El monje lo estudió con detenimiento un instante. Luego, con una sonrisa de acogida, abrió los brazos y lo estrechó con fuerza.
—Que la paz sea contigo, amigo. Has venido al lugar adecuado, puede que encuentres lo que buscas y otras sorpresas…
Muhammad miró a Rodrigo con expresión de alivio, y éste asintió, pero no tardó en asomarse a través del pórtico para observar el promontorio sobre el que se levantaba el monasterio.
—Parece que el hermano Berenguer sigue prefiriendo mover piedras a gobernar florecientes reinos. ¡Excelente trabajo!
—El convento aún está en obras pero ya tenemos algunas dependencias terminadas alrededor del claustro, como el refectorio, la cocina y las celdas. Iniciaremos las obras de la iglesia principal cuando concluyamos la biblioteca. Berenguer está completando la estructura interna para evitar saqueos.
Rodrigo le guiñó un ojo.
—Será difícil birlarle algún tesoro de esa mole.
—Su admirado Vitrubio lo guía.
Exultante por la llegada del viejo conocido, Adelmo los invitó a cruzar la puerta y se acercó a Dana, que había presenciado la escena de lo más intrigada.
—Acabas de conocer a alguien que, aun sin ser monje, resultará clave para completar las obras.
Ella siguió a los tres hombres en silencio. Adelmo hizo sonar la pequeña
nola
con una particular secuencia de toques y enseguida salió Eber por la estrecha puerta que comunicaba la cocina aneja al refectorio con el exterior.
—Ya veo qué dependencias se han levantado antes —le espetó Rodrigo olfateando con placer el hábito del monje impregnado del aroma a estofado—, espero que no tengamos que sufrir la famosa austeridad benedictina.
—¡Tan lenguaraz como siempre, hispano, demasiado sol en tu patria! —repuso Eber con una sonrisa.
Rodrigo abrazó con fuerza al irlandés. Luego ambos cruzaron palabras que Dana no alcanzó a oír pero que tenían que ver con la desgraciada pérdida del hermano Roger hacía tan sólo quince días. No había duda de la profunda amistad que unía al recién llegado con la comunidad. La muchacha pensó que tal vez su ánimo desenfadado y mordaz consiguiera atenuar el desaliento que flotaba en el monasterio tras los últimos incidentes. Las dos últimas semanas habían sido de tensa calma, los monjes temían que el tercer ángel no tardase en tocar su siniestra trompeta, pero seguían sin la menor pista acerca de la causa de aquel mal.
—¿Dónde se encuentra el abad de San Columbano? —preguntó el hispano. Su rostro se había tornado grave, casi ansioso—. Debo hablar con él.
Una fugaz sombra veló la mirada de los monjes.
—Todo a su tiempo, Rodrigo —indicó Adelmo con una sonrisa forzada—. El viaje ha sido largo y hay cosas que es mejor escuchar con la mente serena.
El hispano asintió, ceñudo; las miradas de los
frates
le habían dicho más que esas ambiguas palabras.
—Dejadme al menos que salude al monje más hosco de la comunidad. ¡Seguro que está martirizando al pobre Guibert!
En ese momento Brigh se acercó a Dana lanzando miradas soslayadas al joven Galio, que parecía atónito ante la presencia de mujeres en el cenobio. La muchacha se sonrojó y Dana, divertida, la empujó ligeramente hacia él, pero la otra dio un respingo y retrocedió. Adelmo, que no perdía detalle, comenzó a reír disimuladamente. Brigh los miraba airada, el rubor delataba su interés. La expresión turbada de la muchacha despertó en Dana nostálgicos recuerdos.
Mientras tanto, Eber había tomado del brazo al cincelador y lo conducía hasta la puerta en arco de la biblioteca. Dana dudó, pero Adelmo la invitó a seguirlos y Brigh aprovechó ese momento para escabullirse.
—¡Espero que guardéis algo más que viejos pergaminos, hermano Michel! —clamó Rodrigo desde la puerta, seguro de ser oído desde el interior.
—¡Un hombre que sólo ama las piedras es porque tiene una sobre los hombros!
El hispano se disponía a soltar su réplica cuando cayó en la cuenta de que Dana estaba a su espalda y observaba con interés la escena. Rodrigo, perplejo, levantó una ceja.
—En Irlanda algunas costumbres difieren de las que imperan en el resto del orbe —explicó Michel acercándose a ellos desde el
scriptorium
—. Aquí los sacerdotes y los monjes no huyen del menstruo como de la peste. En muchos monasterios hallarás matrimonios e incluso abadesas dirigiendo comunidades masculinas.
Rodrigo abrió unos ojos como platos, pero la firme expresión del anciano pareció disipar sus recelos.
—Habéis recalado en el último rincón del orbe, así que espero que lo que aquí custodiáis sean valiosos tesoros…
—Sólo comparables con los que guardó el hermano Patrick y que, gracias precisamente a esta mujer, hemos recuperado.
