—Él te necesita a su lado y nosotros también…
—¡Cualquiera de los druidas resultaría más útil! —estalló ella de pronto—. Yo apenas he rozado la superficie del «conocimiento del roble». ¡Si va a preservar nuestra tradición, sin duda apreciará la compañía de un sabio!
Eithne y Finn se miraron con complicidad, pero fue ella quien tomó la palabra.
—Junto a él hallarás lo que tu corazón más anhela…
—¿A mi hijo? —espetó Dana.
—Ese hombre está envuelto en secretos. Según el
imbas forosnai
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, vuestros destinos se enlazan de una forma curiosa. Hay hechos que son enigmáticos incluso para nosotros, por eso debemos estar atentos a las señales de los dioses. La segunda lección es aprender a confiar y a vivir sin torturarte, buscar la paz.
Dana permaneció en silencio, pensativa. Los druidas la habían salvado de morir de pena una vez y Brian la había salvado de morir de dolor. Las dudas eran tantas que se le hacía imposible ordenarlas y diferenciarlas. La pena la ahogaba y temía hablar. Buscó refugio en la mirada clara de Eithne y permaneció sumergida en ella durante largo rato. La sombra del roble fue recorriendo a los allí congregados.
—Lo siento —dijo con un hilo de voz; era consciente de que estaba a punto de perder la confianza de sus hermanos del bosque—. Os debo mucho, pero mi camino no es el que me indicáis.
Los druidas se miraron con gesto grave. Algunos negaron con la cabeza.
—Te equivocas… —le advirtió Eithne clavándole sus ojos como dagas.
—Que los dioses comprendan mis razones y me perdonen, al igual que vosotros —replicó Dana mientras se apartaba del altar como si de pronto la piedra sólo desprendiera frialdad—. Debo buscar a Calhan.
El rostro de Finn se ensombreció. La claridad solar pareció amortiguarse como si una negra nube se hubiera interpuesto. La joven sintió una punzada de inquietud, pero sólo fue un instante. El anciano la miraba con tristeza.
—Muchos son los caminos; tú debes hallar el tuyo. Sólo te ruego que permanezcas atenta y confíes en los signos. Observa el vuelo de los pájaros, las nubes, las olas del mar y trata de leer en ellos. Que los dioses te protejan y que encuentres por fin la paz.
Eithne asintió con la cabeza; debía aceptar la voluntad de la joven. Dana, con la angustia ardiendo en su garganta, hizo una leve reverencia y se adentró en el bosque. Pero las lágrimas no tardaron en deslizarse por su rostro. Sentía que, además de traicionar a los druidas, estaba desoyendo sus consejos como heraldos del destino. Y eso era un error. De pronto, ante la idea de abandonar el bosque para siempre, se sintió terriblemente sola y aterrada. Fuera la esperaban la ira de Cormac y la crueldad de Ultán.
Brian contuvo el aliento mientras observaba el calmo despertar de Mothair. El sol iniciaba su lento ascenso pero en la aldea la bruma sólo dejaba atisbar el contorno de las casas de piedra con techumbre de bálago y pizarra, todas de una sola estancia y separadas por pequeños huertos y graneros. Sus sandalias se hundieron en el fango del camino. La miseria era evidente en el estado de las construcciones y en los rostros famélicos de los pocos que se asomaron para observar al solitario monje. Avanzó despacio hacia el altozano donde se alzaba la fortaleza de Cormac O’Brien. A plena luz del día le resultó menos imponente que en su primera visita. Algunas sombras pasaron a su lado y se alejaron rápidamente, en silencio, mientras puertas y ventanas se cerraban de golpe. El silencio del lugar se fue espesando.
Sabía del escaso afecto que los habitantes de Clare, y en especial los de Mothair, profesaban a su rey. Su tendencia a los excesos y sus imprudencias lo convertían en un régulo mediocre que conservaba el trono gracias al liderazgo secular de los O’Brien en la región y a la desaparición sistemática de cualquier rival. Sus súbditos pasaban hambre mientras él vaciaba las depauperadas arcas a un ritmo frenético. El acto de piedad del monje con la joven Dana, aunque reprobado oficialmente, fue aplaudido por la población y había limado el recelo inicial que despertaban los extranjeros en aquel rincón de la isla.
El acuerdo entre los druidas y el monarca, mediado por el obispo Morann, estipulaba que al séptimo amanecer el monje se personaría en el castillo para ofrecer un
derbfine
justo por la afrenta cometida. Brian recordaba la advertencia que Dana le había hecho la noche anterior y sabía que no eran palabras necias, pero si quería seguir adelante con su misión debía cumplir lo prometido. El obispo, el único habitante de Mothair que se había atrevido a visitar el monasterio, le había indicado la fecha del encuentro y le había recomendado humildad y generosidad con el rey. Su codicia podía ser el salvoconducto para seguir vivo a mediodía. Brian puso las manos en el pesado
marsupium
que llevaba colgado y susurró una plegaria. Recordó el mensaje que había enviado el primer día mediante la paloma mensajera y eso le reconfortó. Aunque en ese momento estaba recorriendo en soledad las calles de la aldea, sabía que su alma gozaba siempre de la compañía de los hermanos del Espíritu de Casiodoro. Otros concluirían lo que él trataba de iniciar.
