Las guerras de hierro (6 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Las guerras de hierro
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Pero ella no se acobardaba fácilmente. Soltó la mano del rey inconsciente y miró directamente al anciano mago.

—Supongo que no habrá boda hasta que el rey recupere el conocimiento.

—Cierto. Pero habrá boda. El país la necesita. Hemos acabado con los seguidores de Carrera y expulsado a los Caballeros Militantes supervivientes, pero todavía hay hombres ambiciosos en Hebrion que tratarían de apoderarse de la corona si vieran que vacila.

—No podréis engañar al mundo para siempre, Golophin. La verdad acabará saliendo a la luz.

—Lo sé. Pero debemos intentarlo. Este hombre tenía grandeza en su interior. ¡No dejaré que se pudra!

«Le quiere», pensó Isolla. «Le quiere de veras». Y sintió una oleada de afecto hacia el vehemente anciano. Siempre le habían atraído las causas perdidas, siempre se había identificado con el bando más débil. Tal vez porque era como siempre se había percibido a sí misma.

—¿De modo que me habéis traído aquí para que me una a vuestra pequeña conspiración? ¿Quién más conoce el verdadero estado del rey?

—El almirante Rovero, el general Mercado y tal vez tres o cuatro sirvientes del palacio en los que confío.

—Toda la ciudad está de luto.

—Tuve que publicar un boletín sobre la salud del rey. Está peligrosamente enfermo, pero no moribundo. Ésa es la versión oficial.

—¿Durante cuánto tiempo creéis que podréis contener a los perros?

—Unas semanas, tal vez un par de meses. Rovero y Mercado tienen al ejército y la flota totalmente bajo control, y, en cualquier caso, los soldados y marineros de Hebrion prácticamente adoran a Abeleyn. No, como siempre es la corte la que puede ocasionarnos problemas. Y ahí, querida, es donde entráis vos.

—Comprendo. De modo que debo tranquilizar al palacio.

—Sí. ¿Estáis dispuesta?

Isolla volvió a mirar al destrozado rey, y sintió el absurdo deseo de alborotarle el cabello sobre la almohada.

—Estoy dispuesta. Mi hermano lo querría así, en cualquier caso.

—Bien. No he juzgado mal vuestro carácter.

—Si lo hubierais hecho, Golophin, ¿qué habría sido de mí?

El anciano esbozó una sonrisa lobuna.

—Este palacio se habría convertido en vuestra prisión.

Para lady Jemilla, el palacio sí había llegado a convertirse en una prisión. Desde la reconquista de la ciudad, había sido controlada, vigilada y observada como una prisionera de guerra. Y no había podido ver a Abeleyn ni una sola vez durante todo aquel tiempo.

Aquel viejo diablo de Golophin estaba siempre allí para echarla. Según decía, el rey estaba demasiado enfermo para ver a nadie que no fueran sus ministros principales. Pero el palacio hervía de rumores: que Abeleyn estaba ya muerto y enterrado, que sus cicatrices eran demasiado horribles para mostrarlas a la luz del día, que sus heridas lo habían convertido en un imbécil. En cualquier caso, el triunvirato formado por Rovero, Mercado y Golophin (siempre Golophin) dirigía Abrusio como si la monarquía fuera suya. Era intolerable que, llevando en su seno al heredero del rey, la evitaran e ignoraran como a una fulana cuya barriga creciente pudiera despreciarse. Y lo peor de todo: había llegado la princesa de Astarac para casarse con el padre del hijo de Jemilla. O con el hombre que todo el mundo consideraba el padre; ello no importaba en aquel momento.

Las cosas se le escapaban más de las manos a cada día que pasaba. Aquella boda no debía celebrarse. Su hijo debía ser reconocido como heredero legítimo. Y si Abeleyn estaba tan cerca de la muerte como todo el mundo suponía, tenía todo el sentido del mundo asegurar la sucesión. ¿Acaso no lo veían? ¿O tendría que obligarles a que lo vieran?

Yacía desnuda sobre la ancha cama de su suite. El breve día había llegado prácticamente a su fin, y la habitación estaba a oscuras, a excepción del resplandor de un fuego en la enorme chimenea que dominaba una pared. Al menos la habían alojado en el palacio. Ya era algo. Estudió su cuerpo a la luz del fuego, recorriéndolo con las manos como haría un hombre con un caballo que quisiera comprar. La hinchazón era ya visible, un bulto que estropeaba la simetría de su silueta, por lo demás perfecta. Frunció el ceño.

Tener hijos. Algo desagradable y doloroso. Y todavía más desagradable cuando una trataba de evitarlo. Recordó la sangre y sus propios gritos la noche en que se deshizo del primer hijo de Richard Hawkwood. No podía haber nada peor que aquello.

Sus pechos se estaban hinchando. Los rodeó con la mano y se pasó los esbeltos dedos por el abdomen hasta llegar adonde nacían los rizos de ébano de su entrepierna.

Se acarició de modo ausente, pensativa. Consideraba su cuerpo un instrumento, una herramienta que emplear con la máxima eficiencia. Era su puerta a una vida mejor, aquella carne y todo lo que contenía.

