Tras una silenciosa oración, Brian abrió los ojos y miró uno a uno a los allí presentes.
—Nuestro hermano en la fe fue degollado en la segunda planta de la biblioteca. Hay rastros de sangre que evidencian que fue arrastrado hasta el acantilado. Una tarea ardua y arriesgada para el asesino, por eso debemos esforzarnos por comprender el motivo —apuntó.
Dana sintió un fuerte mareo y se apoyó en la pared. Michel se acercó hasta el cadáver y habló con la frialdad propia de un médico.
—Eso fue el principio… Su piel muestra terribles quemaduras; por suerte, cuando las sufrió ya había muerto. Hemos encontrado restos de una pequeña hoguera entre dos tumbas del cementerio; quienquiera que lo hiciese calentó allí el hierro para provocar las quemaduras. Mientras el hermano Roger se desangraba, fue arrojado al abismo.
Los monjes se habían encerrado en la iglesia durante buena parte de la tarde y todo indicaba que habían hecho algo más que rezar por su alma.
—Pero ¿para qué? —preguntó Dana, acongojada.
Los hermanos se miraron y, cuando Brian asintió, habló Adelmo:
—Para que se cumplieran las Escrituras. El fuego quema la carne, la sangre tiñe el agua del mar… —Su tez morena perdió todo rastro de color—. ¡Nuestro querido hermano fue degollado para que su sangre se esparciera por las aguas, y sus quemaduras simbolizan el fuego al que se refiere el Apocalipsis con la llegada del segundo ángel! Es un crimen simbólico. ¡Una advertencia para el monasterio!
—
Et secundus angelus tuba cecinit, et tamquam mons magnus igne ardens missus est in mare, et facta est tertia pars maris sanguis
! —rugió Michel clavando su mirada hiriente en la joven.
—¡Hermanos! —clamó Eber—. ¡Estos crímenes evocan el anuncio de la destrucción final según el capítulo octavo del texto de san Juan!
—Las vitelas halladas por Brigh pertenecen a ese pasaje —reconoció Brian, más sereno que el resto—. Cada una representa un ángel haciendo sonar su trompeta para anunciar una inevitable calamidad que sacudirá el mundo. La primera se refería al fuego, la segunda al mar ensangrentado… Hemos encontrado la hoguera que se utilizó para calentar el hierro, y el corte del cuello fue perpetrado con un
scramax
.
—Entonces, ¿no es obra del diablo? —demandó Guibert, ansioso.
Eber chasqueó la lengua.
—La mano criminal es humana, es cierto, pero la fuerza que la impulsa…
—
Miserere nobis…
gimió el joven novicio santiguándose.
Michel extendió el último pergamino encontrado por Brigh. La imagen mostraba la parte inferior de una criatura con túnica azul y el extremo de unas alas coloridas. Cada pluma había sido trazada con extraordinaria pericia. Sus pies descalzos se apoyaban sobre una roca de la que emanaban llamaradas de fuego ante un mar de oleaje furioso y aguas sanguinolentas.
—Esta vitela y la hallada en el incendio formaban parte del mismo códice —explicó Michel. Sus ojos, al contemplar la imagen, brillaban de un modo cercano a la veneración, igual que cuando contemplaba el Códice de San Columcille—. Fueron iluminadas por la misma mano, un artista extraordinario.
—Este lugar se está tornando peligroso —dijo Eber con voz tímida—. Tal vez deberíamos sellar el túmulo…
—¡No! —exclamó Brian con vehemencia—. Debo seguir inventariando los códices y rollos que escondió Patrick. Las varas de Filí están en muy mal estado, sólo la sequedad del lugar las mantiene íntegras. Las transcribiremos allí mismo. Así se lo hemos prometido a los druidas.
Dana percibió la inquietud de los monjes ante la inexplicable obsesión del abad por aquel lóbrego subterráneo, pero ninguno le contradijo. Su confianza en él era absoluta. Por enésima vez quiso gritar el nombre de Ultán, pero sabía que los hermanos no culparían a nadie sin estar totalmente seguros.
—Esta noche ayunaremos y la pasaremos en vela; oraremos hasta el alba por las almas difuntas que pueblan el monasterio —apuntó Brian mirando al taciturno monje irlandés—. Creo que necesitamos ayuda. Mañana remitiré un mensaje a Gerberto de Aurillac explicándole lo sucedido.
Aquel enigmático comentario provocó leves asentimientos.
—Nos quedan dos palomas mensajeras —informó Adelmo.
Brian se acercó hasta el altar, besó la imagen de la Virgen y tomó su gastado breviario.
Dana los acompañó en la antífona, en los primeros salmos y lloró con ellos por Roger, pero luego abandonó discretamente la iglesia y se encaminó al herbolario. Por primera vez sintió aprehensión al observar la austera biblioteca. Las negras oquedades de las ventanas se le antojaron siniestras; le dio la sensación de que la estaban observando desde alguna de ellas y el vello se le erizó. Clavó la mirada en el suelo y aceleró el paso con el alma en vilo.
