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Authors: Concha Alós

Las hogueras (12 page)

BOOK: Las hogueras
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—Sibila, qué solos estamos! ¿Verdad? Es difícil escapar de la soledad.

Ella no supo qué decirle ni le importaba. Estaba herida. Hondamente herida.

El puro disparate comenzó entonces. Salió de la habitación de su marido dando un portazo. Se encerró en la suya con llave. Puso detrás de la puerta un sillón. Arrastró hacia allí el que le pareció más pesado. Seguramente quería imaginar que alguien, muy fuerte, podía echar la puerta abajo. Se echó en la cama, con la cara apretada contra el colchón. Archibald llamó a la puerta. Con voz suave, baja, decía:

—Abre, mujer. No seas criatura.
        
.

Y ella se mordía los labios, convertida en un gran latido.
Ni piel, ni carne, ni venas.
Un gran latido caliente.

Alguna vez había oído decir que en París funcionaron durante un tiempo unos burdeles para mujer. Que tuvieron que cerrarlos porque sólo iban las prostitutas. Que la idea de comprar el placer no se avenía con la psicología de la mujer, porque la mujer quiere ser comprada, mandada, enajenada.

Y ella pensaba que debería existir esa costumbre, ese acuerdo con la sociedad. Bastante sujeta estaba la hembra humana a ese ser fatuo que se considera superior y dicta las leyes. Además, tiene que andar persiguiéndolo, comiéndose el orgullo, para acostarse con él.

Iba a hacerse de noche. Un día más. Y su condena no tenía fin. No tenía marcada una fecha con el final. Si así fuera, ella iría apuntando en un calendario cada día que pasara, lo suprimiría poniéndole encima una gran aspa roja, ancha.

Revolvió la ropa de su armario. Debajo del todo, en el cajón donde guardaba sus bragas, tenía el sobre. De dentro sacó el dinero. Billetes. Billetes grandes, verdes, los contó: uno, dos… Eran hermosos, nuevos. Tenía veinte. Se los había robado a su marido poco a poco. Sin que él se diera cuenta. De todas formas, era más justo que se aprovechara ella que no aquellas zarrapastrosas de la playa.

Iba a hacerse de noche. El pueblo comenzó a iluminarse. El bar de Mostaxet y, dos casas más allá, la casa de la Forta. Con los cristales limpios, brillantes.

Daniel, el Monegro, iba a dormir con la Forta, que tenía la cara estúpida y unos pechos redondos que enseñaba casi completamente por el escote. Y ella le regalaba toda la noche. Cuando estaba el Monegro no recibía ni al rico aquel de Muro que venía los viernes adrede.

El Monegro, la Forta… La cabeza le daba vueltas, empezó a imaginar escenas absurdas, obscenas, hasta que se le quedaron los labios secos.

16

En la tremenda calma de la tarde de Viernes Santo solamente hay un reloj seguro: el mar.

Se levanta, después se aquieta, quedándose como una lámina horizontal, una lámina de un metal brillante que se pegara al cielo. Al atardecer se alborota otra vez, poniéndose oscuro. Se queda al fin negro, como un gran animalote, inmenso, mojado, reluciente. Brama sordamente lamiendo la arena, escondido, oculto; hasta que por fin sale la redonda luna para iluminarlo, denunciarlo, partida en luces dentro de él.

Asunción Molino está escribiendo una carta. Lee lo que ha escrito y sonríe. Es una carta para Pablo. Pablo Fontanals. Viene esta tarde y en realidad la carta es innecesaria, pero Asunción ha sentido la necesidad de escribir y lo ha hecho. Al fin y al cabo, esto de la escritura es un lujo, una voluptuosidad que puede satisfacer.

Por los vidrios del balcón se ven las acacias y las moreras del jardín de la Residencia, llenas de hojas tiernas, recién nacidas, pegajosas como el ala de un insecto que acaba de salir de su cápsula, del recogimiento de su ninfa.

La habitación de Asunción Molino está a estas horas llena de sol, un sol tibio que se extiende silencioso por los ladrillos y toca su mesa de trabajo, dibujando un triángulo alargado en la colcha de su cama. Asunción piensa que es hermoso poder estar tranquila, escribiendo en una cuartilla palabras, pensamientos.

En el reloj de Asunción son las tres y media. Hace sólo unos momentos que ha escapado del comedor. Un comedor abarrotado ahora de personas que aprovechan la Semana Santa para viajar, para concederse un descanso, para cumplir con una luna de miel retrasada por los negocios. Y Telmo Mandilego preside en su mesa sobre la tarima, con la campanilla cerca de la mano.

Por el pasillo se oye un galopar, gritos, risas. El suelo retumba. Una llave vacila y, al fin, encuentra la cerradura. La persona que ha entrado en la habitación de al lado separada sólo por un tabique de la de Asunción, cierra de nuevo de golpe. La puerta parece estallar contra el marco.

Al lado de la habitación de la maestra hay una pareja joven. Debe de hacer poco tiempo que se han casado. Están en la Residencia desde ayer. En la mesa se dan patatas con la punta del tenedor y se limpian con la servilleta el uno al otro, abobados… Se miran todo el tiempo, ignoran a los demás.

