Cien mil hombres moviéndose en cuatro columnas, cada una de varias millas de longitud.
Y en el centro de aquella multitud móvil avanzaba el carro de guerra del sultán de Ostrabar, Aurungzeb el Dorado; y, tras él, las ochenta abarrotadas carretas que transportaban a los criados del sultán, su equipamiento de campaña y sus concubinas. A Aurungzeb le gustaba ir a la guerra con estilo.
—Se han ido —dijo Joshelin, en voz baja y áspera—. Podéis levantaros, sacerdotes.
Albrec y Avila se levantaron de entre la alta hierba que los había ocultado. Tras ellos, Siward se puso en pie y apagó de una palmada el extremo encendido de su mecha lenta; luego volvió a colocarlo en el martillo de su arcabuz.
—¿Qué eran? —preguntó a su compañero fimbrio—. ¿Cazadores o exploradores?
—Exploradores. Caballería ligera merduk, media tropa. Muy lejos del cuerpo principal, creo yo. ¿Dónde están los torunianos? Parece que han entregado al enemigo todo su maldito país.
Albrec y Avila escucharon la conversación en silencio. Estaban empapados, cubiertos de barro, hambrientos y con las piernas temblorosas, pero los dos soldados veteranos parecían estar fabricados con una sustancia muy distinta a la humana. Eran veinte años más viejos que los monjes, pero fuertes y resistentes como muchachos.
—¿Hay que ir más lejos hoy? —preguntó Avila.
—Sí, sacerdote —le dijo bruscamente Joshelin—. Según mis cuentas, apenas hemos recorrido ocho leguas hoy. Nos quedan dos o tres más antes de que oscurezca, y luego podremos dormir. Pero sin fuego. Las colinas están llenas de merduk.
Avila se encogió. Se pasó una mano por la cara y no respondió.
—¿Creéis que la capital continúa a salvo? —preguntó Albrec.
—Oh, sí. Éstos sólo son una parte de la vanguardia enemiga. Envían a su caballería ligera para que no podamos averiguar nada sobre sus movimientos, mientras que ellos lo saben todo sobre los nuestros. Táctica básica.
—Qué ignorantes somos, sin saber nada de eso —dijo Avila con tono cáustico—.
¿Podemos irnos ya?
—Sí. Las mulas han descansado durante las tres últimas leguas.
Avila murmuró algo venenoso que ninguno de ellos captó.
Los dos monjes y los dos fimbrios llevaban cuatro días de viaje. Durante ese tiempo, habían andado y cabalgado por más tiempo del que Albrec hubiera creído que fuera posible soportar por el cuerpo humano. Habían dormido sin fuego, tiritando contra las mulas en busca de calor, comiendo carne salada y galleta de campaña llena de gorgojos.
Joshelin calculaba que en cuestión de tres días llegarían a Torunn, si continuaban eludiendo a las patrullas merduk. Aquellos tres días se cernían sobre ellos como un largo periodo de penitencia. A Albrec le resultaba más fácil pensar sólo en poner un pie delante del otro, o en llegar a la próxima colina en el horizonte. Ni siquiera tenía energías para rezar. Sólo el bulto crujiente del antiguo documento que llevaba consigo lo mantenía en pie. Cuando el texto estuviera a salvo con Macrobius en Torunn, su mente y su cuerpo podrían tal vez encontrar algo de paz.
Al final de día, Albrec y Avila estaban aturdidos y tambaleándose sobre los lomos de las mulas. Nada en su vida les había preparado para aquel viaje increíblemente rápido por las montañas. Tenían los pies llenos de ampollas; los muñones de los dedos perdidos de Avila rezumaban sangre y fluidos, y sus traseros estaban casi en carne viva a causa de las toscas sillas de montar. Cuando el pequeño grupo se detuvo finalmente para acampar, los dos monjes estaban demasiado exhaustos para darse cuenta. Ni siquiera tenían energías para desmontar. Sus compañeros se miraron sin hablar durante un largo instante, y a continuación Siward empezó a bajar a los monjes de sus monturas mientras Joshelin sacaba una pala y empezaba a cavar un hoyo.
Se habían detenido al abrigo de un bosquecillo, compuesto sobre todo de arbustos y pinos, con hayas y abedules de tronco pálido en los extremos. Más adentro, las coníferas estaban más juntas, y sus agujas alfombraban el suelo, con lo que las pisadas de los viajeros eran silenciosas como las de un gato. La noche llegaba rápidamente, y en el bosque reinaba la oscuridad. Más allá, el viento había empezado a emitir un gemido que recorría las colinas torunianas como un heraldo del invierno. Albrec pensó que nunca se había sentido tan perdido, o en un lugar tan desolado. Durante el día, habían pasado junto a granjas abandonadas, y habían tomado comida de sus despensas. Incluso habían visto una posada junto a la carretera, tan desierta como la cumbre de una montaña. Parecía que toda la población del norte de Torunna había huido ante la llegada de los merduk.
¿Es que los torunianos no pensaban luchar?
