Authors: Concha Alós
Se formulaba preguntas que no tenían respuesta. ¿Por qué ella esperaba sin conseguir el sueño, ni la paz, desesperada de deseo y él continuaba viviendo tranquilo, aparentemente sin recuerdos y sin ninguna necesidad de ella?
Por eso, despreciando el acuerdo que habían hecho de verse solamente en la Torre, de noche, cuando todo durmiera, despreciando el pueblo y sus gentes, los ojos de los veraneantes — los ojos de los curiosos y los de la maledicencia—, Sibila se había llegado a la cabaña a las cinco, cuando sabía que Daniel acababa su trabajo, con un globo de sol luciendo en el cielo.
Y ahora en esta paz, hablando ella y el Monegro metidos en el espeso calor de las puertas y ventanas cerradas, le parece mentira que haya sido ella la que ha golpeado la puerta con aquella mortal desesperación, al saberlo a él dentro de la cabana haciéndose el sordo. Golpeaba la madera de la puerta con las dos palmas abiertas y al mismo tiempo gritaba no recuerda qué palabras. Frases de amor, injurias, insultos…
Y
después… Acabada, impotente y ronca se ha dado cuenta, con una especie de horror insensible, que de las palmas de sus manos se escapaban gotas de sangre que salpicaban la madera, de un gris desvaído y muerto, de la puerta del Monegro.
Se quedó derrumbada como un recipiente exprimido, lacio, sin darse cuenta, al parecer, de lo que decía ni de lo que estaba sucediendo y cuando el hombre abrió bruscamente la puerta y se quedó de pie, inmóvil, como un mineral, mirándola inexpresivo y luego la arrastró dentro de la cabaña y comenzó a pegarle en la cara, ni siquiera se movió. Una tenue luz, apenas perceptible, le decía que ella no era más que una bestia cansada a la que alguien golpea con un palo.
Y cuando él le contó, con frases cortas y silbantes, que estuvo en la Torre y escuchó en el balcón, se quedó primero sorprendida, luego halagada, encontrando en el fondo de su entraña no sabía qué esencia femenina encantada de recibir toda la furia, los golpes, los celos, la brutalidad de un hombre, de aquel hombre, sobre su piel.
Y ahora, en medio de esta paz, vuelve a parecerle mentira todo hasta los besos y las caricias que vinieron después. Toda la lujuria de una fiera descargada como una tormenta sobre ella, que ya no era más que una superficie de tierra reseca y sedienta. Quieta y furiosa como una oquedad.
—Yo era modelo. La mejor modelo de París, He salido fotografiada en las revistas más importantes…
Habla exaltada ante los ojos del Monegro —incrédulos, astutos—, ante el Monegro, que se repite a sí mismo la canción que lleva grabada dentro: «Con lo que yo gano en un mes, ésta no tiene ni para un día».
—Yo era la más bonita de todas. Los reporteros me daban dinero para que les cediera la exclusiva de mis fotos. Los hombres… ¿cómo explicártelo?
Crema en el cuello, en las piernas, en el vientre… Crema y toallas mojadas con agua caliente. Cera virgen que le quitaba el vello. Líquidos ácidos que hacían lagrimear al peluquero y a ella y que le teñían el pelo del último color de moda. El de la temporada.
—…Yo era la mejor modelo de París.
Ha bajado la cabeza, deshinchada, exhausta como si la enumeración de sus glorias delante de este hombre ajeno, indiferente, la hubiera exprimido.
—¿Y cuánto dinero dices que tienes?
Sibila contesta, pronta, con un hilo de voz:
—Tengo veinte mil pesetas.
Daniel se aparta de la ventana. Una luz verdosa, la de las tupidas hojas de los árboles, penetra por el cristal. Daniel anda desgarbadamente hacia la moto, de espaldas a la mujer, y acaricia quedamente el caucho de las ruedas, las estrías manchadas de barro.
—Tráemelas. Compraré los pasajes del avión.
En los ojos de Sibila brilla la alegría, la esperanza, se exalta:
—Además, tengo unos pendientes, un reloj, anillos… Lo podemos vender en caso de necesidad.
El Monegro se vuelve de nuevo hacia ella. Tiene los labios metidos hacia dentro, como si le hubiera desaparecido la carne de ellos y se hubieran convertido de pronto en una línea fina, casi inmaterial. Sibila lo mira. Ve aquel hombrón rubio y grande. Los enormes bíceps de sus brazos, el vello de su pecho, un vello rizoso dorado que asoma por el escote de su camiseta interior, que es lo único que lleva sobre el pantalón. Y vuelve a su frenesí inagotable de palabras:
—Pero no será necesario. Xam en seguida me dará trabajo…
Sigue hablando con la cara vuelta hacia arriba, soñadoramente. Habla sin ver si el Monegro la escucha o no.
—¡Oh! ¡Qué alegría tendrá Xam cuando me vea! I Qué alegría!…
Y mientras emite palabras se imagina una pasarela en un salón lleno de luces y las luces se reflejan sobre las lentejuelas de su traje, en sus ojos, en los brillantes de unos pendientes largos que lleva…
Fuera de la cabaña, la tarde va cayendo; El sol, achatado por una nube negra que se le ve encima, lentamente va escondiéndose en las montañas.
