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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (42 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Capítulo 49

Brian descendió por la escalera hasta el túmulo. Su cuerpo temblaba presa de una tempestad de sensaciones intensas y encontradas. A pesar de las circunstancias aciagas, su mente retenía intacto el rostro delicado de Dana, su expresión de amargura ante el nuevo rechazo de esa noche. Con sólo cerrar los ojos, podía evocar el aroma de su pelo y la calidez de sus labios entreabiertos.

Golpeó con violencia la mesa situada en el centro de la cámara y los rollos de pergamino saltaron por los aires. Una lágrima cayó en una vitela y un círculo húmedo se esparció lentamente en la piel. Nada tenía que reprocharle a ella. A pesar de ser de una tierra donde los monjes no se aferraban a su celibato, Dana aceptaba sus votos y su responsabilidad. La lucha se libraba en su interior, y aplacar sus sentimientos resultaba una prueba punzante y dolorosa, sobre todo porque no veía en Dana una tentación pecaminosa, sino algo limpio que tamizaba la amargura de los últimos acontecimientos. Su belleza femenina no provocaba en él un frenesí irracional, sórdido y pecaminoso, como argüían los monjes de Liébana.

Se hallaba ante una encrucijada y sabía que debía escoger con tiento. Elevó la mirada hacia las losas que formaban la bóveda del
sid
buscando en lo alto la compasión de Dios. Discernir, eso fue lo que Salomón le pidió al Señor, el don necesario para tomar las decisiones correctas. La misión de San Columbano dependía de él, y esa responsabilidad pesaba tanto en su alma como las piedras que lo envolvían.

Había tratado de ayudarla a buscar a Calhan, pero había fracasado. Con la muerte de Deirdre y Donovan, y sin ningún otro indicio que seguir, debía centrarse en velar por San Columbano en cuerpo y alma. Ése era su destino. Se alimentaría con la mirada azul de Dana y con su sonrisa en la distancia, hasta que ella conociera a otro hombre que la hiciera feliz sin límites ni votos; así debía ser. Llegado ese momento, bendeciría su amor y buscaría consuelo en los
frates
y en la biblioteca. Tal vez podría marcharse lejos y fundar otros monasterios, nuevas bibliotecas.

Ya más calmado, dio gracias a Dios por hallar esperanzas y se sentó de nuevo a la mesa. Eran muchos los pergaminos que quedaban por revisar. Nadie sabía qué buscaba, aún no había llegado el momento de revelarlo, ni siquiera a Dana, pensó con nostalgia. Sólo Michel estaba al corriente, y ni el hierro al rojo vivo le arrancaría una palabra. Esa ignorancia los preservaba de nuevos peligros, más cercanos de lo que podían imaginar.

Al observar la mesa comprobó que uno de los rollos que habían saltado por los aires había ido a parar al recodo donde habían hallado el cuerpo de Patrick. Se acercó con el candil y lo recogió, pero cuál no sería su sorpresa cuando notó una leve corriente de aire frío. Al levantar la vista, reparó en el hueco donde aún reposaba la antigua arca con las reliquias celtas. Siguiendo un impulso, la arrastró hasta el centro de la cámara. Observó con aprensión la palabra «Prodictor», una acusación que seguía torturándole. Sólo él y Michel eran capaces de intuir las implicaciones ominosas de esa críptica inculpación. Con cuidado, abrió la tapa y observó las reliquias. Había hecho saber a los druidas su intención de devolverlas, pero ellos, alarmados, le habían rogado que siguieran enterradas en el
sid
. La humanidad actual no era digna de poseerlas, explicaron, y su ausencia podía desatar las iras de los antiguos dioses.

