró el rostro en su regazo. Usando el dweomer, Odelia le curó el corte de la mano, reformándole la piel como si estuviera moldeando cera caliente. Mientras el hechizo hacía su efecto, su energía titubeó. Sintió que los años tiraban de sus miembros, que la edad trataba de reclamar su vida.
Corfe trató de levantarse, pero ella le retuvo allí, necesitando de repente tener cerca su juventud.
—Puedes descansar un poco. Los merduk han retirado a la mitad de su ejército del dique. La campaña ha terminado por este invierno. Me ocuparé de que tus hombres tengan todo lo que necesitan.
«Quédate conmigo», pensó.
—No. —Corfe levantó la cabeza. Tenía los ojos secos—. La campaña acaba de empezar. Creo que los merduk han encontrado la manera de flanquear el dique. Martellus tiene problemas, estoy seguro.
Volvía a ser un soldado. Se había alejado de ella. Odelia le soltó, y Corfe se levantó para recorrer la habitación, haciendo una pausa para observar su mano curada y luego a ella.
—Entonces sois una bruja.
—Desde luego —dijo ella, cansada—. ¿Qué es esa tontería que has dicho sobre el dique?
—Es una sensación, nada más. ¿Ha enviado Martellus algún despacho recientemente?
—No desde hace diez días. Pero las carreteras están en muy mal estado.
—Entonces ya está incomunicado.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Es que eres un oráculo, para saberlo sólo por intuición?
—Lo sé —dijo él, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué si no iban los merduk a movilizar a un gran ejército en mitad del invierno? Está claro que van a lanzar otro asalto, pero esta vez no será directo. Van a hacer otra cosa, algo que ni sospechamos siquiera. Y el tiempo no está de nuestra parte. Debo volver al norte.
Odelia comprendió que no podría convencerle.
—Necesitas descanso, y también tus hombres. Enviaré correos al dique.
Averiguaremos la verdad.
—De acuerdo —dijo él, tras dudarlo un instante.
Sus miradas se encontraron. Odelia supo que había grandeza en él, algo que había visto antes en John Mogen. Pero también había algo más. Una herida que se negaba a curarse, una antigua agonía que aún lo atormentaba. Pensó que era el dolor lo que le empujaba, lo que había transformado al humilde alférez de Aekir en aquel hombre de estrella ascendente que tenía ante ella. Pero el dolor continuaba presente.
Odelia se levantó a su vez y se dirigió hacia él, rodeándolo con sus brazos y besándole los labios, aplastando su boca contra la de él.
—Vendrás a la cama ahora.
Él seguía tenso, resistiéndose.
—Aún no he informado al rey. Y debo ver a esos nuevos reclutas… —Vaciló—. ¿Por qué? —preguntó. Había auténtico desconcierto en su voz.
Ella sonrió con fiereza.
—Es donde yo te quiero, y donde tú necesitas estar.
Finalmente, Corfe le devolvió la sonrisa.
A cincuenta leguas a vuelo de pájaro, al nordeste de la habitación donde Corfe y la reina madre compartían una cama. Al otro lado de las colinas vacías que bordeaban la carretera del oeste, convertida en una herida pantanosa que atravesaba la tierra, con toda su longitud cubierta de cadáveres. Miles de personas habían muerto en aquella carretera, caídas entre el barro y la lluvia durante la huida de Aekir y el camino desde el dique de Ormann, abandonando el apego a una vida transformada en pesadilla.
Pero el dique de Ormann estaba en llamas.
El humo se veía desde muchas millas a la redonda, un heraldo de destrucción negro y atronador. Había hombres luchando en su interior. Mil torunianos, desesperados y heroicos, se esforzaban en vano por detener el asalto del ejército merduk. El enemigo había cruzado ya el Searil y estaba arrasando las tres millas de las Murallas Largas, que, por primera vez en su orgullosa historia, estaban a punto de caer ante el enemigo.
El resto de la guarnición del dique había emprendido la retirada, tras inutilizar y dejar atrás la artillería para que ardiera, destruir todas las provisiones y ponerse en marcha sin llevarse nada más que la armadura que les cubría las espaldas y las armas que empuñaban. Los camaradas que se habían quedado en el dique les estaban comprando algo de tiempo con sus vidas, unas preciosas horas de marcha que tal vez salvarían a lo que quedaba del ejército de Martellus.
El ejército avanzaba en el vacío. A su alrededor, el campo hervía de grupos de caballería ligera enemiga, cortando las comunicaciones con Torunn y el sur. No había nadie en la capital que sospechara siquiera que el dique de Ormann había caído. La caballería ligera merduk había matado ya a media docena de mensajeros que Martellus, en su desesperación, había enviado hacia el sur.
A treinta leguas de distancia había otra columna de tropas, en aquella ocasión fimbrios vestidos de negro, con las picas apoyadas en los hombros y su paso rápido devorando las millas en una carrera mortal. Llegaban desde el noroeste, una dirección desestimada por el alto mando merduk. Sus exploradores montados en mulas avanzaban muy por delante del cuerpo principal, buscando el paradero del tercer ejército de la zona, con el objetivo de enfrentarse a él antes de que pudiera caer sobre el flanco de Martellus y completar la destrucción de la guarnición del dique.
Y el tercer ejército, el mayor de los tres, había dejado atrás los barcos que lo habían transportado desde el otro lado del mar Kardio, y avanzaba hacia el noroeste para cortar la retirada de Martellus. En su vanguardia cabalgaba la caballería de élite merduk, los
ferinai
, y tras ellos las tropas de choque de los
hraibadar
, armados con arcabuces en lugar de las lanzas y cimitarras con que habían asaltado Aekir. Docenas de elefantes de guerra marchaban como torres móviles en el centro, y otros arrastraban por el barro enormes cañones de asedio de gran calibre, mientras a su lado avanzaban los hombres del
minhraib
, la leva feudal de Ostrabar, además de los regimientos de arqueros a caballo, procedentes del sultanato de Nalbeni, el nuevo aliado de Ostrabar.