—Este lugar… No debimos adentrarnos en este bosque en plena noche, más nos hubiera valido acampar…
—Vamos, Roiberard, deja de quejarte y ayúdame.
Descendieron del carro y sus botas se hundieron un palmo en el suelo anegado. Las tupidas copas de los robles y los alisos no lograban contener la violencia del viento y el agua, que golpeaba con saña. Brian, con la cabeza cubierta por la capucha de la cogulla, escudriñó en la oscuridad algún posible refugio, pero apenas distinguía las formas de los troncos centenarios que flanqueaban el camino. Internarse en el robledal habría sido demasiado arriesgado.
—¡La única alternativa es seguir adelante!
Roiberard fustigó a las mulas, que resoplaban inquietas y agotadas tras el largo día de marcha. Sus esfuerzos resultaron vanos. Desesperado, el arriero se acercó a las ruedas con el ceño fruncido.
—No lo conseguiremos, la carga es demasiado pesada. Tal vez si descargáramos el arcón…
—¡No me separaré de él! —replicó el monje con brusquedad, pero al instante suavizó el tono y trató de insuflarle ánimos—: Un esfuerzo más, ya estamos cerca…
Mientras Brian se acercaba a un roble y quebraba unas ramas resecas, el arriero lo observaba admirado. Con esa misma determinación, que ni aun en esas aciagas circunstancias flaqueaba, habían cruzado de este a oeste toda la isla de Irlanda. Desde el primer momento en que lo vio y le ofreció sus servicios, allá en el puerto de Dyflin
[2]
, se fijó en su piel pálida, sus profundos ojos verdes, como la hierba que cubría la isla, y su pelo castaño, demasiado largo para un monje. Le calculaba unos treinta años. Era apuesto: rostro anguloso, nariz recta y labios finos que sonreían con frecuencia; Roiberard recordaba bien el brillo de la mirada de su esposa cuando salió a despedirlos. La retirada vida monacal no había hecho mella en su vitalidad ni en su físico. Sus ojos, profundos y francos, y su habitual gesto concentrado agradaban al arriero, que a menudo aguardaba ansioso oír —en un gaélico con un extraño acento— los profundos conocimientos que el monje tenía de la isla y de sus gentes. En las largas jornadas de camino le había impresionado la férrea voluntad que lo guiaba. Más allá del generoso pago que esperaba recibir, la fuerza de la mirada del monje benedictino Brian de Liébana —así se había presentado— había convencido al arriero de que era crucial alcanzar el remoto monasterio.
Pero en ese momento la profunda angustia, que bebía de las viejas leyendas arraigadas en su mente celta, había conseguido mermar su confianza en el monje.
—¡Ya habéis oído al viejo del acantilado! —adujo con voz ahogada—. Este camino no ha sido hollado en décadas. ¡Dios sabe qué nos espera tras el siguiente recodo!
—¡Llegaremos!
Brian hundió las ramas en el fango, bajo las ruedas.
—Cuando dé la orden, empuja con fuerza.
En ese momento un rayo atravesó el cielo. La fugaz imagen del bosque iluminado dejó mudos a los dos hombres. Sin el hacha del leñador, la arboleda se había convertido en una maraña impenetrable. Roiberard dio un respingo cuando resonó el profundo trueno.
—¿Lo habéis oído?
—Es una tormenta, Roiberard, nada más que una tormenta…
—¡No! Me refiero al llanto…
El monje se irguió con las manos embarradas. El orondo rostro del carretero era la viva imagen del terror.
—Olvídalo.
—¡Vos también lo habéis oído!, ¿no es cierto? ¡Era un llanto! Como el lamento de las plañideras en los funerales. ¡Una
bean sídhe
anunciando la cercana muerte! —El hombre temblaba de pies a cabeza. Uniendo las manos, susurró una rápida plegaria. Luego dijo—: ¡Regresemos, hermano Brian! En alguna aldea hallaremos aposento.
—¡Demasiado tarde!
—Pero… ¿acaso no recordáis las palabras del viejo? ¿Y si son las almas de los que murieron en el ataque al monasterio? Dicen que esas cosas pasan.
El viento cruzaba veloz entre el follaje, arremolinaba las hojas ya marchitas tras el verano, y se dispersaba en mil susurros, chasquidos e indescriptibles gemidos que helaban la sangre.
Chapoteando en el fango, el monje se acercó a Roiberard y lo asió por los hombros. Debía ayudarle a salir del abismo de terror en el que se hundía. Si perdía el control y huía despavorido, acabaría irremisiblemente perdido en la densa arboleda olvidada por los hombres.
—Ten fe, amigo, enseguida saldremos de aquí. Concéntrate en empujar con todas tus fuerzas y no te dejes llevar por tu imaginación. Lo que has oído era el viento.
—No lo decís muy convencido… —En el rostro de aquel hombretón, además de lluvia había lágrimas.
Brian le dio un apretón afable en los hombros y luego terminó de trabar el ramaje bajo las ruedas. Cuando hubo acabado, se acercó a las mulas.
