Las horas oscuras (23 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—El obispo Gerberto de Aurillac ha sido generoso —afirmó el hermano Michel señalando las carretas, luego miró de soslayo a Dana, valoró si podía hablar en su presencia, y añadió—: Hay muchos monjes, nobles y obispos implicados en la misión. El propio Otón III se muestra vivamente interesado. Supongo que sus mensajes al rey Brian Boru de Munster han despejado los recelos del reyezuelo de estos valles.

Brian asintió, pero su sonrisa se había borrado.

—¿Y los tesoros? —preguntó.

Los monjes vacilaron. Dana intuyó que se refería a los libros.

—No ha sido fácil escapar del cerco… Nos seguían, pero logramos embarcar sin que nos interceptaran —explicó Adelmo, repentinamente grave.

El modo en que se miraban, con silencios cómplices, aún intrigó más a Dana, que se preguntaba si todos formaban parte del Espíritu de Casiodoro. Comenzaba a entender la envergadura y los riesgos de aquella empresa. Recordó las salpicaduras de sangre sobre la cubierta de un códice y se preguntó si ellos también manejarían las armas, como Brian. Era evidente que todos consideraban que aquella misión era sumamente peligrosa. Y Dana sentía que quería conocer más sobre sus misterios.

—Hemos traído buena parte de la colección —explicó Michel con voz susurrante para que los carreteros no lo oyeran—. Cuando este lugar esté en condiciones, seguiremos ampliando.

—Es lo más prudente —intervino el hermano Roger.

En ese momento Adelmo se acercó a Brian.

—Supongo que el primer arcón está a salvo.

—Sí, en la capilla, lo he vigilado día y noche. —Brian señaló a Dana—. Ella ha podido contemplar su contenido.

Aquello les sorprendió aún más, pero Brian ya había cambiado de tercio.

—¡Empecemos cuanto antes, hermanos! —dijo abriendo los brazos—. Que los hombres descarguen los carros. Descansad y después del rezo de vísperas celebraremos el primer capítulo del monasterio de San Columbano. —Sonreía entusiasmado.

El resto de los
frates
se miraban con gesto cómplice.

—Creo que deberías acompañarnos, hermano Brian —indicó entonces el pelirrojo monje irlandés.

Lo llevaron hasta uno de los carruajes. Las ruedas habían dejado profundos surcos en el mullido terreno, evidencia del enorme peso que soportaban. Dana permaneció a su espalda, discreta, pero ansiaba comprender el motivo de aquellas sonrisas.

El veneciano Adelmo apartó de un tirón la gruesa tela que cubría la carga.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Brian.

Al principio Dana sólo pudo atisbar una mole grisácea de superficie lisa y ligeramente combada, pero enseguida comprendió que se trataba de una enorme campana.

—¡Forjada con el bronce de la soleada Campania y enfriada con la suave brisa del mar Tirreno! —El rostro del hermano Roger brillaba por la emoción.

—La hemos llamado Santa Brígida —explicó Eber señalando la estilizada torre que se alzaba a unas decenas de pasos—. Al igual que la santa irlandesa hizo desde el monasterio de Kildare, este
signum
alabará a Dios cuando su tañido se esparza por los valles.

—También hemos traído una pequeña
nola
para llamar a los hermanos —añadió el veneciano señalando una campana de apenas dos palmos; era una réplica exacta de la grande.

Dana se acercó lentamente y, tímida pero sin poder contenerse, habló por primera vez. Intentó que su latín fuera comprensible.

—¿Cómo llevaréis la campana hasta allí arriba?

Los hombres observaron la torre, que se alzaba a una imponente altura sobre sus tonsuras, y sonrieron confiados. Fue Brian quien le respondió.

—Aquí vas a ver cosas maravillosas, Dana. —Sus ojos brillaban—. Y todas ellas salen de los libros que hemos traído. En ellos se inicia el camino hacia la luz…

Capítulo 27

El sol comenzaba a declinar cuando la actividad cesó en San Columbano. Habían descargado todos los carruajes excepto el que transportaba a Santa Brígida, que fue desuncido y calzado junto a la iglesia. Los arrieros levantaron sus tiendas y encendieron hogueras. Los monjes trasladaron dos arcones más hasta la capilla y el joven Berenguer, ayudado por el novicio Guibert, confeccionó dos simples banquetas para situarlas a ambos lados del altar. Michel estaba revisando con aire circunspecto el estado de los pergaminos.

—Demasiada humedad… —murmuraba con disgusto.

—Los muros de la biblioteca serán gruesos, hermano Michel —le repetía cada vez Adelmo, al que parecía divertirle el aire severo del monje más anciano.

Al ver la posición del sol, Brian se acercó a la
nola
y llamó con entusiasmo a vísperas. El agudo tañido se extendió más allá de la vieja muralla y se perdió en el bosque. Dana pensó que aquel sonido metálico con matices dulces pronto formaría parte del paisaje, como la algarabía de los estorninos y el rugir del oleaje al fondo del risco.

