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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (12 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—¿Pudo alguien limar el metal?

Dana se volvió hacia Brian por primera vez.

—Siempre he barajado esa posibilidad, y es probable que así fuera, pero en el oficio de mi padre cada acción lleva una leyenda aparejada, y la suerte de cada arma se une al destino de su dueño y de su creador. A ojos de mi padre, Dagda y los antiguos dioses de la guerra le habían retirado su favor o se habían ofendido por algún motivo. Había causado la desgracia a un guerrero celta y en su código no existía mayor falta. A vuestros ojos, los de un monje cristiano, puede resultar absurdo, pero ese pensamiento acompañó al pobre hombre hasta su muerte y antes causó la de mi madre, desesperada ante la desgracia que se había cernido sobre nosotros.

»En la fiesta de Beltaine
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tuvo lugar un juicio al que me fue prohibido asistir. Mi padre no se defendió ante el tribunal de jueces Brehon convocado ni hizo intento alguno por escapar del destino. El dueño de la espada era un monarca de un pequeño territorio perteneciente a Munster, en el
tuan
de Clare, que tuvo que repeler una incursión normanda en sus costas. La fatídica rotura del acero sembró el pesimismo en sus tropas y la primera escaramuza se saldó con una humillante derrota. El combate se dilató varios días y las bajas fueron numerosas. Finalmente se alzó con la victoria y los vikingos se retiraron en sus
drakkar
, pero a costa de más vidas de lo esperado. Decenas de hombres quedaron tullidos y otros sanaban sus heridas en el hospital de Cashel. Las Leyes Brehon son rígidas en estos casos…

Brian asintió con una triste sonrisa y la alentó para que no se contuviera.

—En Irlanda hace siglos que seguimos un código de justicia heredado de los antiguos druidas —prosiguió Dana—. Para las Leyes Brehon, no es tan importante el reproche contra el causante del agravio como resarcir el daño, sea material o personal. Así era ya aplicado por los druidas y lo sigue siendo por los actuales jueces con la aprobación de la Iglesia celta. Aquel rey acusó a mi padre de haber provocado cuantiosos daños, de haber dejado viudas, huérfanos e inválidos, ¡todo por la rotura de una espada que seguramente ni siquiera fue desenvainada en el campo de batalla! Habían preparado muy bien el proceso, y los testimonios resultaron abrumadores; en cambio, mi padre ni siquiera despegó los labios: también él estaba convencido de su culpa. La sentencia fue demoledora: el precio de la sangre de los muertos y los heridos en combate. El
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fue demasiado alto y sumió a mi familia en la ruina más absoluta. Ahí comenzó el negro sendero… Lo perdimos todo: la casa, la forja, el ganado, el pequeño huerto… Nos instalamos en un viejo
rath
que pertenecía a parientes lejanos de mi madre y que se usaba de granero. Allí colocamos el lecho de ella, cada día más marchita, y los escasos enseres que logramos conservar. Los cinco hermanos trabajábamos en las tierras de Peadar Ó’Carolan, el jefe de nuestra tribu y posiblemente el único que alzó la voz para defender el honor de mi padre. Aún adeudábamos la mayor parte del
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y apenas nada entraba en la vieja cabaña. Vivíamos en la miseria: sin medicinas para mi madre, sin comida e infestados de piojos. Unos meses más tarde, justo una semana antes de la fiesta de Samhain, madre nos dejó sin poder regalarnos ni una palabra de consuelo.

»Padre aguardó un año, y cuando el calor regresó, días antes de Beltaine, se marchó a la colina de Uisneach, considerada por los antiguos druidas el corazón espiritual de Irlanda. Habíamos ido muchas veces allí cuando mi madre gozaba de buena salud; en Uisneach se daban cita numerosos jefes de tribus con sus séquitos, comerciantes y artesanos de todas las condiciones, era un buen lugar para trabar amistades y, cómo no, para los negocios. El viejo insistió en ir solo y como única respuesta aseguró que iba a resolver nuestros problemas.