Cuando dejó atrás las últimas casas, se detuvo y observó atento el oscuro contorno del castillo difuminado entre las brumas, construido con las mismas piedras grises que el monasterio. Los O’Brien, como muchos nobles irlandeses, hacía décadas que ya no residían en un
rath
de mimbre. La mole cuadrada de la fortaleza, sobria e imponente, se entreveía en la niebla como un gigantesco monolito. Mientras sus pies resbalaban por la cuesta embarrada, Brian estudiaba las aspilleras a ambos lados de la puerta; buscaba los puntos débiles del castillo, los lugares por donde escalar el muro sin ser detectado. Aunque el silencio era sepulcral, estaba seguro de que ya lo habían divisado. Bastaría una escueta orden del colérico rey para que ni siquiera alcanzara el portón de entrada.
Cuando por fin llegó a la puerta, esperó en silencio. Desde las troneras, ojos invisibles estudiaban al solitario monje, enfundado en un viejo hábito negro, cubierto con la capucha y con las manos entrelazadas bajo las amplias mangas.
Al poco resonó el crujido de la tranca y la puerta comenzó a abrirse lentamente. Brian aguantó a que estuviera abierta del todo y entonces cruzó la arcada hacia el vacío y silencioso patio. Se situó en el centro y esperó. Un silbido rasgó el silencio y una saeta se clavó en el suelo, a un paso de sus pies. Para sorpresa de los soldados, Brian permaneció inmóvil, impasible. No había ido allí a implorar; era consciente de a lo que se enfrentaba.
Poco después se abrió la puerta del ala este del castillo, donde se ubicaban las estancias principales, y una docena de hombres, lanzas en ristre, lo rodearon. Brian levantó los brazos para señalar que iba desarmado.
—Soy un humilde servidor de Dios que desea pedir clemencia a vuestro señor Cormac. Si tenéis orden de abatirme, os ruego que la pospongáis, pues si mi lengua se enfría, vuestro jefe jamás podrá saber lo que le ofrezco; algo más valioso que el placer de verme morir.
Los soldados dudaron y miraron al capitán de la guardia. Éste, desconcertado, se volvió hacia una estrecha ventana del piso superior. La bruma impedía atisbar si había alguien tras los postigos entornados, pero el soldado asintió al momento.
—Llevadlo a la cámara del trono.
Lo condujeron hasta una sala cuadrada situada en la planta superior y contigua a la de banquetes; la iluminaban varias antorchas y un hogar encendido al fondo. Las paredes estaban cubiertas de pieles y armas; el único mobiliario lo constituían una alacena con jarras y copas metálicas en un extremo y una pequeña tarima en el centro, donde se hallaba un trono de abedul cubierto de inscripciones en Ogham: invocaciones de protección para el sedente. Los soldados miraron al monje con una mezcla de resentimiento y amenaza. Uno se dirigió hacia él, pero la irrupción del monarca interrumpió la escena.
Cormac no le dirigió la mirada hasta que hubo tomado asiento. Su expresión destilaba ira contenida y placer.
El obispo Morann, con túnica talar y caminando algo encorvado, entró por otra puerta. Brian, sereno, se acercó y besó el grueso anillo que el presbítero lucía en su mano derecha, blanca y sarmentosa.
—Carecéis de la humildad y la mansedumbre de un verdadero benedictino —le espetó Morann clavándole su mirada de hielo—. Ahora todos se preguntan quién es ese peligroso monje que se enfrenta a nuestros hombres para llevarse a una ramera…
Brian se puso tenso. El que había logrado contener la ira vengativa del monarca ahora le acusaba. Sin embargo, percibió que los ojos del obispo le exigían cautela en las respuestas. Se dijo que todo podía ser una treta.
—También la piedad y la justicia sustentan nuestro carisma.
—Vuestra respuesta suena hueca y forzada —replicó Morann con desdén—. Sois un misterio para esta comunidad. Habéis perturbado el equilibrio necesario para mantener el orden. Cormac reina en este
tuan
, los nueve valles de Clare, y vos lo habéis ofendido. Traicionasteis su confianza atacando a dos de sus fieles siervos y liberando a una cautiva, una mujer pecaminosa que le calumnió en público culpándole de la suerte de un hijo del que nadie sabe nada, ¡ni siquiera su propio marido! —Sus ojos se encendieron y la estancia pareció enfriarse de pronto—. ¡Su ofensa merecía la muerte! ¿Qué inconfesable deseo os movió a cometer un delito de tanta gravedad? ¿Así es como respetáis vuestros votos?
—La misericordia, excelencia; no me movió otra intención. El sufrimiento de una madre por su hijo es uno de los dolores que aparece reflejado en los Evangelios.