Ahora el que corría detrás, zapatones de hombre, llama a la puerta. Golpes, Más golpes. Se oye, ahogada, la risa de ella.

—Abre. ¿Me abres?

Dentro, la risa de nuevo, un chillido de conejo.

—Abre, o echo la puerta abajo.

La amenaza no es amenaza. La voz risueña sabe que la mujer quiere abrir. Que está deseando abrir.

Asunción ha dejado la pluma junto a la cuartilla, sin su capuchón, desnuda. De pie, en medio del cuarto, escucha el juego de los otros molesta, indignada. Por un momento piensa en salir y protestar. Escoge las palabras. Dirá:

—Hagan ustedes el favor…

O:

—¿Es que no se dan cuenta de que hay otras personas en el hotel?

O:

—Están ustedes molestando.

Pero la puerta de al lado se abre. Se oyen gritos, carcajadas escandalosas, carreras… Se adivina que se están persiguiendo por la habitación. Una silla cae y parece que estalla. Se oye un golpe en la pared. Más risas.

La Semana Santa. Vacaciones. Pero ella no ha ido a Palma. Pensó que estaría mejor en el hotel. Le humilla vivir con su hermana. En realidad esto —la Residencia, la escuela, el pueblo— son su casa, la casa que, al fin y al cabo, se ha ganado a pulso. En la de su hermana, cuando ella aparece todo se trastorna. Han de ponerle una cama plegable en el recibidor, tiene que esperar que se vayan los niños y su cuñado para utilizar el cuarto de baño y siempre acaba peleándose con el marido de su hermana, jurándose a sí misma que nunca volverá a pisar aquella casa.

La habitación de Asunción Molino está a estas horas llena de sol. Un cálido sol que le bañaría la cara si ella se sentara de nuevo y continuara escribiendo o se pusiera a leer, a hacer ganchillo, o, también, después de haber buscado en el transistor música agradable, pudiera instalarse a coser su ropa, tan descuidada durante los días de clase.

Se lo había prometido en las largas jornadas de trabajo. Como un premio. Todas las mañanas, mientras se vestía de prisa para ir a abrir la escuela, apenas bebido el desayuno, o caminaba hacia la Torre o acudía, sin aliento, a la clase de adultos… Cada noche, al llegar a la cama sin sensibilidad, de puro cansancio —después de cenar, vencida, fatigada de todo el día, tiene que emprenderla con el Monegro el zoquete, para darle esa maldita clase que paga don Archibald para que aprenda de memoria las reglas de circulación y pueda tener el carnet de chófer—, al dejarse caer en la cama, ésa era su promesa y creía poder cumplirla. Pero en estos momentos se está viendo en el espejo, de pie, roja la cara, en medio de la habitación y agarrándose el escote con una mano, como si la hubieran insultado.

Después de un forcejeo como de lucha, el somier se mueve, cruje, forzado por dos cuerpos que parecen saltar encima.

Por el balcón se ven las moreras, los pinos, las dunas. Y a lo lejos unas montañas borrosas que parecen diluidas en una fuerte luz, como si fueran espejismos, algo que no tuviera existencia real. Junto a los pinos, dos palos plantados en la tierra sostienen un alambre. La ropa tendida en él: unas servilletas, tres manteles, dos pares negros de inedias prendidos por el talón, se balancean con la brisa y a Asunción le parece que llevan el mismo ritmo que el somier de la habitación de al lado.

—Vas a vivir la historia de amor más hermosa que ha existido nunca.

El tenía unas manos finas, alargadas, un poco blandas al tacto, sin fuerza, enfermizas, blanquísimas. Y debajo del cuello, erguido, llevaba una corbata, cada día una corbata distinta.

En la Muralla, cuando la luna brillaba y los columpios de los niños estaban inmóviles, con una fuerte tristeza colgada de sus cadenas, cuando la catedral se alzaba: sombra, conos, contrafuertes, llena de muertos bajo sus piedras, ella vivía aquella irrealidad. Como si estuviera viendo una película y ni siquiera fuera un ser real. Hacía frío.

Una de las noches él le puso las manos sobre los senos. Una turbación densa se apoderó de Asunción y la Muralla, los quietos columpios y los árboles negros comenzaron a encogerse y ensancharse como si los estuviera viendo reflejados en unos espejos cóncavos y convexos dentro del barracón pintarrajeado de una feria. Apoyó la cara en el pecho de él, con una fuerte sensación de mareo. Sintió el perfume de la brillantina —grasa y clavel— que llevaba el hombre en el pelo.

«Estás perdida», dijo él. El tono ligero, burlón, le despejó de golpe el cerebro. Levantó la cabeza y lo vio con una mueca torcida en la boca. Como un demonio.

Lo empujó asqueada y echó a correr, saltando locamente, de dos en dos, los escalones que dan al Paseo Marítimo. No paró de correr hasta llegar a su casa.