La mirada de Dana se iba oscureciendo; Brian apenas osaba respirar.

—Unos días después de la fiesta regresó. Su rostro parecía animado y por un momento los cinco creímos que realmente había hallado el modo de sacarnos del atolladero. Nos reunió en torno a la mesa y nos ofreció queso, carne salada y un fuerte vino casi negro; había obtenido esos regalos en Uisneach, explicó, pero nada más dijo hasta que dimos buena cuenta de aquel manjar de dioses. Fue más tarde, ya reconfortados, cuando anunció la solución. El monarca perjudicado por su negligencia había escuchado su ruego y se había apiadado de él. Mis cuatro hermanos saldrían de Irlanda y se instalarían en Gales, donde trabajarían para un rico comerciante de telas y orfebrería al que mi padre había conocido en la fiesta. Ninguno de ellos se había casado aún, no había ataduras que los retuvieran. En la isla vecina les aguardaba una nueva vida, sin deudas que afrontar… —Dana hizo una pausa; cada vez le resultaba más difícil proseguir—. En cuanto a mí, mi padre había negociado mis nupcias con uno de los capitanes del monarca, un hombre de veintiocho años llamado Ultán Ó’Cearnaigh. Antes de que pudiera protestar, explicó que la dote era extraordinariamente alta, tanto como para pagar el
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y limpiar el nombre de la familia. Al parecer el propio rey contribuiría como muestra de reconocimiento al leal soldado. Me quedé sin aliento, sin nada que oponer. Jamás había pensado que podría casarme con alguien a quien ni siquiera conocía, pero el Dios cristiano de mi madre o los antiguos dioses de mi padre parecían habernos perdonado… Rechazar la oferta sería una profunda ofensa al monarca, nuestra situación desesperada sólo empeoraría… Mi padre se quedaría allí, junto a la tumba de su esposa, y yo podría enviarle peniques de plata y alimentos regularmente. Simulé sentirme dichosa y acepté. No había alternativa, todos lo sabíamos; los seis nos abrazamos y lloramos por nuestra separación y por nuestra madre…

»Desde ese día no faltó comida en la mesa, y a finales del verano despedimos a mis hermanos en el estuario de Dyflin. Aún puedo verlos alejándose del puerto, sobre la cubierta de un viejo barco, con una triste sonrisa que jamás olvidaré. En ese instante me di cuenta del dolor y el miedo que los atenazaba ante la incierta aventura. El hecho de que los obligaran a marcharse antes de mi boda me dejó un sabor metálico en la boca; algo no andaba bien, pero bastantes problemas teníamos ya.

»La boda se celebró coincidiendo con la festividad de Samhain, un año después de la muerte de mi madre. Yo tenía diecisiete años. El día antes conocí a Ultán, el soldado que iba a ser mi esposo; era uno de los que habían acompañado al monarca hasta nuestro
rath
, y reconozco que me causó buena impresión. Tenía un rostro anguloso, un grueso bigote rojizo y aspecto fornido. Me miró afable y me sentí dichosa; tal vez el sacrificio no iba a ser tan terrible. Tenía los ojos del color de la miel, sin rastro de maldad, un hecho que me sorprendió en un afamado guerrero.

»Soporté con altivez las miradas envidiosas de varias jóvenes, hijas de cabecillas que lo habían pretendido durante años, y del brazo de mi padre me acerqué al altar sin vacilar. No amaba a Ultán, pero era atractivo y podría acostumbrarme a él. Eso pensaba cuando me planté ante el obispo cristiano que nos casó. —La voz de Dana se quebró de nuevo—. En el altar, mis ojos contemplaban las recias facciones de Ultán, aparentemente feliz, también él un tanto desconcertado, pues al fin y al cabo tampoco me conocía y trataba de acompasar sus sentimientos, cuando por casualidad miré más allá y volví a verlo… —Su cuerpo se estremeció y sus labios comenzaron a temblar—. El rey, desde su silla preferente en un extremo del altar, sin respeto por su bella esposa que permanecía inmóvil tras él, ni por su capitán, mi esposo, me miraba con lascivia y sonreía sin disimular su insano deseo. Comprendí que era él quien me deseaba; Cormac O’Brien había saldado la deuda de mi padre y había casado a uno de sus soldados conmigo para tenerme a su merced.

