Authors: Concha Alós
Pero su madre continuaba de pie. Afanándose. Un poco encorvada al andar, como si de ese modo se le facilitara el trabajo. Podía caerse un trapo al suelo y si caminaba erguida no le resultaría tan fácil recogerlo.
—¡Sentarme!… He de quitar la mesa, fregar los cacharros…
—Pero, mujer… Puedes hacerlo mañana.
—¡Mañana!… Buena andaría la casa si yo empezara a dejar los quehaceres para mañana… —Y dejaba resbalar una larga mirada de rencor sobre ella y sobre su padre, que se quedaban en la mesa riendo y hablando.
—¡Papá!
—¿Qué, tesoro?
No supo nunca muy bien qué fue lo que ocurrió. A veces su padre se quedaba en cama un par de días. En una ocasión tuvo anginas. Un invierno se resfrió dos veces seguidas. Pero aquella vez… Se acostó, no se encontraba bien, y a los dos días estaba muerto, rígido, con los pies increíblemente grandes apuntando hacia el techo.
Los vecinos, la gente, los desconocidos compañeros de oficina repetían a su madre: «Ha sido la voluntad de Dios. Ha sido la voluntad de Dios…». Sibila no entendía nada, andaba perdida y hambrienta entre aquellas personas que suspiraban y murmuraban unos rezos fríos y repetidos…
La campana de las monjas toca el ángelus, pero el sol aún no ha llegado a la mitad del cielo.
Sibila tiene que nadar hasta la Torre. Podía llegar hasta la playa y hacer el camino a pie, pero no quiere mezclarse con la gente de la Colonia, no le gusta. Tiene una viva aversión hacia ella.
Se calza el gorro y se pone de pie. Un pequeño salto, un impulso y se lanza al mar, al agua fresca, metálica, estremecedora.
Nada apoyando rítmicamente una mejilla o la otra en la superficie dura y salada. Su gorro blanco es una pequeña y redonda boya móvil.
Ser un parásito. Vivir como una mariposa dando vueltas en torno a los machos para lograr ser un parásito y poder dormir con ellos: eso quería.
La luna entraba por entre los listones de la persiana y llenaba la pared de unas rayas oblicuas y amarillas. La luna. Debía de estar en el cielo solitaria, una estampa de soledad. Un disco brillante, blanco y frío, cruzado tal vez por una nube de forma alargada, extendida en medio de aquella especie de cara desnuda y plana.
Con la luz lunar se veían claramente los objetos de la habitación: el armario esmaltado, su mesa de trabajo con la lámpara de butano, colocada entre dos libros, encima de ellos; las cuartillas, su bolso… Sobre una silla, doblada cuidadosamente, estaba su ropa: la plisada falda de tergal, la blusa de manga larga, y junto a la cama, los zapatos llanos de cuero gordo.
Abajo, en la recepción, dos voces de hombre discutían. Debían de hablar de fútbol. Por los pasillos, resonando como campanas, los pasos de los trasnochadores que vuelven de tomar el fresco de la noche pisando la arena que a esas horas huele a sandia pasada, o de beber el último refresco, sentados en las sillas que Mostaxet coloca en la puerta de su bar. Se oye el chorro de una ducha al final de la hilera de puertas y la cadena de un water cualquiera. Un niño, súbitamente, desesperadamente, comienza a gritar en el segundo piso como si despertara de una pesadilla, y a lo lejos, más allá del Torrente, aúlla un perro.
—No puedo dormir. Es inútil.
Asunción busca la caja de cerillas que tiene sobre su mesita y enciende la lamparilla. Se pone la bata mirando el espejo, que refleja solamente la pared. La pared ocre con la huella negra de un clavo arrancado. Un agujero redondo y oscuro que nadie se ha cuidado de tapar.
Se mira en el espejo. Su cara no le agrada. Los cabellos le caen a los lados sobre las orejas. Sus facciones están levemente abotagadas. Son las de una persona que está preocupada y después de un día de fatiga se ha esforzado por conseguir un poco de sueño sin conseguirlo. Su cutis está verde y ajado.
Creo que es lo mejor que podemos hacer: casarnos. Dos se ayudan. Una persona sola se desespera, puede llegar a la neurastenia, puede volverse loca El hombre ha nacido para vivir con otro ser y amarlo. Ya lo dijo Jehová: No es bueno que el hombre esté solo.
Asunción se sentó en la cama. Dejó descansar su mejilla en la palma de la mano y, después, gravemente, se estuvo buscando con la lengua la cavidad de la muela del juicio. Un hueco producido por una caries, un orificio que, por cierto, habría que empastar pronto; si lo apretaba con la lengua, sangraba. El sabor salado y caliente de la sangre le ayudaba a pensar.
Allí estaba la carta de Pablo. Escrita a golpes, compuesta de pequeñas frases. Emocionada y vulgar. Llena de tópicos y en la que no faltaba ni la frase bíblica. Allí estaba. Manoseada, arrugada a fuerza de llevarla de un lado para otro, de ser leída una y otra vez. La sacó de nuevo del bolso donde la había guardado antes de acostarse y comenzó a releerla:
Lo he pensado mucho, Asunción. No creas que se lo he propuesto sin haber meditado sobre ello. Creo que es lo mejor que puedo hacer: casarme con ella.
