Las hogueras (20 page)

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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La casa cuadrada y grande. La motora. El huerto. Los pinos. Sibila le había dicho: «Si él se muriera, todo esto sería mío, tuyo también». Hay personas que parece que nacen marcadas por una estrella de oro. Otras, no. Toda la vida había contemplado, con la garganta seca y los ojos inmóviles, las calesas de los ricos, preguntándose el porqué de esta diferencia, oscuramente, confusamente. Ahora una mujer que llevaba guantes y pieles en los abrigos se le había acercado. Nadie sabía por qué. Casi nunca se sabe el porqué de las cosas que ocurren. A algunos les toca la lotería, a otros, mientras trabajan, se les rompe la cuerda del andamio y se matan… Cada persona tiene escrito su destino. Unas nacen señaladas por una estrella dorada, otras lloran ya en el vientre de su madre… Está escrito. Daniel el Monegro mira, de reojo, hacia arriba, hacia el cielo, perdido en la noche, intentando quizás entrever una estela luminosa, la de sus días futuros.

«Si él muriera todo esto sería mío.» Pero Archibald no iba a morirse así como así. Su madre siempre lo decía de los ricos: «No hay un rayo que los parta: bien comidos, bien descansados…» Si él, Daniel, pudiera ser el amo de aquella casa, el partido que le iba a sacar. Por lo pronto sembraría unas judías en el huerto, unas judías pintadas de esas que se deshacen en la boca cuando se comen. Y tomates y pimientos. Nada de malgastar agua y tierra para flores. Huerta. Y se lo vendería todo, en verano, a Telmo Mandilego para la Residencia. Telmo, antes de irlo a comprar a Muro o a Palma, se lo compraría a él.

En rigor, podría poner una granja por todo lo alto. Criaría un par o tres de cerdos y tendrían tocino todo el año. Podría emplear la motora para llevar de excursión a los turistas de la Residencia. Y el coche, para recados y como taxi. Todo esto se pagaba bien: excursiones por mar y por tierra. El resto del tiempo, la granja y la huerta. Sibila tendría que ayudarle. Bien se veía que no era una mujer de trabajo, pero ya la domaría él, Daniel. Esas tías lujosas al principio no quieren dar golpe y protestan, pero con mano fuerte acaban cediendo. Claro. Y si había suerte, podrían doblar el capital, comprar unas casas, quizá poner una residencia… A lo mejor, con el tiempo, llegaba a ser el rico de Son Bauló.

Cuando la habitación del segundo piso quedó a oscuras, el Monegro dejó de mirar en aquella dirección. Se quedó tumbado con el vientre contra la tierra oscura, llena de pequeñas piedrecitas, de raíces antiguas desprendidas, de agujas de pino, de hojas muertas que se pudrían lentamente para formar poco a poco el humus del que se alimentarían otras plantas, en un ciclo inacabable e inmenso como la vida misma.

La oscuridad era casi impenetrable. A través de la camisa y del pantalón sentía el frío y la vaga humedad de aquella atmósfera. Con los brazos cruzados y la frente inclinada en ellos, sentía el olor húmedo y penetrante de la tierra ennegrecida y fecunda. Sentía en los muslos, en las caderas y en el vientre, en el pecho, en los antebrazos, a través de la ropa, el latido lento y absorbente de aquella tierra a la que ahora parecía que nunca había calentado el sol.

Creían que era tan fácil cogerle a él.

Lo perseguían. Por todas partes creía oír sus voces. Llevaban perros y hablaban en voz baja, como si todo el bosque estuviera sembrado de camas de enfermos adormecidos. Pero él los oía hablar, distinguía sus palabras.

De la cueva aquella rezumaban gotitas de agua y entre las paredes crecían helechos de hojas apretadas y verdes, con esporas doradas pegadas en el envés como liendres. La cueva era húmeda y fría. Él estaba empapado hasta los huesos de la lluvia de fuera y le castañeteaban los dientes.

