Galio quiso aportar lo que él sabía de aquella historia que había cobrado tintes míticos.
—Como antes he explicado, el noble Patrick, al ver lo ocurrido, prefirió dejar el códice en el monasterio de Bobbio, como un talismán. Había prometido devolverlo a Kells, pero la muerte lo sorprendió antes de que pudiera volver al continente a por él.
Guibert asintió con los ojos húmedos. Era obvio que para el novicio aquel relato tenía una significación íntima, especial, pero en cuanto se recompuso, continuó la narración tal y como se contaba entre los
frates
.
—En sus páginas nos regocijamos y encontramos esperanzas para la denodada lucha que venimos manteniendo. Los Scholomantes, derrotados, se retiraron a sus dominios, emplazados en recónditos valles más allá del Danubio, y nada se ha sabido de ellos hasta hace unos años. Con la cercanía del fin del milenio, han regresado con la intención de aprovecharse de la ignorancia y el terror que el próximo advenimiento despierta entre las gentes. Pero esta vez pretenden apoderarse y destruir el Códice de San Columcille, el único objeto que pudo influir en uno de ellos, su mayor temor, su debilidad…
—Dicen que fue pintado por ángeles… —adujo con entusiasmo el aprendiz de cincelador.
Guibert sonrió divertido ante la ingenuidad de su amigo.
—Eso también forma parte de la leyenda. Ese libro tiene más de dos siglos. Aunque desearíamos que así fuera, lo cierto es que no debemos ser tan vanidosos. —Se encogió de hombros—. Pero sí es verdad que fue elaborado siguiendo una técnica muy antigua, desarrollada por monjes en Irlanda y cuyo secreto parece haberse perdido. Esos iluminadores eran capaces de alcanzar un grado de perfección casi imposible para el pulso de la mano humana, y Patrick O’Brien descubrió que su visión puede cautivar incluso a las almas más oscuras.
—Y por eso ha dicho Galio que estáis… —indicó Dana, henchida de emoción. Algunas de sus preguntas por fin habían encontrado respuesta.
—Tenemos la esperanza de recuperar esa técnica una vez que la biblioteca esté en condiciones —explicó Guibert con humildad; los hermanos consideraban que el joven novicio tenía las cualidades necesarias para, con esfuerzo y paciencia, aprender esa misteriosa técnica, pero él nada dijo de eso—. Los
frates
habían previsto realizar una búsqueda por los monasterios de Irlanda, comenzando por Kells. —Sabía que, llevado por la emoción, había hablado más de la cuenta, pero ante las inquisitivas miradas de Dana y Galio, bajó aún más la voz y prosiguió—: Lo que me intriga es por qué Brian, el hermano Michel y Gerberto de Aurillac escogieron la remota región de Clare para esconder la biblioteca en vez de un lugar mejor comunicado. Cuando descubrimos la antigua colección de Patrick en el túmulo creí tener la respuesta, pero sospecho que hay otras razones que el abad mantiene en secreto… —Un velo cruzó su mirada—. De hecho, creo que los ataques que estamos sufriendo tienen que ver con esa otra razón que desconozco.
Dana se disponía a hacer otra pregunta cuando la puerta del refectorio se abrió. La reunión había terminado.
Brian salió con gesto cansado y le sorprendió encontrar a Dana junto a Galio y Guibert. Al ver el brillo de los ojos de la muchacha, se volvió hacia Guibert, quien se escabulló hacia la celda con la cabeza gacha. El abad comprendió que habían estado escuchando tras la puerta, pero no se sintió molesto. De hecho, le aliviaba saber que Dana conocía algo más de su misión y no ver reproche alguno en su mirada, sino el deseo de seguir formando parte de ellos. Además, el novicio ignoraba lo que no debía ser revelado. Deseaba acercarse a ella, pero sentía la mirada profunda de Michel en su espalda, vigilante, y tras un cálido ademán se retiró.
Dana se encaminó hacia el herbolario con sensaciones encontradas: conocer parte del misterio de aquellos monjes había aumentado la sensación de amenaza que se cernía sobre el viejo
sid
, su hogar.
En los días que siguieron, un nuevo sonido se sumó al del viento invernal procedente del mar. Al habitual ritmo de los martillos que brotaba de la biblioteca se añadió un repiqueteo mucho más sutil y delicado.
Dana observó la cabaña de madera y gruesas capas de mimbre que habían levantado junto al herbolario en un solo día. El cincelador protestaba del húmedo ambiente reinante, y aquel pequeño espacio le proporcionaba el calor que tanto echaba de menos de su lejana Hispania. Cerca de un brasero, sobre tocones, descansaban bloques de granito y mármol de la mejor calidad, futuros capiteles que ilustrarían la columnata del claustro del monasterio. Rodrigo había sido llamado por Brian a través del obispo Gerberto para elaborar las tallas, lo cual sorprendía a la joven, pues entre los maestros de obra tenían hábiles canteros que ya habían demostrado su pericia en la nueva iglesia de Mothair, pero también en ese detalle los monjes extranjeros guardaban su secreto.
