—No ha sido difícil encontrarte —dijo el rey—. Hay demasiadas tabernas en Doolin que reciben tus frecuentes visitas.
Ultán, aturdido, levantó el rostro. Sus ojos acuosos e inyectados en sangre miraron inquietos a su antiguo señor. Después de tanto tiempo, había sido reclamado en la fortaleza de Mothair; no confiaba en recuperar su puesto en la guardia, pero sí algo de dignidad si se le permitía regresar a su servicio.
—Mi vida no es fácil —musitó mirándose las manos, trémulas por el ansia—. Humillado por mi esposa, despreciado por mi rey…
Cormac se levantó, se acercó a él, y lo cogió por los hombros. El hedor que desprendía era insoportable, y el rey sabía de la animadversión que la mayoría de sus hombres sentían por el antiguo soldado. No había cambiado con los años; a pesar de no pertenecer ya a su cuerpo de guardia, seguía tan sumiso como antaño —cabizbajo, silencioso—, cuando el consentimiento de la violación de Dana malogró su espíritu hasta pudrirlo. Sin arrojo para enfrentarse a su señor, arremetió contra la indefensa mujer que se había limitado a obedecer a su marido, forzado a complacer al rey. Ni siquiera cuando Cormac lo expulsó de su séquito sin una palabra de gratitud, afloró en aquél una mirada de reproche. Por eso el monarca sabía que la discreta misión que tenía en mente sería acogida por Ultán sin el menor recelo ni exigencia, y que incluso albergaría la vana esperanza de recuperar su honor perdido. En realidad aquel pobre desgraciado era el único que, por una nimia promesa de redención, no cejaría en cumplir su deseo, empeñaría en ello su propia vida y no pensaría jamás en traicionarle.
—Te he hecho llamar para que emprendas una búsqueda. Si cumples, recibirás una generosa recompensa y tal vez regreses al castillo.
Por primera vez en mucho tiempo la mirada de Ultán destelló. Hizo amago de echarse a los pies del rey, pero éste lo detuvo.
—Viajarás hasta Hispania, al ducado de Cantabria, en la norteña región astur, y buscarás una población llamada Liébana, oculta entre montañas, donde existe un monasterio. El monje Brian de Liébana dice ser de allí. Quiero saber quién es en realidad. Los monjes son codiciosos, sé generoso para aflojarles la lengua. Recaba toda la información que puedas y averigua qué motivos oculta para instalarse en este alejado
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de Irlanda. —Cormac sacó de su cinto una bolsa de cuero y se la entregó—. Son peniques de plata y algunas piezas de oro, parte del
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que me ha entregado ese monje. —Sonrió con malicia—. El viaje será largo y peligroso, pero confío en que en unos meses estés de vuelta.
Ultán asintió, pero su cuerpo temblaba. Estaba aterrado, jamás había abandonado la isla, no conocía otra lengua que el gaélico y ni siquiera sabía cómo podría llegar a Hispania, pero aquélla era la última oportunidad que tenía de recuperar el favor del monarca. Sopesó la bolsa y comprendió que había una suma cuantiosa. De repente Cormac lo agarró por el cuello.
—Es mucho el vino y la cerveza que podrías pagar con esto. Si no regresas, te buscaré, allá donde te ocultes te encontraré y te despellejaré con mis propias manos. ¡Sabes bien que nada se resiste a mis deseos!
Todos los presentes miraron con lástima al que había sido el más apuesto y aguerrido soldado de la guardia hasta la noche en que Dana fue conducida a la tienda de Cormac.
Morann, que detestaba tanta crueldad innecesaria, se acercó al monarca y lo condujo a un extremo de la sala.
Ultán, cabizbajo, abandonó la cámara. La ira palpitaba en su interior. En ese momento habría golpeado a cualquiera que se hubiera cruzado en su camino; sin embargo, no tenía agallas para enfrentarse al rey, el único que lo había ofendido. Lo maldijo en silencio y se alejó apretando la bolsa entre las dos manos. El monarca quería saber quién era Brian de Liébana y él iba a desvelar el secreto.
Brian dio muestras de notable mejoría coincidiendo con la victoria del sol tras cuatro días de nubes y de espesas brumas. Una agradable brisa del este se llevó la borrasca y el cielo se mostró por fin de un azul inmaculado.
La luz que penetraba por el hueco de la puerta despertó a Dana. Dormía en un extremo del viejo refectorio, y su pecho saltó de alegría al comprobar que las esteras de esparto donde había yacido el convaleciente estaban vacías. Se levantó, salió al exterior y alzó el rostro para absorber el tenue calor matinal. El trino de los pájaros anunciaba un apacible día de otoño. El tono amarillento del bosque recordaba el inexorable avance del invierno, pero aquel día sería suave y se obligó a no dejar que los nubarrones persistieran en su alma.
No vio al monje, pero imaginaba dónde podría encontrarlo.