Era la primera vez que Dana pronunciaba el nombre del monarca, pero a Brian no le sorprendió oírlo. Aquella desgarradora historia comenzaba a teñirse de rostros conocidos, lo que la hacía aún más dramática.

—Tras un fastuoso banquete, casi a medianoche, Ultán se despidió de mí hasta el día siguiente; dos jóvenes doncellas me esperaban con semblante inquieto. Mi esposo no parecía encontrar las palabras para explicar su incomprensible actitud; insistió en que todo se lo debíamos a la generosidad de Cormac y en que después de aquella noche nos aguardaba una vida dichosa, y me rogó que me comportara de manera digna y no ofendiera su nombre. Angustiada, busqué a mi padre. Tuve la posibilidad de revelarle mis sospechas, pero al ver sus ojos radiantes, animados por fin después de tanto tiempo, me faltó el valor. Si me negaba a los deseos de aquellos desconocidos, nuestras esperanzas se desmoronarían. Añoré a mis hermanos y comprendí por qué los habían enviado a Gales con tanta premura. Ellos habrían dado su vida por defenderme, no habrían aceptado nada indigno para su hermana, pero mi sangre no era noble y, excepto a mi pobre padre, a nadie más conocía allí.

»Las doncellas me llevaron hasta una majestuosa tienda en la pradera, lavaron mi cuerpo y me ciñeron una túnica de seda casi transparente y ribetes bordados en hilo de oro. Era un atuendo para una noche de bodas entre esposos que se aman. La vergüenza al sentirme desnuda y el miedo me mantuvieron rígida y silenciosa en todo momento. Los rostros compasivos de las jóvenes llegaron a desesperarme. Sabía lo que iba a ocurrir, pero el pánico me mantenía a raya, era incapaz de revelarme.

»Cuando las doncellas abandonaron la tienda, dos soldados se apostaron en la entrada. Pasaba el tiempo y yo permanecía allí sola, temblando y llorando, hasta que la tela de esparto de la entrada se apartó lentamente y vi la repugnante sonrisa de Cormac.

Brian se acercó al fuego y atizó los troncos; luego ofreció un cuenco con agua a la joven y ella bebió con avidez. Las lágrimas seguían recorriendo su rostro.

—No perdió el tiempo con palabrerías. Su espera había durado más de un año y no iba a desperdiciar ni un solo instante alargando su agónica ansia. Se acercó y sin previo aviso me abofeteó el rostro. Grité, me caí al suelo y aquello pareció excitarle. Se arrancó la ropa y me mostró su sexo enhiesto. Reía con orgullo al percibir mi repulsión. Mientras se acercaba, el hedor que despedía me dio náuseas. Vi la mugre que acumulaba en cada pliegue de su cuerpo y los fluidos resecos que no se molestaba en limpiar tras sus correrías sexuales. Yo jamás había visto un hombre desnudo en aquel estado, pero siempre había imaginado que las cosas serían de otro modo… —Dana se pasó la mano por la cara, como si quisiera apartar una molesta telaraña adherida a la piel—. Alguna vez había dejado que las manos ávidas e inseguras de algún sonrojado muchacho recorrieran mi cuerpo, pero en ese momento, en la tienda, no sentía aquella sensación placentera y anhelante sino horror y asco. Comencé a retroceder y Cormac volvió a golpearme. Cada uno de mis gritos de dolor aumentaba su placer.

En ese momento Dana rompió a llorar desconsolada.

Capítulo 14

Cuando logró sosegarse, Dana siguió hablando.

