—Cualquiera pensaría que merecemos un poco de gratitud. Mis hombres, después de todo, os salvaron la vida.
—Por lo que estamos debidamente agradecidos. Y nuestras cosas, ¿dónde están?
—A salvo en la tienda del comandante del ejército, no temáis. Mi turno para preguntar.
¿Por qué huíais de Charibon?
—¿Qué te hace pensar que estábamos huyendo? —replicó Avila.
—¿Tal vez estabais dando un paseo vigorizante por la ventisca, entonces?
—No es asunto tuyo —espetó el joven inceptino.
—Oh, sí que lo es. Os salvé la vida. Ahora seríais carne congelada devorada por los lobos si mis hombres no os hubieran encontrado. Creo que me debéis una respuesta a las preguntas que desee formularos, además de cierta cortesía en los modales.
Los dos monjes permanecieron en silencio unos segundos. Fue Albrec quien habló finalmente.
—Disculpa nuestra falta de modales. Os estamos muy agradecidos por nuestras vidas, pero hemos soportado mucha tensión últimamente. Sí, huíamos de la ciudad monasterio. Era un asunto interno, una… una lucha por el poder en la que nos vimos implicados, aunque no por culpa nuestra. Además, había un componente herético…
—Estoy intrigado —dijo el fimbrio—. Continúa.
—Salvé de la destrucción ciertos textos prohibidos —dijo Albrec, con la mente funcionando a toda velocidad mientras tejía la mezcla de mentiras y medias verdades—.
Fueron descubiertos, y tuvimos que huir o ser quemados como herejes. Eso es todo.
Barbius asintió.
—Eso pensé. El texto que llevabais con vosotros… ¿es uno de esos documentos heréticos?
El corazón de Albrec dio un salto.
—Sí, sí, lo es. ¿Sigue existiendo, entonces?
—El mariscal lo tiene en su tienda, como te he dicho. —Pareció perder el interés por ellos. Su mirada se dirigió a las hogueras circundantes, donde sus hombres yacían agotados cerca de las llamas—. Debo irme. Visitad la tienda del mariscal por la mañana y recuperaréis vuestras pertenencias. Podéis quedaros con la columna todo el tiempo que deseéis, pero os advierto una cosa: nos dirigimos al dique de Ormann, y cuanto más tiempo paséis con el ejército, peores se pondrán las carreteras y más difícil os será encontrar vuestro camino en la espesura.
—Si pudierais prestarnos un par de mulas, nos marcharíamos por la mañana —dijo Albrec con vehemencia.
Los ojos fríos de Barbius contemplaron al monje con aire calculador.
—¿Adónde iréis?
—A Torunn.
—¿Por qué?
Albrec se sintió momentáneamente confundido, seguro de que había dicho demasiado o revelado algo indebido. Flaqueó, y fue Avila quien habló, con la voz rezumando desprecio.
—Pues para unirnos a Macrobius y sus compañeros herejes, por supuesto. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, como suele decirse. Es un mundo duro, soldado.
Incluso los clérigos hemos de espabilarnos lo mejor que podamos.
Barbius volvió a sonreír.
—Desde luego. Os veré por la mañana, entonces. —Se levantó ágilmente, y fue Avila quien lo llamó cuando se volvía para irse.
—¡Espera! ¿Dónde está la tienda de ese comandante? ¿Cómo la encontraremos?
Este campamento es tan grande como una ciudad.
El fimbrio se encogió de hombros, alejándose.
—Preguntad por el cuartel general de Barbius de Neyr. Está al mando de este ejército, o eso me han dicho.
—Esto no me gusta, señora —estaba diciendo Brienne mientras se afanaba con las agujas del cabello de Isolla—. Nadie me cuenta nada, ni siquiera los pajes.
—Si no te hacen confidencias a ti, realmente hay algo que va mal en el mundo —dijo Isolla con sarcasmo—. Ya basta, Brienne. No puedo soportar que me atosigues.
—Tenéis que causar buena impresión —dijo Brienne con obstinación—. ¿O queréis que esos hebrioneses piensen que habéis salido de una corte de provincias, donde las damas todavía llevan el cabello suelto sobre los hombros?
Isolla sonrió. A veces era imposible discutir con su doncella. Brienne era muy presumida, menuda y esbelta, con el cabello color ala de cuervo y brillantes ojos castaños. Su piel poseía la palidez inmaculada que Isolla tanto había deseado, y con un movimiento de su dedo meñique era capaz de hacer que los hombres volvieran la vista y empezaran a tartamudear. Pero no era una cabeza hueca. Tenía sentido común, y era lo más parecido a un amigo que Isolla había tenido nunca, sin contar a su hermano Mark. El rey Mark, que amaba a su hermana y que la había enviado allí para casarla con un hombre del que apenas sabía nada. Un hombre que estaba misteriosamente ausente.
—¿No creerás que ha muerto, verdad? —preguntó a Brienne.
