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Authors: Concha Alós

Las hogueras (15 page)

BOOK: Las hogueras
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Le preocupó el pliegue vengativo, obstinado, que sorprendió en su boca. La afeaba. Pero lo borró con maña: cambió la pintura de sus labios por otra más clara y echó dentro de sus pupilas un líquido azul que mantenía sus ojos húmedos, como si acabase de llorar.

La esperaba un pintado telón que alguien habría de levantar para que ella se luciera: hermosa, elegante, meta de todas las miradas. Y los dedos de todas las personas que acudieran al fallo de la sentencia, incógnitas, sin rostro que a ella le importara, la señalarían: «Es Sibila, la modelo de casa Xam».

La mirada dura, despectiva de Rosso la hirió todavía más que su afirmación ante la sala llena de público: «Ella es inocente. Es una pobre estúpida que no sabía nada. Yo la utilicé y la pagaba».

El pasillo y el salón. Después, la puerta de la habitación de su marido. Dormía. Desde fuera podía oír sus tranquilos ronquidos.

Sin saber cómo se encontró fuera de la casa, en medio de una soledad ardiente y furiosa. Y caminó.

Las estrellas iluminaban los árboles, el pueblo. Evitó el grupo de casas reunidas como un rebaño, dando la vuelta por el pinar, por detrás de la Residencia, rozando los árboles, andando por el blando camino de arena, pisando ortigas que le daban una sacudida eléctrica y rápida en las desnudas piernas

Las estrellas iluminaban los árboles, las piedras, las matas… Los pájaros nocturnos chillaban. Pudo tener miedo y volver corriendo hacia su casa para encontrar la seguridad de sus paredes. Pero no lo hizo y ni siquiera se daba cuenta de lo negras que eran las sombras entre las que se deslizaba. Oscuramente comprendía que lo que estaba haciendo al tomar esta iniciativa era enfrentarse, por primera vez, con un mundo viril. Sabía que era un mundo demasiado duro, lleno de aristas, con luces cegadoras y roces excesivos, rudos… Sabía que era un mundo desmesurado, y allí no podía caber el miedo ni la autocompasión. Era lo mismo que entrar en la selva, que elige al más osado y al más fuerte.

Las ranas, como si las fuera decapitando con el ruido de sus pasos, dejaron de croar cuando pasó junto al lago, y el silencio era todavía mayor cuando golpeó la puerta.

Se oyó ladrar al perro, sacudirse su collar de campanillas, y pesadamente apartarse una silla. Unos pasos macizos se acercaron a abrir.

Sibila se sintió aterrada y hubiera querido escapar. Colocó sus dos manos sobre el pecho para que el corazón no le saltara fuera, por la boca, para que no fuera a parar como un atolondrado pez al lago quieto, junto a las ranas. Esperó muerta de miedo a que la madera, el rectángulo alargado y mal hecho de la puerta, se abriera iluminándose de azul con la luz del carburero.

20

Cantó. Estaba magullada. Sentía dolorido todo su cuerpo, igual que si hubiera caído por un terraplén y rodado por una tierra de piedras salientes.

Canturreó mientras bajaba la escalera hacia el jardín y Archibald, que ya la esperaba sentado a la mesa, levantó la cabeza para decir:

—Buenos días, querida. ¿Has dormido bien?

—Estupendamente.

Y restregó su mejilla por la de su marido, como en sus mejores momentos de buen humor.

Archibald la miró curioso, agradablemente sorprendido. Dentro de su cabeza volvió a tomar volumen la idea del viaje: París, Italia, Grecia… Siempre había deseado hacer un viaje a Grecia: le atraía su paisaje desolado, su historia, el color mediterráneo de sus piedras. Su mar, sembrado de islas… Siempre había deseado ir hasta Grecia; también conocer el Sur de España. Pero… ¡le daba tanta pereza moverse de Son Bauló! Le parecía que lejos se esfumaría la paz. Volaría su felicidad como un puñado de moscas vivas.

Café, rebanadas de mantequilla, mermelada, zumo de naranja. Sonrisas entre él y Sibila como en otros tiempos. Como los primeros meses de vivir allí. La primavera.

—¿Qué tienes en el brazo?

Sibila se mira el cardenal. Es grande, violeta, y por dentro parece tener unas estrellas blancas. Como un pedazo de cielo. Como el telón de fondo, estrellado y azul, para un belén de iglesia. Y dice con voz natural:

—Un cardenal. ¿No lo ves?

—¿Te golpeaste?

Ella mantiene su vista entre los dos ojos de él, bizqueante, casi retadora:

—Sí. Haciendo gimnasia.

Archibald muerde la rebanada con mantequilla sobre la cual ha extendido mermelada de ciruela. Vuelve a tener apetito. Está mejorando mucho. El médico, en la última visita, le había felicitado por su rápida recuperación y le aseguró que en la orina la albúmina era normal. Ahora sólo padecía, muy de tarde en tarde, alguna jaqueca, un dolor de cabeza ligero y perfectamente soportable; pero el médico no le había dado ninguna importancia.