La llamada tuvo un efecto instantáneo en los hermanos. Como en la oración de la hora sexta, sin muestras de fastidio ni impaciencia, abandonaron sus quehaceres y se dirigieron al interior de la pequeña iglesia. Dana sabía que tras el rezo se celebraría el primer capítulo del monasterio; las dudas la reconcomían y, simulando arrancar los altos hierbajos junto al muro, se acercó discretamente hasta el pórtico. Quería escuchar lo que pudiera. Estaba segura de que iban a referirse a ella, pero también ansiaba conocer las vicisitudes de aquellos monjes y de Brian. Recordaba el tintineo metálico, similar al entrechocar de espadas, de algunos bultos que habían descargado de los carros. Si todos eran como el monje que los había precedido, ¿qué clase de terrible peligro acechaba a los libros que con tanto esmero trataban de ocultar?


Domine labia mea aperies et os meum annuntiabit laudem tuam
.

El resto de los
frates
se unieron al ruego y, lentamente, con voces átonas comenzaron a recitar. Dana aguardó paciente mientras la luz menguaba y las sombras se alargaban. Los monjes cantaron con voz pausada y profunda los cuatro salmos con antífonas que exigía la regla. Brian escogió un fragmento del capítulo ocho del Evangelio de san Juan. Dana, sobrecogida, reconoció el mensaje: Jesús había perdonado a una mujer adúltera. «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.» Su voz adoptó un aire autoritario que impedía que nadie se dejara llevar por la distracción. Aunque no podía verle, Dana imaginaba el brillo verde de sus ojos a la luz de las velas, su mirada posándose en cada uno de los rostros para asegurarse de que todos reflexionaban acerca del pasaje.

La voz del hermano Roger se elevó entonces clara y atiplada, y la belleza de aquella melodía modulada emocionó a Dana; el resto contestó el responsorio entonando en perfecta sincronía. La mujer se preguntó cómo resonaría aquel cántico en los gruesos muros del monasterio de Kells, con decenas de monjes. La paz que irradiaba la pequeña capilla le hizo olvidar por un momento el motivo de su presencia junto al pórtico. Cantaron un bello himno de alabanza y seguidamente el Evangelio del día, la letanía y la oración del Señor. El tiempo se detuvo para los monjes. Cuando el silencio regresó, en el exterior una penumbra de tonos azulados cubría el paisaje y más allá de la muralla brillaban ya las fogatas de los hombres acampados.

Los monjes se sentaron en las dos banquetas, que crujieron con fuerza, y tras rezar un
Pater Noster
permanecieron en silencio. Dana, con las piernas doloridas, contuvo el aliento.

—Hermanos —comenzó Brian—, demos comienzo al capítulo fundacional de este monasterio. Que el Señor Todopoderoso nos ilumine. En primer lugar, desearía saber si todo se ha desarrollado según lo previsto.

—En Roma siguen los problemas —comenzó el hermano Roger—, el noble Crescencio II, usando su influencia sobre las poderosas familias de Roma, ha nombrado papa a Juan XVI, pero el emperador Otón sigue apoyando a su primo, el papa Gregorio V. Si Crescencio y el antipapa no se retractan, habrá guerra en las calles de Roma.

—Gerberto no parece afectado por su renuncia al obispado de Reims —prosiguió Eber con su peculiar acento gaélico— y goza de la estima y el respeto del emperador. Le preocupa y avergüenza la lucha de hombres de Dios por ocupar la silla de Pedro; de momento ha logrado contener la ira de Otón.

—Un hombre sabio y prudente —musitó Brian con respeto.

—Pero el emperador sabe tomar sus propias decisiones —siguió el
frate
Roger tratando de calmar la preocupación que le ocasionaban los hechos explicados—. Roma está infestada de sus espías y las reyertas sacuden la ciudad. El peligro se palpa y es aprovechado para llevar a cabo actos criminales impunemente.

—Algunas bibliotecas han sido saqueadas —comentó con tristeza el joven hermano Berenguer—. Los Scholomantes han aprovechado el caos, pero la mayoría de los códices valiosos estaban a buen recaudo.

Dana se estremeció ante esas enigmáticas palabras. ¿A quién se referían? ¿Ésa era la amenaza que tanto temían? Aguzó el oído.

—¡Lo ocurrido en Aquisgrán no debe repetirse! —clamó Michel, alterado—. No olvidéis la astucia que mueve a esas sombras…

—Logramos engañarlos, hermano Michel —le replicó Adelmo—. Varios
frates
dieron su sangre para frustrar sus planes.

El monje reflexionó sobre aquello y se serenó.

—Que Dios los tenga en su gloria.

—¿Habéis sufrido otros incidentes? —demandó Brian tratando de desviar la conversación y que regresara la calma.

—Gerberto nos consiguió salvoconductos especiales y cruzamos el continente sin problemas —respondió Eber—. Tras escapar a tiempo de Aquisgrán, pusimos rumbo al norte, para evitar que nos relacionaran con vuestra marcha a través del puerto de Calais, y embarcamos discretamente en Emden, en la Baja Sajonia. Ocultamos nuestra identidad con ropajes de mercaderes y los marineros sólo supieron nuestro destino muchas millas mar adentro. Los
strigoi
rastrearán el orbe pero jamás pensarán en este lugar —concluyó el irlandés no sin orgullo ante el difícil periplo completado.