—No, señora. No ha muerto. Me atreví a sugerírselo a una de las cocineras, y estuvo a punto de atizarme en la cabeza con un cucharón. El personal de palacio es muy susceptible. No, creo que le ocurrió algo en la batalla para reconquistar la ciudad. Fue herido, eso está claro, pero nadie sabe o nadie quiere decirnos si está grave. Es inquietante. Estuve en Abrusio de pequeña (ya sabéis que mi familia procede de Imerdon), y era un lugar abigarrado, rebosante de extranjeros y paganos, donde todo podía conseguirse por un precio. Ahora es distinto. Todo aquello ha desaparecido.
—La guerra suele estropear las cosas —dijo Isolla, estudiando su imagen en el espejo del tocador—. Es suficiente, Brienne.
—¿No queréis polvos, señora?
—Por enésima vez, no. No dejaré que me pintes como a una muñeca, ni siquiera para un rey.
Brienne frunció los labios con aire de reproche, pero no dijo nada. Era totalmente leal a su señora, la mujer que había sido amable con una simple fregona y la había elevado al rango de ayuda de cámara. Sabía hasta qué punto Isolla era consciente de su fealdad, y sufría por ella cuando las demás damas de la corte susurraban tapándose la boca. La princesa de Astarac montaba a caballo tan bien como un hombre, andaba como un hombre y hablaba con la franqueza de un hombre. Y leía libros, se rumoreaba que a centenares. Un comportamiento poco propio de una mujer noble. Pero el rey Mark no toleraba que nadie criticara los excéntricos modales de su hermana, e incluso se rumoreaba que hablaba de política con ella en la intimidad de sus aposentos. ¡Hablar de política con una mujer! No era natural.
A Brienne la afectaban las críticas de las otras mujeres más intensamente que a su señora, que había dejado de inmutarse por ellas mucho tiempo atrás. Le hubiera gustado ver a su señora feliz, casada y con hijos. Todo lo que una mujer debería tener. Pero sabía que para Isolla en la vida había muchas más cosas, no sólo por haber nacido princesa sino por la clase de mujer que era.
Hubo una llamada a la puerta. Isolla se levantó ágilmente del tocador y dijo:
—Adelante.
Entró un paje vestido con la librea escarlata de Hebrion. Se inclinó.
—Señora, el mago Golophin solicita ser admitido.
—¿Golophin? —Isolla frunció el ceño durante un instante—. Sí, por supuesto. Hazle pasar. —Y cuando la puerta se hubo cerrado, añadió—: Aprisa, Brienne. Le gusta el vino.
Y trae unas olivas.
Su doncella corrió a la antesala mientras Isolla se preparaba. Golophin, el mentor y profesor de Abeleyn, y, según había oído, su amigo más íntimo. Tal vez iba a descubrir qué era lo que aquejaba al invisible rey de Hebrion.
Golophin entró sin más ceremonia que una inclinación de cortesano. Ella se sintió impresionada por el aspecto disecado de su carne. El hombre no era más que un esqueleto animado. Sus ojos, sin embargo, no perdían ningún detalle.
—Gracias por recibirme de modo tan informal, señora —dijo el anciano mago. Tenía la voz profunda de un cantante u orador, totalmente impregnada de música.
Se sentaron y se contemplaron durante un momento mientras entraba Brienne con el vino y las olivas. La mirada de Golophin era franca y abierta. «Me está estudiando», pensó Isolla. «Se está preguntando hasta qué punto puede confiar en mí».
El anciano mago llenó los dos vasos, la saludó con un movimiento del suyo y luego lo vació de un trago para servirse otro. Isolla tomó un sorbo del suyo, disimulando su sorpresa.
Golophin sonrió.
—Trato de recobrar mis fuerzas perdidas, señora, y tal vez también de olvidar cómo las perdí. No me hagáis caso.
Ella apreció su sinceridad, y siguió sentada sin decir nada. De algún modo, comprendía que era mejor que no intentara entablar una conversación intrascendente.
—¿Los aposentos son de vuestro agrado? —preguntó Golophin con aire ausente.
Le habían asignado una gran suite solitaria que había pertenecido a una antigua reina hebrionesa, tal vez la madre de Abeleyn. Las habitaciones eran espantosas, con tapices, colgaduras e imágenes devotas de santos. El mobiliario era enorme, pesado y oscuro. El lugar parecía un mausoleo. Pero Isolla asintió y dijo:
—Son muy hermosos.
—A mí nunca me gustó este lugar —admitió el mago—. Bellona, la madre de Abeleyn, era una buena mujer, pero algo austera. Veo que habéis retirado los cortinajes de los balcones. Eso es bueno. Deja entrar el poco sol que hay en este mes tan oscuro.
Vació otro vaso de vino. Isolla pensó que no era el tercer ni el cuarto vaso que bebía aquella mañana.
—Os recuerdo de niña —dijo Golophin—. Una criatura pequeña y paciente. Abeleyn os apreciaba, pero tenía la crueldad de todos los niños. Espero que no le guardéis rencor.
—Por supuesto que no —dijo ella, muy fríamente.
—Tenéis una cabeza bien amueblada, señora, o eso me han dicho —dijo el mago con una sonrisa—. Por eso estoy aquí. Si fuerais la típica princesa cabeza de chorlito, no os diríamos nada más que lo que deseáramos haceros creer. Pero tengo la sensación de que no bastará con eso. Por eso estoy dispuesto a hacer lo que voy a hacer.