El hispano se volvió hacia Dana y efectuó una reverencia. En su mirada, la muchacha halló la misma luz que brillaba en los monjes. Aunque no vestía hábito ni lucía tonsura, de algún modo compartía el espíritu que los había empujado a dejar su mundo atrás por un ideal. Ella miró a Michel, conmovida: era la primera vez que reconocía su mérito.
Rodrigo presentó a sus dos jóvenes acompañantes, y Michel asintió en señal de que aprobaba la presencia del musulmán.
—Yo visité Córdoba hace años —dijo—, lo único que no puedo comprender es que hayas abandonado la ciudad más bella que han visto estos cansados ojos. Espero que Almanzor no siga con su ansia destructiva…
Muhammad sonrió con cierta nostalgia.
—Hermano Michel, en Córdoba aún sois recordado como un maestro.
—Supongo que no por todos…
—Con la muerte del califa Al Hakam II las cosas han cambiado, el celo religioso embota la mente y enturbia la razón. Almanzor ambiciona levantar de nuevo un imperio en Hispania y se muestra poco preocupado por un puñado de estudiosos que intentan seguir la estela de su predecesor.
—Si eres respetuoso con nuestros preceptos y la regla benedictina que rige la vida del monasterio, aquí podrás proseguir tus estudios —afirmó el monje.
—Ése es mi propósito.
—¿Dónde está el joven Guibert? —preguntó Rodrigo.
El hermano Michel los invitó a pasar. Dana apreció los avances en la restauración del
scriptorium
. La claridad natural procedente del exterior descendía oblicua a través de los grandes ventanales y se derramaba sobre los bancos de trabajo, de reciente factura. Encorvado en uno de ellos, el joven novicio se hallaba completamente abstraído en su labor. Con una larga pluma de ganso garrapateaba una hoja de vitela rodeada de varios frascos que contenían mixturas de distintos colores. Estaba tan concentrado que no advirtió la llegada de los viajeros.
—¡Por Dios, hermano Michel! ¿En qué lo estáis convirtiendo?
El monje sonrió con orgullo de maestro mientras Rodrigo se acercaba a Guibert. El joven reaccionó a esa exclamación con una sacudida, la pluma cayó sobre el pergamino y dejó un feo reguero de tinta azul. Su expresión de fastidio ante el desastre desapareció en cuanto reconoció al visitante.
—¡Maestro Rodrigo!
El hispano le tomó las manos y lo miró como a un hijo descarriado.
—Estas manos virtuosas deberían estar labrando bellas obras en piedra para la eternidad y no pintarrajeando efímeras pieles de ternero.
Guibert lo abrazó con afecto mientras Adelmo se inclinaba ante la desconcertada Dana para explicarle su relación.
—Nuestro joven novicio comenzó su instrucción fuera de los monasterios, como cincelador. Con la supervisión de Rodrigo de Compostela, empezó a trabajar en el monasterio de Reims, y allí fue donde Michel lo conoció. Al ver su extraordinaria pericia, consideró un error desperdiciar la precisión de sus dedos hiriendo tosca piedra y lo introdujo en el arte de la escritura e iluminación de códices. Guibert quedó atrapado por la vida monástica y el delicado arte de crear libros. Abandonó el cincel por la pluma, y su antiguo maestro aún lamenta esa pérdida.
—¿Rodrigo es cantero? —preguntó Dana.
—Cincelador —matizó Eber sin disimular su admiración—. El labrador de piedra más hábil del viejo continente, sin duda. —Sus labios dibujaron una aviesa sonrisa y añadió—: Sólo su vanidad iguala la pericia de sus manos.
El aludido se volvió y se encogió de hombros; no parecía en absoluto ofendido.
—Dios me perdona ese pecado a cambio de plasmar su mensaje en pórticos y claustros, donde sus hijos pueden rezar, ver y comprender.
Con el ceño fruncido, Rodrigo recorrió la amplia estancia. Decenas de cuadernos cosidos y de códices en distintas fases de encuadernación descansaban sobre los bancos. Algunos estaban terminados a falta sólo de ser rubricados. Amontonados en cestos había punzones, clavos, tablas de madera y largas tiras de cuero. Olía a piel y a tinta. El hispano abrió los brazos y abarcó con ellos el edificio.
—Espero que la misión haya valido la pena.
Michel lo miró muy serio.
—Las bibliotecas del continente siguen expuestas a las incursiones o al fanatismo destructivo de sus propias comunidades. El honorable Carlomagno intentó que la luz del saber clásico renaciera, pero hace siglos que sus huesos son polvo y los saqueos vuelven a estar a la orden del día en el orbe.
—En cambio —intervino Eber—, en Irlanda esa luz resplandece como una verde esmeralda. Aquí hay conventos que se dedican a copiar códices y que acogen a cientos de estudiantes de todo el mundo, incluso se imparte la enseñanza en universidades. Si hay un lugar donde nuestra misión sea comprendida y respetada es aquí. Al menos de momento.
—Venid y os mostraremos lo que preservará San Columbano —dijo entonces Adelmo con su habitual entusiasmo—. ¡Y eso que aún falta inventariar la mayoría de las obras encontradas en el túmulo!
