—Rey Cormac —replicó ella con un hilo de voz—, la noche que aplacasteis vuestro ardor en mí, crucé las puertas del infierno. No negaré nada y me someteré a las Leyes Brehon por mi comportamiento si así lo deseáis. Sólo pido conocer la suerte que ha sufrido mi hijo…, y si aún vive…
—Mujer —la cortó el rey evitando las pupilas azules de la muchacha, semejantes al mar de Irlanda, pues temía zozobrar en ellas como le había ocurrido en el pasado—, tus acusaciones ofenden mi honor y el de mi esposa, a la que mancillas con descaro ante mis invitados. Yo no puedo darte lo que ansías porque sólo tú eres responsable de tu inconsciencia. —Cormac abrió entonces las manos y añadió en tono grandilocuente—: Pero soy tu rey y a ninguno de mis súbditos desprecio. Eres una pobre muchacha que ha perdido la razón, y eso sí puedo comprenderlo. Me compadezco de ti. Mis hombres te acompañarán a las cocinas. Come cuanto el estómago te permita y luego márchate para siempre.
Cormac se volvió hacia uno de los soldados y éste asintió con gesto grave. El inesperado encuentro había concluido.
La joven intentó resistirse, pero ya no le quedaban fuerzas. Su desesperada iniciativa había fracasado; ahogados gemidos brotaban de su boca mientras la sacaban a rastras de la estancia.
Cormac ordenó que el arpa sonara de nuevo, pero allí ya nadie tenía ánimos de prolongar la velada; la desesperación de aquella joven flotaba en la atmósfera del salón. Al poco, con excusas y muestras de gratitud, los comensales se fueron retirando. Brian fue uno de los primeros en marcharse, rehusando la invitación del rey a pernoctar en el castillo; deseaba regresar al monasterio esa misma noche. Cuando los guardias le permitieron franquear la puerta, respiró aliviado.
Brian descendió la amplia escalera, iluminada por antorchas, hasta la puerta del patio de armas y de pronto se detuvo. El soldado que estaba de guardia lo miró con curiosidad y él se le acercó sonriendo.
—Disculpa, amigo, tu noble señor ha insistido en que me lleve algunas viandas de la cocina. En el solitario lugar donde acabo de instalarme no hay mucho que llevarse a la boca…
Como todos en el castillo de Cormac, el soldado estaba al tanto de la llegada del monje hispano a las ruinas del acantilado. Señaló un corredor que se internaba en la oscuridad y moría en una puerta entornada.
—Al fondo, hermano.
Brian asintió con la cabeza.
La amplia cocina olía a grasa rancia y a cerveza. Mientras pasaba ante el gigantesco hogar, alfombrado de ascuas incandescentes, los ojos le escocieron por el humo. Sobre un banco de piedra yacían, vacías, las bandejas de la cena; no quedaba en ellas el menor resto de comida, ni siquiera el sabroso jugo. Decenas de siervos se alimentarían durante días con las sobras de una noche.
—Habéis llegado tarde, hermano —dijo una voz desde la penumbra—. Los restos del asado corren en este momento por Mothair como la sangre por las venas.
—¿Pasa hambre Mothair?
Una mujer de edad avanzada, corpulenta y de rostro carnoso y brillante, avanzó hacia él con una sonrisa afable; el hábito de Brian disipaba sus recelos.
—La plebe siempre pasa hambre, lo sabéis de sobra. Supongo que igual ocurre en el continente. Cormac les ofrece su espada, normalmente envainada, y ellos le pagan con todo lo demás; así es el vasallaje. —Sonrió con cinismo—. Mientras sigamos aliados con Brian Boru tendremos paz, que es lo único que nuestro monarca conserva del reinado de su padre. ¡Su hermano Patrick nunca debió tomar los hábitos! Era más inteligente y, sobre todo, menos codicioso.
A Brian le sorprendió la franqueza de aquella mujer. La edad desataba su lengua…, supuso que su buena mano a los fogones contenía las represalias del monarca.
—Ni siquiera la fertilidad de nuestros valles colma la ambición de nuestro rey, pero —miró al monje con ironía— ésa parece ser la voluntad de Dios, Nuestro Señor, ¿no es así?
—¡Su voluntad está en los Evangelios! —replicó Brian un tanto molesto—. La capacidad de discernir y tomar el sendero correcto es su legado. ¡No blasfemes culpándole de la necedad humana!
La cocinera agitó las manos y asintió; no parecía afectada por la agria réplica.
—Está bien, está bien… Soy demasiado lenguaraz, lo sé. —Separó los brazos de su orondo cuerpo y compuso una simpática mueca—. Mi nombre es Deirdre, soy la jefa de estas cocinas, y cuando me refiero al pueblo hambriento no me incluyo.
—Eso ya lo supongo.
Ambos rieron y la mujer se acercó hasta la alacena, donde aún quedaban unas hogazas de pan resecas.
—Podéis llevároslas, y también algo de mantequilla. Es todo lo que queda…
—¿Dónde está la joven que ha interrumpido el banquete? —inquirió entonces Brian.
La sonrisa se borró de los labios de la mujer mientras recorría la cocina con la mirada para tener la seguridad de que estaban solos.
