—Pero… ¿entonces? —preguntó ella, confusa.
—Sencillamente, no podía estar allí. Y estoy seguro de que ninguno de los que trabajan en la reconstrucción tiene acceso a una obra como ésta.
El anciano se levantó, tomó el pergamino de manos de Brian y se acercó a la lámpara. Dana se situó a su lado, intrigada. Era un fragmento de vitela triangular, la mitad de una página rasgada sin miramientos de algún códice iluminado, una obra sublime, a juzgar por la imagen incompleta que se representaba con vivos detalles.
—Este pergamino es de una calidad extraordinaria —explicó Michel—. Piel de ternero recién nacido y encurtida con la paciente habilidad de un maestro. Es casi translúcida…
Dana se fijó en los detalles de la miniatura. El estilo depurado le recordó al códice que Brian le mostró la noche en que ella le contó su historia, el mismo que Michel hojeaba con frecuencia, con motivos multicolores y letras gigantescas al principio del sagrado texto, ornamentado con filigranas de oro.
—Fíjate. —Michel puso sobre el fragmento una gruesa lente de cristal que amplió notablemente el detalle del dibujo.
Dana se sobrecogió. La precisión de los trazos era extraordinaria: espirales, motivos florales y extrañas criaturas se ocultaban en la bella cenefa que enmarcaba la escena central, todo trazado con una pátina de innumerables colores. La decoración vegetal y geométrica evocaba las viejas cruces celtas levantadas desde los tiempos de san Patricio; algunas pinceladas eran tan finas que sin la ayuda de la lente era imposible apreciarlas.
—¡Parece obra de ángeles! —exclamó por no mencionar otro tipo de criaturas.
—Sin duda —indicó en ese momento Guibert, visiblemente impresionado—. Un trabajo que requiere extrema paciencia, buena vista, pulso extraordinario y…
Michel lo silenció con la mirada y el novicio se retiró ruborizado.
—Es imposible que se encontrara entre los escombros del andamio —concluyó Adelmo.
—Eso fue lo que me dijo Brigh —repuso Dana, un tanto molesta ante la incredulidad de los monjes. Entonces se fijó en el motivo central, incompleto, en el que aparecían unos ropajes azules y, detrás, algunas formas irreconocibles. En la parte inferior, sobre la rica cenefa, unas llamas engullían a hombres y mujeres con el torso desnudo y elevando sus miradas angustiadas—. ¿Qué representa? —preguntó.
—Es una página del Apocalipsis de san Juan. El iluminador plasmó con extrema pericia uno de los versículos… «Y el primer ángel tocó la trompeta, y fue hecho granizo y fuego mezclado con sangre, y fueron enviados a la tierra; y la tercera parte de los árboles fue quemada, y toda la hierba verde fue quemada.»
Se hizo el silencio. Aún olía a humo. Dana comenzó a comprender la extraña relación y sintió que el miedo penetraba en su cuerpo.
—Tal vez, como señaló el obispo Morann, al profanar el túmulo pagano hemos ofendido a Dios —susurró Eber, mirando de soslayo al pensativo Brian. Sabía que encontrarlo había sido su obsesión desde el principio.
El abad permaneció en silencio y con semblante sombrío. Tenía la mirada puesta en la vitela que temblaba en las manos del hermano Michel. Fue Guibert quien tomó la palabra.
—Todos comentan que no ha sido un accidente.
—¡Es una señal! —rugió Michel con ojos encendidos.
El horror vivido ese día flotaba sobre ellos y ninguno lograba sustraerse a las nefastas advertencias del obispo.
—Las vigas del andamio fueron calafateadas con brea para aislarlas del agua y evitar que se hincharan —replicó el pragmático Berenguer—. Eso las hacía altamente inflamables. Si alguien aplicó una llama durante el tiempo suficiente…
Dana no pudo contenerse.
—¡Se habla del demonio!
El eco de sus palabras reverberó en la pequeña iglesia. Se había atrevido a decir lo que todos estaban pensando.
—No somos bien recibidos aquí —afirmó Michel con su intensa mirada puesta en Brian—. Cormac intentó matarte y ahora el obispo se ha puesto también en nuestra contra…
—Bien podría ser un sabotaje —insistió Berenguer.
—¿Y quién habría podido cometer algo así? —inquirió Adelmo.
El nombre de su esposo asomó a los labios de Dana, pero en el último instante lo contuvo.
—Viste como vosotros… Su nombre es odio…
Al escuchar aquella voz femenina, átona y débil, Dana sintió que se quedaba sin aliento. Con el corazón en un puño, se volvió lentamente hacia el pórtico de la iglesia.
Bajo el dintel se hallaba la escuálida figura de Brigh: extrañamente rígida, con los brazos pegados al cuerpo, la cabeza inclinada hacia el suelo, la negra cabellera sobre el rostro… Su inmovilidad horrorizó a Dana, que retrocedió y a punto estuvo de gritar de pánico. Brian se acercó lentamente a la espectral figura mientras el resto de los monjes la observaban con el miedo grabado en sus semblantes. En cuanto el abad la tocó, la muchacha se desplomó en sus brazos.