«Ah», pensó ella, y se enderezó.
—Brienne, déjanos solos.
Su doncella abandonó la habitación con una mirada lastimera. Golophin se levantó de su silla y recorrió la estancia como un enorme murciélago cadavérico, con su capa flotando detrás de él. No; era más bien un ave rapaz, tal vez un halcón hambriento.
Incluso sus movimientos eran rápidos y económicos como los de un ave, pese al vino que había bebido.
Se dirigió a la pared opuesta, apartó el horrible tapiz que allí colgaba y empujó la piedra con fuerza. Hubo un chasquido y apareció una abertura, que se ensanchó rápidamente hasta convertirse en un umbral.
Isolla jadeó.
—Magia.
Golophin se echó a reír.
—No. Ingeniería. El palacio está lleno de puertas ocultas y pasajes secretos. Ahora debéis acompañarme.
Isolla vaciló. No le gustaba el aspecto de la entrada que el mago le señalaba. Podía conducir a cualquier parte. ¿Habría algún tipo de conspiración en marcha?
—Confiad en mí —dijo suavemente Golophin. Y entonces ella observó el sufrimiento en sus ojos. Había en ellos un dolor que el mago tenía encerrado tan herméticamente como a los genios embotellados en los mitos orientales. Pese a sí misma, se levantó y se reunió con él en la puerta secreta.
—Os llevaré a conocer a vuestro prometido —dijo el mago, y la precedió hacia la oscuridad.
Isolla había visto antes fuego mágico, de pequeña, y reconoció la bola que flotaba sobre la cabeza de Golophin en la oscuridad, iluminando el camino. Pero era una luz débil, como la de una llama consumida prácticamente hasta el pabilo. De repente comprendió que el anciano mago sufría algún tipo de lesión; algo le había privado de su fuerza, reduciéndolo a una caricatura de lo que había sido. Supuso que la guerra le había afectado de algún modo.
El pasaje que recorrían era uniforme y construido con losas encajadas. Ascendía y zigzagueaba como una serpiente. Había otras puertas a los lados, e Isolla supuso que debían de dar acceso a más estancias. Era consciente de que, pese a su condición de extranjera, le estaban revelando algunos de los secretos del palacio. Pero, de todos modos, pronto sería la reina de Hebrion.
Se detuvieron. El fuego mágico se apagó y se oyó un rechinar de piedra. Isolla siguió la flaca espalda del mago a través de otra puerta baja como la de sus aposentos, y se encontró en una estancia de techo alto, casi totalmente a oscuras. Había una hilera de velas altas ardiendo junto a la enorme y ornamentada cama de cuatro columnas, y pudo distinguir en la penumbra el brillo de las armas colgadas en las paredes. Mapas, libros, y más tapices horribles. Una mesita de noche con una jarra y jofaina de plata. Y, grabadas o incrustadas por todas partes, las armas reales de Hebrion. Estaba en los aposentos del rey.
—Hablad con normalidad. Sin susurros —le dijo Golophin—. Está lejos, pero no se ha ido, no del todo. Es posible que una voz nueva le llegue con más facilidad que las que le son más familiares.
—¿Qué…? —Pero Golophin la tomó del brazo y la condujo junto a la enorme cama.
El rey. Los ojos horrorizados de Isolla captaron en un instante lo que quedaba de él, y se cubrió la boca con la mano. Aquella cosa iba a ser su esposo.
Golophin la observaba. Isolla percibió en él cierto enfado protector no demasiado lejos de la superficie. Se apartó la mano del rostro y tocó la de Abeleyn sobre la almohada.
Identificó sus rasgos, el cabello moreno tan espeso como siempre pese a las hebras de gris. El rostro que había conocido bronceado por el sol estaba tan pálido como las sábanas que lo rodeaban. Se sorprendió al sentir dolor, no por sí misma, destinada a casarse con aquella ruina humana, sino por Abeleyn, el muchacho vital al que había conocido, que le había tirado del pelo y le había dicho cosas crueles sobre su nariz. No merecía acabar de aquel modo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó, incómoda por el escrutinio de ave rapaz de Golophin.
—Un proyectil. Uno de los nuestros, que Dios nos ayude, y cuando la batalla estaba ya ganada. Conseguí cauterizar los muñones, pero estaba ya agotado y no pude hacer más. Haría falta una gran labor de teúrgia para curarlo por completo, algo que no estaría seguro de poder conseguir ni siquiera con todas mi fuerzas. De modo que aquí está, con la mente en algún limbo inimaginable que no puedo alcanzar. Hemos tratado de localizar con discreción a algunos rimadores mentales, pero los que no fueron asesinados bajo el régimen de Sastro di Carrera huyeron a los confines de la tierra. El dweomer no puede ayudar a Abeleyn. Es su propia voluntad quien debe salvarlo, y el calor humano que podamos darle. —En aquel punto, lanzó una mirada furiosa a Isolla, como si la retara a contradecirlo.