Las horas oscuras (11 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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La sonrisa de Brian reflejaba de nuevo una tenacidad impropia de un religioso. Ni siquiera se volvió a mirarla; Dana, desconcertada ante su pasividad, se plantó ante él con dos zancadas y lo observó.

—¿Quién sois en realidad? —preguntó a voz en grito, con la angustia oprimiéndole la garganta—. ¿Qué queréis de mí?

Él la miró pero no dijo nada. Cuando su rostro se volvió de nuevo hacia las llamas, sus pupilas destellaron. Dana se acercó más.

—Voy a marcharme… —dijo con el corazón en un puño.

Él la observó y sintió lástima: aquella joven era como un animal acorralado. Brian ardía en deseos de conocer su historia, pero las palabras que brotaron de su boca fueron otras.

—Nada te retiene aquí. Eres fuerte y has logrado vencer la fiebre que las infecciones te habían provocado. Según los druidas, conoces el bosque. Conseguirás burlar a los perezosos soldados y adentrarte en la espesura. Que Dios te proteja y permita que vuelvas a ver a tu hijo…

Sus sinceras palabras la desarmaron, pero una lóbrega ponzoña ensombreció su mente: bajo el hábito había un hombre joven que en cualquier momento exigiría algo a cambio.

—No quiero deberos nada. ¿Es mi cuerpo lo que ansiáis? He conocido a otros con cogulla y tonsura.

Tras su mordaz comentario, Dana atisbó cierta ansiedad en las verdes pupilas del monje. Ni el hábito ni la cruz podían sofocar lo que anidaba en él y que tantas veces había visto en los hombres. Eso la entristeció, pero tenía una deuda y la saldaría como siempre, como ellos deseaban. Después se marcharía, libre, y dejaría todo atrás. Se prometió en silencio que ésa sería la última vez y, mordiéndose el labio para contener el pánico, desanudó la cinta que ceñía el cuello de la vieja túnica prestada por los druidas y dejó sus hombros al descubierto. Sabía por experiencia que si accedía voluntariamente no resultaría tan brutal… Se disponía a tirar de la túnica para que cayera al suelo cuando notó que la mano del hombre le agarraba el brazo y se lo impedía. Sin poder dar crédito, alzó la vista y se encontró con una mirada apenada.

—No vuelvas a hacer eso, Dana.

Las palabras le quemaron como el fuego.

—Yo… yo —comenzó balbuceante, incapaz de hilar la frase; el rubor ardía en sus mejillas.

—Ese oscuro sendero debe acabar. Eres hija de Dios. Por favor, cúbrete.

Dana, muerta de vergüenza, volvió a ceñirse la túnica, pero advirtió la lucha interna de aquel hombre contra la tentación. Su voluntad había sido más fuerte que los instintos, y ella sintió una oleada de gratitud.

—No sé si es honor u orgullo esa necesidad de compensar de algún modo el que te haya rescatado de la fortaleza —dijo Brian—. Forma parte de la caridad cristiana salvar la vida de cualquier criatura de Dios, pero, para serte sincero, hay algo que me intriga profundamente y cuya explicación aceptaría como muestra de gratitud. En el banquete de Cormac aseguraste que tu hijo había sido vendido fuera de la isla. ¿Dónde obtuviste esa información?

Dana sintió que su corazón se aceleraba. Lo último que esperaba era que mencionara a su hijo, pero como ignoraba sus intenciones, se limitó a responder:

—Un hombre del castillo de Cormac me lo reveló… —Desvió la vista, cohibida—. Nada de lo que ocurre en palacio escapa a los sirvientes. También Deirdre sabe algo, la cocinera que nos ayudó a escapar.

El monje miró el sinuoso baile de las llamas con gesto pensativo, como si le hubiera revelado una pista de suma importancia.

—Te estoy profundamente agradecido, Dana —dijo con un ligero asentimiento.