Mi madre está vieja. Yo necesito una mujer que me cuide, que me quiera… Y ella me ha parecido la mejor: es una chica sencilla, sin complicaciones y, sobre todo cariñosa. Adora los niños y es compasiva con los animales. Creo que necesito toda esta ternura para mí.
Sé que es egoísta pensar así, tan fríamente, antes de proponerle a una persona que se case con uno y que yo puedo, en realidad, ofrecer muy poca cosa. No soy rico, soy un hombre delicado, enfermo. Muchas de mis ambiciones se han quedado por el camino. En cierta forma, soy un fracasado…
Un fracasado. Algunas veces los sueños nos vienen grandes como el jersey comprado en una tienda de rebajas llena de apreturas. No medimos nuestras fuerzas al soñar y la fantasía nos eleva demasiado. A menudo también, lo que ocurre es que en verdad no deseamos aquello a lo que venimos llamando nuestra meta.
Un fracasado Pablo. Una fracasada ella. Pero en esos momentos eso carecía de importancia. El problema era otro. Asunción se había tomado la noticia de la boda de Pablo, con una muchacha del pueblo donde ejercía de maestro, como una ofensa personal. Y Asunción no estaba, por otra parte, enamorada de él.
Toda su vida, una gran parte de su vida, Asunción había buscado desesperadamente alguien a quien amar. Como una monstruosa planta sedienta, había ahuecado sus manos hacia el cielo esperando inútilmente, largamente, la lluvia. Y el agua no le había sido concedida. Las manos secas, vacías e inertes, cayeron de nuevo a los dos lados de su cuerpo, lacias. Y dentro de ella la sangre seguía batiendo, pidiendo nadie sabía qué cosa.
En la Muralla, cuando ella era una muchacha, mientras brillaba la luna y los columpios de los niños permanecían inmóviles con una fuerte tristeza colgada de sus cadenas, cuando la Catedral se alzaba —sombra, conos, torres y contrafuertes, llena de muertos bajo sus, piedras— ella vivía y estaba llena de voluntad de amor. Amaba.
Después, años después, se sorprendía a menudo pensando en las abejas. La sociedad de estos insectos con sus elementos asexuados que tienen como única misión el trabajo. Proporcionar alimento al resto del enjambre. Y Asunción venía a ser eso: una abeja obrera. Para otras el frufrú de las sedas, las camas rellenas de pluma y los besos, para otras aquello que llamaban placer. Ella sería toda su vida el eunuco disconforme, el gato al que se capa para que engorde y no huya y la mujer que se queda sentada en los bailes…
Lo que le ocurrió con el profesor cuando ya contaba treinta y un años y se creía vieja, no tenía nada que ver con el amor. Dicen los libros de física que si se aplica a la pata de una rana muerta una corriente eléctrica, la pata se contrae. Algo así le ocurrió a ella.
En el fondo de su despectiva indiferencia estaba la sed. Los sedientos en los desiertos llegan a beber bencina y alguna vez un hambriento se ha comido el cuero de sus zapatos.
Pero ahora no se explicaba su despecho. Por eso quería enfrentarse con el problema con los ojos abiertos y tenía interés en afrontarlo, para que la dejaran en paz su descontento y el sentimiento de frustración que la carta de Pablo había despertado en ella.
Sabía que se encontraba a gusto junto a Pablo, pero también se hubiera encontrado bien al lado de su hermana si no considerara a ésta una estúpida. Además, bajo la mirada de Pablo nunca tuvo un estremecimiento y estaba segura de que en el caso de ser acariciada por él, sentiría la misma impresión que si sobre su carne se apoyara la muleta aquella que Pablo llevaba siempre.
No era leal unirse a un hombre para toda la vida sin tener en cuenta el amor, ni el deseo, ni esa misteriosa corriente que lleva a los individuos de una misma especie y de distinto sexo a unirse contra todo cálculo. No era leal, pero por el cerebro de Asunción había pasado la idea. Quiso conseguir que Pablo se fijara en ella, que la considerara necesaria, que le propusiera lo que había brindado a otra, la pueblerina aquella de Cala Ratjada, que debía de ser idiota y que sin embargo había desbaratado todos los planes de Asunción. Ésta era la verdad de la historia:
Abrió la ventana. El aire llegaba cargado de aroma de pino. Un búho cantaba su canción y la noche estaba llena de los chirridos breves y persistentes de los grillos. Las luces de la Residencia se iban apagando.
