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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Las guerras de hierro (4 page)

BOOK: Las guerras de hierro
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Aquél era el sonido que empezó a oír y no pudo explicarse. Era un sonido que no había oído nunca en su vida, compuesto del rechinar de madera y cuero, el tintineo del metal sobre metal y el crujido de la nieve aplastada.

Pies. Diez mil pies marchando al unísono sobre la nieve produciendo una especie de trueno grave, algo más bien sentido que oído, como un zumbido en los huesos.

Albrec abrió los ojos y descubrió que estaba vivo.

Se sintió totalmente confundido durante un minuto. Nada a su alrededor le resultaba familiar. Se encontraba dentro de algo que se balanceaba, se sacudía y avanzaba dando bandazos. Había un toldo de cuero sobre su cabeza, con fragmentos de luz insoportablemente brillante filtrándose por las rendijas aquí y allá. Estaba envuelto en pieles, hasta tal punto que apenas podía moverse. Se sentía desconcertado, y no pudo pensar en ningún acontecimiento que le hubiera llevado a aquella situación.

Se incorporó, y su cabeza estalló en dolorosos puntos de luz, obligándole a cerrar los ojos. Consiguió sacar un brazo de las coberturas para frotarse la cara (había algo en ella, algo extraño y sibilante en su forma de respirar), y la mano apareció vendada con lino limpio. Pero había algún problema en su forma. Estaba…

Parpadeó para ahuyentar las lágrimas de sus ojos y trató de flexionar los dedos. Pero no pudo, porque ya no estaban allí. Tenía pulgar, pero no había nada más allá de los nudillos. Nada.

—Dios misericordioso —susurró.

Levantó la otra mano. También estaba vendada, pero allí sí tenía dedos, gracias a los benditos santos. Algo que mover, algo con que tocar. Le cosquillearon al moverlos, como si volvieran a la vida después de un largo sueño.

Se palpó la cara, cerrando absurdamente los ojos, como si no deseara ver lo que el tacto pudiera decirle. Sus labios, su barbilla y sus dientes estaban en su sitio, y sus ojos también. Pero…

La respiración salía silbando del agujero que había sido su nariz. Pudo tocarse el hueso. La parte carnosa del apéndice había desaparecido, y ya no había fosas nasales.

Debía parecerse al agujero en el rostro de una calavera.

Volvió a tumbarse, demasiado conmocionado para llorar, demasiado perdido para preguntarse qué había ocurrido. Recordaba sólo fragmentos de horror procedentes de una tierra onírica y lejana. La sonrisa siniestra y llena de colmillos de un licántropo. La oscuridad de las catacumbas subterráneas. La terrible blancura de una ventisca, y luego nada en absoluto. Excepto…

Avila.

Y todo regresó a él con la velocidad y la fuerza de una revelación. Estaban huyendo de Charibon. ¡El documento! Se palpó frenéticamente la ropa. Pero su hábito había desaparecido. Iba vestido con un camisón de lana y medias largas, también de lana.

Apartó las pieles y se arrastró sobre ellas, sufriendo una sacudida cuando el vehículo que lo transportaba se balanceó. Forcejeó con los nudos que mantenían cerrado el toldo de cuero a sus pies, mientras las lágrimas hacían finalmente su aparición junto con la comprensión de lo ocurrido. Avila y él habían sido capturados por los inceptinos. Debían de estar regresando a la ciudad monasterio. Serían quemados como herejes. Y el documento había desaparecido. ¡Desaparecido!

El toldo se abrió cuando tiró de los cordeles con su única mano hábil, y Albrec cayó de cabeza contra la nieve pisoteada.

Cerró los ojos. Sintió un aliento cálido en su mejilla, y algo suave como el terciopelo le acarició el arruinado rostro.

—¡Apártate de ahí, bruto! —dijo una voz, y la nieve crujió junto a él. Albrec abrió los ojos para descubrir una silueta negra inclinada sobre él, y detrás la terrible brillantez cegadora del sol sobre la nieve.