Cuando Joshelin hubo cavado un agujero en el que pudo meterse hasta las rodillas, dejó a un lado su herramienta y empezó a recoger leña bajo los árboles de hoja caduca de los linderos del bosque. Siward arrojó un par de mantas húmedas y grasientas a los temblorosos monjes, y luego desensilló y cepilló a las mulas antes de colgarles sus bolsas de forraje. Los animales estaban tan fatigados que ni siquiera les inmovilizó las patas, limitándose a atarlos a un árbol cercano.
Un búho ululó en la oscuridad del bosque, y algún animal (tal vez un zorro) chilló y ladró a lo lejos. Aquellos sonidos contribuían a aumentar la sensación de vacío, en lugar de disminuirla.
Hubo un destello y una lluvia de chispas que revelaron el rostro de Joshelin, inclinado y con las mejillas hinchadas al soplar sobre el pedernal. Una llama diminuta, menor que la de una vela. El soldado la alimentó tan delicadamente como si cuidara de un niño enfermo, y cuando la llama hubo alcanzado la anchura de una mano, introdujo el pequeño montón de ramitas y hojas en el agujero que había cavado y empezó a echarle troncos más grandes. Parecía asomado a una grieta de la tierra conducente al infierno, pensó Albrec, y luego descartó la imagen, considerando que era de mal agüero.
El fuego creció, y los dos monjes se acercaron a él.
—Mantenedlo encendido —les dijo Joshelin—. Yo tengo cosas que hacer.
—Creí que tendríamos que pasarnos sin fuego —dijo Avila, tendiendo las manos ávidamente hacia las llamas. Su manta empezó a apestar al calentarse.
—Parecíais necesitarlo —dijo el fimbrio, y luego se perdió en la oscuridad con la espada desenvainada.
—Ignorantes —murmuró Avila. Tenía los ojos hundidos, y el resplandor del fuego se retorcía en sus pupilas, creando dos gusanos de luz amarilla.
—Creo que son más ladradores que mordedores —dijo Albrec, bendiciendo el fuego y la tosca amabilidad de sus compañeros.
Ruidos de hachas y madera partiéndose, y los dos soldados regresaron a la luz del fuego sosteniendo una estructura en forma de pantalla construida con ramas entrelazadas y hierbas. La plantaron en el suelo, en el lado del fuego que miraba hacia el borde del bosque, y finalmente se sentaron, cubriéndose con sus capas militares negras.
—Gracias —dijo Albrec.
No le miraron, pero le arrojaron un odre de vino y la bolsa de provisiones.
—En cualquier caso, esta noche comeréis bien —dijo Joshelin—. Había buena comida en esa granja.
Tenían un pollo, ya limpio y desplumado, pan de varios días de antigüedad pero que les pareció ambrosía tras la galleta de los fimbrios, y algunas manzanas y cebollas.
Pusieron el pollo a asar sobre el fuego, y devoraron el resto junto con tragos de un vino amargo que en Charibon les habría hecho arrugar la nariz. Pero aquella noche se les deslizó por la garganta como el mejor de los gaderianos.
Siward extrajo una pipa negra y corta del bolsillo de su túnica, la llenó de tabaco de una bolsa que llevaba a la cintura, y Joshelin y él se turnaron para fumar. El humo era denso, fuerte y acre. Había cierto aroma en él que Albrec no pudo identificar.
—¿Puedo probar? —preguntó a los soldados.
Siward se encogió de hombros; su rostro parecía un laberinto de grietas de luz y oscuridad en las tinieblas iluminadas por el fuego.
—Si tienes una cabeza fuerte. Es
kobhang
, del este.
—¿La hierba que fuman los merduk? Creí que era un veneno.
—Sólo si fumas demasiado. Ayuda a mantenerte despierto y agudiza los sentidos, a condición de que no abuses de ella.
—¿Cómo la conseguís? —La curiosidad de Albrec había despertado, distrayendo su mente del agotamiento.
—Forma parte de las raciones del ejército. Nos la dan junto con el pan y la carne de caballo salada. Cuando no hay comida, un hombre puede resistir durante semanas fumando esto.
—¿Y es capaz luego de dejar de fumarla si lo desea? —preguntó lentamente Avila.
Joshelin lo miró fijamente.
—Si tiene voluntad.
Albrec tomó la pipa que Siward le tendía con cierta cautela, e inhaló profundamente el humo amargo, que le penetró en los pulmones. No ocurrió nada. Devolvió la pipa a su propietario, bastante aliviado.
Pero entonces sus molestias y dolores se convirtieron en una calidez reconfortante.
Sintió que una nueva fuerza le invadía los músculos, y su cuerpo se volvió ligero como el de un niño. Parpadeó, maravillado. El resplandor del fuego parecía poseer una brillantez hermosa e hipnótica. Tendió la mano hacia él, sólo para que Joshelin le aferrara la muñeca con su fuerte puño.
—Hay que tener cuidado, sacerdote.
Albrec asintió, sintiéndose al mismo tiempo estúpido y eufórico.
—No os había visto fumarla antes —dijo Avila a los fimbrios.
—Empezamos a cansarnos —dijo Siward, encogiéndose de hombros—. También somos humanos, inceptino.