Animada por el carácter abierto y jovial del hispano, se atrevió a penetrar en el taller. Desde su llegada, hacía cinco días, Galio y Rodrigo participaban en las oraciones y se encerraban allí hasta el anochecer martilleando con mimo y sin descanso las blancas piedras. Muhammad, por su parte, pasaba la mayor parte del día en el
scriptorium
, con Guibert.
Al ver la expresión concentrada de Galio, sonrió y pensó en Brigh, en el rubor de la muchacha cada vez que se cruzaba con el joven aprendiz y en las conversaciones entre ellas, salpicadas de preguntas entre ingenuas y pícaras de la jovencita. Brigh trataba de acercarse a Galio y todos habían percibido que también él se ruborizaba en su presencia. La tímida actitud de ambos jóvenes comenzó a ser tema de conversación entre los monjes y de algún modo tamizó la tensión que flotaba en el cenobio. Brian había decidido que Brigh debía aprender a leer antes de iniciarla en la aritmética y la geometría, y esa mañana la muchacha había preferido quedarse en el herbolario y desentrañar lentamente un pasaje latino de
Invitación a la Serenidad
, del romano Séneca. Tenía una mente aguda y estaba capacitada para formarse como cualquier dama noble en las cortes europeas. La actitud de los monjes admiró a Dana, y Brigh estaba entusiasmada. En la intimidad del herbolario fantaseaban con sorprender a Galio con alguna lectura o con alguno de los bellos poemas irlandeses que Dana le repetía.
El polvo en suspensión le llenó la nariz y Dana estornudó con fuerza.
—Hermosa Dana, es un regalo de Dios verte aunque sea a través de ojos terrosos —la saludó el maestro con el rostro y la barba cubiertos de polvo.
La mujer se acercó. Finas esquirlas cubrían el suelo. En la estancia había tocones, banquetas, cubos de piedra y varias mantas cuidadosamente enrolladas en una esquina. Rodrigo y Galio, sentados ante un bloque gris de caliza, tenían a sus pies sendos capazos con innumerables escalpelos y punzones de diferentes tamaños. El trabajo avanzaba a ojos vista: en sólo unos días uno de los capiteles parecía casi completo.
—Veintiocho columnas rodearán el nuevo claustro —comentó, vanidoso, Rodrigo mientras admiraba la obra en la que estaba trabajando—. Siete columnas por cada lado, como el candelabro consagrado a Dios en el templo de Jerusalén. Contendrán una interesante historia.
—El hermano Eber me explicó que vais a representar motivos del Deuteronomio.
—Así es, los inicios del pueblo de Dios contienen enseñanzas que todo buen cristiano debe comprender. En su contemplación y comprensión es donde mejor se aprecian las consecuencias de una vida pecadora…
Tras un gesto de invitación, ella se acercó para apreciar la labor que había realizado sobre el capitel. Representaba una gran torre cónica en forma de espiral con innumerables ventanas. A medida que ascendía, los detalles eran de menor tamaño, lo que daba una sorprendente visión de profundidad.
—¡Es la torre de Babel! —exclamó Dana, admirada.
—Así es —respondió satisfecho el hispano.
Durante casi una hora, permaneció de pie observando cómo trabajaban los dos canteros. Galio marcaba las líneas con un carbón, luego hacía saltar grandes lascas y, a continuación, las prodigiosas manos del hispano lograban extraer de la basta piedra los más delicados detalles. La torre se elevaba cuatro alturas en espiral.
—Observa los niveles —le indicó Rodrigo. Sus ojos la escrutaban como si valorara si era digna de observar su obra—. El abad me ha autorizado a contestar todas tus preguntas. —El destello de sus ojos evidenció que aquella relación le intrigaba enormemente.
Dana se ruborizó y observó las otras caras del capitel. El cincelador se esforzó en centrarse en la explicación que debía dar.
—Quien recorra con el espíritu sereno el claustro verá la torre de Babel y en sus detalles hallará pautas para reflexionar sobre el respeto a nuestro Creador y la humildad que debemos mostrarle. Pero para los iniciados en el Espíritu de Casiodoro lo que representa es la estructura de la biblioteca. Esta torre encarna
Betel
…
—¡La escalera! —Dana abrió mucho los ojos.
Rodrigo señaló entonces el relieve del edificio cónico, casi concluido; sólo faltaba pintarlo, como era costumbre.
—La nueva biblioteca de San Columbano tiene cuatro niveles. Este capitel se situará ante la puerta de la futura iglesia. Purificado con los sacramentos y la oración, el iniciado comenzará su recorrido orientándose por la trayectoria del sol sobre el pavimento. Entrelazados en las alegorías bíblicas grabadas en la piedra, hallará detalles sutiles que podrá relacionar y, con la mnemotecnia usada por los clásicos, ubicará las secciones de la biblioteca y el contenido de cada una.
—Así lo diseñó Patrick O’Brien en los pilares del
scriptorium
.