Hacía dos días que no había comido nada. A veces se quedaba traspuesto en un breve sueño y soñaba que comía: sartenes de gachas descansaban humeantes, aún, delante de él y oía la voz de su

madre diciendo: «Te freiré un huevo para después. Un huevo con chorizo, ¿quieres?»

En algunos momentos le pasó por la cabeza salir de su escondite y entregarse. De todas formas, tarde o temprano tenían que cogerle. Se entregaría, diría: «Yo maté al viejo. Le di con una piedra en la cabeza. Él me quiso ahogar a mí en un pozo negro y nadie le castigó. Yo tenía que vengarme».

Se entregaría. Que le dieran comida en seguida. Un poco de pan tierno con un trozo de queso. Cualquier cosa. Que le dieran ropa seca para cambiarse, que lo dejaran dormir lejos de aquella humedad, aquel frío…

Otras veces, en medio de su rabia, deseó que lo cogieran. Se imaginaba a sí mismo empuñando la pequeña navaja, hiriendo a ciegas a toda aquella gente que lo rodeaba con los dientes brillantes, como una manada de perros amaestrados. Se imaginaba a sí mismo salpicado de sangre. Veía a los otros, amontonados, apelotonados, junto a las paredes de los jorfes, huyéndole, esquivándole, mirándole. Allí estaban todos los que los días de fiesta bailaban en el salón de Frasquito. Y estaban también las mozas de Horcajada y Villarejo, con los trajes arrugados y nuevos y en los tobillos, todavía, el polvo de la caminata, pues, habían salido de su pueblo al amanecer para disfrutar del baile, de la orgía del vino y de la sangre del toro. Y los mozos de su pueblo y de los lugarejos de los alrededores, vestidos con trajes apretados, dentro de los cuales se sentían incómodos. En sus ojos llevaban la herencia del paciente afanar a lo largo de surcos inacabables, detrás de las lentas ancas de las muías.

Se imaginaba que estaba rodeado de todos ellos y hasta sentía el olor dulce y penetrante del sudor, el mismo olor que impregnaba las paredes del salón de Frasquito.

No miró más hacia la casa. Siguió completamente inmóvil en el matorral durante más de una hora antes de levantarse. No se arrastró en su avance. No hubo en él nada furtivo, ninguna precaución especial. Caminaba con naturalidad, como quien hace un camino al que está habituado. Andaba lento, seguro, rodeando la casa, que había perdido sus dimensiones en la noche cerrada. Como otras veces, tentó con las manos la pared, buscando los salientes que ya conocía.

Se encaramó como un gato. Con facilidad, ágilmente, como si subiera por una escalera. Saltó dentro del balcón de la habitación de Sibila.

Ella hablaba. Su voz era casi irreconocible de tan sosegada. Era una voz tranquila, no la vehemente y apasionada que él conocía. Sonaba como la de una mujer madura con el futuro agarrado entre las manos. Sin deseos, sin caprichos.

La luz de la habitación estaba apagada y las palabras, que él no entendía, salían de dos cuerpos echados en la cama. La cama que él había ya conocido y a la que se había acostumbrado. Todo era pacífico allí dentro. Pacífica la voz de Sibila, la atmósfera que se adivinaba. Pacífico también el aire de la noche, a su alrededor. Daniel de pronto se sintió como un ladrón que locamente ha de saltar una ventana y registrar sin método, corriendo, un sinfín de cajones en una casa desconocida, en los cuales ni siquiera sabe si se guardará algo valioso.

Había pensado muchas veces que eso podría ocurrir cualquiera de las noches que iba a buscar lo que se le había ofrecido y que él tenía por suyo. Y lo pensaba con serenidad: si podía, se marcharía en silencio, cauteloso; si no, buscaría una excusa: estaba paseando y vio alguien que merodeaba por allí. Diría esto y aquello. Antes de salir de su cabaña, siempre se repetía una y otra vez lo que tenía que decir y hacer si le sorprendían. Se preparaba como quien coge un paraguas porque puede llover.