En la pequeña iglesia, Brian celebraba la Eucaristía en soledad. Llevaba puesto el hábito que ella había lavado y remendado. Murmuraba plegarias en latín con el rostro y los brazos elevados hacia la cruz. La joven entró con sigilo y permaneció apoyada en el muro, junto a la puerta; no quería revelar su presencia.
Los movimientos del monje eran lentos y una mueca de dolor afloraba en sus facciones de vez en cuando, pero Dana se dijo que había recuperado el color y la energía. El tono arrullador de los rezos consiguió que la invadiera una extraña paz. El sol se colaba por la puerta, orientada al levante; pensó que el lento desplazamiento de la luz sobre el enlosado parecía impulsado por el monótono murmullo del monje. La ceremonia carecía de los misteriosos movimientos y danzas de los druidas; sus ritos eran sosegados, de íntima conexión con la divinidad, faltos de la sobrecogedora fuerza que contenían las invocaciones a los dioses ancestrales, y Dana se dejó embargar por el efecto balsámico de las antífonas y los responsos repitiéndolos en susurros.
No tenía dificultad con la lengua de los antiguos romanos. Al taller de su padre acudían caballeros del continente atraídos por la fama del hábil forjador de espadas, y desde niña, como todos sus hermanos, había procurado aprender el idioma importado de ultramar.
Brian no se volvió hacia ella en ningún momento, pero advirtió su presencia y su voz se elevó y pasó a recitar más despacio para que pudiera captar sus palabras.
Aquella mañana, Dana decidió que acompañaría al monje en las misas que celebrara al despuntar el alba. Compartirían ese momento en la soledad de la humilde capilla, en sintonía con algo superior que ambos sentían cerca aunque le dieran nombres distintos.
Cuando terminó la celebración, el monje se volvió y sonrió con gratitud. Ella procuró corresponderle, pero no estaba segura de que sus labios hubieran respondido en reciprocidad. Había llegado el momento de mostrar sus intenciones y no sabía cómo reaccionaría él.
Brian pasó ante Dana y salió al exterior. Una vez fuera, extendió los brazos para recoger los rayos del sol y permaneció con la cabeza levantada, los ojos cerrados y una sonrisa de satisfacción. A su espalda, el vasto mar, de un azul intenso, describía un calmo vaivén.
—Gracias, Dana, que Dios te bendiga —dijo Brian sin moverse.
Ella, retorciéndose las manos, luchando consigo misma en la eterna batalla que no lograba vencer, se situó detrás de él. Una punzada de vergüenza la acometió al recordar cómo, en su tribulación, se le había ofrecido y él la había rechazado. Sintió pena de sí misma. Eithne solía consolarla asegurándole que existía otro mundo tras el tenebroso valle que su alma recorría; una tierra de luz donde hallaría respeto e incluso amor. Ahora se preguntaba si tenía delante ese anunciado sendero hacia la salvación.
—Creo que ya estoy bien… —añadió él en la misma pose, sin mirarla.
—La herida está tierna. Debéis guardar reposo.
—¿Qué piensas hacer ahora, Dana?
El momento había llegado. La muchacha sopesó el ruego de los druidas y sus miedos. Luego aspiró profundamente el aire cargado de fragancias, lo expulsó despacio y admiró el amplio espectro de colores que el paisaje le regalaba.
—Venid —dijo al fin.
Brian salió de pronto de su trance y se volvió, sorprendido. Ella comenzó a descender la suave pendiente hacia la muralla, y él la siguió. Durante unas decenas de pasos bordearon en silencio el exterior del muro. Cuando Dana se detuvo y señaló al frente, el monje la miró sorprendido. Estaban justo en el vértice que señalaba el este del promontorio y ante ellos se erigían las ruinas de una pequeña construcción rectangular adosada a la muralla. Sólo quedaba parte de las paredes, de piedra ennegrecida y mortero; la vegetación se había adueñado del interior, entre vigas podridas y escombros. Debía de haber sido un pequeño almacén para leña, la vivienda de algún siervo o un refugio destinado a los que no hubieran podido entrar en el cenobio antes de que las puertas se cerraran. Esta vez Dana sonreía abiertamente, y Brian la miraba arrobado. La claridad del sol iluminaba su blanca piel, se reflejaba en el azul de sus ojos y en la trenza dorada que colgaba a un lado. Si la muchacha hubiera sido consciente de la belleza que irradiaba, habría huido al bosque con el alma en vilo para no regresar jamás. Pero Brian sólo se demoró un instante, cautivado, e inmediatamente centró su atención en lo que Dana señalaba.
—Los druidas me han pedido que os ayude —dijo ella.
—¿Y eso es lo que deseas?
La joven se encogió de hombros. Había recorrido varias veces las ruinas y había visto montones de piedras y estacas señalando las futuras construcciones que el monje pensaba erigir.
—Puedo quedarme y colaborar en el monasterio, hay mucho trabajo para un solo monje, pero necesito estar cerca del bosque, sentir su presencia. —Volvió a señalar la ruinosa cabaña—. Me instalaré aquí y mientras trataré de encontrar alguna pista sobre el paradero de Calhan.