—¿Os referís a Dana?
—¿La conoces?
—No deberíais preguntar por ella aquí. Dudo que vuestro hábito baste para protegeros.
—Cormac ha perdido el control, pero al final le ha permitido bajar a las cocinas —explicó Brian.
Deirdre lo miró suspicaz.
—¿Le ha dicho que viniera aquí?
—Así es.
La cocinera frunció el ceño con disgusto.
—Mala cosa.
—No te entiendo.
—Llevo muchos años en este castillo, demasiados, y sé que esa frase es una consigna para sus hombres.
Brian la miró atónito. Deirdre suspiró y se sentó junto a los rescoldos del hogar; de repente tenía frío.
—No sé qué os mueve a preguntar por ella, tal vez sea simple caridad cristiana, pero os aconsejo que reprimáis vuestra curiosidad. Marchaos por donde habéis venido y fundad ese monasterio en paz. Cuanto menos trato tengáis con Cormac, mejor os irá.
Brian se inclinó sobre ella y la miró fijamente.
—Dime dónde está. —Nada quedaba en él de su gesto complaciente.
—¿Qué clase de monje sois? ¡En las mazmorras! Allí la han llevado. Esa muchacha cayó en desgracia hace tiempo, pero la osadía de esta noche no se le perdonará. Jamás volveremos a ver su dulce rostro.
—Si es como auguras, debería disponerla para que reciba con sosiego la llegada de la muerte.
—Descanso es lo que necesita esa pobre alma, ya ha sufrido bastante. —Deirdre, intuyendo que el monje no cedería en su empeño, suspiró y se volvió hacia una estrecha puerta de madera negra que había al fondo de la cocina—. Por ahí saldréis al patio de armas. Seguid el muro a vuestra derecha; la entrada de las mazmorras está al lado de las cuadras. Dentro suele haber dos verdugos cuya identidad nadie conoce, pues nunca se desprenden de sus capuchas en público. Ese infierno es su reino. Cormac no les pide explicaciones, pero nadie que entra allí sale… Sed cauto, tampoco los hombres de Dios son bien recibidos. —Sus ojos se desviaron hacia el hogar y su voz se convirtió en un murmullo—: Los siervos cuentan que se cometen horribles crueldades en ese agujero infecto; tal vez sean exageraciones, pero algunas noches se oyen gritos y, creedme, parecen proferidos por almas atormentadas en el mismo infierno.
Cuando Brian desapareció tras la puerta señalada, la cocinera atizó con furia las ascuas y mil chispas volaron en la ennegrecida chimenea.
—Esta noche los fantasmas se revuelven en sus tumbas…
—¿Por qué dices eso, mujer?
Deirdre dio un respingo. Una figura envuelta en sombras y con una túnica que le llegaba hasta los talones la observaba desde el fondo de las cocinas.
—Obispo Morann… —Su voz temblaba de espanto—. No os había visto.
—Aún no has respondido.
—No lo sé. Ha sido… una sensación.
El hombre dulcificó sus facciones.
—Presiento que esta noche ocurrirá algo… Te debes a nuestro rey, pero tu lugar está junto a Dios. Recuérdalo, Deirdre.
El patio de armas estaba desierto; Brian abrió con cautela la desvencijada puerta y una vaharada ardiente y fétida le golpeó en la cara. Una angosta escalera se internaba en las tinieblas; el monje miró la oscuridad con aprensión pero, palpando las mohosas piedras de granito, fue bajando los peldaños, estrechos y gastados. Había contado veinte pasos cuando vislumbró un tenue resplandor anaranjado tras un recodo. La atmósfera era irrespirable por el olor y el calor; el sudor perlaba su frente, pero se cubrió la cabeza con la capucha y prosiguió el descenso hacia las entrañas de la fortaleza hasta que una cancela de hierro le detuvo. Desde allí observó el averno.
La escalera moría en el extremo de una gran estancia, iluminada por varios braseros. Era un espacio con gruesos pilares y techo abovedado; como una cripta dividida en celdas de oxidados barrotes. De los muros colgaban mazas, látigos, pinzas, garfios y corazas claveteadas.
El sonido de un fuerte chasquido seguido de un gemido de mujer sacó a Brian de su ensimismamiento. Aguzó la vista. En una de aquellas celdas divisó a la joven Dana, con los brazos levantados y las muñecas atadas a dos argollas. La vieja túnica le había sido arrancada, y su cuerpo, desnudo, delgado y maltrecho, conmovió al monje. La suciedad se mezclaba con la sangre que manaba de las laceraciones. Con saña y perverso placer, el verdugo hacía restallar el mordiente látigo una y otra vez en su espalda huesuda.
Como no esperaban visitas, el hombre se había desprendido de la capucha. Su calva brillaba por el sudor; sonreía con lujurioso deseo. Un segundo verdugo se acercó y manoseó sin titubeos los pechos de la joven, aplastados y flácidos por la falta de alimento.
—Dana, Dana… —musitó mientras le agarraba la barbilla y la obligaba a mirarle—. No sabes cuántas veces mi hermano y yo hemos imaginado este momento. ¡Ultán quería cobrarnos demasiado por disfrutar un rato!