Desde la primavera había salido mucho con Pablo. Quería engañarse a sí misma asegurando que había salido por casualidad, aunque sabía que no era así. Había ido mucho a Palma los últimos meses. Aprovechaba cualquier festividad y los fines de semana. Iba a comer a casa de Pablo con él y con su madre, que estaba más llorona que nunca, a la que cualquier cosa enternecía. Con Asunción se mostraba llena de cariño, empalagosa, y un domingo le regaló un camisón lleno de encajes antiguos, como si en vez de ser ella el marimacho que acompañaba a su hijo al cine y a dar alguna vuelta, fuera una posible nuera con la cabeza llena de sueños de alcoba: «Tú podrás lucirlo. Eres joven. Para mí estas prendas sólo son recuerdos. Y, casi siempre, hija mía, ¡son tan duros los recuerdos!»
La luna estaba muerta y los recuerdos de la madre de Pablo podridos, inútiles… Y ella, Asunción Molino, no estaba enamorada, pero sabía que tenia oxidadas las ruedas del rudo batallar y había pensado que aún era posible un puerto seguro, una persona al lado con la que compartir los pensamientos, el dolor y el odio. También la alegría. Pero el pasado estaba muerto como la luna y delante de Asunción había un futuro que no se podía sembrar de flores.
Hacía diez años, cuando llegó a Son Bauló, plantó unos tiestos con geranios, clavellinas, flores de piedra… Dividió a los niños de la escuela en grupos para que los regaran por turno. Intentaba inculcarles, al mismo tiempo que este pequeño hábito de echar agua sobre unas plantas, el amor hacia las cosas hermosas, a las flores y las criaturas.
En aquellos tiempos se pasaba las horas con los niños, la vida con ellos. En la escuela flotaba un olor denso a humanidad infantil, a aire detenido, a madera de lápiz, intestino flatulento…, que le llenaba la cabeza de una bruma maternal soñada.
Un día, hablando con una vieja maestra, le explicaba sus métodos, sus proyectos. La mujer la miraba escéptica:
—No conseguirás nada. No vayas a creer que con esas historias de Decroly y Montessori y esa locura de la Yasnaia Poliana vas a lograr que los niños de tu escuela sepan leer antes que los otros. El niño aprende a leer solo. Cuando le interesa. Te reventarás enseñándole las letras y no conseguirás nada, y un buen día te lo encontrarás sentada en el suelo deletreando un tebeo. Ha aprendido solo, sin tu intervención. No importa, pues, que te esfuerces.
Era la primavera. Las habas estaban altas. En los geranios que ella había sembrado, comenzaban a nacer flores y Asunción Molino sólo hacía dos días que había pintado de verde las persianas de su escuela. Se indignó:
—Y luego nos quejamos de que somos una profesión despreciada a la que nadie tiene en cuenta. ¿Qué aportamos para merecer el respeto de la sociedad? Yo se lo diré: Rutina, rutina y rutina. Nada más.
La maestra, laringitis crónica y un raído abrigo de entretiempo pasado de moda, se encogió de hombros. Asunción, con la cara encendida, recitaba para sí «La canción de la Maestra»: «Señor, haz que haga de uno de mis niños mi verso perfecto…» y enarbolaba fieramente su bandera.
Una bruma maternal y soñada la llenaba. Los niños se pegaban en el recreo, chocaban contra las piedras, se caían, se cortaban en un dedo con una guillete oxidada que nunca sabía nadie de dónde habían sacado. Ella era una gran madre. Una clueca inmensa. Cuidaba de todos y pintaba con mercromina todas las heridas.
Transcurrió el tiempo. Los geranios se habían secado y Asunción recordó a menudo a la vieja maestra, incluso alguna tarde melancólica había sentido tentaciones de escribirle una carta. No lo había hecho.
Pasó el tiempo y ahora Asunción comerciaba con artículos escolares y cobraba cinco duros todos los meses a cada uno de los jornaleros por enseñarle a leer… Sabía que los niños aprendían solos y entre todos los métodos escolares que inventaron los pedagogos escogía el tradicional, la rutina de todos los maestros que hubo en su país antes que ella.
Asunción mira largamente la luna. Las sombras que hay en ella. El ladrón embarcado para siempre dentro de su disco. Las montañas y cráteres que hay en su superficie, según los expertos. La luna inmóvil, amarilla, silenciosa. Vuelve a echarse en la cama. Despierta. Sus ojos ven el techo y la ventana abierta.
El huerto terminaba con la media docena de pinos y la palmera. Una palmera desflecada y movible, acompasada, verde.
El Monegro estaba tumbado en el bosque, al lado de la casa, entre dos matas, entre el olor ácido de dos lentiscos. A la luz de la noche miró su reloj. Eran las diez. Frente a él se erguía, detrás de la media docena de pinos y de la palmera, la casa cuadrada y grande.
Eran las diez. Pero hacía poco rato que había oscurecido. El día en este tiempo era largo, casi no existía la noche. Un largo día alumbrado por un sol brillante que daña los ojos, que se rompe en cada grano de arena y en el charol de los tricornios de los guardias civiles, en mil destellos rápidos e incisivos.
En una de las ventanas del piso superior de la casa se veía luz. A través de las cortinas cerradas vio una sombra que pasaba de cuando en cuando por la pared del fondo. Pero no vio la persona que la producía, aunque supo por la forma que tenía de andar y de moverse que debía de ser Archibald.