Pero aquella vez no se le había ocurrido. Partió confiado. Al salir de su casa, mientras andaba bajo los árboles del sendero, cuando pisaba la arena con ruido de mar, parecía palpar aquella cosa concreta que para él era Sibila. Saltaría por el balcón y la encontraría esperándole, como otras veces. Le echaría los brazos al cuello. Después sentiría su contacto tibio, su voz. Pero no esa voz de ahora. La otra voz, la de la cabaña, la del bosque, la de la habitación de ella cerrada por dentro, con él allí.

La noche parecía roja. Luces que iban y venían. Que bajaban, que subían, que se quedaban quietas. Frente a él, luces danzantes, que surgían y desaparecían con rapidez. Su vista era una explosión de luces rojas que no le dejaban ver nada, ni siquiera el camino que tenía que tomar para huir. Huir temeroso, encogido por el miedo.

Súbitamente, una luz concreta cobró cuerpo delante de él. Una luz viva, real, momentánea. En la habitación, en la cama, habían encendido un cigarrillo. Y vio, y adivinó quizá tanto como vio, dos cabezas cercanas, un par de hombros desnudos, una mata de pelo cayendo, ojos cercados por las sombras…

Con la frente apoyada contra los hierros, cerró los puños con fuerza. Ya no veía luces. Ya no temía nada. Se encontraba lúcido, firme y furioso. Por un momento, arrebatado, pensó en romper los cristales a puñetazos. Destrozarlos y presentarse en la habitación, ante los ojos de ellos dos, que estaban allí, desnudos, tranquilos. Y decírselo todo a Archibald: «Esa mujer es una zorra. Se la puede usted quedar. Yo me he hartado de ella. Empachado me tiene». Y a ella le tiraría a la cara el reloj. Le diría: «Toma. Yo no soy ningún chulo. Te lo guardas. Yo me clavo la que me gusta, y no un penco aunque me pague». Y se largaría, dejándolos deshechos, estupefactos.

Pero no. No. Lo que Daniel sentía hervir dentro de él, oscuramente, era la frustración, el desamparo que debe de sentir un propietario al que despojan de sus bienes. Como si al acabar su jornada de trabajo y llegar, cansado, a su casa, se encontrara con que le habían pegado fuego y ya no quedaban más que cenizas. La casa, la lámpara de carburo, la mesa, su ropa, todo un pequeño y humeante, cálido montón… Una sensación desoladora, de vacío, lo llenaba.

No, no entraría. Pero dejaría en el balcón el reloj. Bien visible. Que ella comprendiera que la mentira que le dijo sobre su marido se había descubierto. Que supiera que él estaba enterado de que ella se repartía entre él, Daniel, y Archibald, como una fulana cualquiera.

Ya tenía en la mano el reloj. Redondo, brillante, palpitante. Eran las doce. Un búho silbó, cauteloso, amable, con un sonido penetrante. Nada, dejaría el reloj y saltaría. Ahora mismo lo pondría en el suelo, frente a la vidriera.

Pero se quedó con el reloj en la mano, oprimiéndolo. Miró de nuevo los números fosforescentes: diminutos, verdosos, casi alegres. Le parecía que ya formaban parte de su mismo cuerpo, como un dedo, el pelo de las piernas, la barbilla. Nunca se lo quitaba. Muchas veces miraba, de noche, aquellas rayitas de luz… Eran las doce y cinco minutos. En su mano, el reloj todavía tenía el calor de su muñeca.

Hundió sus mejillas como si fuera a silbar y despació, cuidando los movimientos, abrochó la hebilla del reloj a su velluda muñeca. Luego se lo tanteó. Después se deslizó por el balcón, rozó la hiedra y se tiró de pie sobre el césped. Fue, en la noche densa, un ruido seco como el quebrar rápido de una caña.

