—Su vínculo ya es fuerte —susurraba Finn.
—Se necesitan mutuamente. No siempre será así… —concluía siempre la druidesa antes de que un velo oscuro cruzara sus ajados semblantes.
Todas las mañanas, cuando despertaba, Dana sentía que su corazón latía con fuerza y que la sangre corría enérgica por sus venas; el animoso carácter del monje se le había contagiado. Había mucho por hacer y lo harían juntos.
Durante las horas de descanso o de más luz, se sentaban en las piedras y Brian le enseñaba las palabras escritas en latín. Ella ponía todo su empeño y pronto pudo leer algunas frases simples. El resto de la jornada, cuando el monje no se recogía en oración, se dedicaban a sacar escombros de la fortaleza. Al caer el sol, como un ritual inamovible, Brian se apostaba con la flauta en las sombrías ruinas y ella corría hacia la cornisa del acantilado y se dejaba llevar por la melodía mientras pensaba en Calhan y rogaba la dicha de volver a verlo.
En ocasiones su ánimo desfallecía al ver el estado del viejo cenobio, y se preguntaba cómo podía el monje ser tan ingenuo de pretender restaurarlo. La visión de su ruinoso perfil, recortado en el horizonte, resultaba desalentadora. Brian hablaba de San Columbano, de la biblioteca, pero a ella esa titánica tarea le parecía imposible hasta que llegaran los demás monjes. Necesitaban una numerosa mano de obra que no podían pagar, pues, para ello, precisaban de los recursos que Brian había entregado al monarca en concepto de
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. Sin embargo, el monje no parecía arredrarse jamás, como si compartiera la indiferencia de los druidas ante el paso del tiempo. Vivía cada instante con intensidad y complacencia, y cuando ella le interpelaba, jadeante por el esfuerzo, la respuesta era siempre una arenga sobre la Providencia divina y la confianza en el Altísimo que a ella no terminaba de convencerle.
Con frecuencia lo sorprendía examinando con atención los gastados relieves de algunos sillares de las salas más deterioradas del edificio principal y lo veía saltar entre los escombros efectuando mediciones, clavando estacas y dejando marcas. Parecía buscar algo. Además, consultaba a menudo, siempre de forma discreta, los viejos planos ocultos en la talla de la Virgen. Argumentando el riesgo de derrumbe, Brian le había prohibido acceder a las plantas superiores del edificio, pero en cambio él sí subía cuando pensaba que ella estaba en otro lugar. El monje guardaba secretos, pero ella respetó sus reservas; tras esos días de convivencia, pensaba que se los confiaría cuando llegara el momento.
En cuanto a Cormac, tal vez por influencia del obispo Morann o por las advertencias de los druidas, parecía haberse tomado la milagrosa salvación del extranjero como una señal divina y optó por la prudencia. Pero Dana lo conocía bien. Cedería durante un tiempo, mientras no representara un problema, pero la letal intención que acompañó a la afilada daga estaba lejos de desaparecer. Si quería eliminarlo, tarde o temprano hallaría el modo. Brian jamás comentó el incidente; no anidaba en su pecho deseo de venganza, algo que a ella la intrigaba profundamente. A menudo Dana se internaba en la espesura del bosque para reunirse con los hombres y las mujeres del robledal y conocer los rumores que circulaban por Mothair; quería estar al corriente de cualquier indicio de peligro. Trataba de proteger al monje, completamente absorbido por su proyecto, mientras, temerosa de la verdad, contenía el deseo de hurgar en sus propios sentimientos.
Ultán trató de enfocar la mirada y parpadeó varias veces. Necesitaba estar sobrio, pero después de su reciente fracaso, una parte de su mente le recomendaba que se abandonase definitivamente al nefasto vino de la taberna de Liébana. Mientras sus ojos vagaban indiferentes por el destartalado local, bebió otro sorbo. Calculó que debía de ser cerca del mediodía, aunque allí dentro los postigos cerrados de las ventanas mantenían un ambiente sombrío y cargado. Un viejo desdentado había agarrado a una joven rechoncha de la cintura y trataba de sentarla en su regazo mientras los parroquianos reían. La muchacha detestaba aquello, pero era el único modo de poder pagarse un jergón, aunque fuera en un cubículo infestado de chinches, así que rió con amargura. El invierno se había adelantado, y si bien el frío allí era más suave que en las montañas circundantes, dormir a la intemperie podía ser fatal.
El irlandés aún sentía el agudo dolor de las llagas de sus pies. Liébana, en el corazón del ducado de Cantabria, en tierras astures, no estaba lejos de la costa en la que había desembarcado, pero el valle era una hondonada enclaustrada entre formidables macizos de nieves perpetuas que sólo podía alcanzarse a través de sendas tortuosas que cruzaban las montañas. El avance había sido lento y peligroso. Cumplir la voluntad del rey Cormac se había convertido en un calvario, y después de semanas bajo terribles tormentas, la dicha de ver los muros del monasterio de San Martín de Turieno se oscureció por la frustración de ver malograda su misión.