Tras comprobar la respiración profunda y acompasada de Brigh, Dana la arropó y salió a la noche. No había logrado zafarse del todo de la sensación de miedo, pero necesitaba visitar el campamento para encontrarse con viejos conocidos y buscar indicios que relacionaran las desgracias ocurridas con su esposo.
Sin ayuda de ningún candil, descendió por el camino hasta la puerta de la muralla; al fondo, a su espalda, se oía el cántico grave de los monjes que velaban en oración.
Con cuidado, despasó la tranca, salió furtivamente del recinto del monasterio y volvió a cerrar la puerta. Se detuvo y observó las fogatas entre los
rath
. En sólo una semana el campamento se había reducido sensiblemente, numerosas cabañas habían quedado abandonadas.
En Irlanda la profecía sobre el fin del mundo sólo era un rumor musitado con incredulidad en las tabernas portuarias y extendido por marineros que se complacían viendo los rostros de miedo y desconcierto de los lugareños. Los monjes habían explicado a Dana que eran muchos los obispos y clérigos que negaban tal vaticinio, pues en realidad nada se decía de él en los Evangelios. Para los
frates
del Espíritu de Casiodoro, la época que estaban viviendo sólo era la antesala de un renacer tras siglos de oscuridad y caos. La humanidad debía reconciliarse con Dios y arrepentirse de sus faltas, no lamentarse echándose cenizas en el pelo ante un inminente final.
Pero en San Columbano aquel oscuro augurio había adquirido tintes de catástrofe anunciada. De hecho, tras la muerte de Roger de Troyes ya nadie callaba que el lugar emanaba efluvios malignos. Si la gente que habitaba en el campamento hubiera conocido el paralelismo de las muertes con la revelación apocalíptica de san Juan, en ese momento Dana se estaría acercando a una pradera desierta.
Como cualquier otra noche, hombres y mujeres le hicieron hueco alrededor de una de las fogatas. Su cercanía con los monjes les resultaba útil para conocer qué pensaban y cómo se disponían a afrontar los hechos. Ante sus miradas implorantes, Dana reveló que habían descubierto quemaduras en el cuerpo del hermano Roger y el tajo de un puñal en el cuello. A la pregunta de qué pensaban hacer, sólo pudo responder encogiéndose de hombros. Fue Fergus, uno de los canteros más hábiles de la provincia de Connach, quien habló:
—No tienen intención de fundar el monasterio en otro lugar. —El cantero, que solía trabajar en el monasterio de Kildare, meneó la cabeza y añadió con extrañeza—: Y eso que Irlanda está llena de lugares tranquilos donde recogerse en oración…
—Si el mal los persigue, de nada les servirá marcharse —apuntó Gwynna; su voluminosa papada temblaba con cada palabra.
Dana la conocía bien, pues frecuentaba el monasterio y su habilidad culinaria había enriquecido las recetas del hermano Roger. Desde el desastre del incendio no había vuelto a acercarse por allí, y la muerte del monje francés la había entristecido profundamente.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Dana.
—¿Es que no lo has visto, hermosa Dana? ¡Debes de ser la única!
Ante la expresión desconcertada de la muchacha, un carpintero llamado Llyfr, un britano de cabello rojizo, grueso bigote y ojillos nerviosos, se avino a responder.
—El monje negro… Una sombra silenciosa que a veces vaga por la noche, fuera del monasterio. Ha sido visto en el círculo de piedras…, y merodea por el acantilado.
El fulgor de las llamas pareció atenuarse y todos a su alrededor se encogieron. Dana recordó entonces la ominosa figura que había visto vagando entre las tumbas.
—¿Creéis que es uno de ellos?
—Tal vez lo haya poseído el demonio… —susurró Gwynna.
—¡Eso no pude ser! —replicó Dana, lamentando que su voz no sonara más convincente.
—¿Acaso podrías jurarlo? —le espetó la mujer, agraviada.
—¡Son hombres de Dios! —afirmó Dana con vehemencia; se negaba a aceptar esa posibilidad—. Esta noche la pasarán en vela rezando por todos nosotros, no creo que eso pueda resistirlo el diablo.
—No olvides que el Maligno también fue un ángel —prosiguió Gwynna—. Los curas dicen que nuestros antiguos dioses eran demonios, y nosotros sabemos el poder que tenían. Yo no subestimaría su astucia ni sus artes. Ya lo dijo el obispo Morann…
—¿Y si simplemente se trata de una mano asesina? —cortó Dana, impaciente.
La miraron en silencio. Su dramático pasado era bien conocido por todos. Ultán no había hecho muchos amigos ni como guardia de Cormac ni como espía del monarca dentro del monasterio. Sabían que ella lo consideraba el principal sospechoso, pero semejante acusación debía estar fundamentada con hechos.
—Tu esposo se dedica a transportar piedras —señaló Fergus con tiento—, el cansancio y el vino hacen el resto. Resulta difícil creer que pudiera ocasionar estas desgracias sin ser descubierto.
