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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (14 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Brian quería decir algo que pudiera reconfortarla pero se sentía demasiado aturdido.

—La angustia me hizo perder la razón —continuó Dana— y unas semanas antes de que llegarais a Clare decidí acusarle públicamente y exigir respuestas. Pero a los pies de la fortaleza fui apresada por los viejos compañeros de Ultán, quienes me ocultaron en mi propia casa para obtener gratis lo que mi maldito esposo les había cobrado durante años… —Sus ojos se empañaron—. La vivienda estaba sucia y abandonada, pero me obligaron a… ya sabéis. Entre palizas y violaciones comprendí mi error; debí haber esperado la ocasión propicia: cuando el rey se hallara con las familias más influyentes de Clare, los únicos que podrían llevarlo ante los jueces Brehon o ante Brian Boru. El horror que había dejado atrás regresó con mayor virulencia. Me mantuvieron cautiva varios días… Sin medicinas, sin comer apenas y sin agua para lavarme, enfermé. Un día, por el comentario de un soldado del castillo, supe del banquete que iba a celebrarse al día siguiente para recibir a un monje extranjero. Estaba enferma y débil, pero era mi oportunidad: asistirían los cabecillas de todos los clanes importantes del territorio. Esa mañana, con mis últimas energías, logré escabullirme y regresé al bosque. Eithne lloró al verme, le expliqué lo que ocurría y me advirtió de los peligros que conllevaban mis intenciones. No la escuché…

»Cormac no es dado a grandes fiestas, pues siempre generan cierto caos en el castillo: los proveedores entran y salen, la guardia revisa cada rincón de la fortaleza, se matan reses en el patio de armas… Desoyendo los consejos de Eithne, logré que un joven me pusiera en contacto con Deirdre, la cocinera. Mi propósito le pareció una locura, pero me apreciaba y sentía pena por mí, así que finalmente accedió a ayudarme. —Dana posó su mirada en el monje—. Vuestra llegada, Brian de Liébana, me brindó la oportunidad. Entré en la fortaleza con un cesto lleno de verduras y me oculté en las cocinas. Cuando llegó la noche, ahogada por la desesperación, me colé en el salón y… —esbozó una triste sonrisa— de nuevo me equivoqué. El miedo que Cormac inspira acalla cualquier voz. Ya lo visteis, me quedé desarmada ante sus acusaciones.

Las lágrimas rodaban de nuevo por su semblante. El profundo azul de su mirada se apagó.

—Soy una simple plebeya y, como era de esperar, los presentes, algunos de los cuales habían visitado mi alcoba en el pasado, sólo sintieron por mí indiferencia. ¡Ofendí al monarca y arruiné toda posibilidad de encontrar a mi hijo! Cuando me vi desnuda en las mazmorras, a merced de los verdugos, ya no me quedaban fuerzas; morir era mi único deseo. Los recuerdos de los días siguientes son borrosos. Si en algo os ofendí, ruego vuestro perdón.

Se levantó, exhausta, y extendió las manos ante las llamas. Temblaba, pero aún no había terminado de hablar.

—He perdido a mi hijo y también a mi padre. La noticia de su muerte llegó hace unos meses, pero al menos tuvo un final apacible; quiero pensar que jamás conoció cuál había sido mi suerte. —Suspiró profundamente—. En otro tiempo me habría lanzado a ese acantilado sin vacilar, pero ahora… La druidesa Eithne dice que a veces el sendero más tortuoso es el correcto para llegar al destino ansiado. —Se encogió de hombros—. ¡Pero estoy desorientada y exhausta! Sé que Ultán me busca. Se ha enterado de lo que me hicieron sus antiguos amigos y quiere recuperar su fuente de ingresos o verme morir y superar así su propio dolor. —Dana ocultó su bello rostro entre las manos—. ¡Pero sé que mi hijo me espera en algún lugar! Si los dioses, y no excluyo el vuestro, se oponen a que me reúna con Calhan, ¡malditos sean! —La muchacha se volvió y clavó su mirada en el monje. Tenía los ojos rojos, no había dejado de llorar durante todo el relato—. Debo irme…