El cenobio permanecía cerrado a cal y canto. Desesperado, había buscado aposento en la pequeña aldea de casas de pizarra situada a escasa distancia, donde reinaba un ambiente lúgubre. Sus habitantes dependían del monasterio para subsistir, pues las tierras cultivables del valle y los bosques circundantes eran propiedad del cenobio. Ultán ya entendía algunas palabras de la lengua local, pero no logró que nadie le explicara la actitud de los afables monjes de Liébana, que incluso destinaban un edificio del recinto a hospedería. El vino desató por fin algunas lenguas recelosas; afirmaban, entre murmullos inquietos, que los monjes se protegían de algún tipo de mal que estaba a punto de asolar la región, y los maldecían por dejarlos en la ignorancia y desprotegidos. Los incesantes cánticos que provenían de la iglesia del cenobio incrementaban su inquietud. Los monjes, enclaustrados, oraban sin descanso.
El irlandés había llamado varias veces a las puertas del convento durante los nueve días que llevaba instalado en la aldea. Dos días atrás había conseguido que le abrieran tras gritar en su desesperación el nombre de Brian de Liébana. Por el resquicio de la gruesa puerta de roble, un joven monje de aspecto severo le invitó a entrar. En cuanto cruzó el dintel, dos hombres fornidos, ataviados también con hábito, lo habían estampado brutalmente contra el muro y, antes siquiera de poder reaccionar, notó el filo de una daga bajo la garganta. Tratando de contener el pánico, les explicó, con las escasas palabras aprendidas y con gestos elocuentes, que sólo deseaba reunirse con el abad y, en nombre de su señor, recabar alguna información sobre el monje Brian, originario de aquel monasterio. Para evidenciar su deseo de ser generoso, les mostró incluso la bolsa con el dinero. Pero a esos supuestos benedictinos no les interesaban las dádivas, y Ultán pronto intuyó que no formaban parte de la pacífica comunidad de Liébana; eran extranjeros como él, y en sus ojos se reflejaba la tensión. Dedujo que aquel estado de alerta sólo confirmaba los rumores acerca de algún terrible peligro y trató de excusarse, pero sólo cuando los monjes comprendieron que nada tenía que ver con la causa de su inquietud, tras amenazarle con un terrible final si volvía a pronunciar el nombre de Brian, lo echaron del monasterio sin más explicaciones.
A partir de ese día sus golpes contra la puerta sólo habían sido respondidos por un desdeñoso silencio. Nada podría ofrecerle al irritable Cormac. El pánico ante el fracaso no tardó en emerger, así que pasaba los días ahogando la angustia en la sórdida taberna. Temeroso de regresar a Irlanda, se debatía entre huir hacia el sur, hacia los dominios de los árabes, o saltar desde alguno de los riscos que rodeaban el valle y acabar de una vez con su miserable existencia.
Movido por la inercia, se levantó de la mesa. Aun a sabiendas de que era inútil, volvería a llamar a las puertas del monasterio; mientras decidía su futuro, tratar de cumplir su misión le concedía un pobre consuelo.
Las fingidas risas de la joven, ya sentada sobre las rodillas del anciano, lo exasperaron. La imagen de Dana cruzó de pronto, desgarradora, por su mente y sintió el deseo de acercarse a la fulana y golpearla con crueldad. Hacía muchos años que había conseguido acallar la débil voz que le decía que su esposa sólo había sido una víctima más de la enfermiza lujuria de Cormac. Por el contrario, su mente recreaba sin descanso la imagen de la bella joven de Dyflin, recién desposada, gimiendo de placer y mirándole con desprecio mientras se dejaba someter por el monarca. Enfrentarse a aquel falso recuerdo creado por su propio desengaño le obligaría a enfrentarse a Cormac, algo que jamás tendría el valor de hacer.
En cuanto abandonó la taberna, el frío y la humedad reinantes consiguieron que se estremeciera. Era una mañana gris y lluviosa. La aldea parecía abandonada; mientras avanzaba por el embarrado camino se preguntó dónde estaban sus escasos habitantes. Divisó algunas columnas de humo surgiendo de las chimeneas y barruntó que permanecían escondidos, rezando como los monjes para conjurar la enigmática amenaza que nadie había querido compartir con él.
Arrebujado en su capa, se acercó al sombrío monasterio. Su aspecto austero, de piedras grises y estrechas ventanas en la planta superior, le hizo pensar en una fortaleza. De nuevo insistió con vehemencia ante la puerta, como los días anteriores, pero esa vez ocurrió algo inesperado y el corazón comenzó a latirle con fuerza.
Desde la esquina de un cobertizo anejo al monasterio, un hombre de apenas veinte años le hacía señas. Tenía aspecto de comadreja, barba desaliñada, ojos enrojecidos y nariz demasiado sonrosada. El raído hábito lo señalaba como un miembro lego de la comunidad, sin el rango de clérigo. En cuanto Ultán llegó a su altura, el monje lo llevó con sigilo detrás de la construcción, a resguardo de miradas curiosas.