Dana sintió que la emoción la embargaba. Buena parte de la biblioteca ya estaba restaurada. Parecía que ninguna puerta era infranqueable para el cincelador hispano.
—Es la primera vez en casi un año que permitimos el acceso —prosiguió el veneciano mientras salía del
scriptorium
cogido del brazo de Rodrigo y se encaminaba a la escalera en espiral—. Berenguer es muy exigente con la discreción que deben mantener los obreros que trabajan en el interior. Hay que evitar a toda costa que el mundo conozca la magnitud de lo que guardamos tras estos muros.
—Cualquier precaución es poca, los Scholomantes os buscan con desesperación.
Michel se puso tenso pero sus labios permanecieron sellados. En el cruce de miradas, Dana advirtió que las noticias de ultramar no eran halagüeñas y notó la inquietud en el resto de los
frates
.
Sólo cuando llegaron a la pequeña cámara de la escalera recobraron el ánimo.
—Subid y admirad la herencia de Casiodoro —dijo Eber.
Tras ascender los peldaños angostos de
Betel
, llegaron a una minúscula cámara sin ventanas en la que apenas cabían. Divertido ante la expresión desconcertada del cincelador, Michel sacó de su hábito una pequeña campanita y la agitó con fuerza. Dana, sobresaltada al escuchar un seco crujido y ver cómo el muro del fondo se desplazaba hacia un lado, dio un paso atrás. Donde antes estaba la pared, ahora aparecía la figura sonriente de Berenguer. El monje catalán abrió las manos con gesto triunfal, parecía dichoso de que Rodrigo hubiera contemplado su ingenio.
—¿Arquímedes? ¿Vitrubio? —demandó el cincelador con el rostro encendido por la emoción.
—No, Herón de Alejandría.
—Entonces, ¿no son contrapesos?
Berenguer negó con gesto triunfal.
—Uno solo, impulsado con vapor de agua… Hasta un niño podría desplazarla.
Rodrigo se palmeó la frente y puso los ojos en blanco.
—¡Pero eso obligará a tener siempre agua hirviendo!
—En tiempo de paz permanecerá siempre abierta —prosiguió el catalán, sin disimular el orgullo de su logro—, disponible para el bibliotecario; pero si se cierne algún peligro, quedará sellada.
—Pero en caso de asedio no dará tiempo a calentar agua…
—Fuego griego —dijo Berenguer como si la explicación fuera evidente—. El calor que desprende la magistral mezcla bizantina es poderosa y ni siquiera el agua puede apagar el fósforo que contiene.
—¡Ah! —clamó el hispano estrechando al monje entre sus delgados brazos—. Cuando veo estos milagros entiendo vuestra pasión por los escritos clásicos. ¡Cuánta sabiduría ha echado a perder esta necia humanidad! ¡Observa y aprende, Muhammad! —le indicó al joven, que seguía boquiabierto tras aquella inesperada demostración técnica.
Berenguer, exultante, se acercó a Dana.
—No desaproveches la oportunidad de entrar —le susurró mientras Rodrigo hablaba con el resto de los monjes—, así comprenderás por qué hemos mantenido este lugar aislado con tanto celo. Brian me pidió expresamente que te la mostrara. Hoy es el día.
Michel los observó con expresión torva, pero el monje catalán se mantuvo firme. Ella asintió en silencio, no tenía palabras para mostrar su agradecimiento. Juntos enfilaron un corredor que describía una curva abierta y estaba iluminado por pequeños candiles dispuestos en hornacinas.
—Anillos concéntricos —explicó Berenguer—. La estructura, cuadrada en el exterior, es circular tras los gruesos muros.
—Como el mausoleo de Augusto en Roma…
—Como el trono celestial —corrigió Berenguer.
—
Et in circuito sedis sedilia viginti quatuor et super thronos viginti quatuor seniores sedentes…
—La voz gutural de Michel recorrió el oscuro pasadizo.
La cara interior del corredor tenía aberturas a estancias pequeñas como capillas, y sobre cada dintel se había grabado una leyenda. Dana se dio cuenta de que era la consolidación en piedra de los esbozos ocultos en la talla de la Virgen.
Berenguer se detuvo ante uno de los cubículos y todos permanecieron atentos.
—La biblioteca ocupa tres plantas sobre el
scriptorium
y una subterránea, aprovechando el antiguo
sid
. Los muros y las cámaras han sido restaurados o levantados de nuevo, al igual que el tejado a dos aguas. Ahora estoy trabajando en los obstáculos para protegerla y en el aislamiento de algunas cámaras secretas…
—Ya veo… —adujo Rodrigo con una sonrisa cómplice.
—La estructura interna respeta la que diseñó Patrick O’Brien y emula el modo en que los antiguos concebían el universo. —Los ojos del monje catalán brillaban con satisfacción—. Desde las regiones celestiales en la tercera planta, donde se guardarán las Sagradas Escrituras y la teología, hasta el mundo de las tinieblas en el subterráneo.