Sibila apura la naranjada de su vaso casi de un trago. Después se queda mirando a su alrededor como si hasta el momento no se hubiera dado cuenta de que es primavera y en el jardín, las plantas y todo lo que la rodea está asombrosamente bello.

—¡Qué bonito!, ¿eh?

Sonríe a Archibald y éste le devuelve la sonrisa.

En la cabeza de él aparece de nuevo la yegua blanca montada por su mujer. Está seguro de que a Sibila le gustará montar. Y él volverá a ser el hombre sólido, saludable, podrá dar de nuevo largos paseos a pie. Saldrá al amanecer con el velero para pescar…

Piensa que es necesario que haga reparar la barca, casi seguro que necesita algún remiendo. Y una nueva capa de pintura… Y, después, desde el mar, con sal en las cuerdas, pintura fresca en las tablas, anzuelos nuevos, la distinguirá a ella en la playa, sobre la yegua, el rubio cabello al aire…

—¿Te gustaría tener un caballo?

—¿Qué?

—Nada… Que si te gustaría montar a caballo.

Sibila lo mira extrañada, con la rebanada que muerde a medio camino de la boca. Lo observa como si la cabeza de su marido no anduviera muy acorde.

—Pues sí. ¿Por qué?

—No, por nada. Se me ha ocurrido de pronto esa idea. No sabía si te gustaban los caballos o no. Una pregunta tonta.

—¡Ah!

No vuelven a hablar más del tema, pero unos segundos después la mirada de Sibila se posa algo inquieta sobre la cara de su marido. Él no acostumbra a hacer preguntas tontas ni suele hablar por el solo motivo de oírse la voz.

Han terminado el desayuno. Unas abejas zumban alrededor de la fruta, de la mermelada. Archibald abre un libro escrito en alemán que tiene dibujados en la portada unos jeroglíficos egipcios.

—Voy al pueblo. ¿Quieres algún recado?

Se ha secado las manos y la boca de pie con la servilleta azul, mirando la portada abierta del libro y la cara absorta de Archibald. Deja después la servilleta tirada sobre la mesa, tapando a medias un plato con migajas de pan.

Él levanta los ojos del libro.

—¡Oh, sí! Mira si hay cartas.

Es agradable caminar aunque el sol comience a tener fuerza. Mientras anda por el sendero de guijarros oye arriba, en el primer piso, el sonido reptante de la escoba. Raimunda debe de estar limpiando las habitaciones. Aspira con fuerza y el aire le trae un olor fuerte y denso que se aparece al del azahar. Pero allí no hay naranjos. Ve luego que el perfume viene de unos macizos tupidos de hoja pequeña y algo carnosa cuyo nombre desconoce. Sibila se acerca y arranca una de sus inflorescencias, blanca, fragante. La huele y la introduce dentro del escote. Se esponja luego, con una satisfacción animal, de bestia saludable, y sigue caminando.

Se mira el cardenal que tiene en el brazo. Todo su cuerpo está golpeado. Lleno de magulladuras y de mordiscos. Sonríe con una sonrisa fija, como si adhiriera con una substancia aglutinante unos recuerdos de papel dentro de su cerebro. Acostarse con un oso no puede ser tan sedante como echarse en una bañera de agua tibia. Daniel viene a ser una cosa por el estilo, un oso lleno de fuerza que hace el amor dando puñetazos y que no deja que ella proteste: «¿No has venido a buscar esto? —parece decirle con los ojos—. Pues no protestes, ya lo tienes».

Ni una palabra, ni una explicación. Entre ellos solamente una lucha desigual y deseada. Una especie de gazmoñería por parte de Sibila y la intención de sucumbir. Y por parte del hombre la pelea por conseguir algo que ya se le ha concedido, pero por lo que cree instintivamente que debe luchar. La tierra que exige agua. Las bestias que tienen hambre. La sed, el hambre. El instinto. El agua que empapa la tierra. Las palabras, algunas veces, no hacen falta. Y no existen.

El mar tiene unas olas grandes, altas, espumosas, que parecen sábanas levantadas por la fuerza del agua, Por el camino se cruza Sibila con dos carros. Ella ha oído primero su ruido, subiendo la cuesta, sin verlos, después los ha mirado aparecer en lo alto y ahora se cruza con ellos.

Las maderas y herrajes de los carros viejos sin engrasar, producen espaciosamente una serie de golpes secos y lentos que se oyen desde muy lejos. Al cruzarse con ellos, Sibila ve que van cargados de alga. Son carros de Muro y de la Puebla que vienen para recoger el alga de la playa que emplean los payeses como abono. Uno de los hombres lleva un sombrero echado sobre los ojos, pero Sibila se da cuenta de que la pupila varonil la sigue hasta que ella desaparece de su campo visual. Sibila se siente ágil, segura, feliz. Ahora mismo correría cantando canciones, treparía en un árbol, saltaría.

En la cabaña todo es cochambroso, sucio, como si la habitara un trapero, y Daniel, dormido, sin sábanas, es como una fiera confiada con las garras escondidas. Se nota la pestilencia del carburo llenando todo el aire, y ella, despierta, contempla con su luz a Daniel, fuerte, sudado, dormido. Ella despierta, con los ojos abiertos, preguntándose en qué lugar de sus sueños ha gozado de estos olores: el del carburo y el de la piel de un hombre que ha trabajado partiendo leña, desmenuzando piedras en una carretera. Usando su fuerza, sus músculos.

