Las horas oscuras (4 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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Movido por un impulso, regresó a la pequeña iglesia y se acercó al arcón. Abrió el candado y tomó un códice protegido por una fina seda carmesí. En ese momento necesitaba recordar que su esfuerzo no iba a ser en vano. Abrió con delicadeza la gruesa tapa con gemas encastradas, pasó varias hojas iluminadas y se detuvo en la imagen de un ángel solitario que sostenía un libro cerrado y hacía un gesto de advertencia al lector. Respiró profundamente varias veces. Poco después, ante sus ojos el detalle y los colores de la miniatura se hicieron más vívidos; la destreza de la mano que siglos antes había dibujado a esa criatura divina lo sobrecogió una vez más. Entonces sintió la fuerza de aquella entidad y quiso absorberla. También él sostenía un libro en un páramo solitario en el extremo de la última isla del orbe. Era mucho lo que tenía que hacer en San Columbano, sin descuidar la protección del arcón y del libro que sostenía con devoción, aquella obra que había demostrado tener un gran poder.

—Protege el Espíritu de Casiodoro, Señor —rogó en voz alta hacia el altar, rozando con el dedo la figura del ángel—. Son tiempos difíciles, y nuestros adversarios han regresado.

Sus ojos se posaron en el arcón. Cientos de códices y rollos se apilaban en su interior, ordenados con esmero. La mayoría se hallaban en buen estado, pero otros tenían los bordes de las páginas resquebrajados.

—No permitas que la humanidad quede sumida en la vileza y la ignorancia del que no entiende la palabra escrita.

Después de tomar un frugal almuerzo a base de pan, queso y nueces, se acercó al cementerio, encarado al mar. La mayoría de las tumbas habían desaparecido y las pocas lápidas visibles yacían sobre la hierba, partidas y amarillentas por el liquen. Una cruz celta se erigía, peligrosamente inclinada, casi en el borde mismo del precipicio, alejada del resto porque en realidad no señalaba un sepulcro. El anillo central representaba una corona de hojas de roble, y en la base tenía un emblema cubierto de musgo. Era una serpiente mordiéndose la cola: el
ouroboros
.

—Patrick O’Brien… —susurró rozando el relieve, casi imperceptible.

Con una pequeña daga fue arrancando la capa de musgo. Después hizo acopio de todas sus fuerzas y logró devolver la cruz a la posición vertical. Pensativo, rozó el símbolo con la mano.

—El árbol de la Vida reverdece de nuevo. —El rugido del mar, abajo, acompañaba sus palabras—. Hemos regresado. Cuando logre saber la verdad, vuestra alma descansará por fin en paz.

Capítulo 4

Esa tarde, bandadas de estorninos emergieron de los árboles piando frenéticos. Brian levantó la vista hacia el bosque y torció el gesto. Sin demorarse, enrolló los pergaminos que había estado estudiando y corrió hacia la capilla. Tomó la imagen de la Virgen, dobló su pequeño pie y, con un chasquido seco, la base se abrió. Ocultó en su interior los manuscritos, devolvió la talla a la hornacina y se encaminó hacia la vieja muralla. El amortiguado trote de los caballos sobre la hierba llegaba hasta ahí.

Eran ocho jinetes. Siete de ellos llevaban un peto de cuero tachonado, casco y una espada sin vaina colgando del cinto, mientras que el último lucía una gruesa capa de lana negra ribeteada con símbolos de oro. Una cinta dorada ceñía su larga melena canosa, que saltaba al compás de la poderosa montura de guerra, negra como la noche. Aunque tenía algo más de cincuenta años, su cuerpo ejercitado mantenía una postura elegante. El grupo de jinetes se detuvo a los pies del muro y los ojos grises del de la capa escrutaron al extranjero calibrando si podía resultar una amenaza. Finalmente sonrió, aunque la frialdad no se disipó de sus pupilas.

—Saludos, monje.

Brian efectuó una reverencia.

—Sin duda sois el monarca de este valle, Cormac O’Brien —dijo, afable y comedido—. Que Dios os bendiga. A vos solicito hospitalidad.

El aludido asintió. Su dominio del gaélico, pronunciado con un extraño acento, le había impresionado.

—Os habéis adelantado a la fecha indicada en la carta. —Ante el gesto sorprendido del monje, Cormac se explicó—: Hace varias semanas llegó un mensajero de Cashel Rock. El rey de la provincia de Munster, Brian Boru, anunciaba vuestra llegada desde el continente y me solicitaba que os permitiera instalaros en el viejo monasterio que fundó mi hermano. La petición venía avalada por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, y por un prelado cercano a la sede papal de Roma.

—Sí, mi mentor, Gerberto de Aurillac —puntualizó Brian—, anterior obispo de Reims. Ahora reside en la corte del emperador; es su consejero personal.

—Al principio no di crédito al ruego —prosiguió el otro, sin dejarse impresionar por las referencias dinásticas del lejano continente—. ¡Un monje extranjero deseaba restaurar estas ruinas! Debéis saber que este lugar es muy especial para mí.