—No estés tan seguro, hermano —susurró Michel, escéptico—. Ruego para que Dios te escuche.

Berenguer se adelantó a la siguiente pregunta.

—Una cosa que ignoras, hermano Brian, es que hemos recuperado parte de los restos de la biblioteca que perteneció a Isidoro de Sevilla y que se guardaba en una gruta en Toledo. El honor del hallazgo corresponde a nuestros hermanos Guillem de Valentia y Dalmau de Albi. Mi familia catalana ha usado toda su influencia en esta sacra misión. Esos códices han pasado casi tres siglos en un oscuro nicho y el pergamino está muy deteriorado, pero creo que podremos transcribir algunos textos.

—¡Extraordinario! —exclamó Brian—. Que Dios bendiga a esos dos buenos amigos; deseo poder abrazarlos pronto.

—Iniciaremos la tarea en cuanto sea posible —dijo Michel con voz hosca—. La humedad de este lugar es el peor enemigo.

—En cuanto a vosotros…, ¿pudisteis rescatar los restos del Palatino de Roma?

Tras un largo silencio, respondió el franco Roger de Troyes.

—¡La información del manuscrito era cierta, hermano Brian! El Señor nos concedió por fin la luz del entendimiento y al poco de marcharte hallamos la segunda cámara de la biblioteca de Augusto, la dedicada a los autores clásicos. Tardamos semanas, pero gracias a la pericia técnica de Berenguer conseguimos apuntalar la pequeña burbuja de aire que había permanecido intacta durante siglos bajo el templo derruido, tal y como aseguraba el anónimo texto. Apenas quedaban fragmentos esparcidos, la mayoría desprendidos de copias erróneas que ni siquiera sirvieron de combustible para las termas. Extraer algo será una labor de años, y dudo que consigamos saber a qué autores pertenecen.

—En cualquier caso, ¡la aventura valió la pena! —exclamó Adelmo—. Hemos sido los últimos hombres que han pisado la primera biblioteca de Roma, ¡fundada apenas unas décadas antes de la venida de Nuestro Señor!

—¡Y casi os costó la vida! —rezongó Michel, que no parecía compartir su entusiasmo.

—Pero recuerdo vuestras lágrimas, querido hermano, cuando tocasteis los ennegrecidos fragmentos… —replicó Adelmo sin acritud—. Es posible que fueran las mismas obras que consultaron hace mil años Virgilio, Ovidio, el emperador Claudio, el malvado Nerón, o los eruditos emperadores Tito y Marco Aurelio…

Aquella conversación resultaba incomprensible para Dana, pero percibía el entusiasmo que destilaban sus voces. Brian ya le había anunciado su intención de preservar el saber clásico en un tiempo en que los monjes eran prácticamente los únicos que sabían leer y escribir; pero tras esas frases cuyo sentido sólo ellos comprendían, ella imaginó intrigas, aventuras y meticulosas pesquisas para localizar restos de bibliotecas que ya eran leyenda, rumores sobre ruinas donde podían hallarse enterrados maltrechos fragmentos de obras que agonizaban en el légamo del olvido. Su imaginación se había desbocado y deseó intensamente conocer las aventuras de aquellos misteriosos monjes.

—¿Qué me decís en cuanto a los rumores del milenio?

La pregunta de Brian pareció enfriar la iglesia; la respuesta tardó en llegar.

—Algunos clérigos alimentan el terror de la plebe para incrementar su sumisión —dijo Michel—. ¡Inconscientes! ¡No saben a lo que están jugando!

—Todos esperan que el Papa intervenga —adujo Roger.

—¡Bah! —espetó Michel, desdeñoso—. Nosotros sabemos que esta lucha contra el Maligno no la dirimirán nuestros prelados. ¡Tienen los ojos puestos en el suelo! ¡Sus ambiciones les impiden ver el peligro! ¿Quién, además de nosotros, conoce a los Scholomantes y el peligro que representan?

—Sosegaos, hermano Michel —le pidió Brian con voz preocupada.

—¡El tiempo se agota! Nosotros huimos, nos ocultamos, y ellos acechan, atacan…

—Eso es cierto —reconoció Adelmo, sorprendentemente grave.

—De momento, eso sigue siendo lo más sensato. Esta misión es secreta, la mayoría de los
frates
del Espíritu la ignoran y, como antes ha indicado nuestro hermano Eber, no nos encontrarán en este alejado extremo del orbe.

—No te dejes arrullar por la paz que se respira aquí, hermano Brian —advirtió Michel sin acritud pero con firmeza—. El canto de los
strigoi
es tan peligroso como el de las sirenas descritas por Homero en su
Odisea
… Obtendrán la información de alguien, siempre ocurre así. El enfrentamiento es inevitable.

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