—Sois el extranjero que pregunta por Brian de Liébana, ¿no es cierto? —Trataba de hacerse comprender con elocuentes gestos. Su aliento apestaba a vino.
—¿Quién lo pregunta?
—Eso no importa. —Se frotó las manos y buscó con mirada ávida la bolsa de Ultán—. En el monasterio todo se ve y se sabe. Vos tenéis oro y yo tengo algo que puedo daros a cambio…
El antiguo soldado se tensó y agarró al monje por la mugrienta túnica; el hedor de la lana le aturdió.
—¡Tranquilizaos, noble señor! —repuso el monje levantando las manos. Aterrado ante la inesperada reacción del irlandés, comenzó a temblar y a punto estuvo de desplomarse—. ¡Os prometo que es cierto! ¡Yo no soy como el resto de los hermanos! Me abandonaron en un monasterio cercano cuando tenía diez años. Desde entonces he vivido entre monjes, siempre destinado a las tareas más humillantes. Hace dos años fui expulsado y acudí a Liébana. Tras implorar compasión, el abad me aceptó en esta comunidad. Éste es el único modo de subsistir que conozco —mostró una sonrisa corrosiva—, pero mi alma jamás ha estado encerrada entre muros…
El irlandés sintió una oleada de desprecio por aquel pobre desgraciado. Apenas había entendido nada, pero supo que actuaba en beneficio propio. Al verse reflejado en el aura depravada que irradiaba, lo soltó. La curiosidad había germinado.
—¿Qué puedes ofrecerme?
—Hay una cripta secreta bajo la capilla —explicó el monje, más tranquilo—. La descubrí por casualidad, buscando las bodegas, al poco de ingresar en el monasterio. Son muy pocos los monjes que saben de su existencia. He averiguado que los abates la usan desde siempre para guardar pergaminos y documentos valiosos o muy peligrosos, y sé que alguno hace referencia al hermano Brian, que vivió aquí durante muchos años. —Entornó los ojos—. Si me ofrecéis un generoso puñado de monedas, lo obtendré y os lo entregaré.
Ultán, sintiendo que su corazón volvía a latir, levantó la bolsa que ocultaba bajo la capa y la hizo tintinear. El joven monje se relamió imaginando los placeres inconfesables que podría proporcionarle aquel pago y asintió.
—Mañana por la noche, tras el rezo de completas, venid a este mismo lugar. —Le guiñó un ojo con picardía—. Sed discretos con la gente de la aldea. No tengo muy buena fama…, si los hermanos llegaran a enterarse, me expulsarían, o algo peor.
Antes de marcharse, Ultán quiso matar su curiosidad.
—¿Cómo has logrado salir?
—Para los monjes soy lo más parecido a una rata —respondió con desdén—. Y, como las ratas, conozco algunos agujeros por los que escapar.
El hombre echó a correr y se perdió tras la esquina sur del monasterio.
Ultán pensó en el insoportable hedor de su hábito y no alcanzó a explicarse que lograra abandonar el edificio sin que nadie se apercibiera de ello. Meneó la cabeza y, sin pensar más en el desaliñado monje, partió raudo hacia la taberna para celebrar aquel fortuito golpe de suerte. Algo le decía que no era una trampa y que el secreto de Brian de Liébana estaba al alcance de su mano.
Dana se despertó en su cabaña y advirtió la luz que se colaba a través de las rendijas de la tabla que hacía las veces de puerta. Se levantó de un salto y en cuanto se asomó fuera comprendió que se había dormido. El sol brillaba potente en las alturas, pero el ambiente era gélido. Apenas faltaba un día para la fiesta de Samhain; para los cristianos era la víspera del día de Todos los Santos; sin embargo, en el calendario tradicional, que seguían los druidas del bosque y que su padre había respetado siempre, era el principio del nuevo año, la noche en que los muertos podían regresar al mundo de los vivos.
Sobrecogida por las viejas historias que revoloteaban en sus recuerdos, se encaminó hacia la capilla. Una vez allí, vio el cáliz en la hornacina. La Eucaristía había concluido. Intrigada, buscó al monje por el monasterio, pero sólo el silencio respondió a sus llamadas.
Recorrió el perímetro de la muralla y llegó hasta el acantilado, donde el muro moría asido a rocas impracticables. Un destello fugaz llamó su atención y se acercó al borde. Un sendero tortuoso y traicionero descendía a través de recodos y cornisas hasta una pequeña cala, al fondo del roquedal. Dio unos pasos en esa dirección y entonces lo vio. Instintivamente se parapetó tras una peña. Tardó un tiempo en arriesgarse a mirar, y, cuando lo hizo, asomó sólo parte de la cabeza.
Brian se hallaba al borde del agua, de pie sobre el lecho de piedras, inmóvil, cubierto sólo con un taparrabos. Ajeno al frío que llegaba a rachas desde el océano, el sudor brillaba sobre su cuerpo fibroso. Escondida tras la roca, Dana no pudo evitar maravillarse ante la belleza de su físico.