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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (25 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—Veo que todos estáis de acuerdo. No seré yo, un viejo monje, quien la aleje de Dios si aquí lo ha hallado de nuevo. Pero os advierto que su presencia es una brecha en la comunidad. —Su tono se agrió de pronto y Dana se estremeció—. ¡Los sentimientos que van más allá de la piedad son puertas que los Scholomantes aprovechan! Llegará el día en que será sometida a una dura prueba y todo el dolor del pasado no será nada en comparación. Entonces recordaréis estas palabras y tal vez os arrepintáis.

—Por ese motivo le confié nuestro secreto —dijo entonces Brian—. Si acepta el Espíritu de Casiodoro, su lealtad será firme.

—Así sea, pues. Que Dios nos ayude —concluyó Michel con gravedad.

A Dana le pareció que el corazón se le paraba: ¡había sido aceptada! Sin embargo, las palabras del hermano Michel la dejaron inquieta. Mientras cada uno de los
frates
expresaba su consentimiento, ella comenzó a llorar y se alejó de la capilla hacia la oscuridad del páramo.

Deseaba apoyarse en el hombro huesudo de Eithne y explicarle lo ocurrido. ¿Quién era ese terrible enemigo al que tanto temían? ¿En qué podía ella perjudicarlos? Tardó mucho en sosegarse. Bajo la protección de la misteriosa comunidad de monjes de San Columbano, por primera vez en mucho tiempo tendría seguridad. Lucharía contra sus demonios para poder convivir con los
frates
y demostraría que su voluntad era tan firme como la de cualquiera de ellos. Brian lo había dicho y ella también sentía que debía permanecer allí.

Buscó refugio en el acantilado y descendió hasta la estrecha cornisa donde solía sentarse al atardecer. En ese momento su corazón palpitaba con fuerza. Amparada en la oscuridad de la noche y escuchando el fragor del mar al fondo, trató de serenarse, pero el capítulo había estado salpicado de oscuras referencias que la inquietaban profundamente. Después de lo que le había explicado Brian, sabía que no se encontraba ante una recogida comunidad de monjes dedicada en exclusiva a las labores del campo y a la contemplación, pero lo que acababa de oír iba mucho más allá: algunos monjes habían muerto por preservar el legado… El vello se le erizó. A pesar de sus muestras de buen humor, en torno a ellos parecían entretejerse conjuras y siniestros peligros que los mantenían en constante tensión.

El hilo de sus reflexiones se vio interrumpido por el sonido de unos pasos que se acercaban.

—Supongo que deseabais ver el libro, hermano Michel…

Era la voz de Brian. Ambos monjes se habían detenido justo en el borde, casi sobre su cabeza. Intrigada, se acurrucó contra la roca tratando de ocultar su presencia.

—No ha pasado un día en que no ansiara contemplar sus imágenes. —La voz de Michel sonó por primera vez afable. Parecía estar pasando lentamente las vitelas de un códice—. En ellas encuentro la misma paz que la primera vez.

—Después de tanto tiempo, por fin ha regresado al lugar al que pertenece.

—Cumplió su sagrada misión, pero en Bobbio ya no estaba seguro. Patrick O’Brien quiso que permaneciera allí por un tiempo, para que siguiera inspirando a los hermanos del Espíritu, pero no pudo regresar a por él y devolverlo al monasterio de Kells… Con el resurgir de los
strigoi
, se imponía ocultarlo en otro lugar.

—Lo sé. Os doy las gracias por influir en los miembros del capítulo para que se me encomendara esta misión. Vuestra argucia tuvo éxito y nuestros perseguidores erraron el rastro. Nadie sabe que estoy aquí ni que traje el libro…

Tras un largo silencio, la voz de Michel sonó tensa y oscura sobre el acantilado.

—Esto no ha terminado aún, lo sabéis tan bien como yo, abad Brian. ¡Debemos entender su esencia!

—Por eso habéis traído al joven Guibert.

—Sólo es un muchacho, pero su pericia es prodigiosa. Está llamado a ser el mejor iluminador de códices del orbe. Sólo él, si es paciente, podrá recuperar la misteriosa técnica de los antiguos monjes irlandeses…

Brian reflexionó un instante y luego dijo:

—Tal vez no deberíamos entrenarlo en las armas. Si se lastimara…

—Estoy de acuerdo, pero esta misión es demasiado peligrosa, debe saber defenderse cuando llegue el momento.

—¿Tan convencido estáis de que nos encontrarán? —inquirió el abad, sombrío.

—Los
strigoi
ansían libros que se conservan en los diferentes monasterios dispersos por el orbe. En los próximos años muchos serán objeto de destructivos saqueos, aparentemente a manos de salteadores y vikingos, pero en la sombra estarán ellos. Nuestra colección es la más valiosa para sus fines, pero también es la mejor protegida. Si no fuera por el séptimo
strigoi
, la fuerza de los hermanos del Espíritu de Casiodoro podría hacerlos desistir y estaríamos a salvo. Pero, como bien sabéis, el séptimo
strigoi
es diferente. Su odio nace de lo más profundo de su negra alma, de heridas imborrables que alientan su sed de venganza… La leyenda que se está tejiendo en torno a las cualidades del libro los está exacerbando, y luego… estáis vos. Ellos creen que cada hombre tiene su adversario, contra el que tarde o temprano deberá enfrentarse. El encuentro es inevitable, así lo dictan los astros, y derrotarle es la mayor de las victorias.