Se levantó de un salto, se echó sobre los hombros una bata de seda de Nalbeni y caminó descalza hasta la entrada. Un momento de preparación, para ensayar sus palabras, y luego abrió de golpe la pesada puerta.

—¡Aprisa, aprisa! ¡Vosotros!

Había dos guardias, no uno solo. Debía haberlos sorprendido en el cambio de turno.

Ello la hizo vacilar, pero sólo durante una fracción de segundo.

—Hay algo en mi habitación, una rata. ¡Tenéis que venir a ayudarme!

Los dos soldados eran miembros de la guarnición de Abrusio, veteranos de la batalla para reconquistar la ciudad. Eran hombres toscos y sin formación, que ignoraban por qué debían vigilar la puerta de lady Jemilla; sólo les habían ordenado informar directamente de sus movimientos al general Mercado. Retrocedieron, y uno de ellos dijo:

—Avisaré a vuestra doncella.

—No, no, estúpidos. Detesta las ratas tanto como yo. Entrad y matadla, por el amor de Dios. ¿Es que no sois hombres?

Jemilla presentaba un atractivo aspecto descuidado, con un hombro pálido como el marfil reluciendo contra la bata que sostenía sobre sus pechos. Los dos soldados se miraron, y uno de ellos se encogió de hombros. Entraron en los aposentos.

Jemilla los siguió, cerrando la puerta tras de sí. Los soldados miraron bajo la cama y a lo largo de las colgaduras de las paredes.

—Creo que se ha ido, señora —dijo uno de ellos, y luego se calló y se limitó a observar con los ojos muy abiertos. Jemilla había dejado caer la bata, y se mostraba ante ellos espléndidamente desnuda, acariciándose y haciendo ondular su cuerpo como un sauce bajo la brisa.

—Hace tanto tiempo… —dijo—. ¿Queréis ayudarme, por favor?

—Señora… —dijo uno de los hombres, con voz ronca. Levantó una mano como para ahuyentarla.

—Oh, por favor. Hacedlo por mí, sólo esta vez. —Avanzó hacia ellos, que continuaban inmóviles, estupefactos—. Por favor, soldados. Sólo esta vez. Ha pasado tanto tiempo… y nadie lo sabrá.

Los ojos de los hombres se encontraron durante un breve instante, y luego se abalanzaron sobre ella como lobos sobre un cordero.

4

Los hombres se balanceaban sobre la silla cuando los primeros jinetes avistaron Staed.

Corfe ordenó el alto (estaban en mitad de la noche) y, tras ocuparse de sus monturas, los hombres cayeron al suelo y se durmieron sin encender fuegos para calentarse, tras instalar piquetes de vigilancia a cada cien yardas en torno al vivac.

Corfe, Marsch y Andruw avanzaron por el terreno ascendente que les ocultaba a su objetivo, y contemplaron el puerto a la luz de las estrellas. El frío era intenso, y había copos de nieve flotando como plumas ante el viento. El suelo estaba helado, duro como la piedra, lo que constituía una ventaja. Sería mejor para los caballos. No había nada peor que una carga de caballería empantanada en el barro hasta las ancas.

Staed era una ciudad portuaria bastante grande de unos diez mil habitantes, uno de los prósperos asentamientos costeros fundados por los fimbrios siglos atrás, en su intento de poblar lo que hasta entonces había sido una tierra salvaje dominada por las tribus felimbri. La ciudad había progresado. Corfe pudo ver los enormes rompeolas que protegían el puerto y que acunaban en sus brazos más de una veintena de barcos: galeras del mar Kardio, probablemente procedentes de alguno de los sultanatos, y algunas carabelas, los pequeños y manejables barcos que constituían la sangre vital del comercio en el Levangore. Junto al puerto se encontraba la pequeña fortaleza en la que, sin duda, estaría el cuartel general del duque Narfintyr y la sede ancestral de su familia. Se erguía bajo las estrellas, un castillo construido en la época anterior a la artillería. Los muros del momento eran más bajos y gruesos, para resistir los bombardeos. Pero en aquella fortaleza no podía haber trescientos hombres, mucho menos tres mil. ¿Dónde estaban acuartelados?

Permanecieron tumbados sobre la dura tierra mientras el frío les penetraba lentamente y el calor de sus cuerpos era absorbido por las armaduras de metal que llevaban. Era un mundo vasto, estrellado y gélido. Unas pocas luces ardían en Staed y la fortaleza que lo dominaba, pero el resto de la tierra dormida parecía oscura como una caverna.

Aquélla era la tierra de Corfe. Había nacido en la cabaña de un granjero, ni a dos leguas de distancia del lugar donde se encontraba en aquel momento. Había sido el hijo del granjero durante catorce años, antes de seguir a los tercios rumbo al norte, hacia Torunn, y convertirse en soldado. Era la única profesión permitida a los plebeyos de clase más baja en Torunn, atados a la tierra por sus obligaciones hacia los señores feudales.