No había vuelto a abrir aquella arca desde su hallazgo y la custodió con atención. Sacó las reliquias e iluminó el fondo. Bajo una tabla de madera más nueva que el resto había una serie de vitelas en blanco. Intrigado, las tomó y las llevó a la mesa. Su obsesión por encontrar algún indicio que iluminara la muerte de Patrick O’Brien le había llevado a revisar con atención todos los pergaminos del
sid
, pero ésos habían escapado del escrutinio, hasta ese momento. Rodeado de varios cirios, los desenrolló y… un escalofrío le recorrió el cuerpo. No estaban en blanco como aparentaban en la penumbra del túmulo. Finas líneas grabadas con punzón y algunos trazos suaves de tinta negra revelaban que eran los bocetos de un futuro códice. Eran unas veinte vitelas en total. El ambiente seco del subterráneo las había conservado en buen estado. Tras revisarlas varias veces se estremeció ante la evidencia: eran imágenes del Apocalipsis. Desconcertado, las repasó de nuevo con detenimiento hasta separar dos: los bosquejos se asemejaban de un modo turbador a las vitelas iluminadas encontradas tras el incendio y la muerte de Roger.

Comenzó a respirar agitado. Vio el arca abierta y comprendió que Patrick había hecho algo más que señalar la palabra grabada con sus uñas. En el interior, disimuladas bajo las reliquias celtas, se hallaba la prueba de su acusación. Pero, además, la pericia en la realización de esos bocetos demostraba lo que él y Michel sospechaban: la técnica que se había empleado para iluminar el Códice de San Columcille no había desaparecido en Irlanda. El temor de descubrir la advertencia de Patrick y la esperanza de recuperar aquel valioso conocimiento guardado por los monjes de la isla esmeralda se entrelazaban con una complejidad siniestra, como las intrincadas cenefas que rodeaban las cruces celtas.

Emocionado y desconcertado, se levantó y empezó a subir la escalera pensando en el hermano Michel.

Capítulo 50

En Dyflin la actividad portuaria cesaba cuando caía la noche. Los muelles y las pasarelas de madera levantadas por los vikingos se convertían entonces en solitarios caminos envueltos en la niebla que invadía el estuario durante el invierno. La negrura de la noche combatía con el tenue resplandor anaranjado que se filtraba por los postigos cerrados de las tabernas, donde marineros y estibadores se reunían para beber cerveza y olvidar la dura jornada. El bullicio en el interior contrastaba con el profundo silencio del exterior, roto sólo por el chapoteo del agua que lamía los cascos de las embarcaciones atracadas y las desapacibles ráfagas que tensaban los cabos de amarre.

Alejada del bosque de mástiles de pesqueros, una oscura barcaza de gran calado se confundía con la noche. Su inesperada llegada a media tarde había causado recelosos comentarios. A esas horas tardías ya nadie se acercaba a admirar intrigado la extraña talla del mascarón de proa: una criatura femenina de cuerpo escamoso y serpientes en los cabellos. La leyenda aseguraba que san Patricio había obrado el milagro de eliminar de la isla todos los ofidios, y su sola visión, aunque fuera en vieja madera, consternaba a los isleños. El rostro de la figura mostraba poderosas fauces y una expresión de cólera que encogía el estómago. El bajel se había acercado lentamente a puerto justo cuando la niebla se alzaba en el estuario y el frío se instalaba en la ciudad vikinga. Los pocos estibadores que se habían ofrecido al silencioso capitán para descargar la mercancía habían sido rechazados. Ni un fardo fue sacado de la bodega.

Los marineros del navío, de tez blanquecina y cabellos cobrizos, no hablaban gaélico, pero se hicieron entender como en cualquier puerto: habían zarpado desde un remoto embarcadero del mar Báltico y habían cruzado las gélidas aguas del mar transportando a un único pasajero. Nada más revelaron, y sus miradas esquivas desalentaron a los curiosos. En cuanto al enigmático viajero, nadie lo vio. Se dio por sentado que había desembarcado discretamente al poco de atracar y se había mezclado entre el gentío del atestado puerto.