Brian le sostuvo la mirada, por un momento pareció que iba a reprenderla por la blasfemia que había proferido, pero el brillo marino de sus pupilas lo atrapó. Turbado, volvió el rostro hacia las llamas y dijo:

—Ya lo sabes, Dana, eres libre… —Ella se volvió hacia la oscuridad del viejo refectorio. Parecía más pequeña, sus escasas energías se habían desvanecido con el relato de la terrible historia. El monje permaneció inmóvil y musitó—:
Ego te absolvo
.

No había sido una confesión, pero ella sintió alivio. No quería justificaciones ni vacías palabras de ánimo, sólo atención y comprensión, incluso del Dios del monje. Dana se encaminó hacia la salida y cuando llegó junto a la puerta se detuvo.

—¡No vayáis a la fortaleza del rey! —rogó a Brian—. Sé que al haber quebrantado su hospitalidad, estáis en deuda con él, pero su corazón es negro. Los druidas le causan pavor y no se atreve a cruzar el bosque sin su permiso, pero cuando os tenga a su merced en el castillo…

—No temo la muerte. Ahora sé que San Columbano era el lugar que buscaba y será levantado de nuevo para gloria del Altísimo. Puede que esa dicha me sea negada, como lo fue a Moisés ver la tierra prometida, pero otros monjes están de camino, la misión del Espíritu debe proseguir.

Ella no entendió aquellas palabras; sospechó que el monje guardaba algún secreto. Pensó que había sido la primera vez que había abierto su corazón de ese modo, ni siquiera los druidas conocían todos los detalles de su amarga historia. Aquel extranjero cargaba ahora con parte de su dolor, pero era un religioso: la fe le ayudaría a transitar por esta mísera existencia. Ella estaba sola y Calhan la esperaba en algún lugar. Brian le había dado una nueva oportunidad; aún no había llegado para ella el momento de descansar.

Buscando fuerzas en su escuálida esperanza, salió al exterior y aspiró profundamente el viento racheado que cruzaba el páramo y revolvía su pelo. A su espalda se oía el fragor del mar chocando contra las rocas del acantilado, la canción de Clare, el ritmo inmutable de la naturaleza. Levantó la mirada al cielo. No había luna, las tinieblas engullían los detalles y se dijo que debía aprovechar esa oportunidad.

Pero entonces pensó en el libro que sostenía Brian, evocó la serenidad de sus imágenes y tuvo la extraña sensación de que había sido su contemplación lo que había despertado en ella el anhelo de aliviar su amargura y confesar su vida a un monje extranjero del que nada sabía.

—¡Ayudadme! —imploró a las estrellas titilantes.

Temerosa, comenzó a avanzar hacia un destino que se le antojaba tan negro como la noche que la iba devorando.

Capítulo 15

Con la caída de la noche, a sólo dos millas de la ciudad de Aquisgrán —la capital del Sacro Imperio Germánico—, un viento gélido recorría el desolado páramo arrastrando consigo el olor a hollín que aún despedían las ruinas de una ermita solitaria. La claridad de la luna se derramaba entre las losas partidas y ladeadas del cementerio. Había sido profanado con saña. Calaveras descarnadas y huesos yacían esparcidos por el fango, entre tumbas abiertas y destrozadas. En el centro del camposanto, junto a una cruz inclinada, aguardaban seis sombras envueltas en sus capas oscuras y con la capucha echada.