—No quiero pensar en esos términos. Es otro el Espíritu que nos guía…

—¡No seas ingenuo, Brian! —exclamó Michel, olvidando por unos momentos el tratamiento que debía al abad—. Esa bondad no tiene justificación y es tu debilidad. Sigues actuando presa de los impulsos del corazón. ¿Por qué si no has acogido a una mujer? ¿Qué sabe ella de nuestra misión? ¿Sabe a lo que se enfrenta? ¿Estará preparada cuando las sombras lleguen a estas costas?

Dana sintió que su alma se helaba. Aquel monje era directo y sincero; cada una de sus palabras la laceraba sin piedad. Brian no respondió enseguida. Durante lo que a ella le pareció una eternidad sólo se oyó el sereno oleaje golpeando inclemente el abismo.

—Lo estará, hermano Michel, lo estará.

Se alejaron y el mar engulló el resto de la conversación. En la soledad del acantilado, una lágrima se deslizó por el rostro de la joven y el viento se la arrebató. Se sorprendió anhelando correr y abrazarse a Brian, volver a los días de mutua compañía en la soledad de las ruinas, contemplar su sonrisa sincera y transparente. La determinación de permanecer allí seguía siendo fuerte; pero, tras escuchar a Michel, un lóbrego sentimiento flotaba a su alrededor. Pensó en el pequeño reyezuelo desgarrado por las zarpas de un halcón. Tal vez la imagen encerraba otros siniestros significados aún por desvelarse.

Capítulo 28

Tras la ansiosa espera de un día y medio, Ultán se dispuso a acudir a la cita secreta junto al monasterio de San Turieno de Liébana. La lluvia había comenzado por la tarde y el ambiente era frío y oscuro. Hundiendo los pies en el fango, recorrió el camino embarrado entre las viejas casas hasta la mole del monasterio, más negra que la noche. De sus muros se alzaba el suave canto de los monjes. Al llegar frente al cobertizo anejo, oyó voces y se acercó a la parte trasera con mucha cautela. A pesar de las tinieblas reinantes, distinguió a una mujer entrada en años, con el rostro sucio y el gesto impasible; estaba apoyada contra el muro de la vieja construcción. El joven monje, con el hábito levantado, la abrazaba con fuerza y resoplaba rítmicamente. En cuanto la mujer vio a Ultán, sus ojos se abrieron como platos y de un empellón apartó al monje, que rodó por el suelo embarrado. Ella se escabulló cubriéndose los pechos mientras el otro la maldecía y trataba de levantarse torpemente con la intención de agredirla, pero al ver al irlandés recordó por qué estaba allí y trató de serenarse.

—Ahora comprendo tus palabras. De monje sólo tienes el hábito —adujo Ultán con desprecio. La visión de esa escena había abierto viejas heridas.

—¿Tenéis la bolsa? —preguntó el monje mientras se recomponía el hábito.

—¡Habla!

El otro asintió, nervioso. Se metió la mano por el cuello del hábito y sacó un pergamino enrollado y atado con una fina cuerda de cuero.

—Es una carta, pero no sé leerla. Se refiere a Brian de Liébana, de eso estoy seguro.

Con desagrado, Ultán tomó el pergamino, húmedo por el grasiento sudor del monje. También él era iletrado; temía ser engañado. Necesitaba algo de información de viva voz.

—¿Qué sabes del monje? —inquirió acercándose con gesto amenazante para eliminar cualquier reticencia—. Supongo que en estos años has escuchado algún comentario entre los hermanos más ancianos.

—Ese Brian de Liébana es una leyenda en el monasterio —se avino a responder el otro, temeroso. Su respiración aún era agitada—. Circulan muchas historias y anécdotas, pero la mayoría son tan fabulosas que no se les puede dar crédito. Sí es cierto que era un niño cuando un noble castellano lo dejó al cargo de los monjes; algo por desgracia frecuente, y sé de qué os hablo —comentó con amargura—. El niño tenía por nombre Alonso. Tomó los hábitos y fue ordenado monje antes de partir hacia otros conventos benedictinos en los estados italianos. He oído que pertenece a una extraña hermandad de benedictinos consagrada a alguna labor relacionada con la conservación de manuscritos y códices, pero probablemente sean sólo fantasías de monjes con la imaginación desbocada. —Su rostro de repente se tornó grave—. Últimamente su nombre se pronuncia con mucha frecuencia…

Ultán había entendido lo suficiente de la explicación; esa información completaría lo que fuera que pusiera en el pergamino. Pero no quiso desprenderse de la bolsa hasta satisfacer su curiosidad.

—En la aldea, la misteriosa actitud de los monjes tiene a la gente asustada. No recuerdan que el monasterio haya estado nunca cerrado tanto tiempo.