Otra sombra. Las dos se convirtieron en hombres, que lo agarraron por los brazos y lo pusieron en pie. Se sentía tan confuso como un búho a la luz del día.

—Vamos, sacerdote. Estás deteniendo a la columna —dijo uno de ellos con tono hosco. Entre los dos trataron de volver a meterlo en la carreta cubierta donde vio que había estado viajando. Detrás de ellos había otra carreta igual, conducida por una mula inquisitiva, y detrás un centenar más, y un millar de hombres que dibujaban una serpiente oscura de figuras en la nieve, formados en hileras y con picas en los hombros. Una gran multitud de hombres en pie sobre la nieve esperando a que se aclarara la obstrucción y la carreta empezara a moverse de nuevo.

—¿Quiénes sois? —preguntó débilmente Albrec—. ¿Qué es esto?

Lo apoyaron en la parte trasera del carro, y uno de ellos desapareció para tomar el arnés de su mula. Emprendieron de nuevo la marcha. La columna se puso en movimiento.

No había habido conversaciones, ni gritos ante el retraso, nada más que paciencia y una brusca eficacia. Albrec vio que el segundo hombre que lo había ayudado, igual que el primero, llevaba unas botas de cuero forradas de piel que le llegaban hasta las rodillas, y una capa negra que parecía casi clerical, con su capucha y mangas cortadas. Iba armado con una sencilla espada corta, que colgaba de un tahalí en su hombro. Atado al arnés de la mula que conducía había un arcabuz, cuyo cañón de hierro parpadeaba con la intensidad de un relámpago bajo el sol, y a su lado un pequeño yelmo de acero y un par de guanteletes de metal lacados en negro.

El hombre llevaba el pelo muy corto, y era ancho de espaldas y constitución poderosa bajo la capa. Una barba dorada de varios días le relucía en la barbilla, y su rostro estaba sofocado y enrojecido, bronceado por días y semanas al aire libre.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Albrec.

—Mi nombre es Joshelin de Gaderia, vigésimo sexto tercio. El de Beltran.

No dio más detalles, y pareció creer que aquello bastaría para responder a las preguntas de Albrec.

—Pero, ¿qué eres? —preguntó Albrec, en tono quejumbroso.

El hombre llamado Joshelin le dirigió una mirada furiosa.

—¿Qué es esto? ¿Una adivinanza?

—Perdóname, pero… ¿eres un soldado de Almark? ¿Un… un mercenario?

Los ojos del hombre se iluminaron de indignación.

—Soy un soldado fimbrio, sacerdote, y estás en medio de un ejército fimbrio, de modo que yo en tu lugar tendría cuidado antes de emplear palabras como «mercenario».

La estupefacción de Albrec debió notársele en el rostro, porque el soldado continuó hablando con menos brusquedad:

—Hace cuatro días que os recogimos, a ti y al otro clérigo, y os salvamos de los lobos y la congelación. Está en el carro detrás de mí. Se encontraba en mejor estado que tú.

Todavía tiene cara, en cualquier caso; sólo ha perdido unos cuantos dedos de los pies y las puntas de las orejas.

—¡Avila! —exclamó Albrec, regocijado. Empezó a bajar otra vez del carro, pero la dura mano de Joshelin contra su pecho le detuvo.

—Está dormido, igual que tú. Deja que recupere la consciencia a su debido tiempo.

—¿Adónde vamos, si no es a Charibon? ¿Por qué vuelven a marchar los ejércitos fimbrios? —Albrec había oído rumores en Charibon de aquellos hechos, pero los había desestimado como fantasías de novicio.