Las palabras resonaron en la cavernosa estancia como una despedida, pero ella sentía el sutil vínculo que había nacido entre ellos: el interés del monje por la suerte de su hijo no parecía provocado únicamente por la compasión. Se volvió, miró la oscuridad más allá de la entrada y se imaginó caminando por el bosque, en la soledad y el olvido. Ése era su destino, las runas señalaban su eterna búsqueda, amarga, desconsolada, en pos de su hijo Calhan. Entre tanta oscuridad, el alma sincera de Brian aparecía como un cálido destello.

Agotada física y mentalmente, se sentó en un tocón, escondió el rostro en las manos y se entregó al llanto. Brian atizó el fuego para que el calor reconfortara su cuerpo. Luego salió de la estancia en silencio y la dejó sola.

Ella agradeció ese momento de intimidad. Cuando comenzaba a calmarse, vio con sorpresa que el monje regresaba y que portaba un bello códice. Brian se sentó junto a ella y, sin despegar los labios, abrió el volumen con cuidado y fue pasando las hojas de pergamino lentamente, para que ella pudiera admirar la belleza de las imágenes. Dana jamás había visto una obra semejante y pronto quedó atrapada en los vivos colores de las láminas. La serenidad hierática de la imagen de Cristo, la gracia de los ángeles y el misterio de tantas criaturas extrañas, que a ella le recordaban las descritas en viejas leyendas irlandesas, tuvieron un efecto balsámico.

Con voz serena, Brian comenzó a leer en latín un pasaje del Evangelio de san Lucas. Ella entendía la lengua de los antiguos romanos; era una parábola sobre un hombre que había sido atacado y herido en un apartado camino; varias personas pasaron a su lado y no lo socorrieron hasta que un hombre de mala reputación, un samaritano, se apiadó por fin de él.

—Dios nos ha hecho libres, Dana, incluso para pecar y mostrarnos crueles. Pero esa misma libertad nos permite escoger el camino del arrepentimiento, y no se nos negará el perdón.

La muchacha no acogió sus fervientes palabras con demasiado entusiasmo.

—Todos temen la cólera de vuestro Dios.

—Son tiempos turbulentos, Dana. El miedo impera por doquier, el continente agoniza entre epidemias, guerras y saqueos. Yo quiero ver en Dios esperanza, pero otros lo muestran como una figura iracunda, dispuesta a castigar sin piedad a las almas pecadoras.

—A veces el pecado nos busca…

Su tono apesadumbrado impresionó a Brian. A punto estuvo de acariciarle el brazo para reconfortarla, pero se contuvo en el último instante. La observó con disimulo. Como esperaba, la belleza de las imágenes había llenado de dicha su espíritu; conocía bien el poder de aquel preciado códice, su tesoro más valioso y el mayor de los peligros. Aguardó paciente a que la atormentada joven acabara de serenarse.

Dana apartó la mirada de las vitelas y la posó en la danza del fuego. Su faz se fue agriando hasta convertirse en una mueca de dolor. El monje comprendió que algo iba a desatarse y contuvo el aliento.

Pasó casi una hora sin que se escuchara otra cosa que el crepitar del fuego, y, justo cuando Brian hizo amago de levantarse para guardar el libro en la capilla, ella comenzó a hablar.

—Una vez me sentí libre, como Dios nos creó…

Capítulo 13

Dana parecía hallarse muy lejos de allí. Brian observaba en silencio el reflejo de la luz anaranjada en su rostro contraído. Irradiaba nostalgia.

—Creo que cuando ni mis pechos ni mis caderas se diferenciaban de las del resto de mis hermanos, fui una niña feliz. Éramos cinco, cuatro varones y yo, la pequeña. Crecimos sanos y fuertes, inconscientes de las nubes que se agolpaban tras la colina…

Era imposible determinar si había decidido confiar sus recuerdos a Brian o simplemente estaba pensando en voz alta, pero el monje quedó atrapado por el susurro triste de su voz y la belleza de su rostro.