—¡El rey Cormac me arrancó la túnica y me mordió un pezón hasta hacerlo sangrar! Mis ruegos desesperados sólo aumentaban su locura. Cuando me aplastó bajo su cuerpo sudoroso y mugriento, sentí su miembro desgarrarme por dentro y el dolor me nubló la mente, lo que agradecí. Tras bruscas acometidas, espasmos, gritos y jadeos mientras me lamía el rostro babeando de satisfacción, todo terminó, supongo que fueron unos instantes pero yo los viví como una horrible eternidad que me arrancó la vida, la alegría, la virginidad. El hombre gritó como una bestia, me ahogó con su aliento agrio y clavó sus uñas en mis pechos hasta hacerme sangrar por diez heridas cuyas marcas aún conservo… Cuando se retiró, jadeante, me lanzó una mirada triunfal y desdeñosa. Todo había terminado. Había consumado su capricho, desflorarme, y ya nada le interesaba de mí. Salió de la tienda sin molestarse siquiera en vestirse, tal vez deseaba mostrar a sus hombres la nueva victoria en su miembro ensangrentado.

Dana se secó las lágrimas con las mangas de la túnica. El rubor que cubría su rostro era una mezcla de vergüenza, dolor y rabia.

—Había pagado mi propio
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, y en ese momento ansiaba el refugio de los ojos amables de Ultán. Me dije que él lo comprendería y que con su ayuda lograría superarlo. Sin embargo, me equivoqué.

»Envuelta en una manta, notando la sangre entre mis piernas y un horrible escozor, abandoné la tienda. Los soldados me miraban con burla y desprecio.“¡Ahí va la esposa desflorada de Ultán! ¡El jefe Cormac ha cazado una buena pieza!”, gritaban en plena noche, y al momento grandes risotadas coreaban los insultos desde las tiendas vecinas de los soldados.

»El monarca había permitido que Ultán, como recién casado, tuviera una tienda para él solo. En medio de la fría noche corrí hacia ese refugio donde sabía que mi esposo me aguardaba, pero en cuanto entré, el miedo regresó con brusquedad. Había varias jarras de vino sobre la mesa y otras rotas en el suelo. Mi esposo tenía la cabeza hundida entre los brazos; se irguió y me miró con los ojos inyectados en sangre. Sus pupilas almendradas, que ahora parecían negras, tenían un brillo inquietante. “Ya estás aquí… ¿Lo has pasado bien?”, dijo con voz pastosa. Me aproximé con gesto implorante pero me detuve aterrorizada cuando se levantó de golpe dando un empujón a la mesa. Las jarras rodaron hasta el suelo y el olor a vino llenó la pequeña tienda. Ultán se tambaleaba y me miraba con desprecio.“¡No me toques, maldita furcia!”, me gritó. Me acerqué, nuevas lágrimas corrían ya por mis mejillas, y dije:“Ultán, he cumplido tu deseo y sólo quiero olvidarlo. Soy tu esposa y quiero estar siempre a tu lado”. Él bebió otro trago de vino, que se derramó por la comisura de sus labios, y gritó, furibundo:“¡No es cierto! Seguro que has gritado de placer… ¡Te has acostado con un rey! ¿Qué esperas ahora de un simple soldado? Me desprecias, piensas que no estaré a la altura de tu amante… ¡Lo veo en tus ojos!”. Seguí aproximándome, llamándole con dulzura por su nombre… Necesitaba explicarle lo ocurrido para que juntos pudiéramos maldecir a Cormac. Estaba convencida de que el monarca, una vez colmada su ansia, nos dejaría en paz. Pero Ultán se abalanzó sobre mí y me golpeó en la cara con el puño. Salí despedida, me estrellé contra el arcón donde guardaba las armas y caí inconsciente. Al despertar, el dolor y el frío me tuvieron largo tiempo paralizada. Estaba fuera de la tienda, el cielo se teñía de añil y hacía frío. Me habían arrebatado la manta con la que me había envuelto y yacía desnuda en la hierba húmeda. Algo viscoso, sanguinolento, mojaba mi entrepierna. Además de las patadas que Ultán me propinó cuando perdí el conocimiento, y que yo descubría en cada doloroso hematoma en mi vientre y espalda, me había violado con saña… o tal vez permitió que lo hicieran otros, jamás lo he sabido.

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