—Parece que vamos a defender el dique de Ormann —dijo brevemente Joshelin, y escupió en la nieve—. La fortaleza que nosotros mismos construimos. Recogeremos el escudo donde lo dejamos hace tantos años. Y me extrañaría que nos dieran las gracias por ello. La gente confía en nosotros tanto como en los inceptinos. Sin embargo, es una oportunidad para volver a luchar contra los paganos. —Cerró la boca de golpe, como si creyera que estaba hablando demasiado.

—El dique de Ormann —dijo Albrec en voz alta. El nombre parecía surgido de la historia y la leyenda. La gran fortaleza oriental que nunca había caído ante ningún asalto.

Estaba en el norte de Torunna. Se dirigían a Torunna.

—Tengo que hablar con alguien —dijo—. Debo saber qué ocurrió con nuestras pertenencias. Es importante.

—¿Has perdido algo, sacerdote?

—Sí. Te digo que es importante. No puedes imaginarte cuánto.

—No sé nada de eso —dijo Joshelin, encogiéndose de hombros—. Siward y yo recibimos la orden de cuidar de vosotros dos, eso es todo. Creo que quemaron vuestros hábitos; no valía la pena conservarlos.

—Oh, Dios —gimió Albrec.

—¿Qué es, una reliquia o algo parecido? ¿Es que llevabas piedras preciosas cosidas al hábito?

—Era una historia —dijo Albrec, con los ojos secos y doloridos—. Era sólo una historia.

Regresó a la oscuridad de la carreta cubierta.

Los fimbrios siguieron marchando hasta bien entrada la noche, y cuando se detuvieron construyeron un campamento en forma de cuadrado hueco, con las carretas de intendencia y las mulas en el centro. Se clavaron estacas afiladas en el suelo, para crear una valla en tono al campamento, y se enviaron grupos de hombres fuera del perímetro para recoger leña. Albrec recibió una capa y botas de soldado (demasiado grandes para él), y lo sentaron junto a una hoguera. Joshelin le arrojó pan, queso duro y un odre de vino, y se dirigió a cumplir con su deber de centinela.

El viento empezaba a arreciar, aplanando las llamas del fuego. En la oscuridad, otras hogueras trazaban un brillante dibujo sobre la tierra nevada, y el peso de las montañas era perceptible en todos los horizontes, una presencia impresionante a través de cuyos picos las nubes se retorcían como harapos al viento. El campamento fimbrio estaba envuelto en un silencio inquietante, salvo por el bramido ocasional de alguna mula. Los hombres junto a las hogueras hablaban en voz baja mientras se pasaban las raciones, pero la mayoría se limitó a comer, envolverse en sus pesadas capas y acostarse en el suelo. Albrec se preguntó cómo lo soportaban: las pesadas marchas, las raciones cortas, los ratos de sueño sobre la tierra congelada y sin techo sobre su cabeza. Su dureza lo asustaba un poco. Había visto soldados antes, por supuesto, la guarnición de almarkianos en Charibon, y los Caballeros Militantes. Pero aquellos fimbrios eran algo distinto. Había algo casi monástico en su ascetismo. No podía imaginar cómo serían en el campo de batalla.

—Agarrado al vino, como de costumbre, ya veo —dijo una voz, y Albrec apartó la vista del fuego.

—¡Avila!

Su amigo había sido el inceptino más atractivo de Charibon. Sus rasgos seguían siendo hermosos, pero su rostro parecía castigado y demacrado, incluso con una sonrisa.

Algo le había sido arrebatado, alguna faceta propia de la juventud. Cojeaba como un anciano, y estuvo a punto de derrumbarse junto a su amigo, envuelto en una capa de soldado como Albrec, y con los pies envueltos en vendajes.

—Bien hallado, Albrec. —Y luego, cuando la luz del fuego cayó sobre el rostro del diminuto monje—: ¡Dulce Dios del cielo! ¿Qué te ha pasado?

—Congelación —dijo Albrec, encogiéndose de hombros—. Parece que tú fuiste más afortunado que yo. Sólo unos cuantos dedos de los pies.

—¡Dios mío!