Roiberard iba a ofrecerle la fusta cuando vio que el monje acariciaba la testuz de las bestias y les hablaba en susurros. Las mulas agitaron sus empapadas orejas y resoplaron. Suavemente, Brian tomó las bridas y tiró de ellas.
—¡Con fuerza!
El arriero ya sólo pensaba en salir de allí y, a poder ser, con su pertenencia más valiosa. Se ganaba la vida transportando mercancías por los valles cercanos a Dyflin. Jamás había aceptado un encargo como aquél… Se hallaba en el extremo oeste de la isla, en las agrestes costas de Mothair, en la región de Clare, una tierra inhóspita y casi despoblada, llena de leyendas que los bardos recitaban con voz queda y cavernosa, encogiendo el alma del público. Lamentando haber desoído los consejos de su supersticiosa esposa, hundió los pies en el fango y empujó con todas sus fuerzas mientras las mulas tensaban los cuartos traseros y trataban de responder al tirón de las riendas.
Se oyeron los chasquidos de las ramas quebrándose bajo el peso, pero el lodo dejó de succionar y bruscamente salieron despedidos hacia delante.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Roiberard.
—No nos detengamos.
Al oír esas palabras, que sonaban a advertencia, el carretero se estremeció.
—Hermano, vos creéis que aquí…
—Es poco lo que sabemos del mundo, Roiberard, pero no debemos rendirnos a los temores ni a las habladurías.
Para evitar nuevos problemas a causa del peso, siguieron a pie. Brian guiaba las monturas con cautela.
—¡Lo oigo de nuevo! —exclamó Roiberard con una voz trémula.
El monje no despegó los labios pero tiró de las riendas con más fuerza y las mulas aceleraron su avance. Avanzaban penosamente, sobrecogidos, cuando un nuevo relámpago iluminó la noche. El carretero lanzó un alarido de terror y las bestias se encabritaron.
—¡Ahí, ahí delante!
El cielo se rasgó de nuevo y Brian pudo seguir con la mirada la dirección que el otro señalaba con mano temblorosa.
—
Pater Noster…
!
Durante aquel efímero instante habían visto, de pie junto a un roble gigantesco, una figura esbelta de rostro tan ajado y anciano como aquel bosque milenario. Portaba un manto grisáceo y asía un cayado. Las tinieblas regresaron, pero en las retinas del monje y del arriero quedaron ciertos detalles de aquella visión: la luenga barba, veteada de canas, un grueso anillo de metal sobre el pecho y, ante todo, sus ojos, dos pozos de indecible negrura en los que flotaba una muda advertencia.
Roiberard, aterrorizado, apenas podía respirar, pero Brian continuó hasta donde habían visto esa figura. Una vez allí, levantó la mano y detuvo el carruaje.
—¡Observa!
El camino había cedido; un profundo barranco de fango y raíces los obligaba a dar un rodeo. Brian puso un pie en el borde y la tierra cedió; sólo el brazo firme de Roiberard evitó que rodara hasta el tenebroso fondo.
—¡Qué extraño que ese hombre se encontrara justo aquí…! —comentó el monje, pensativo.
—¿Y si lo ha provocado él? ¡Ha sido una suerte que lo advirtierais a tiempo!
—Tal vez. Sin embargo, es posible que la explicación sea justo la contraria…, tal vez nos ha advertido del peligro… —Su sonrisa desconcertó al arriero—. ¡Vamos, Roiberard! No temas, somos bien recibidos.
—Si no era un fantasma, ¿quién era? —preguntó el otro, no muy convencido.
No hubo respuesta. Brian guió a las mulas entre la densa vegetación y lograron bordear el profundo socavón. El renovado ánimo del monje se impuso y siguieron adelante.
La lluvia persistía.
Tomaron conciencia de que habían abandonado la arboleda cuando un nuevo rayo rasgó la noche e iluminó una planicie cubierta de hierba; al fondo, una muralla de tosca factura, baja y muy deteriorada, rodeaba un suave promontorio. En la cima, al borde del acantilado, se recortaba un edificio de planta cuadrada y, a la derecha, una esbelta torre circular de vigilancia, típica de muchos monasterios de la isla.
—San Columbano…
Los destellos de la tormenta revelaban el aspecto ruinoso del viejo monasterio. La tierra parecía estremecerse con los profundos truenos. El carretero se santiguó con ademán inquieto.
—¿Aquí es donde pensáis instalaros?
—Este convento se alzará sobre sus cenizas… —repuso el monje con determinación.
Roiberard lo observó intrigado. A pesar de la oscuridad, podía vislumbrar la serenidad que reflejaba su rostro. También él sintió la dicha de haber logrado llegar hasta allí. Tenía por norma no preguntar a sus clientes y se había contenido durante todo el trayecto, pero en ese momento anhelaba compartir la enigmática satisfacción del monje.