Un sol extrañamente rojo, caliente, cae encima de la mesa del jardín, resplandece sobre las tostadas, la porcelana de las tazas, la tetera. El zumo de naranja, contenido en una jarra alargada de grueso vidrio, es espeso, sangriento. Delante, en el horizonte de las montañas, el cielo está invadido por unas nubes terrosas, una especie de humo denso, producido por la leña verde de un bosque al que están devorando las llamas.
—¿Un poco más de azúcar?
—Otra cucharada. Gracias.
Sobre la mesa del jardín revoletean algunas moscas. Gordas, pesadas, negras. Archibald agita un momento el periódico que tiene a su lado para espantarlas. Luego, con cuidado, coloca el paño limpio sobre la jarra de naranjada que Sibila ha dejado destapada al servirse.
—Yo creo que debe de ser alguno que mete fuego. En mi pueblo un año pasaba también eso. Había un incendio detrás de otro: casi nos quedamos sin dehesa. Por fin descubrieron que era un muchacho medio simple que vivía cerca del Calandrajo… Lo encontraron detrás de unas matas, en el cerrillo, mirando el fuego, bailando y palmoteando.
Raimunda habla con su habitual ademán de secarse las manos en el delantal. Y Archibald sonríe levemente al escucharla.
Sibila bebe sin prisa el zumo de naranja. Mira el sol, el humo, la media docena de pinos, la palmera —movible, acompasada, verde—, mira el huerto y el tiesto de perejil que últimamente se ha plagado de pulgones. Indiferente, sin ningún interés.
Quedaron de acuerdo. Él silbaría en la carretera. Sibila entonces bajaría en silencio. Llegarían a Palma con el tiempo preciso para coger el avión.
La noche era un gigante enorme, despiadado, y ella estaba de pie en el balcón sintiéndola, oliéndola, escuchando sus pequeños ruidos. La hierba chasqueaba sin motivo, sin razón, y alguna bestia nocturna lanzaba un grito. Sibila aguardó aquella noche y cuatro noches más. Había colocado en la maleta pequeña lo más indispensable, las cosas que le parecieron de más valor.
En su larga espera Sibila llegó a pensar que aguardaba a un fantasma, que el Monegro no había existido nunca. Tuvo que agarrar entre sus dedos la bufanda de pastor que él le regaló un día y pasar sus dedos una y otra vez por el pelado astracán de dos colores. Recordó sus besos, sus ásperas manos llenas de cortes, con las uñas rapadas a ras de la piel. Sus palabras salvajes y las historias candorosamente horribles que solía contarle:
—Los gatos son ladrones. Roban. En mi casa entraba un gato blanco a robar.
Era el año del hambre, después de la guerra, y si había una pizca de pan en la casa no iba a ser para el gato. El animal se había metido en el cuarto de mi hermana, que estaba con mi cuñado en la cama. Encima de la cama había un espejo. Yo me encerré allí con una hachilla pequeña.
El gato tomó el espejo por una ventana y ¡zas! se tiraba hacia él y yo ¡zas! con el hacha contra el gato.
Mi hermana con la cabeza tapada no hacía más que gritarme: Pero jodio muchacho, deja el gato ya, déjalo… Cuando lo solté, el bicho goteaba sangre y le faltaba una pata.
Y lo esperó incluso después de oír por el pueblo que el Monegro había desaparecido. Fue la segunda de aquellas noches de inútil y crispada espera. Entonces pensó que había muerto, que se habría ahogado en el mar, que un ataque súbito le había derribado en su casa, en el bosque.
Una desesperación espesa, que a veces se erizaba en un agudo y relampagueante dolor, se apoderó de Sibila. Estuvo horas y horas en su habitación, sin querer ver a nadie, echada boca abajo en la cama, embotada. Después, se lanzó fuera. Recorría la orilla del mar, lanzándose ansiosamente a registrar cada montón de algas. Luego, la cabaña, con la perra hambrienta, quejumbrosa, sola, que se le echó encima intentando lamerla. Y el bosque, sus infinitos rincones y sombras… Una búsqueda anhelante y desfallecida, inútil.
—Dicen que en el pueblo, delante de Can Mostaxet, están cargando camiones con hombres para que vayan a apagarlo y que algunos huyen y se esconden porque no quieren ir.
Sibila tiene una pierna sobre la otra. Extiende, calmosa, mantequilla sobre una tostada, lentamente, procurando que la capa sea uniforme, perfecta. Silenciosa, sin intervenir en aquella conversación sobre incendios que sostienen Raimunda y su marido.
—Está bien que ayuden los hombres del pueblo si es necesario, puesto que la montaña que arde está cerca de aquí, pero ¿por qué no traen bomberos o soldados? A un fuego que hace tres días que dura, se le podía poner un remedio más enérgico.
Archibald, mientras habla, se quita las gafas, se saca del bolsillo una pequeña gamuza y se pone a limpiarlas.