—Como podéis imaginar, ignoro los motivos. Hace unas semanas acogimos a dos hermanos extranjeros. Al día siguiente, el abad ordenó cerrar las puertas e impedir la entrada incluso a los aldeanos. Los más ancianos están asustados, dicen que es para protegernos del demonio. —Se encogió de hombros, como si nada de lo que ocurriera en el monasterio le importara—. Algo de eso debe de creer el abad, pues él y el prior están muy alterados y rezamos día y noche para exorcizar el mal. —Dejó aflorar una pícara sonrisa—. Yo trato de pasar inadvertido y dedicarme a mis asuntos…

Ultán observó la sonrisa en su rostro repulsivo. Rosas y zarzas germinaban en la misma tierra. En Irlanda los cenobitas eran admirados por su abnegación y austeridad. Aquel joven desaliñado representaba el reverso de su carisma religioso, la podredumbre que siempre surge en cualquier comunidad, incluso en las consagradas a Dios. Abrió la bolsa y le entregó cinco peniques de plata, la mitad de lo que había previsto. El otro protestó, pero el irlandés se alejó sin atender sus imprecaciones.

—¡Da gracias a Dios de que no te rompa el cuello! —le gritó sin volverse.

—Que el demonio te encuentre… —le maldijo el monje escabulléndose en la oscuridad.

Ultán sonrió. Deseaba llegar a la taberna. Su mano apretaba con fuerza el pergamino; la llave de su redención. Emociones contradictorias, de temor y orgullo, colisionaban en su cabeza mientras imaginaba el regreso y las felicitaciones del monarca. Por fin podría volver a mirar a la cara a sus antiguos compañeros, y tal vez con el tiempo restauraría su honor. En cuanto fuera redimido, exigiría el regreso de su esposa Dana. Recuperar su propiedad era lo justo. Tenía muchas cuentas que ajustar con ella.

Una vez en la taberna, arrebatado por la euforia y ajeno a las miradas desconfiadas de los parroquianos ante aquel repentino cambio de actitud, no tardó en perder la cuenta de los cuencos de vino que había apurado. Canturreaba extrañas canciones cuyas tonadas celtas resultaban familiares y repetía con voz gangosa el nombre de Dana. Invitó a los presentes, pero nadie se acercó a darle conversación. Sus ojos guardaban una rabia acumulada de mucho tiempo y el vino podía desbordarla por cualquier desaire.

Con la mirada borrosa, se levantó, notó el suelo inestable y salió al exterior para aspirar un poco de aire gélido. Con paso errático, anduvo por el camino que se alejaba de la aldea, entre un espeso bosque de robles y alcornoques, aspirando con fuerza el fresco ambiente cargado de humedad. De pronto sintió que la garganta le ardía, se apoyó en un tronco y vomitó.

Su mente se aclaró lo suficiente para comprender que había caminado un buen trecho. Aún aturdido, se arrebujó bajo la capa y emprendió el regreso. Se sentía intranquilo. La lluvia arreciaba cada vez con más fuerza y volutas de niebla flotaban sobre el fango del camino y entre los árboles, confiriendo al lóbrego paisaje un aspecto onírico. Intentó acelerar el paso, pero trastabillaba y resbalaba. No era capaz de controlar su cuerpo.

—Ultán…

Fue un susurro que le heló la sangre. Con mirada desenfocada, escrutó la oscuridad, pero sólo distinguió las sombras retorcidas de los árboles. Angustiado, trató de echar a correr y acabó arrastrándose por el barro.

—Ultán…

Entonces lo vio acercarse entre los troncos. Se levantó con dificultad. La niebla alrededor de la figura parecía más espesa, de un tono grisáceo iridiscente. Sus raíces celtas, colmadas de leyendas y relatos de bosques como aquél, le alertaban de que esa presencia podía no ser de este mundo…

Parpadeó…, sólo para descubrir con desesperación que no era una sombra o un reflejo; era un encapuchado que avanzaba hacia él. A pesar de encontrarse a una docena de pasos, Ultán había oído el susurro de su nombre junto a su oído. El terror lo paralizó.

Cuando se detuvo frente a él, bajo su capucha sólo le pareció ver oscuridad. Era alto y enjuto, la capa negra le confería el tétrico aspecto de un heraldo de la muerte, y Ultán se preguntó si había venido para llevárselo.

—Todo el valle comenta la llegada de un extranjero llamado Ultán que vocifera el nombre de Brian de Liébana ante las puertas del monasterio… —La voz retumbaba en sus oídos, hablaba en latín y pudo entenderlo—. ¿Eres tú ese hombre?

Quiso responder, pero de su garganta reseca sólo salió un graznido. Entonces recordó los temores del abad de Liébana y los siniestros comentarios de los monjes. Las piernas le temblaron y se desplomó. Desde el suelo atisbó horrorizado parte de un semblante níveo y una sonrisa con dientes puntiagudos. La bruma parecía espesarse en torno a la siniestra presencia difuminando el bosque hasta convertirlo en un lugar ignoto, hostil.

—¡Responde!

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