—No es el vaivén de un borracho lo que se esconde bajo ese hábito —dijo Gwynna.
—¿Está Ultán en el campamento ahora? —inquirió Dana temiendo la respuesta.
—No lo sabemos. Todo el mundo evita su compañía.
Un espeso silencio se elevó. Permanecieron absortos en la danza de las llamas, sintiéndose protegidos en compañía. Dana repasaba mentalmente la personalidad de cada uno de los monjes. Sólo ella conocía su destreza con las armas, algo que se abstuvo de revelar para no alentar las sospechas, pero no podía concebir que alguno de ellos albergara sentimientos asesinos. Con aquel desastre, el sueño de todos ellos se escurría entre los dedos como la arena de la playa.
—Tiene que existir una explicación más sencilla a este horror —se lamentó.
—Dios te oiga —concluyó Fergus acercando las manos hacia el fuego—. Hasta el momento la generosidad del hermano Adelmo ha podido con nuestros recelos, pero si la desgracia se repite…
Se ha abrasado una tercera parte de la tierra y teñido de sangre una tercera parte del mar…
Dana se volvió, sobresaltada. A su espalda, Brian sostenía un pequeño candil y trataba de sonreír, pero en sus ojos asomaba una intensa inquietud.
—Sigues leyendo mis pensamientos… —dijo ella.
El abad asintió con expresión triste.
—No es difícil saber lo que ahora nos turba.
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué se dice en el campamento? —preguntó Brian.
—Hablan de un monje negro. ¡Son incapaces de ver la verdad!
El abad la miró fijamente.
—Hay algo que debes saber, Dana. Hemos comprobado que el día del incendio Ultán estaba en Galway con una comitiva de canteros. Hace dos días que regresó a las canteras.
La noticia la dejó sin aliento.
—¿Entonces? —dijo mientras retrocedía torpemente; estaba al borde del llanto—. ¿Uno de los
frates
? —Temía que su esposo fuera el asesino, pero la alternativa resultaba mucho más aterradora.
—Día y noche imploro al Altísimo que ilumine mi entendimiento, pero mi mente sigue envuelta en tinieblas. Los conozco desde hace años y daría la vida por cualquiera de ellos.
—Las cosas han cambiado desde que abrimos el túmulo. Tal vez el obispo Morann tenía razón.
—Es cierto, las cosas son ahora distintas, pero no en el sentido que el obispo cree.
—¿A qué te refieres?
La gravedad de su expresión la inquietó aún más.
—Llevo cargas en mi alma que no puedo aligerar.
Ella se acercó.
—No tienes por qué combatir tus penas en soledad.
Él se apartó cabizbajo y eso la enfureció. Los nervios y el miedo la hicieron estallar.
—¡Me pediste que me quedara, pero estás tan lejos…! A mí, a los
frates
, a todos pides lealtad y confianza a cambio de silencio y fe! ¿Qué haces en el
sid
? ¡Te encierras con esos viejos pergaminos tras un muro de silencio!
Brian soportó estoico aquel arrebato tan sentido. Su mano se acercó a la de ella, pero antes de tomarla cayó inerte.
—Dana, si Dios no lo remedia, me temo que asistiremos a hechos terribles. Siete son los ángeles que hacen sonar sus trompetas en el octavo capítulo del texto de san Juan. Tú no has hecho votos, por tanto no te pediré que permanezcas aquí, pero sí te ruego que tu fe no flaquee.
—Entonces, ¡dame motivos! ¡Dime qué sabes, qué escondes! ¿El diablo campa por San Columbano? —Nada más decir aquello comprendió que su cólera le había herido. Él había ido a buscarla imponiéndose a los remordimientos, y ella le lapidaba con reproches. Brian soportaba sobre sus hombros la responsabilidad de lo ocurrido. Observó sus atractivas facciones a la luz de la llama. Aquel hombre se había jugado la vida por ella y la había sacado del abismo de su propio dolor. Se maldijo y deseó abrazarlo, darle el consuelo que parecía faltarle desde hacía semanas.
Cruzaron el pórtico y atrancaron la puerta. Él, sin fuerzas para enfrentarse a Dana, comenzó a ascender el sendero hacia el monasterio.
—Brian.
Se volvió y sus miradas se encontraron. Bajo la trémula luz de la llama, Dana atisbó la viva pasión que anidaba en sus ojos y comprendió cuánto la amaba y cuánto estaba sufriendo por combatir sus sentimientos. Un torbellino ardiente recorrió su cuerpo. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no lanzarse a sus brazos.
—Seguiré a tu lado pase lo que pase —dijo—. Ahora regresa a la iglesia, tu comunidad te necesita.
El monje tardó en vencer el deseo de regresar a su lado, pero finalmente enfiló el camino.
Dana comenzó a llorar preguntándose por qué resultaba tan esquiva la felicidad.
No fue hasta mucho más tarde cuando la siniestra pregunta logró abrirse de nuevo camino en el mar revuelto de sus sentimientos: ¿quién era el misterioso monje negro?