—Sin duda. Cualquier hombre de Dios, incluido vuestro difunto hermano Patrick O’Brien, alabaría el renacer de su obra.

—Por supuesto. ¿Es ése vuestro propósito? —preguntó.

—Soy el primero de una pequeña comunidad benedictina que pretende hallar la paz en este alejado rincón del orbe.

El rey entornó los ojos; había imaginado a un eremita aislado, no a una comunidad monástica como las de Kells, Kildare o Glendalough.

—Este lugar pertenece a mi familia —explicó tratando de mostrarse sosegado—. Aquí sufrimos un duro golpe. Veo que habéis levantado la cruz que mandé tallar en memoria de mi hermano… Nunca hallamos su cuerpo, pero para nosotros ésa es su tumba. Prometí que el convento permanecería tal y como quedó la noche en que los malditos vikingos lo arrasaron…

—El hermano Patrick era un monje, no desearía ver su abadía arruinada y engullida por la tierra. Si lo permitís, este lugar consagrado resurgirá para gloria del Altísimo. —Al ver que sus elevados argumentos no convencían del todo al monarca, Brian optó por descender a un plano más mundano y añadió—: No pocos de vuestros súbditos hallarán aquí una fuente de sustento, pues es mucha la labor que tenemos que hacer, y seremos generosos…

—Recordadme vuestro nombre, hermano…

—Brian de Liébana, por el monasterio donde profesé los votos, en la lejana Hispania.

Una sombra cruzó ante los ojos del rey, pero fue un instante.

—He pasado muchos años viajando —prosiguió el monje—, pero crecí entre los astures. Al ver estos verdes pastos y esta abrupta costa —Brian abarcó el paisaje con los brazos—, pienso que aquella tierra y esta isla nacieron del mismo pensamiento de Dios. Por eso aquí me siento como si hubiera regresado a mi hogar.

Cormac separó los labios pero no llegó a formular la pregunta que bullía en su mente. Parecía más pálido y retorcía las riendas de manera inconsciente. No había duda de que las palabras del monje lo habían puesto nervioso.

—Vuestros rasgos no son los propios de esas gentes que, según dicen, se asan bajo el sol…

Los hombres de Cormac rieron, pero Brian había captado cierta inquietud en el tono gutural del monarca y respondió con cautela.

—Procedo de un lugar habitado por numerosos pueblos. Desde que tengo uso de razón he vivido en un monasterio. Huérfano y sin familia, el conocimiento de mi pasado me fue negado desde el principio, tal vez para que pusiera la mirada en el porvenir…

—La palidez de vuestra faz, los cabellos de oro viejo…, ¿podríais tener parientes irlandeses?

—De ser así, sólo sentiría gratitud.

—Habláis gaélico sin dificultad.

—Llevo tiempo planeando mi venida y, como sin duda sabéis, los monasterios del continente acogen a innumerables monjes irlandeses, famosos por su fervor religioso y su profunda sabiduría. Con uno de ellos aprendí esta lengua.

—No sigáis, hermano Brian, vuestras explicaciones parecen abarcar cualquier pregunta. Me sentiría honrado si pudiera escuchar vuestro relato en mi castillo, ante un suculento asado de venado, mañana al atardecer. Está en Mothair, a sólo unas horas de camino. Y si la velada se prolonga, podéis quedaros a pasar la noche en una de las habitaciones del castillo. —Cormac se volvió y señaló las imponentes ruinas que se recortaban tras ellos, al borde del acantilado—. Supongo que mi querido hermano aprobaría que San Columbano volviera a ser un lugar de oración y estudio, sólo os ruego que respetéis su memoria.

—Nada deseo más, mi señor.

—Aceptad, pues, mi invitación. La carta de Brian Boru ha impresionado a mi familia y al resto de los clanes. Tenéis grandes influencias…

—En realidad las posee el prelado Gerberto de Aurillac; yo sólo soy un humilde servidor de Nuestro Señor. No obstante, agradezco vuestra hospitalidad; allí estaré mañana sin falta —dijo con una sonrisa.

Cormac le devolvió el gesto al tiempo que tiraba de las riendas y obligaba a su caballo a dar la vuelta.

Mientras la silenciosa comitiva se alejaba por la pradera, la sonrisa había desaparecido del rostro del monarca; tenía los nudillos blancos de tan fuerte como aferraba las riendas.

En la linde del bosque, a cubierto tras la maleza, detuvo su caballo y observó a Brian en la lejanía; el monje se retiraba tras la muralla que circundaba las ruinas.

—Señor, si ese hombre os causa inquietud… —apuntó uno de los soldados.

—Quiero que os limitéis a vigilarle discretamente —le atajó el rey, pensativo—. Todo esto es muy extraño.