—Está profundamente dormida —indicó contemplando su semblante sereno.
Dana meneó la cabeza con fuerza, para reponerse, y se acercó. El cuerpo relajado de la muchacha nada tenía que ver con la figura erguida que había hablado desde el pórtico.
—¿Sería un sueño? —inquirió Guibert con voz atiplada por el pánico.
El hermano Michel se aproximó también. Sus ojos claros la estudiaron detenidamente, como si pudiera ver más allá del cuerpo inerte, y algo debió de percibir, a juzgar por el estremecimiento que lo sacudió, pero prefirió no compartirlo con sus
frates
.
—Ella encontró el fragmento. Es una mensajera —indicó con gravedad—. Debemos permanecer atentos.
Dana la cogió de los brazos de Brian. Su enclenque cuerpo estaba helado y tenía los pies heridos de caminar descalza. Era incomprensible que hubiera caminado desde el herbolario hasta la capilla sin despertarse.
—Yo también percibo que es especial… —dijo el monje irlandés acariciando su lacia cabellera.
—Hermanos —habló por fin Brian—, debemos tener fe en que Dios bendice nuestra misión. —Sus ojos habían recuperado su determinación habitual y trataba de insuflar a sus compañeros la fuerza que necesitaban—. A lo largo de estos años hemos presenciado hechos extraordinarios, y en estos remotos parajes no son extraños. No ceguemos nuestra razón por el simple hecho de no comprenderlos. Preguntémonos más bien qué significaban sus palabras.
—Parecía responder a nuestras preguntas —adujo Guibert, aún tenso.
Nadie pudo añadir nada más. Tras la bendición, el intempestivo capítulo tocó a su fin.
Dana salió al exterior con Brigh en brazos. La nieve caía profusamente. Avanzó con premura hacia el herbolario mientras luchaba por apartar de su mente la imagen espectral de la joven caminando en total oscuridad, con los brazos inmóviles y la cabeza inclinada, insensible al fino manto blanco que se posaba sobre la hierba.
No había tenido el valor de revelar a los monjes que aquella misma tarde ella ya había presenciado una inexplicable alteración en el estado de la muchacha. Si determinaban que los trances eran malignos, la expulsarían del cenobio. Su naturaleza era un misterio.
Dana se sobresaltó al oír golpes en la puerta. Hacía ya un rato que había dejado de escuchar las lúgubres antífonas de completas, pero la tristeza la mantenía desvelada. Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando vio entrar a Brian con paso cansado.
El hombre trató de sonreír, pero su rostro se contrajo y trastabilló. Dana, al ver que estaba a punto de desplomarse, le ayudó a sentarse en una banqueta. Fue entonces cuando se dio cuenta de que sus labores de rescate le habían granjeado feas quemaduras y cortes. El hábito estaba inservible; con cuidado, Dana fue cortando la tela hasta dejarle el torso al descubierto. A pesar de su lamentable estado, ella lo recordó brillante, salpicado de gotas de agua una soleada mañana, hacía una eternidad.
—No sé cómo…
—No hables —le susurró ella poniéndole un dedo en los labios—. El dolor de estas quemaduras será terrible. Hay que limpiarlas y tratarlas.
Su voz susurrante arrastró a Brian y, tomándola por el talle, la besó con dulzura. Dana, con el corazón desbocado, no se apartó. Apenas eran conscientes de que Brigh dormía en el camastro y de que estaban en el herbolario de un monasterio benedictino. El beso se convirtió en pasión y Dana deseó estar desnuda como él, sentir el calor de su piel. Así era como deseaban de verdad las mujeres, pensó con alegría; después de todo, su feminidad había sobrevivido. Dejó fluir el deseo contenido con una fuerza arrolladora.
Brian absorbió el calor de aquellos labios, pero de pronto una daga ardiente le traspasó el corazón. Se echó hacia atrás, y al ver a Dana mirándole entregada, el dolor lo ahogó. Ella no tenía los mismos prejuicios. Ni siquiera la iglesia de Iona los tenía, en consonancia con la sangre celta de sus clérigos. Los
frates
no habían comentado nada de su ausencia aquel día, confiaban ciegamente en él, y eso no le consolaba en absoluto. Sólo el hermano Michel, con su silencio grave, le advertía de la peligrosa senda por la que estaba adentrándose y le exigía que no se apartara de la misión ni de sus estrictos votos. Su liderazgo pronto quedaría en entredicho si no contenía los sentimientos que le quemaban por dentro.
—Dana, esto no puede ocurrir de nuevo. —Las palabras sabían a hiel y no pudo continuar.
Ella sintió cómo su dicha se desvanecía y al instante se estremeció al recordar la fría mirada del hermano Michel.
—¿Qué ha ocurrido, Brian? —quiso saber, desolada—. ¿Es por mi culpa? ¿Hemos pecado?
—He faltado a mi juramento —respondió él, abatido. Liberar sus sentimientos, contenidos durante tanto tiempo, le causaba un profundo dolor—. La única ofensa la he causado yo al no permanecer con mis hermanos en el monasterio.