—¿Por qué, hermano Brian? En Irlanda hay grandes monasterios cerca de ciudades importantes, con tierras de cultivo y repletos de piadosos monjes, novicios y estudiantes… ¿Por qué habéis elegido este remoto confín, un lugar olvidado…?
El monje le puso una mano en el hombro y sonrió.
—Lo único que quiero que recuerdes de este viaje son los peniques de plata que tienes en la bolsa y los que recibirás cuando hayamos descargado.
El arriero se disponía a protestar cuando Brian tiró de nuevo de las riendas y el carro avanzó por la ladera. El fragor de las olas embravecidas golpeando con saña los pies del acantilado se unió al sonido de la lluvia. Las ruinas se alzaban en el borde, hacia el abismo.
El pesado carruaje dejó dos surcos en la hierba empapada; la impronta del nuevo camino que conduciría al monasterio.
El muro que antaño protegía el cenobio se hallaba en un estado lamentable, con derrumbes en varios puntos. Apartando escombros, cruzaron por donde una vez estuvo la puerta y cubrieron el último tramo ascendente hasta las construcciones que se erigían en la cima: una iglesia pequeña y aislada como una ermita, la torre circular y el gran edificio, con al menos cuatro plantas, construido con piedras irregulares de caliza gris y bloques de granito. El incendio y el posterior abandono habían causado graves estragos; sólo la torre se mantenía intacta. Brian, como si conociera el lugar, torció hacia la izquierda y pasó entre los restos de lo que habían sido las humildes celdas de los monjes: construcciones cónicas erigidas en piedra y aisladas unas de otras. Se dirigía a la pequeña iglesia. Su factura recordaba a los primeros templos cristianos de la isla. Los gruesos muros permanecían firmes y aún soportaban parte de la techumbre, de forma combada, semejante al casco invertido de un
drakkar
vikingo. Detrás de la iglesia se distinguían lápidas y cruces celtas inclinadas o caídas sobre la hierba, los últimos vestigios del cementerio. Más allá, la tierra desaparecía en la negrura del risco y el tenebroso mar al fondo.
Se detuvieron ante el templo. La puerta había sido arrancada y el interior estaba devastado, pero buena parte de las vigas y las losetas del techo resistían. Las goteras eran numerosas y se habían formado charcos en el suelo empedrado, pero la zona del altar, al fondo, estaba seca.
—Descargaremos ahora.
—Pero…
—¡Un último esfuerzo, Roiberard! Sólo eso te ruego. Debemos proteger el arcón, el resto puede esperar.
El clérigo apartó las tres mantas que protegían la carga: un hatillo con útiles de construcción, una jaula con dos palomas mensajeras que se agitaron alteradas y un gran arcón de madera breada y ennegrecida por el tiempo, que tenía remaches metálicos y un grueso candado de hierro oxidado.
El arriero suspiró mientras se acercaba con desgana; recordaba bien cuánto pesaba aquel arcón cuando lo cargaron en el puerto de Dyflin… Durante todo el camino, el monje jamás se había separado de él más que unos pasos.
—No debe tocar el suelo —advirtió Brian.
—Pesa demasiado…
—¡Vamos! —le alentó el monje al tiempo que resonaba un estruendoso trueno.
Haciendo un esfuerzo titánico, lo transportaron hasta el interior de la iglesia y lo depositaron en la zona seca del fondo. Al dejarlo en el suelo, volutas de polvo acumulado durante años se elevaron en el aire.
—¿Qué lleváis ahí? —dijo Roiberard entre jadeos y tensando la espalda tras el esfuerzo; su ánimo regresaba tras muchas horas de inquietud—. ¿Un tesoro? Así lo creería cualquiera que supiera lo que estáis dispuesto a pagarme…
Brian asintió sonriendo. Tomó el
marsupium
que pendía en su costado y sacó una tintineante bolsa de cuero.
—Hemos cerrado el precio del transporte. Ahora quiero sellar tus labios para siempre. —Su gesto afable disipó la primera reacción de inquietud del carretero. Para no dejar dudas acerca de su contenido, agitó la bolsa. Un brillo de advertencia en los ojos del monje convenció a Roiberard de que debía demostrar su honestidad.
—Sé guardar un secreto.
—Así lo espero. Será por tu bien, te lo aseguro. Puede que algún día pregunten por mí… Yo voy a ser generoso contigo y tú vas a olvidar para siempre nuestro viaje.
El inverno había llegado al ducado de Sajonia, en el corazón del continente. En la abadía de Corvey, a ocho jornadas de viaje de Aquisgrán, la capital, era aún de noche. El gélido viento racheado se colaba a través de los postigos de madera llevando consigo la humedad del cercano río Weser. Tras el hermano que portaba el candil, dos filas de monjes recogidos bajo sus cogullas descendían en absoluto silencio las escaleras hacia la cripta —erigida en tiempos del legendario Carlomagno—, para el rezo de maitines. Como a los apóstoles, Dios les exigía que en las horas previas al amanecer permanecieran en vela, atentos como soldados, y elevaran plegarias que alejaran el influjo del Maligno, señor de las horas nocturnas.