—No tiene importancia. Tampoco es que tengamos esposas o novias. Avila, ¿sabes dónde estamos y con quién?

Avila seguía mirándolo fijamente. Albrec no pudo sostener su mirada. Sintió un deseo irrefrenable de cubrirse la cara con la mano, pero se dominó y, en lugar de ello, entregó el odre de vino a su amigo.

—Toma. Parece que lo necesitas.

—Lo siento, Albrec. —Avila tomó un largo trago del odre, aplastándolo por los costados de modo que el vino le penetrara profundamente en la garganta. Bebió hasta que el oscuro líquido le rebosó de la boca, y luego un poco más. Finalmente se secó los labios.

—Fimbrios. Parece que nuestros salvadores son fimbrios. Y marchan hacia el dique de Ormann.

—Sí. Pero lo he perdido, Avila. Han cogido el documento. Nada más importa.

Avila estudió sus manos, apretadas en torno al odre de vino. La carne se había pelado en algunos lugares, y los dorsos estaban llagados.

—El frío —murmuró—. No tenía ni idea. Es como lo que nos contaron de la lepra.

—¡Avila! —siseó Albrec.

—El documento, ya lo sé. Bueno, ha desaparecido. Pero estamos vivos, Albrec, y tal vez no nos quemen. Da gracias a Dios por eso al menos.

—Y la verdad seguirá enterrada.

—Prefiero que sea ella la enterrada y no yo, para ser franco.

Avila no quería mirar a su amigo a los ojos. Parecía algo acobardado por lo que acababan de pasar. Albrec sintió deseos de sacudirlo.

—No pasa nada —dijo el inceptino, con una sonrisa torcida—. Estoy seguro de que superaré este deseo de vivir.

Había soldados a su alrededor junto al fuego, que los ignoraban como si no existieran.

Casi todos dormían, pero al momento siguiente los que estaban despiertos se pusieron en pie y permanecieron rígidos como estatuas. Albrec y Avila levantaron la vista para ver a un hombre con una banda escarlata en la cintura, en pie a su lado con una simple túnica de soldado. Llevaba un bigote en torno a la boca, que relucía con un resplandor rojizo a la luz del fuego.

—Descansad —dijo a sus hombres, que volvieron a dejarse caer al suelo. El recién llegado tomó asiento con las piernas cruzadas junto a los dos monjes.

—¿Puedo pediros un trago de vino? —preguntó.

Lo miraron sin saber qué decir. Finalmente Avila reaccionó, y contestó en su mejor tono gélido de aristócrata:

—Desde luego, soldado. Tal vez entonces nos dejarás tranquilos. Mi amigo y yo tenemos asuntos importantes que tratar.

El hombre tomó un buen trago del odre de vino y se secó las gotas del bigote.

—¿Cómo os encontráis?

—Hemos estado mejor —dijo Avila, todavía en tono altanero, la viva imagen del inceptino dirigiéndose a un humilde soldado—. ¿Puedo preguntar quién eres?

—Puedes —dijo el hombre, impasible—. Pero es posible que decida no decírtelo.

Resulta que mi nombre es Barbius, Barbius de Neyr.

—Entonces, Barbius de Neyr, tal vez quieras dejarnos tranquilos, ahora que ya has tomado tu trago de vino. —La altivez de Avila se estaba quebrando. Empezaba a hablar con voz aguda. El hombre se limitó a mirarlo con una ceja enarcada.

—¿Eres un oficial? —preguntó Albrec, contemplando la banda escarlata del hombre.

—Podrías decirlo así. —En la oscuridad, un soldado invisible soltó una risita medio ahogada.

—Tal vez puedas decirnos qué les ocurrió a nuestras pertenencias, entonces —dijo Avila—. Parecen haberse extraviado.

El hombre sonrió, pero sus ojos tenían el brillo de un mar de hielo, sin ningún rastro de humor que los animara.

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