—Mi padre era herrero. Se llamaba Goibniu, del clan Uí Goibniu de Dyflin, hijo y nieto de herreros. Su linaje había forjado espadas para reyes y nobles de toda la isla; poseía la habilidad y los secretos familiares del arte. Tardaba varios meses en tenerlas listas, pero sus espadas eran especiales y todo el mundo lo sabía. Un guerrero celta no elige arma; el arma elige al guerrero. Una vez juntos, vivirán unidos el resto de la vida y así los enterrarán, con honores si la muerte se presenta en digno combate. Fiel a la tradición heredada, templaba las espadas con extraordinaria delicadeza, como lo hicieron sus ancestros. Cuando terminaba una, la ocultaba bajo gruesas mantas hasta que amanecía un día soleado, entonces la alzaba ante los rayos del sol y cada destello era para él una respuesta a calladas preguntas, como si conversara con el acero para saber cómo actuaría en la batalla, su sed de sangre, su honor… ¡El propio rey de Munster, Brian Boru, posee una de sus espadas!

»Vivíamos cerca del estuario de Dyflin, entre la laguna Dubh Linn y la iglesia de San Andrés, en un
rath
levantado en piedra cercano a las frías aguas, sobre un fértil promontorio en el que pacían las reses. Los días de verano el sol calentaba las piedras y se colaba por las estrechas ventanas alejando cualquier sombra. Recuerdo aquella luz —hablaba con voz profunda, sus ojos parecían ver cada matiz cromático en el lejano recuerdo—, era tan blanca… Parecía que ningún mal vendría a visitarnos.

Antes de seguir, echó un nuevo leño al fuego.

—Los clientes de mi padre ensalzaban la habilidad de sus manos y la calidad de sus armas; eran muy generosos y vivíamos bien. Cada año matábamos dos cerdos, teníamos vacas y un semental que también nos proporcionaba buenos ingresos. Sin embargo, nuestra vida era sencilla y no despertábamos la envidia de los vecinos. Los dioses nos bendecían.

—¿No sois cristianos?

Dana sonrió.

—Todos estamos bautizados, pero mi padre, apegado a las ancestrales tradiciones de la forja, solía acudir a los túmulos y dejar ofrendas a Dagda. Mi madre sí rezaba, en el
rath
tenía una cruz colgada y a menudo acudía a la iglesia de San Andrés o al monasterio cerca de Hoggen Green, pero respetaba las creencias de mi padre, pues mi abuela paterna fue druidesa y las raíces de su familia se hunden profundamente en esta tierra. Los años transcurrían plácidos, asistíamos al festival de Lughnasa, viajábamos a la mágica colina de Tara para la fiesta de Samhain
[4]
, celebrábamos con nuestros vecinos los solsticios, y éramos generosos con los monjes y eremitas que pasaban por nuestra casa pidiendo limosna. Mi hermano mayor se inició en el arte de la forja, mientras que los otros ayudaban a los dos siervos que teníamos en las tareas con el ganado y el pequeño huerto. A mí se me encomendó que asistiera a mi madre, que muy pronto dio muestras de escasa salud. —Los ojos de Dana se nublaron—. Ha pasado mucho tiempo, pero la echo tanto de menos…

Brian sintió un nudo en la garganta, pero se abstuvo de interrumpir aquel flujo de recuerdos y sensaciones.