—Los bomberos llegaron ayer tarde. Son los de Palma. Creo que en total son unos veinte. Ya ve usted. Veinte bomberos para un incendio así.
Son como hogueras, hermosas, brillantes, y aparecen de noche en la cresta de las montañas, como unas manos rojas, asomándose, escondiéndose, movibles, temblando. Y una espesa humareda se eleva por encima.
Los incendios. Ha habido muchos este verano. No ha llovido desde mayo. La tierra, el sol. Casi siempre basta la chispa de un cigarrillo que se escapa por la ventanilla de un coche cualquiera para pegar fuego a una montaña.
—Ayer me dijeron en el bar de Mostaxet que también hay soldados. Echan para abajo los pinos de alrededor, quieren aislar el fuego, dicen. Pero el viento…
Después de limpiar las gafas, Archibald las mira al trasluz para ver si el cristal ha quedado empañado con alguna sombra.
Sibila deshace sobre su falda una hoja de peral, la desmenuza a pequeños trozos, húmedos de savia. La rompe más. En fragmentos cada vez más pequeños.
De pronto se oye el golpear seco de alguien que está partiendo leña. Los ojos de Sibila se abren y mira alrededor, a su marido, a Raimunda, con un sobresalto aterrorizado e inexplicable.
—Ya está ahí Vicente —dice Raimunda.
Archibald abre el periódico Sobre su cara. El hacha a veces se encalla sobre un tronco demasiado gordo y los golpes paran un momento.
Archibald leía en la sala y eran más de las once de la noche, cuando le avisó Raimunda de que el guardia Aznar y cuatro individuos más estaban abajo y querían hablarle.
Eran dos guardias civiles de fuera y dos paisanos desconocidos. El guardia Aznar iba delante de la comitiva e incomprensiblemente le estrechó la mano dos o tres veces.
Los hizo sentar y allí, entre sus objetos familiares —las cortinas, el vidrio verde de la botella con el barco dentro, el pergamino enmarcado, nítido sobre la clara pared— le pareció que todos tenían una gravedad ridícula y adoptaban posturas forzadas que los hacía parecerse a los monigotes de un barracón de feria.
Se echaban miradas furtivas, resbaladizas, cobardonas, y por fin fue el guardia Aznar quien rompió el silencio:
—Ya lo hemos atrapado.
—¿Qué?
—Que la policía cogió al Monegro. Iba en la moto aquella que había comprado y no llevaba permiso de conducir…
El Monegro. La furia fluida y ágil de la comadreja. No sabía por qué lo perseguían, pero le dio pena que le hubieran dado alcance. Un animal de selva apresado. Entre cuatro paredes. La idea le deprimía.
Los monigotes seguían echándose miradas. Animándose unos a otros para continuar hablando.
—Llevaba veinte mil pesetas y un reloj.
—¡Ah!
Archibald de pronto se dio cuenta de que todas aquellas confidencias, a las once de la noche, y la visita de esta gente, resultaba fuera de lugar, completamente absurda. La pequeña comitiva guardaba silencio y lo miraban.
—Señores… Pero yo…
Los civiles de fuera y los dos hombres de paisano comenzaron a hablar a golpes, de prisa:
—Al principio no quería decir de dónde había sacado el dinero.
—Pero a los dos días confesó.
—Dijo…
—Dijo, que su señora, don Archibald, le había dado el dinero y el reloj.
La furia fluida y ágil de la comadreja. Archibald vio que los contornos de los objetos que le rodeaban se desdibujaban, desplazándose en un vaivén incierto, acuoso. De pronto notó que los hombres aquellos miraban hacia la escalera con una sombra de espanto, sorprendidos. Se volvió y pudo distinguir a Sibila en el último escalón, el de más arriba. Gris, impasible y remota. Y oyó la voz de su mujer, nítida, perfectamente modulada, diciendo:
—Es verdad. Yo le di el dinero.
Han terminado de desayunarse. Raimunda va colocando las tazas sucias y los platitos en una bandeja, para retirarlos de la mesa. Sibila continúa destrozando la hoja.
Archibald se distrae de su lectura. Algo le desasosiega. Tal vez los golpes de hacha que ahora son seguidos, firmes, rabiosos. Irá a leer a otro sitio.
—Hasta luego, querida.
—Hasta luego.
Sale por la puerta de atrás, la que da al desembarcadero. La motora se balancea imperceptiblemente. El mar está tranquilo.
Junto a la amarra donde ata la motora hay un cabo de cuerda viejo y podrido que cuelga hacia el mar, y las olas lo mueven… Es la cuerda que amarraba la vieja barca que él encontró al llegar a la Torre, la barca del Inglés.
Sibila… No habían cruzado ni una palabra más, aparte de las pequeñas frases mecánicas que enlazaban su leve convivencia. Después, cada uno en el silencio, agarrándose a él, sabiendo que era lo único que podía sostener aún sus vidas. Ni el amor, ni las ideas, ni la sangre. Sólo el silencio, el continuar lentos y vacíos hacia delante, sostenidos sobre una espesa capa de silencio. Una masa de nubes bajo la cual no existe nada.