Los pobres tenían que escoger entre la profesión militar o la servidumbre. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde aquella última mañana en la granja, una época que se remontaba a la juventud del mundo. No había nada familiar en las oscuras colinas, nada que pudiera rememorar. Recordaba sólo a su madre, menuda y paciente, y a su padre, un hombre corpulento y taciturno que trabajaba más que cualquier hombre que hubiera conocido antes o después, y que no había tratado de impedir que su único hijo se hiciera soldado, aunque ello significaría que no habría nadie que pudiera cuidarlo en su vejez.

La vejez. Sus padres habían muerto hacía diez años, agotados tras una vida de trabajo. Muertos en su cuarta década, para que hombres como Narfintyr pudieran cazar, beber buenos vinos y fomentar la rebelión. Así funcionaba el mundo. Era irónico que el hijo del campesino regresara con un ejército dispuesto a destruir al noble. Corfe saboreó la dulzura de aquella idea.

Fue Marsch quien descubrió el campamento enemigo, con su vista de águila. Una extensión de hogueras al sur de la ciudad, en la ladera de una colina. Carecían de cualquier forma o regularidad, y podían haber sido chispas caídas de la forja de algún dios celestial. Corfe las contempló, algo desconcertado.

—Ninguna disciplina. El campamento ocupa casi media milla. ¿En qué estarán pensando sus oficiales?

—Hay gente en el castillo —dijo Andruw en voz baja—. Luces, y cosas así. ¿Creéis que Narfintyr estará allí, o en el campamento con sus hombres?

—Es una noche muy fría —dijo Corfe con una sonrisa—. Si tú pertenecieras a la antigua nobleza, ¿dónde estarías? Y si sus oficiales superiores se han resguardado del frío igual que él, eso explicaría la relajación de los soldados en el campamento. Pero, ¿acaso no sabe que se le acerca un ejército? Es una negligencia criminal por su parte dormir separado de sus hombres, aunque sea un noble estúpido.

—Hemos recorrido sesenta millas en las últimas dieciocho horas —recordó Andruw a Corfe—. Es posible que les hayamos ganado un día de marcha. Tal vez esperan sólo a la columna de Aras, que todavía está a veinticinco leguas por detrás de nosotros, una semana más a su paso.

Corfe lo consideró. Cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que debía moverse de inmediato. Si retrasaba un solo día el ataque, había muchas posibilidades de que sus hombres fueran descubiertos, y perdería la ventaja de la sorpresa, que resultaba vital en semejante inferioridad numérica.

—Atacaremos esta noche —dijo.

—No puedes hablar en serio —gimió Andruw—. Los hombres no han dormido en dos días. Acaban de completar una marcha forzada infernal. ¡Por el amor de Dios, Corfe, son de carne y hueso!

—Precisamente para proteger sus huesos quiero atacar esta noche. Podrán dormir todo lo que quieran cuando hayamos derrotado a los hombres de Narfintyr.

—El coronel tiene razón —dijo Marsch—. Ahora los tenemos donde más nos conviene. Es posible que algo así no vuelva a ocurrir. Tiene que ser esta noche.

—Sangre de Dios, sois un par de devoradores de fuego —dijo Andruw, resignado—.

Así pues, ¿cuál es el plan, Corfe?

El coronel calló unos segundos, observando el irregular grupo de hogueras que formaban el campamento enemigo. Estaba sobre una colina (al menos habían tenido el sentido común de escoger un terreno elevado), pero, si se esforzaba, podía distinguir una oscuridad más profunda en las tinieblas al extremo opuesto del campamento. Un bosquecillo. Probablemente, habían acampado cerca de él por la disponibilidad de leña.

Una idea tomó forma en la mente de Corfe. Finalmente, dijo:

—¿Has cazado jabalíes en un bosque alguna vez, Andruw?

Las estrellas giraban en sus órbitas, y el frío se intensificó. Tardaron dos horas en poner los escuadrones en posición. Los hombres se tambaleaban de agotamiento, la mitad de ellos a pie de acuerdo con el plan de Corfe. Era una de las maniobras de campo más agotadoras y difíciles, pensó Corfe, sentado sobre su caballo esperando a que sus hombres ocuparan sus posiciones. Una noche de marcha, con el cuerpo y la mente ebrios de agotamiento. En aquellas condiciones, los hombres eran capaces de dormirse andando, despertando de golpe cuando las rodillas les flaqueaban. Y podían empezar a ver luces brillantes y alucinaciones en la noche. Sombras convirtiéndose en seres vivos, árboles moviéndose y caminando. Él mismo lo había sufrido. Esperaba no haber llevado demasiado lejos a sus obedientes salvajes.

Tenía cuatro escuadrones a su alrededor, doscientos hombres montados e inmóviles como estatuas mientras sus caballos exhalaban pálidas columnas de humo en el gélido aire nocturno. Se sintió agradecido por los caballos de reserva. Todos los hombres iban montados en una montura relativamente fresca. Sólo había diez hombres en el campamento, con el resto de los caballos y la intendencia. Como siempre, lo estaba apostando todo a una sola tirada de los dados. No tenía hombres suficientes para hacerlo de otro modo.

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