Capítulo 5

Los hábiles dedos de la muchacha punteaban las cuerdas del arpa con precisión y las notas se extendían por el majestuoso salón engarzándose en una suave melodía inspirada en un antiguo himno celta. La dulce voz de la joven ora se elevaba aguda como el trino de los pájaros ora descendía como el rumor sordo de las olas al morir en la arena. Los versos que entonaba relataban las gestas del príncipe Patrick, el primogénito de la familia O’Brien. «Hice componer a un viejo bardo la historia y las terribles circunstancias de su muerte —había explicado Cormac a su invitado de honor antes de que la joven iniciara el canto—. Deseo que permanezca para siempre en el recuerdo de nuestros súbditos, que se escuche en cada feria, en cada celebración. Patrick amaba la música y nuestras canciones; fue un gran músico. Recordad, hermano Brian, que el lugar que habitáis contiene el alma de un héroe celta que dio su vida hace ya treinta años.» El nostálgico eco de la composición reverberaba en los muros, engalanados con gruesos cortinajes encarnados, escudos con el emblema de la familia y grandes cornamentas de ciervo. Varias antorchas y un gran fuego en el hogar de piedra iluminaban con trémulo resplandor la estancia principal del castillo de Cormac O’Brien.

Alrededor de una larga mesa, sentados en banquetas forradas con piel de osos germanos, la veintena de invitados escuchaban embelesados el gorjeo de la muchacha de hermosas trenzas, que cantaba las aventuras del joven príncipe Patrick antes de renunciar al trono para abrazar los votos monacales: sus victorias sobre los crueles y ambiciosos jefes de clanes vecinos, en la región de Clare; su valor y arrojo hasta que abandonó la espada sin conocer la derrota. La melodía adquirió un hálito de profunda intimidad al relatar su consagración a Dios y sus viajes por el continente y otros lugares distantes. Brian, entonces, se irguió, atento en su asiento; intentaba comprender las alegorías relatadas en la vieja lengua de los bardos. El canto afirmaba que el abad había traído valiosos libros y tesoros de sus viajes y que eran muchos los que acudían a beber del conocimiento acumulado en San Columbano. El tono dramático de la melodía alcanzó su cenit al describir la fatídica noche en que una nave vikinga sorteó los arrecifes y atracó a los pies del acantilado. Los fieros norteños saltaron la muralla, arrasaron las celdas de los monjes y finalmente irrumpieron en el edificio principal, donde se encontraba el abad: sed de sangre, baile de espadas y fuego. Así murieron los hermanos de San Columbano y su amado fundador, Patrick O’Brien. Su cuerpo se perdió entre las cenizas, lo que alimentó la leyenda. Con el paso del tiempo, aparecieron rumores sobre un sombrío monje que vagaba entre las ennegrecidas ruinas. En el cementerio se levantó una cruz celta para aplacar la pena del espíritu errante y, por expreso deseo de su abatido hermano, el lugar quedó abandonado.

Tras finalizar los versos, la muchacha siguió punteando el arpa sobre el estrado. La penumbra le confería un aspecto casi fantasmal, cual ser etéreo de los que habitan los viejos bosques de Irlanda.

Cormac, henchido de orgullo, asentía sonriente cada vez que alguno de los presentes le manifestaba con elocuentes gestos su gratitud por aquella velada. Todos pertenecían a la nobleza de la región, líderes de clanes aliados del rey. Los hombres vestían cortas túnicas bordadas, y las mujeres, largos vestidos de vivos colores hechos con telas importadas de los dominios árabes al sur del Mediterráneo. Entre murmullos, los criados se acercaban discretamente a la mesa y retiraban las bandejas de bronce, aún repletas de suculentos trozos de venado horneado, aves confitadas y rojas manzanas, y los cuencos llenos de nueces y avellanas. Sus ávidos ojos reflejaban el hambre que retorcía sus estómagos y que ansiaban saciar en las cocinas de la fortaleza.

En el extremo opuesto de la mesa, Brian permanecía pensativo. Ataviado con su viejo hábito, parecía un mendigo invitado a ese festín por una curiosa excentricidad del monarca. Sin embargo, a nadie escandalizaba su mísero porte; Irlanda contaba con numerosos monasterios que se caracterizaban precisamente por la austeridad y la privación en la que vivían sus monjes, sometidos por voluntad propia a terribles mortificaciones y carencias en pro de la santidad. Su admirable renuncia y su ferviente labor misionera por todo el continente les habían granjeado el respeto, y Brian, aun siendo extranjero, había sido acogido como uno de aquellos santos eremitas.

Sin embargo, esa fachada de humildad y descuido no ocultaba ni los atractivos rasgos del monje ni su cuerpo fibroso, del que sólo mostraba el cuello firme y unas manos nudosas como las de un guerrero. Las mujeres invitadas se cruzaban discretas miradas a espaldas de sus ebrios maridos, y de vez en cuando se oía alguna risa resultado de un comentario picante. Brian desviaba sus ojos verdes ante las miradas insinuantes de las más atrevidas; en Irlanda el celibato de los religiosos era sólo la opción de los ascetas más radicales.

Hasta él llegó una conversación en susurros que le hizo aguzar el oído.

—El canto nada dice de ella… —afirmó una de las mujeres abriendo mucho los ojos.

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