27

—Se llama Xam.

—¿Y qué es?

—¿No lo entiendes? Es el propietario de la casa de Modas donde yo trabajé. Él diseña vestidos y los vende.

Sibila habla vocalizando, levantando la voz —como si le estuviera hablando a un sordo o a un extranjero que con mucho esfuerzo comenzara a aprender la lengua en que ella se expresaba—, pero lo hace sonriente, de buen humor, paciente.

—Diseña.

—¿Qué es diseña?

—Quiero decir que los dibuja, que los inventa en su taller las modistas los cosen como él les indica.

La cara del Monegro es algo quieto, rocoso, sin prisa ni cólera. Tiene las mandíbulas apretadas como si se preparase a penetrar un misterio cósmico o a soportar, desde muy cerca, el estampido de una explosión. Su corpachón interrumpe la luz que entra por el pequeño ventano, oscureciendo la cabaña. Su sombra se extiende como una manta sobre la moto ladeada, polvorienta, con pegotes de barro pegados sobre la hojalata despintada.

—¿Y tú qué hacías allí?

—Ya te lo he explicado: me probaba los vestidos y cuando estaban terminados me vestía con ellos y paseaba por delante de los clientes, que estaban sentados en unos sillones en un gran salón rojo y dorado. Ellos miraban y, al acabar el desfile, compraban el vestido que más les había gustado.

Era como si no hubiera ocurrido. Como un mal sueño del que al fin se despierta.

Lo había esperado enfebrecida, loca, con los ojos fijos en el jardín iluminado por la blanda luz de la luna. Cualquier ruido la hacía estremecerse de esperanza.

Pero eran los gratuitos murmullos de la noche, no era él. Apoyada contra la puerta, arañando la madera, clavando las uñas en la pared, escuchaba los menores ruidos, hasta los producidos por un pequeño soplo de bestia en la escasa hierba de la tierra. Y cuando daban las tres y sabía que aquella noche no llegaría, sentía que se vaciaba, que se quedaba inútil para todo, con ganas de morirse.

Las tres. Gritaba una lechuza y muy cerca se oía el canto de los grillos exasperante y continuo. La vida continuaba, pero ella… ¿Qué haría con todas las horas que le faltaban hasta la salida del sol? ¿Qué haría con todos los minutos que le quedaban para vivir si él no volviera más?

—¿Iban hombres?

—Claro que iban hombres. Los hombres son los que pagan los vestidos de las mujeres. ¿No lo sabes?

Una reconcentrada desconfianza, una falta de fe antigua y salvaje, tan vieja como el regateo y el minucioso inspeccionar los objetos que uno va a comprar para no admitirlos con taras. En el pueblo de Daniel; el hijo de la Cuculala mató a su mujer la noche de novios porque le pareció que no era virgen.

—¿Quieres decir que no hacías de pendón allá en París?

La risa de Sibila suena como un cacareo, fea, nerviosa. Pero no está ofendida y encuentra un gesto tierno que imprimir a su cara. Encuentra esa insólita ternura que le despierta este hombre rudo y torpe.

—No, Daniel, no. ¿Cómo quieres que te lo diga? Yo era modelo. Mo-de-lo.

La última palabra la dice vocalizando, abriendo la boca exageradamente, ayudándose, para hacerla más expresiva con un movimiento de la mano. Y entonces se da cuenta de que la tiene lastimada, de que le duele.

Por las mañanas lo veía pasar erguido sobre aquella moto maldita y detonante, como un orgulloso centauro. Una rabia impotente y feroz la llenaba. Le hubiera destrozado con sus manos, le hubiera echado una de aquellas granadas que cuando la guerra decían que dejaban destrozados a los soldados que avanzaban cautelosos hacia una posición. Una cólera sorda la iba mordiendo mientras la vida estallaba hecha sol, ruido, movimiento, como un largo suspiro de terror.

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