—Bueno, benditos seáis —repuso Avila, y se envolvió en su manta maloliente.
Retiraron el pollo del fuego y lo repartieron en cuatro trozos. Albrec ya no tenía apetito, pero devoró de todos modos la carne chamuscada, incapaz de notar su sabor. Le parecía que su mente tenía la claridad del hielo. Sus preocupaciones habían desaparecido.
Empezó a reír, y luego se contuvo al descubrir que sus tres compañeros lo estaban observando.
—Una sustancia maravillosa. Maravillosa —murmuró, y cayó de espaldas sobre las blandas hojas de pino, empezando a roncar en cuanto adoptó la posición horizontal.
Avila lo cubrió con una manta. Estaba agujereada, después de pasar muchas noches junto a las hogueras.
—Te vendaré los pies por la mañana —le dijo Joshelin.
El joven inceptino asintió con aire distante, y tomó un largo trago de vino.
—¿Qué haréis cuando estemos a salvo en Torunn? —preguntó.
Los dos fimbrios se miraron y luego contemplaron la hoguera.
—Esperaremos nuevas órdenes del mariscal —dijo Siward al fin.
—Pero no creéis que vayan a llegar nuevas órdenes. Albrec me habló de sus intenciones. Vuestro mariscal está conduciendo a sus hombres a la muerte.
—Ocúpate de tus asuntos, sacerdote —siseó Joshelin con repentina pasión.
—No es asunto mío —dijo Avila—. Sólo me extraña que no hayáis pensado en qué será de vosotros cuando hayáis cumplido vuestras órdenes.
—Como tú mismo dices —rezongó Joshelin—, no es asunto tuyo. Ahora duérmete.
Necesitarás mucho descanso si quieres quejarte tanto como hoy durante el día de mañana.
Avila lo contempló durante largo rato, y finalmente su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Desde luego. Tengo una reputación que mantener.
Corfe pensó que Odelia parecía más joven a la luz de la mañana que durante la noche anterior. Permaneció tumbado, apoyado en un codo, contemplando su sueño silencioso, y una tormenta de sentimientos y recuerdos le invadió la mente. Corfe los ahuyentó brutalmente, cerrándoles la puerta en las narices, y durante unos segundos preciosos consiguió permanecer tendido observándola, sintiéndose casi satisfecho.
Ella abrió los ojos. No hubo somnolencia matutina, ni un despertar lento. Odelia pareció instantáneamente alerta, consciente y calculadora. Sus ojos eran verdes como los bajíos del mar Kardio en pleno verano, un verde encantador e hipnótico. Los ojos de su esposa habían sido grises, llenos de humor y con menos sabiduría en sus profundidades.
Pero su esposa había muerto muy joven.
—Nada de dolor —dijo Odelia en voz baja—. Esta mañana no. No lo permitiré. —Las palabras eran imperiosas, pero su tono era casi suplicante. Él sonrió, le besó la frente lisa y se incorporó. El momento de
paz
había pasado, pero ello era de esperar. No deseaba más.
—Debo irme, señora —dijo, sintiéndose como un paleto en una balada romántica. Para volver a conectarse con la realidad, bajó los pies de la cama y los apoyó en el suelo de piedra—. Hay mil hombres esperándome.
—¿Y qué es una mujer al lado de mil bárbaros? —preguntó ella irónicamente, y se levantó, desnuda y soberbia. Él la contempló mientras se echaba una bata de seda sobre los hombros, con el cabello rubio cayéndole sobre la espalda. Corfe se alegró de que no fuera morena. Habría sido excesivo.
Se puso el uniforme de corte que detestaba, introduciendo los pies en los absurdos zapatos de hebilla. Le parecieron insustanciales como el algodón tras las largas semanas calzado con las resistentes botas de caballería.
Una discreta llamada a la puerta.
—Sí —dijo Odelia sin apartar los ojos de Corfe.
Una doncella.
—Alteza, el rey está en la antecámara. Desea veros de inmediato.
—Dile que me estoy vistiendo.
—Alteza, no quiere esperar. Insiste en entrar inmediatamente.
Odelia miró a Corfe a los ojos y sonrió.
—Búscate un rincón, coronel. —Luego se volvió hacia la doncella—. Dile que lo recibiré ahora mismo.
La doncella salió a toda prisa. Corfe maldijo con tono venenoso.
—¿Habéis perdido vuestra real cabeza?
—Hay un tapiz detrás de la cabecera que nos servirá. Asegúrate de que los pies no te asomen por debajo.
—¡Por la sangre del Santo! —Tragándose los demás juramentos, Corfe atravesó a toda prisa la habitación y se ocultó allí. El tapiz era ligero. Podía ver por entre los hilos como a través de una niebla densa. El corazón le tamborileaba tan fuertemente como si fuera a entrar en batalla, pero tuvo tiempo para preguntarse si habría sido el primer hombre en ocultarse en aquel lugar.
El rey de Torunna entró en el dormitorio de la reina madre unos segundos después.
Odelia se sentó en el tocador, dando la espalda a su hijo, y empezó a cepillarse el dorado cabello.