Nadie se había acercado a la pequeña ermita desde que se desató el desastre diez días antes. Siniestros rumores recorrían las calles y plazas de la populosa Aquisgrán. La población rogaba a los sacerdotes y obispos que acudieran al despoblado lugar para exorcizar el mal, pero nadie sabía con certeza qué había ocurrido realmente la noche del incendio. Los más temerosos lo atribuían a la repentina llegada de presencias malignas, preludio del inminente final de los tiempos: oscuros hijos del diablo habían surgido de la noche para atacar a los discretos monjes que se habían instalado allí unas semanas antes. Otros, en cambio, rechazaban tales afirmaciones y achacaban el incendio al asalto de una horda de vulgares malhechores.

A lo lejos, el horizonte destelló. Se aproximaba una tormenta. Con el retumbar de un trueno, una sombra surgió entre los árboles y cruzó la solitaria planicie hasta la ermita, rodeó el templo derruido y alcanzó las tumbas. Ninguno de los encapuchados se movió cuando llegó hasta ellos y arrojó una cabeza cercenada junto a otras diez amontonadas en el centro del camposanto.

—Abelardo de Bobbio —anunció el recién llegado—. Se ocultaba en Corvey.

Los seis encapuchados se movieron y el viento agitó sus capas. No eran meras sombras. Uno de ellos levantó la mano, pálida y huesuda como la de un muerto.

—Vlad Radú, contesta a la Scholomancia. —Su voz parecía provenir del fondo de un pozo—. ¿Ese maldito monje ha hablado?

—Sus palabras se han referido al lugar donde todo empezó…

Tras un largo silencio, otro de los encapuchados exclamó:

—¡Que sus almas se pudran en el averno! —Señaló las siniestras cabezas cercenadas, todas ellas ya con aspecto pútrido—. Diez han caído, pero no hemos encontrado nada.

—Seguimos el rastro de los monjes desde Bobbio hasta este solitario lugar —intervino Vlad— y ahora nuestras sospechas se han visto confirmadas: fue una treta urdida concienzudamente.

—La astucia del hermano Michel de Reims los protege… —apuntó otro.

—Así es —convino Vlad—. El hermano Abelardo me confirmó que Brian de Liébana iba por delante del grupo de monjes que se hizo fuerte en esta ermita.

—Aguardaron el enfrentamiento ¡y lucharon a vida o muerte, como si estuvieran defendiendo el tesoro más valioso!

—Ése fue el engaño —musitó Vlad apretando los puños—. Mientras ellos nos retenían con sus espadas, el hermano Michel y un pequeño grupo de monjes lograron marchar en pos de Brian con todos los arcones intactos. Probablemente se ocultaban en algún suburbio de Aquisgrán.

—Han escapado ante nuestros ojos. ¡Malditos sean!

—El monje Abelardo huyó a Corvey antes de que todo acabara aquí —explicó Vlad—, pero ahora comprendo que su intención era dejar un rastro claro para despistarnos.

—Su destino es incierto, pero los encontraremos aunque se oculten en el confín del mundo. ¡Nada puede detener a un
strigoi
!

—Así debe ser… —replicó uno de ellos.

—Así debe ser… —repitieron los demás al unísono.

—Sólo necesito saber dónde buscar —afirmó Vlad señalando los putrefactos rostros de macabras muecas.

La tormenta se acercaba y las negras capas de los siete brillaron con el primer relámpago. Uno de ellos se separó y se internó entre los restos del templo. El incendio apenas había dejado parte de los muros en pie. De pronto, los chillidos angustiados de una mujer rasgaron el silencio. El
strigoi
apareció arrastrando a una anciana por el pelo. Su aspecto, desaliñado y andrajoso, era el de una vagabunda. Cuando la lanzó al suelo, junto a los cráneos, la mujer levantó la cabeza y olfateó el aire frío. Su cara, mugrienta y cubierta de arrugas, era la viva expresión del pánico. Escamas lechosas que brillaban bajo la luna cubrían sus ojos.

—¡El mal! ¡Sois el mal! —aulló. Palpaba el suelo con los brazos extendidos, y cuando encontró los cráneos soltó un alarido aún más fuerte—. ¡Dejadme, os lo suplico!