El otro estalló en una carcajada.
—El rey Cormac nos ha hecho sufrir con la espera, pero ya estás aquí…
—No vayas a morirte, bella Dana —prosiguió el carcelero—, es mucho lo que esperamos aún de ti. —Apartó su mano y la cabeza cayó inerte—. Sigue, hermano, me gusta oír cómo gime.
El látigo restalló sobre la zona lumbar de la joven y ella arqueó la espalda. Aquello pareció excitar aún más a los dos hombres.
Brian no esperó a que el cuero volviera a lamer la lastimada espalda de la muchacha: sacudió la reja y el repentino estruendo hizo saltar a los verdugos, que corrieron a por sus capuchas.
—¡No hemos pedido comida! —gritó uno de ellos—. ¿Quién diablos se atreve a venir aquí? ¿Acaso deseas quedarte con nosotros?
Brian tuvo que respirar hondo varias veces para mantener la calma.
—Abrid a un humilde servidor de Dios.
Uno de los carceleros ascendió el tramo de escalera hasta la reja.
—Nadie ha pedido la presencia de un monje.
—Cormac me envía. La caridad cristiana llega a todos los rincones, incluido éste —repuso Brian con firmeza.
El verdugo vaciló.
—¿Qué queréis?
—Preparar a esa pobre pecadora para el final. He sido testigo de su detención en el banquete. —Se encogió de hombros fingiendo indiferencia—. No soy juez y nada tengo que decir. Sólo deseo que cuando abandone este mundo no vea prolongado su tormento por los pecados que cometió en su breve vida.
—¡Es una ramera y practica la hechicería! —gritó el otro verdugo levantando bruscamente el rostro de la mujer para que el clérigo pudiera verlo—. ¡Todo el mundo sabe que tiene tratos con los druidas! ¿De verdad merece la compasión de Jesucristo?
Brian clavó su mirada en él.
—Ábreme, te lo ruego.
Los verdugos se miraron y el que estaba con Dana asintió.
—Una oración breve, hermano; tenemos cosas que hacer.
El que estaba frente a la reja extrajo del cinto una argolla con varias llaves enormes, escogió una y la insertó con dificultad en la cerradura. El desgastado mecanismo se resistió y él maldijo entre dientes. Cuando por fin se oyó el chasquido metálico, el monje reaccionó con vigor y empujó la puerta. Las bisagras gimieron lastimeras al abrirse de golpe y el desprevenido carcelero fue lanzado escaleras abajo.
—¡Por todos los…!
Brian saltó con agilidad sobre el cuerpo que se retorcía aturdido y lo noqueó de un golpe. Tras arrebatarle el herrumbroso llavero que aún sostenía en su mano inerte, echó a correr hacia la celda de Dana, pero el otro verdugo se había encerrado dentro. La capucha no permitía ver la siniestra sonrisa de su semblante.
—¿Queréis esta mujer para vos, hermano? —preguntó al tiempo que posaba una mano en la nalga de Dana.
Brian no se molestó en contestar. El otro se acercó a un brasero y levantó una barra metálica con el extremo al rojo.
—No tendríamos inconveniente en compartirla con un monje, ¡todos tenemos nuestros vicios! —Rió con ganas y luego su tono se enfrió—, pero Cormac no desea que pase de esta noche. Rezad por ella y contemplad cómo muere…
Complacido con la presencia del inesperado espectador, acercó el ardiente metal al cuerpo de la joven y el resplandor rojizo se reflejó en su piel macilenta. El calor ardiente la despertó. Aterrorizada, sus ojos se abrieron como platos pero de su garganta seca sólo salió un gemido ahogado.
El verdugo se volvió hacia el paralizado monje y le guiñó un ojo. Entonces Brian cruzó los brazos e introdujo las manos en las anchas mangas de su cogulla.
El metal incandescente ya había levantado ampollas en la piel de la mujer cuando se oyó un zumbido. El verdugo de repente abrió los ojos con expresión desconcertada, soltó la barra y gritó de dolor; se aferraba el brazo a la altura de la muñeca, de la que sobresalía una delgada flecha de no más de un palmo de larga. Mirando con incredulidad al monje, retrocedió despavorido al ver que aún mantenía levantada la minúscula ballesta que llevaba oculta bajo la manga.
—¡La mataré antes de que podáis entrar! —rugió al tiempo que posaba su mirada en la barra metálica.
Mientras Brian trataba de dar con la llave de esa celda, el verdugo quiso aprovechar la ventaja, pero, al inclinarse, perdió el equilibrio y trastabilló. Asiéndose a la reja, parpadeó varias veces en el intento de enfocar la mirada, pero la estancia se iba oscureciendo y todo daba vueltas.
—¡Maldito monje! ¿Qué me habéis hecho?
—Por tu sangre corre un poderoso veneno —respondió Brian en tono impasible—. Si dejas de moverte, no se esparcirá y vivirás.
El verdugo cayó al suelo, aturdido. Aquella ponzoña actuaba con extrema rapidez y comprobó con horror que su cuerpo iba quedando exánime.