La niebla se iba espesando y ya era muy tarde cuando se oyeron secos pasos sobre la cubierta del barco. Varios perros ladraron en la lejanía mientras las tablas de la pasarela crujían. Una negra sombra envuelta en volutas de bruma avanzó por el solitario puerto y se adentró en el entramado de callejuelas desiertas.

La puerta de La Vaca Parda se abrió de golpe con tanta fuerza que silenció las animadas conversaciones. Una ráfaga de viento gélido recorrió la taberna y apagó varias lámparas. Un hombre andrajoso, con el rostro enrojecido y los ojos demasiado abiertos, entró tambaleándose.

—¡Niul! —bramó el tabernero con fastidio mientras intentaba que la luz de su candil no se extinguiera—. ¡Te he dicho mil veces que no puedes entrar! ¡Aquí sólo aceptamos a los que, además de beber, pagan!

El sarcasmo no obtuvo la excusa esperada.

—No es una buena noche para estar ahí fuera, Maghnus, no tomaré nada, sólo te pido que me dejes entrar esta vez… —repuso el hombre con rostro aterrado.

El dueño torció el gesto y avanzó entre las mesas dispuesto a sacar a rastras al beodo mendicante. Aunque algunos aseguraban que en su juventud había sido un apuesto vikingo y un aguerrido guerrero, el abuso de vino e hidromiel había vaciado de dientes sus encías y trastocado su mente. Vivía en el puerto, se alimentaba de los desperdicios de las barcazas pesqueras, y de vez en cuando cumplía algún recado cuya recompensa convertía siempre en alcohol. Podía ser que su mente se hubiera trastocado del todo, pero su expresión de terror hizo que varios parroquianos detuvieran a Maghnus antes de que se abalanzara sobre él.

—¿Qué ocurre, Niul? —preguntó uno que lo conocía.

El hombre miró alrededor hasta que sus ojos se posaron en una jarrita que descansaba sobre una de las mesas. Su propietario suspiró y se la tendió. El mendigo la apuró de un trago, no le importó que parte de la oscura cerveza se derramara sobre su mugrienta camisa y lentamente fue recuperando el control con gesto agradecido, pero al momento señaló la puerta, horrorizado, y dijo:

—Alguien se acerca…

La puerta seguía abierta. Fuera sólo se veía la oscuridad de la noche, pero todos oyeron el andar lento de unas botas que golpeaban con contundencia el entablado de la calle. Los pasos se acercaban. Cuando finalmente la tenue luz de los candiles iluminó la figura, nadie hizo el menor movimiento.

Un hombre alto y enjuto iba a pasar de largo cuando vio la puerta abierta y se volvió para mirar el interior. Lucía una larga capa oscura con capucha y una cota de cuero negro como la noche, tachonada de clavos y tiras metálicas. Llevaba un grueso cinturón del que pendía una espada curva con un gigantesco rubí en la empuñadura que destellaba sanguíneo. Se retiró la capucha y todos observaron un rostro que jamás olvidarían.

Estaba completamente rapado y en su faz pálida resaltaban una nariz aguileña y dos gruesos aros de oro que colgaban de sus grandes orejas. Parecía un espectro envuelto en la niebla, pero nadie escapó a la magnética fascinación que irradiaba. Era un ser repulsivo que al mismo tiempo poseía un atractivo hechizante, desconcertante… que emponzoñaba la razón y nublaba los instintos de defensa.

La fuente de esa fuerza tan cautivadora como siniestra brotaba de sus ojos, de gélidos iris azul pálido y de pupilas extrañamente contraídas: una mirada insondable que causaba vértigo, aterraba y sometía. Incapaces de soportar la mirada de aquel forastero, los que se hallaban más cerca de la entrada retrocedieron de manera inconsciente mientras los demás se encogían entre las sombras o se persignaban recitando antiguas letanías. El extranjero, complacido con el terror y la atracción que su presencia causaba, mostró una sonrisa de desprecio a modo de saludo y dejó a la vista unos dientes limados con formas puntiagudas. Como la hoja de una sierra. Como un astuto depredador.