—¿Osáis comparar? —gritó el obispo fuera de sí—. ¡Mostráis una arrogancia desmedida al no querer someteros al justo reproche por parte del ofendido!
Cormac se levantó del trono y tomó por fin la palabra.
—Sois un hombre consagrado a Dios, y en esas ruinas ya murieron demasiados en el pasado. Los druidas me han amenazado y el prelado Morann ha contenido mi deseo de haceros pagar la ofensa con la vida. ¿Qué oscuras artes poseéis para ser tan influyente?
—Los druidas aceptan mi presencia en el viejo monasterio.
Esa respuesta llamó la atención del obispo, que se acercó a Brian con aire circunspecto.
—Los ancianos del bosque mantenían un vínculo muy estrecho con el hermano del rey, Patrick O’Brien. Sin embargo, continúan practicando ritos paganos. ¿Qué interés tienen en que se restaure un cenobio cristiano?
—Ellos aprobaban las intenciones del antiguo abad. —Brian abrió las manos en gesto de acogida—. Y es él, su recuerdo, lo que inspira mis pasos.
Morann lo observaba fijamente, buscaba en sus ojos una respuesta más concreta, pero no la halló.
—Yo era joven cuando ocurrió la desgracia —dijo entonces el obispo—. Lo conocía y lloré su muerte, como todos en Clare. Para nuestra desdicha, nada quedó de él ni de su obra, la grandiosa biblioteca. Sólo una solitaria cruz señala el lugar donde murió. Si lo que deseáis es venerar su memoria, podéis hacerlo en ese lugar o en cualquier otro, ¿no estáis de acuerdo?
Brian meditó antes de responder. Debía ser reservado, pues el peligro acechaba más allá de la isla, pero el obispo había conocido a Patrick y sabía de la existencia de la biblioteca. Buscó en su mirada y sólo halló una velada advertencia. Tal vez había encontrado un aliado. Decidió arriesgarse.
—Para mi comunidad de benedictinos, el monasterio de San Columbano es una alegoría del de Vivarium, donde fuimos inspirados en la necesidad de preservar el conocimiento de la humanidad. —Brian hizo una pausa y miró fijamente al prelado—. Aquél también fue arrasado, pero la Divina Providencia dispuso que de sus cenizas brotara una luz aún más brillante. Por eso elegimos este lugar. Es una bendición continuar la obra inacabada del irlandés más insigne que abrazó el Espíritu. Yo sólo soy el primero de muchos que vendrán inspirados por la obra del antiguo abad.
Brian quería poner de manifiesto que su suerte no evitaría que la misión prosiguiera de la mano de otros monjes. Cormac pareció comprender y comenzó a caminar por la estancia visiblemente hastiado.
—¡En ese caso vuestra acción la otra noche me parece aún más insensata y ofensiva! ¿Patrick es quien os inspira? ¡Yo soy el hermano de Patrick! —gritó golpeándose el pecho—. ¿Así honráis su memoria? ¿Ofendiendo a la sangre de su sangre?
Brian temió que el rey acabara perdiendo los estribos y trató de mostrarse sumiso.
—He venido a reparar mi falta.
—¿Buscáis clemencia? —espetó el otro—. ¡Un poco tarde!
—Vivo puedo reportaros mayores beneficios que muerto…
Una mueca aviesa afloró en el semblante de Cormac.
—¿Así lo creéis?
Brian levantó el pesado
marsupium
y lo arrojó a los pies de Cormac. El peso lo abrió y gruesas piezas de oro y unos pocos rubíes rodaron hasta las botas del rey. Los silbidos de admiración de los soldados recorrieron la estancia; jamás habían visto tales riquezas.
—Es cuanto traje para iniciar las obras. Consideradlo como un «pago a la víctima», como establecen vuestras justas Leyes Brehon. Mi deseo es levantar de nuevo el viejo monasterio y vivir en esta tierra apacible y remota; alabar a Dios en sintonía con la paz del lugar y copiar viejos manuscritos en códices para su preservación. Harán falta cientos de obreros y artesanos; un sustento que los habitantes de Mothair necesitan. Si aceptáis mi
derbfine
, esperaré paciente la llegada de mis hermanos. Ellos traerán nuevos recursos que correrán por vuestro reino como la sangre por las venas y vuestro nombre brillará como el de Patrick O’Brien. Hacedlo por él y por la prosperidad de Clare, que también beneficiará vuestras arcas. Sin duda sois un hombre inteligente y sabéis que la venganza no proporciona riquezas ni poder. Si muero, nada obtendréis y serán muchas las explicaciones que deberéis dar, no sólo al rey Brian Boru…
Cormac parecía hechizado por el reflejo ígneo que desprendían las brillantes piedras del color de la sangre. Su expresión no ocultaba sus pensamientos: la posibilidad de registrar el monasterio en busca de más riquezas, pero se dijo que sólo hallaría escombros. Ese monje era un protegido de Gerberto de Aurillac, un influyente prelado cercano a la familia regente del Sacro Imperio Germano y a la curia papal… Como el propio extranjero esgrimía, su presa sería más lucrativa viva que muerta.