Brian guardó silencio durante un instante y luego dijo:
—Dios te bendiga. Prometo ayudarte si logro averiguar algo…
Esa última frase la dejó intrigada y colmada de dicha, pues supo sin dudar que el monje era sincero.
Brian se internó en las ruinas de la cabaña, tomó un trozo de viga y, con una mueca de dolor, trató de arrastrarla al exterior.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó ella, alarmada—. En vuestro estado no deberíais…
—Entonces, ayúdame —repuso él con una sonrisa.
Dana era consciente de que cualquier gesto o palabra de ese hombre sacudía su alma y, como las hondas en un estanque, se esparcía con fuerza por su ser. Los ojos esmeralda que la miraban eran transparentes y limpios, no podía seguir negándoselo. Con excepción de los ancianos druidas, Brian era el primer hombre que la respetaba desde hacía años. Pero lo que pulsó su corazón fue ver su rostro jubiloso, mientras con los dientes apretados agarraba otro trozo de viga. Dana sintió que un agradable calor se colaba en su interior a través de su piel y sus huesos…, podía ser el efecto del sol o la esperanza de encontrar ese camino hacia la luz anunciado por la druidesa.
Le devolvió la sonrisa y penetró en el derruido cobertizo para apartar una piedra que obstaculizaba la entrada.
Así comenzaba su vida en el monasterio de San Columbano.
Fue un día de labor. Brian y Dana se dedicaron a limpiar el perímetro de la cabaña que sería el hogar de la muchacha; el monje sólo la dejó para el rezo de las horas. Hablaron poco —simples instrucciones para aumentar la eficiencia, consejos que aceptaban o discutían—, pero el vínculo fue germinando sin que ninguno de los dos fuera consciente de ello. El sol calentó sus cuerpos y el trabajo los hizo sudar. Al final de la tarde habían dejado al descubierto un maltrecho suelo de losetas de diferentes tonalidades y tamaños, restos reaprovechados de la antigua fortaleza de los O’Brien. Una vez reconstruida, no dejaría de ser una cabaña pequeña y humilde, pero estaba aislada de la humedad de la tierra y contaba con un pequeño hogar. Dana estaba convencida de que pronto sería un lugar confortable.
Brian, con tiento, le había advertido que, al vivir en la parte exterior del muro, se hallaría expuesta a cualquier ataque, pero ella afirmaba que sólo el bosque le ofrecía verdadera protección. El monje, consciente de la lucha interna de la mujer por alejar sus propios fantasmas, no replicó. Estudió con detenimiento la parte de la muralla sobre la que se apoyaba la cabaña y asintió en silencio.
En cuanto el sol se posó sobre el mar tiñendo de un brillante dorado las aguas, Brian se retiró al monasterio y Dana se dirigió al borde del acantilado, hasta una amplia cornisa desde la que podían admirarse los vertiginosos farallones; abajo, la espuma lanzaba destellos dorados al saltar sobre las peñas. Ruidosas bandadas de estorninos buscaban refugio en las grietas de la torre de vigilancia.
Dana se volvió entonces hacia el edificio principal; en la parte de atrás, orientada al mar, había varios ventanucos medio derruidos y lo vio sentado en el alféizar de uno de ellos. Desde su posición, él no podía verla, y eso aumentó su gozo. En soledad e íntimo recogimiento, respiró hondo y se dejó arrastrar por la esperada emoción: la melodía de la flauta se elevó un atardecer más en el monasterio de San Columbano como una antigua leyenda compuesta en la noche de los tiempos. Lloró sin pudor, acunada por la música que se fundía con el paisaje, su fuente de inspiración. Jamás había salido de la isla, y se preguntaba si existía en el orbe algún lugar tan bello como los acantilados occidentales de la verde Irlanda al atardecer.
Con el crepúsculo, la melodía cesó y una profunda sensación de pérdida y vacío la invadió. Se levantó, reticente a abandonar la cornisa que había elegido como refugio particular, y ascendió hasta la cabaña. Después de que el monje rezara vísperas, oyó el tañido de un caldero y se dio cuenta de que apenas había probado bocado en todo el día; estaba hambrienta.
Calentaron las sobras de un espeso caldo de liebre que había preparado ella el día anterior. Durante la convalecencia del monje, los jóvenes iniciados a cargo de los druidas se habían acercado casi a diario para llevarle caza, bayas y frutos recogidos en el bosque y asegurarles así el sustento. Con su ojo de sanadora, lo observó mientras comían en silencio y se dijo con satisfacción que estaba recuperándose con rapidez. Luego, siguiendo el ritual que se había repetido en los últimos días, le quitó las vendas y examinó la herida. No se había infectado y sanaba a ojos vista, pero rehusó la idea de quitar la sutura; lo que hizo fue aplicar una cataplasma de malva y azucena mezclada con grasa. En cuanto el monje se vistió, ambos se sentaron junto al fuego.