Dana asintió con amargura y frustración. Brian no era como los monjes irlandeses, era un benedictino del continente, se debía a una vida asceta, de renuncia y abandono. Podía ver que el hombre que se hallaba bajo el hábito luchaba contra una pasión arrolladora.
—¿De verdad crees que tú solo hubieras podido evitar la desgracia? —dijo—. ¿No es eso pecar de soberbia? —Sentía rabia y pena, pero al instante se arrepintió de su dureza.
Brian se contrajo como si lo hubiera fustigado. Buscar una respuesta resultaba tan doloroso, que se levantó y volvió a colocarse el deslavazado hábito.
—Soy el abad de San Columbano y ésta es también tu casa, lo sabes. Hace años prometí vivir alejado de mi condición de hombre, y ahora debo superar esta prueba. Hay mucho más en juego de lo que puedes imaginar, Dana. Sólo deseo tu respeto.
Ella, con lágrimas en los ojos, asintió. Le habría gustado hablarle de los monjes casados de Irlanda, de cómo vivían su fe y su ascetismo con serenidad junto con sus esposas, pero no deseaba lacerar más el espíritu de Brian. Tal vez algún día comprendiera que el sentimiento que trataba de contener era tan puro que jamás podía ser una ofensa a Dios.
El monje pareció leer las reflexiones de la joven y se sintió conmovido y aliviado. El puente entre ellos se había alzado de nuevo y la presencia de Dana le daba ánimos para afrontar la delicada situación en la que se encontraban. Si el monasterio cobraba fama de lugar maldito, su misión fracasaría.
Brian se dispuso a marcharse pero ella lo retuvo del brazo.
—Esas quemaduras deben limpiarse —dijo con total serenidad.
Él asintió y se dejó hacer. Dana le lavó las quemaduras con agua fría y a continuación las untó con una mixtura de grasa, sábila y miel. Sus miradas se encontraban con facilidad y ambos disfrutaban de la paz del silencio, callando preguntas y respuestas. Brian sentía que ella era una aliada, un espíritu libre que caminaba con él, respetando su voluntad.
—Apenas has hablado en el capítulo —musitó ella poco después, cubriéndolo con una camisa raída pero limpia.
Brian decidió aliviar en parte la tempestad que trataba de ocultar. Cuando la miró, sus ojos temblaban.
—Mi alma está desgarrada —susurró, grave—. Temo que esto no haya hecho más que empezar.
Ella aspiró profundamente para que el aire frío templara su pecho.
—¿Qué te inquieta?
—Un gran peligro nos acecha desde el continente. Nos estamos preparando para afrontarlo, pero lo que ha ocurrido hoy no tiene sentido para mí. No sé cómo podremos superar esta nueva prueba del Altísimo.
—Pero ¿hay algo más? —Ansiaba descubrir los secretos del monje—. Tus ojos guardan una profunda herida…
Él separó los labios, pero en el último instante se contuvo.
—
Prodictor
se limitó a susurrar; la última palabra escrita por Patrick.
Era más prudente callar, la ignorancia la protegería. Haciendo un esfuerzo enorme, se puso en pie y se apartó del calor del cuerpo de la mujer. Una parte de él se revolvió pero fue capaz de acallarla.
Dana inclinó la cabeza. La verdad se le escurría una vez más.
—De momento podéis instalaros aquí —dijo Brian—. Ultán tiene prohibido el acceso al monasterio. —Y entonces, de pie, mirándola, preguntó—: ¿Te quedarás?
La joven asintió con una sonrisa, casi como si se estuviera comprometiendo; así lo había imaginado en sus precoces sueños de adolescente. A pesar de la cercanía de Ultán, durante las últimas semanas en el bosque había comprendido dónde estaba su lugar.
Brian se marchó visiblemente sereno. Dana pensó que aún pervivía la comunidad primigenia del monasterio, la que ambos habían formado antes de la llegada de los monjes, y con esa idea absurda pero halagadora encontró finalmente el ansiado sueño.
El barco cabeceaba escorado, sesgando las aguas negras del encrespado mar. La cubierta estaba mojada y resbaladiza. De las sogas y los mástiles colgaban carámbanos de hielo como afilados colmillos de una horrible bestia marina. La mayoría de los marineros, resguardados en la mugrienta bodega, susurraban en una extraña lengua conjuros e invocaciones para alcanzar puerto vivos.
Habían desplegado una amplia vela negra y navegaban raudos rumbo a la isla esmeralda. De la tripulación, sólo el timonel se veía obligado a permanecer en cubierta, arrebujado bajo una capa confeccionada con la piel de varios lobos blancos, atento para no errar la dirección ordenada por el capitán y desatar la ira del único pasajero del bajel. Era muy peligroso navegar en invierno por aquellas aguas coléricas, profundas y gélidas, pero no era la primera vez que llevaban a uno de esos extraños hombres hacia sus caprichosos destinos. Pagaban bien, tanto por el viaje como por el silencio estricto que debían mantener. Sabían que si alguien de la tripulación se iba de la lengua en alguna taberna, su cabeza aparecía colgada en el mástil. Ya había ocurrido alguna vez, se recordó.