El ritmo del somier. Por el camino de arena que lleva a la Residencia un grupo canta:

Uno de enero, dos de febrero tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo…

Se arrodilló en el suelo y aplicó el oído contra la pared. Se oían palabras ahogadas. Más risas. Silencio. Palabras que no conseguía descifrar. Después, unos cortos gemidos.

Si te quieres casar con las chicas de aquí Tienes que ir a buscar capital a Madrid…

Se levantó, tenía las palmas de las manos sucias de polvo. Fue hasta el lavabo para limpiarlas. El espejo le devolvió una cara congestionada, una máscara de rabia y envidia, también de culpa. La cara de una persona que acaba de cometer una acción secreta e innoble. Los pinos, poderosos, tenían ahora toda la luz de las cuatro y eran verdes, de un verde oscuro, intenso. Junto al ribazo, donde estaba la ropa tendida, unas borrajas velludas y florecidas se movían suavemente.

El ruido del somier continúa. La exaspera. No puede seguir en su habitación con ese crujido continuo. No puede trabajar ni leer. No es capaz de hacer cosa alguna, porque está nerviosa.

Se pone el abrigo. Con el peine mojado se alisa los cabellos. Sale de la habitación. Cierra y echa la llave dentro de su bolsillo. Le parece que todo el hotel, todas las puertas que cruza en el largo pasillo —dos largas filas de numeradas puertas— esconden una pareja, un hombre y una mujer, uno sobre otro, balanceándose obscenamente, iluminados por un sol que penetra, candido y tibio, por la ancha ventana.

Los golpes de sus bajos tacones resuenan en el suelo y Asunción tiene ganas de llorar: ira sorda, impotencia, una profunda y vaga sensación de fracaso. Pisa los mosaicos grandes, blancos y negros, y baja la escalera principal de mármol que las criadas friegan a diario, apretando en el puño el velo de ir a misa que lleva siempre. Clavándose en la palma de la mano la punta de los dos alfileres de cabeza negra que lleva prendidos en él.

Después de aquel hombre, el de la Muralla, nadie volvió a cortejarla. Entonces, a sus dieciocho años, estaba en la encrucijada de la belleza. Los genes que le habían legado sus padres querían ser ayudados por la firme voluntad de agradar, por una coquetería que Asunción no tenía. Se hizo arisca, discutidora, y llevaba siempre las faldas arrugadas y las medias caídas. Además, se encorvaba. Una especie de vergüenza, la vergüenza de tener dos senos, por lo cual nadie podía dudar que se encontraba ante una mujer, la hacía encogerse con un oculto deseo de esconderlos. Todo su vigor lo empleaba en trabajar, consultar libros, hacer planes para el porvenir, en los que nunca contaba con una familia propia ni mucho menos con un varón. No pudo volver a sonreír a los hombres como una muchacha ni hacerse con ellos la vencida, la maravillada, la femenina. Le gustaba ponerlos en ridículo y llamarles idiotas en cuanto tenía ocasión.

Asunción hunde los pies en la arena y quisiera sentir todo el goce de la tarde, pero un profundo disgusto la llena.

Mira su reloj. Son las cinco. Hasta las siete y media no llegará Pablo Fontanals.

El reloj de la señorita Molino es ovalado, pasado de moda. El cristal ha adquirido un tono amarillento que veía los números de la esfera. Un color amarillo, como el tocino guardado en una alacena y que al cabo de un tiempo se enrancia. Este reloj ni siquiera se lo compró ella, se lo dieron.

—Toma éste para ti, lo necesitas, te lo regalo —le dijo un día su hermana.

Su marido le había comprado un reloj porque era el aniversario de su boda. Y al día siguiente, increíblemente generosa, feliz, le dio a ella el viejo.

Pero a Asunción le basta este reloj y, además, no necesita tres abrigos como su hermana. La ropa sirve, a juicio de la señorita Molino, para librarnos del frío; el reloj para saber la hora en que nos encontramos. Una mujer que vive de sí misma no puede permitirse lujos. Asunción vive modestamente y debe procurar, por otra parte, llenar todas sus necesidades con el dinero que gana. No pedir anticipos ni préstamos. Pero este orgullo es incomprensible para su hermana, que está convencida de que el triunfo de toda mujer es conseguir un marido, «no tener que echarse a la calle para buscar un sueldo», como dice ella. Pasear agarrada del brazo de un hombre que duerma con ella, que gane el dinero que ella gasta.

En la calle del pueblo, anaranjada, deslumbrante, no se ve ni una persona. Del bar de Mostaxet sale un rumor de gente que jugará toda la tarde a las cartas ante una taza vacía de café, a cuyo poso, oscuro y azucarado, acudirán unas moscas zumbadoras y borrachas.

El viento silba y el mar, encrespado, salpica como si escupiera. En la puerta de la iglesia está mosén Lorenzo. El día antes sonaron las campanas en la capilla y las monjas —Sor Sebastiana, Sor Margarita…— lo llenaron todo de cortinas moradas, tiraron flores a la basura.

No hay flores, no hay alegría. Dios ha muerto. Hay que darse porrazos en el pecho y llorar.

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