Sí… Lo había soñado en más de una ocasión. O tal vez lo había intuido solamente. Un día, en una de esas interviús, más o menos tontas, que solían hacerle, un periodista le preguntó: «¿Qué llevaría usted a una isla desierta?» Y ella contestó sin titubear: «Un hombre».

Posiblemente lo había soñado. Y era evidente que esta historia que ella vivía había permanecido escrita, desde siempre, en los grandes libros de Dios.

Las acacias que fueron pobres, raquíticas, en el invierno, están ahora llenas de hojas y su flor blanca, arracimada, es sacudida por el viento y cae en forma de pétalos a la tierra. La vida vuelve a ser tranquila y fácil.

En Can Mostaxet hay un tablón negro. Raimunda, que no sabe leer, dijo ayer, preocupada, a la hora de la comida: «Algo debe pasar en el pueblo. En la puerta del bar hay un cartel que no sé qué dice». Y se quedó pensativa recordando los bandos del tiempo de la guerra.

Es un cartel amarillo y negro. Una gran pizarra que la brisa balancea. Un anuncio de Pepsi-Cola encabeza el tablón, en el que han escrito con tiza:

Tobarra

Peña deportiva

Campo de Son Bauló. Hora: 11

Próximo domingo

Gran encuentro de copa.

«Esperamos que no faltes»

Sibila sonríe por la última frase. El cambio del signo de admiración por las comillas le da un aire de contraseña lleno de misteriosos sentidos.

Junto a la casa del cura están construyendo un chalet. Las paredes no levantan aún medio metro. La armazón de madera y vigas, teniendo como fondo el azul del mar, parece un "barco fantasmal y esquelético. Unos forasteros, dos chicos jóvenes empolvados de yeso, que llevan en una carretilla, se han parado y la contemplan con una sonrisa inmóvil. Es un homenaje y Sibila, impulsivamente, les mandaría besos con las manos, como si ella fuera una cupletista y el telón estuviera cayendo.

Con el corazón alegre, Sibila entró en Can Mostaxet:

—¿Hay carta?

Mostaxet, que colocaba una botella en su estante, se volvió en seguida:

— ¡Oh, hola, buenos días! Sí, señora. Creo que sí.

En la barra de pie, debiendo un brebaje rojo, estaba Telmo Mandilego.

—¡Buenos días!

—Buenos días, señora Strokmeyer.

Telmo Mandilego, para saludar, se erguía como un militar e inclinaba la cabeza en ángulo recto hacia sus pies. A Sibila le parecía ridículo y encontraba en su persona algo ligeramente repulsivo, como el mosquito que, al ir a acostarnos, sorprendemos esperándonos en la pared de nuestro cuarto.

—Hace un tiempo bueno, ¿eh?

—Sí. Y eso es magnífico para nosotros.

Mostaxet intervino, mientras alargaba tres cartas a Sibila, dirigiéndose a Mandilego:

—Debe de tener el hotel lleno, ¿no?

—Pues casi, casi. Ahora mismo —y se encaraba con Sibila con el mismo respeto y reverencia que si ella fuera una bandera, una bandera que acababa de subir hasta el extremo del asta, mientras se oye una estridente diana—, ahora mismo estoy esperando un autocar de alemanes.

Sibila repitió atenta:

—Alemanes.

Telmo bebió otro trago de aquel líquido amargo y rojo.

—Sí, ferroviarios alemanes que en este tiempo tienen sus vacaciones.

Señaló con un amplio movimiento todo el mar, el cielo, las casas, la bahía de Alcudia, invisible desde el café, que. a esas horas quedaba un poco oscuro.

—Ferroviarios que toman en el mes de abril las vacaciones y vienen a nuestra tierra a gozar de este sol magnífico, de este clima maravilloso…

Telmo Mandilego, que empleaba un tono declamatorio, balbuceó unos instantes, buscando sin duda: un buen adjetivo para seguir. Mostaxet torció la nariz:

— ¿Ferroviarios?

—Sí, pero en Alemania eso no es como aquí… ¿Qué te diría yo? Empleado de Banco, o más, mucho más… Esa gente…

Sibila miraba distraídamente las cartas que le habían entregado. Iban dirigidas a su marido. Uno de los sobres llevaba pegados cuatro sellos iguales. Una cara malhumorada en un marco anaranjado y vivo donde se leía: «Deutsche Bundest Post», y debajo un gran número: un veinte.

—¿Quiere usted tomar algo, señora?

—No, muchas gracias. He de marcharme.

En la larga calle arenosa se oyó un agitado ruido de cascabeles. Sibila reconoció el sonido del collar de Canela, la perra del Monegro.

El animal cruzaba por la puerta del bar y seguramente la reconoció, pues fue hacia ella moviendo el rabo. Los dos hombres miraron a Sibila como si hubieran esperado durante toda la vida que ella pronunciara una frase redentora que tenía que sonar precisamente en aquel instante.

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