—Te has ido sin contestarme… ¿Es ésta la calle que lleva a la casa del carretero? —preguntó en precario gaélico y con voz cavernosa.

Niul sólo pudo asentir espasmódicamente con la cabeza. El otro estiró los labios, apenas dos finas líneas amoratadas, se cubrió la cabeza con la capucha y se alejó. La noche lo engulló como si formara parte de ella.

Nadie tuvo el valor de moverse hasta que el pálido Maghnus cerró la puerta con un violento golpe.

—¡Es un demonio! —gimió Niul apoderándose de un cuenco lleno de vino.

—¿Ése es el pasajero que ha llegado en el barco negro?

—¿Quién si no?

El tabernero recordó el aspecto atemorizado de los marineros extranjeros y chasqueó la lengua con disgusto.

—Ese hombre tiene…

—Un aura maligna —musitó un anciano desde un rincón—. Y créeme si te digo que ese calificativo se queda corto.

—¿Y tú qué sabes, viejo Sinorix?

El anciano permaneció en silencio hasta comprobar que todos, Maghnus incluido, aguardaban ansiosos sus palabras. Era un viejo galo que había encontrado el amor, o al menos la ternura, a una edad avanzada. Una mujer de rostro sonrosado y larga trenza de cabellos del color del cobre fue la razón que lo llevó a dejar que sus huesos recalaran por fin en tierra firme y a disfrutar del botín acumulado durante años. Mercenario de profesión, había participado en numerosas campañas vikingas saqueando ciudades y capturando futuros esclavos en cualquier rincón del orbe. Había surcado el gélido mar Báltico hasta las heladas estepas del este y había navegado por el mar Mediterráneo hasta quemarse los pies en las ardientes arenas del desierto africano. Sus brazos ya no tenían la fuerza de antaño, cuando blandía la mortífera hacha de guerra, pero su mente conservaba toda su lucidez. Y conocía muchas leyendas extrañas escuchadas en lugares que ninguno de ellos podría jamás ni imaginar. Si alguien podía saber algo del siniestro extranjero, ése era el viejo Sinorix.

—Una vez vi a uno de ésos… —comenzó—. Tal vez se tratara del mismo hombre, pero de ser así resiste el paso de los años de un modo… diabólico; aunque dicen que todos tienen un aspecto similar. Yo acompañaba una partida de húngaros hacia una remota región más allá del Danubio, habitada por valacos; ellos la llaman Ultra Silvam, en el corazón de una vasta cordillera de los Cárpatos, un lugar de montañas agrestes, pasos peligrosos entre acantilados insondables y bosques milenarios. Sus habitantes viven aislados en valles sombríos o a los pies de viejas fortalezas en ruinas, apenas conocen la cruz, y el poder de sus dioses ancestrales recorre ese escarpado territorio susurrado en extrañas leyendas que erizan la piel.

»Tratábamos de cruzar un paso nevado, ascendiendo penosamente por una cornisa sobre un despeñadero cuyo fondo cubría la niebla, cuando oímos un relincho y nos quedamos inmóviles, con la espalda pegada a la fría roca y conteniendo el aliento. De entre las brumas brotó entonces, ¡a galope tendido!, una gigantesca montura del color de la noche. Apenas pude distinguir los rasgos del negro jinete que espoleaba a la bestia sin piedad, ¡pero jamás olvidaré su cabeza blanca como la cera y sus facciones contraídas en un gesto demoníaco! Mis compañeros de expedición se apresuraron a levantar una cruz con piedras y se encomendaron a Nuestro Señor Jesucristo. ¡Sólo un insensato o alguien protegido por poderosas fuerzas podía cabalgar con tanto brío por aquel peligroso risco!

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