—Cuando cumplí trece años todo cambió: mi cuerpo comenzó a sangrar con regularidad mensual y los hombres comenzaron a mirarme de otro modo. Jóvenes y viejos se detenían a observarme con una extraña sonrisa en los labios. Mi madre, que apenas podía levantarse del lecho, acariciaba mi pelo y me daba consejos intentando no sonreír ante mi desconcierto. Reconozco que me sentía halagada por los comentarios que lograba escuchar a hurtadillas. No debí mostrarme tan animosa, pero algo bullía en mi interior, estaba llena de vida y no podía contenerla. Bailaba y reía con mis hermanos, cuchicheaba con algunas amigas sobre muchachos con los que unos años antes me peleaba a brazo partido… Cumplí los dieciséis en aquel paraíso. Había flirteado con algunos chicos, pero a partir de ese momento, siguiendo los consejos de mi madre y consciente de que había llegado el tiempo de desposarme, adopté un aire digno; el pretendiente valoraría la discreción y honestidad de mi comportamiento. —Esbozó una triste mueca—. La dolencia de mi madre se fue agravando. Para entonces estaba ciega, pero aún mantenía intacta toda su inteligencia y lograba gobernar aquel hogar; no obstante, su aguda intuición no pudo prever el terrible futuro que se cernía sobre nuestra familia. —Dana se acercó más al fuego y, casi rozando las llamas, siguió con voz trémula. Una pequeña lágrima rodó por su mejilla—. Después de cinco días de terrible ventisca, una gris y gélida mañana de febrero aparecieron tres jinetes en el horizonte: un noble del oeste y dos soldados. Mi madre ese día parecía haber empeorado, padeció terribles pesadillas, gritaba frases entrecortadas y su rostro reflejaba un terror desmedido. Intuí que algo oscuro se nos venía encima. Desde la ventana observé intrigada a los recién llegados. El noble tenía unos cincuenta años y vestía como un guerrero, pero la capa de armiño y la calidad de la cota de cuero le daban un aire regio; en cambio, su mirada… —tragó saliva— era cruel y repulsiva, como si todo lo que observara le resultara desagradable. Mientras descabalgaban ante la puerta del taller, anejo a la vivienda, la desazón me invadió.

»Mi padre salió y saludó al noble con efusividad; lo conocía, probablemente era un antiguo cliente; pero la fría respuesta del otro cayó sobre él como un barril de agua gélida. Inmediatamente mandó fuera a los criados y ambos se encerraron en el taller. Recuerdo la desolación del rostro de mi padre cuando salió. Caminaba encorvado, casi arrastrando los pies. En ese momento tuve el absurdo pensamiento de que no era él sino su espectro; mi padre había muerto en el taller, junto al horno y el yunque.

En ese punto Dana rompió a llorar y tardó un tiempo en poder seguir hablando.

—Entró en la casa y nos miró como si no nos reconociera. Mientras, desde la ventana yo vi cómo los tres hombres se alejaban hacia el camino. Tal vez ése fue el error que sentenció mi vida: si no me hubiera asomado, todo podría haber sido diferente… El noble se volvió de repente y me vio. Una extraña llamada en mi interior hizo que me apartara enseguida, pero llegué a ver su sonrisa al haberme sorprendido… Era de puro deseo… ¡Su rostro cargado de lascivia se me muestra en cada hombre que me mira!

Brian asintió, aquello respondía a algunos de los interrogantes que le habían acechado momentos antes.

—Aquella noche, torturada por la curiosidad y el temor, me colé furtivamente en el taller de mi padre. El fuego del horno irradiaba una tenue claridad rojiza. Al principio me pareció que todo estaba como siempre. El herrero debe ser pulcro y ordenado, necesita tener a mano las herramientas que precisa en cada momento; el acero se enfría rápido, el herrero no puede perder tiempo buscando el mazo adecuado. Mi padre cumplía esa regla y yo nada veía allí fuera de lugar. Hasta que de repente mi corazón se aceleró: sobre una pequeña banqueta junto al yunque, encima de una sucia manta de lana, yacía una espada con el acero partido en dos. Intenté convencerme de que había sido el resultado de una encarnizada batalla, las armas pueden partirse como los huesos de sus portadores, pero eso no explicaba el abatimiento de mi padre. Desconcertada, me incliné y observé las dos partes del frío metal: los secretos conjuros grabados sobre la hoja en símbolos rúnicos y letras Ogham estaban totalmente desdibujados. ¡Habían desaparecido!

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