Como si hubieran permanecido tras la puerta escuchando la conversación, Brian y el hermano Berenguer irrumpieron en el taller.
—Veo que la estás iniciando —dijo el abad.
—Así es, como me pedisteis.
Brian se acercó a Dana.
—Es muy importante que conozcas esto. Creo que intuyes a lo que nos enfrentamos, y deseo que alguien que no sea monje conozca este secreto y pueda legarlo en el futuro si finalmente nosotros fracasamos.
Dana se estremeció. Patrick también había dejado marcas en el
scriptorium
, pero murió y su obra quedó en el olvido. Las palabras eran el testamento del monje y la llenaron de amargura. Brian se volvió hacia Berenguer y con un mudo gesto lo conminó a hablar. El joven
frate
asintió circunspecto.
—Como viste el día de la llegada de Rodrigo —comenzó el catalán—, nuestra biblioteca es un pequeño microcosmos, espejo del macrocosmos que rige el universo. Sumando todos los cubículos de las tres plantas y el túmulo, tendrá veintiocho secciones visibles, el mismo número que capiteles en el claustro.
—Más una especialmente protegida: el Trono de Dios —prosiguió Brian—. Es una cámara central que se hallará en la planta más elevada, donde guardaremos las reliquias y las obras que podrían estar en peligro en las otras secciones e incluso en el túmulo, especialmente el Códice de San Columcille.
En ese momento Michel apareció en la puerta y observó la reunión sin disimular su disgusto. Parecía seguir en todo momento los pasos del abad. Viendo la expresión del monje, Rodrigo intuyó que se avecinaba una discusión delicada y con un ademán indicó a Galio que abandonara la cabaña. El joven torció el gesto al ver frustrada su curiosidad, pero salió en silencio.
—¡Ella no es la persona adecuada! —se quejó entonces Michel en tono de reproche hacia Brian—. Está demasiado unida a la comunidad, a vos, y vos sois nuestro abad. Cualquier resquicio en las precauciones que hemos tomado podría significar nuestra ruina. Sabéis que Vlad no aparecerá con máquinas de guerra ni ejércitos pertrechados. Buscará con tiento alguna debilidad y sabrá cuál es la vuestra. ¡Si no enfriáis vuestro corazón, fracasaremos!
Dana se sintió ofendida. Sabía que el monje actuaba por pura cautela, pero la había herido en lo más hondo. Se disponía a salir cuando el abad la detuvo. Su expresión era serena, pero su voz resonó con firmeza en el
rath
.
—Sólo Dios sabe la suerte de nuestra misión, hermano Michel.
Los ojos del monje de más edad refulgieron coléricos. Los clavó en Dana y luego regresaron a Brian.
—Recordad vuestros votos, abad. Si apartáis los ojos del Altísimo y se os nubla la razón, será nuestra perdición.
—Todo es voluntad divina —repuso Brian, luego señaló a Dana y añadió—: incluso su presencia en San Columbano. Patrick estaba solo con sus monjes. Tal vez ése fue su error.
Michel apretó los labios con amargura y abandonó el
rath
. Brian se volvió a Berenguer y asintió. El catalán, visiblemente incómodo por la tensa discusión, seleccionó una hoja disimulada entre el legajo que llevaba en la mano. Dana creyó haberla visto antes, guardada en el interior de la pequeña Virgen. Las líneas habían sido repasadas y reconoció el diseño de la biblioteca, con sus pasillos circulares y las estancias intermedias. Sólo unos cubículos concretos permitían acceder a los corredores interiores y llegar al centro. Lo curioso era que en cada planta la escalera se hallaba en un lugar distinto, lo que le confería un aspecto laberíntico.
—Patrick O’Brien la diseñó con una única escalera central que facilitaba el acceso. Ahora la ascensión será más ardua y estará protegida con mayor eficacia.
—Aun así, nada es eterno —musitó Rodrigo.
El abad sacó de su
marsupium
un pequeño códice de tapas negras y bordes agrietados. Ella lo había visto entre sus manos en numerosas ocasiones.
—Ya nos has oído hablar de esta obra. Es el códice sobre la Jerarquía Celeste. Se le atribuye erróneamente al sabio bizantino Dionisio Areopagita, pero el hecho de que ignoremos la verdadera identidad de su autor no desmerece la valiosa información que contiene. En los bordes encontrarás glosas y anotaciones entre líneas que amplían la información —dijo Brian al tiempo que se lo tendía.
La joven abrió una página al azar y encontró un texto austero, desprovisto de la gracia y la regularidad de otros escritos. Pasó el dedo por las palabras, garrapateadas en un latín apresurado y con numerosos errores, casi incomprensible. Manchas de humedad habían emborronado la tinta y temió no ser capaz de descifrar lo que ahí había escrito.
—«La Escritura ha cifrado en nueve los nombres de todos los seres celestes y mi glorioso maestro los ha clasificado en tres jerarquías de tres órdenes cada una. Según él, el primer grupo está siempre en torno a Dios, constantemente unido a Él, antes que todos los otros y sin intermediarios…» —leyó.