—¡Cállate! —exigió Vlad agarrándola de la barbilla. La mujer se quedó inmóvil, expectante—. ¿Sabes por qué estás aquí?

—Yo no sé nada de esos monjes, sólo vine a pedir limosna… —La anciana agitó la mano y señaló los cráneos—. Ellos ya no están aquí.

El hombre la soltó con desprecio y ella trató de huir arrastrándose.

—Pero oíste algo, ¿no es cierto? En Aquisgrán circulan rumores sobre nosotros y sabemos que tú los has alentado en las tabernas y callejuelas…

—Oí una leyenda sobre un antiguo códice, la susurraban dos novicios cerca de la ermita. Decían que el misterioso trazo de sus imágenes cambió la historia. —El pánico le impedía contener la lengua—. No sé, no lo entendí bien…

Vlad Radú ahogó una imprecación.

—El fin del milenio se aproxima y con él llega nuestra hora —arengó el encapuchado que la había arrastrado hasta las tumbas mientras se volvía hacia Vlad—. Es mucha la labor que aún nos queda para alcanzar nuestro destino, pero tu sendero reluce en las estrellas, Vlad Radú. Eres el séptimo
strigoi
, tu fuerza radica en la ira y la venganza.

—La clave está en Brian de Liébana, pero su rastro se ha desvanecido —dijo Vlad, apretando los puños.

—Eso es sólo un detalle circunstancial. Abelardo de Bobbio te reveló lo fundamental.

—Donde todo comenzó… —musitó Vlad, pensativo.

—¿Qué sabes de ese tal Brian aparte de su nombre y de que ahora custodia el libro que todos odiamos? —preguntó el otro—. Deja que el odio anide en ti pero sigue tu intuición y hallarás su rastro. ¡Une el presente con el pasado!

Vlad permaneció en silencio. La capucha que le cubría el rostro temblaba como si una fuerte tensión vibrara bajo el cuero.

—Tienes razón, hermano. Sé su nombre, sus gestas, pero no la fuente de su fe y confianza. —Su voz cavernosa era apenas un susurro mezclado con el siseo del viento entre las ruinas de la ermita, pero los demás asentían levemente—. Si descubro su secreto, su alma me pertenecerá…

—Ésa es la sabiduría de la Scholomancia… —sentenció uno de los encapuchados que había permanecido en silencio—. Empieza desde el principio, recorre paciente sus pasos, su historia, y lo encontrarás.

—¡Y con él, el libro que custodia! —exclamó otro, ansioso.

El primero de los
strigoi
se acercó a Vlad con paso firme hasta que sus capuchas se rozaron.

—El tiempo final se acerca. Inicia la búsqueda, Vlad, pero no te dejes llevar todavía por tu ansia de venganza. Cuando descubras su paradero, convocaremos una reunión y decidiremos nuestro plan. Si creen que han logrado eludirnos definitivamente, bajarán la guardia.

—Que así sea —respondió Vlad levantando las manos y mostrando unas uñas negras y puntiagudas.

—En cuanto al códice…, ya lo habéis oído —indicó el encapuchado que permanecía junto a la anciana—. Los monjes del Espíritu alientan la leyenda sobre su poder… ¡Hay que erradicar esa ponzoña! ¡El orbe ha comprendido cuál es el camino que debe seguir!

De pronto los siete
strigoi
se convulsionaron como si una oleada de furor incontrolable los hubiera poseído al mismo tiempo.

La anciana, que presentía su final, se acurrucó y chilló, pero el encapuchado que la había arrastrado hasta allí le agarró la cabeza y, con un movimiento brusco, le rompió el cuello; se oyó un siniestro crujido y la mujer se desplomó en el suelo con el pescuezo en un ángulo imposible. Luego el
strigoi
ejecutor se inclinó sobre el cuerpo sin vida, sacó una daga y le rebanó el gaznate. Extasiado ante aquel torrente de sangre, mojó sus manos en él y se las ofreció a Vlad.

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