—¿Y vosotros?
—Los hermanos Berenguer, Adelmo, Eber y yo defenderemos la muralla; Michel, Rodrigo y Guibert, la biblioteca.
—Pero ¿cómo podréis enfrentaros a un ejército de vikingos? ¡Son guerreros!
La sonrisa enigmática del monje la desarmó.
—Al menos lo intentaremos. —En ese momento Brian tomó una nueva decisión y la miró fijamente—. Pero antes quiero que me acompañes.
Llegaron a la pequeña iglesia. Mientras ella trataba de controlar el anhelo de huir despavorida, Brian tomó un saco e introdujo el crucifijo de oro, los candelabros de plata y dos cálices también de plata con piedras preciosas encastradas. Eran las únicas joyas de valor del monasterio. Abrió el arcón con una de las gruesas llaves que ocultaba bajo el hábito; estaba casi vacío, pues los libros estaban en la biblioteca, y de su interior extrajo dos
marsupium
llenos de peniques de plata y otras monedas acuñadas en reinos lejanos. Finalmente se acercó a la hornacina, tomó la delicada efigie de la Virgen, la besó con devoción y abrió el compartimento secreto que ella conocía. Dana vio el resto del relato que había descifrado en el bosque y otros documentos. Brian tomó una carta enrollada y se la entregó; dejó el resto dentro de la imagen.
—Si finalmente nos vencen, negociad vuestras vidas y, si es posible, la integridad de la biblioteca. Ofréceles el contenido del saco y adviérteles que sólo es el primer pago. Podrán obtener dos más si no derraman más sangre que la de los monjes. Si os permiten salir con vida, en esta carta hay una petición al obispo Gerberto de Aurillac, podrás hacérsela llegar a través del abad del monasterio de Kells.
Dana, conmocionada ante la serenidad de sus palabras, abrió la boca pero no encontró palabras.
—Sólo te pido —dijo Brian— que conserves la Virgen. Como ya sabes, tiene mucho valor para mí…
La mujer tragó saliva. Se dio cuenta de que Brian sabía perfectamente que ella conocía el secreto desde hacía tiempo. Trató de excusarse pero el abad la tomó de las manos y la miró a los ojos con ternura. Y al instante comprendió cuánto añoraba aquella mirada. Por un momento se encontró riendo con él mucho tiempo atrás mientras levantaban mano a mano su pequeño cobertizo.
Brian sintió una punzada en el pecho, aquello podía ser una despedida.
—Tal vez logremos defender el convento, pero si Dios nos da la espalda…
Dana se acercó a él. Estuvo a punto de besarlo, pero en el último momento agachó la cabeza y lo abrazó.
—Lo siento, Dana —dijo Brian, rodeándola con fuerza, concediéndose aquella última dicha—. Hay demasiadas cosas sobre mí que ignoras y la desgracia parece habernos perseguido.
—Brian… —Una dolorosa presión en la garganta le impidió hablar y liberar todo lo que tenía atrapado en su interior.
—Cuida de todos y protege a Brigh. Tiene un gran poder. Ante ella el destino se bifurca; debes velar para que tome la dirección correcta.
Se separaron con los ojos enrojecidos y ambos paladearon el amargo sabor de la incertidumbre. El destino les era esquivo.
En el monasterio reinaba una actividad febril mientras la noche se cernía sobre el paisaje. La luna se abría paso entre jirones de nubes que se desplazaban lentamente. Los escasos artesanos y albañiles que no habían abandonado el cenobio corrían hacia la torre portando hatillos y mantas y preguntándose si se dirigían a una ratonera. Al pie de la enclenque escalera de mano, Rodrigo y Muhammad ayudaban a todos los que subían. Dana los iba guiando para evitar el caos. La misión que Brian le había encomendado la mantenía algo más serena que al resto.
Mientras, los monjes desplegaban una actividad propia de la defensa de un castillo. Adelmo había abierto las recias puertas de un barracón ubicado cerca de la entrada de la muralla y cuyo interior nadie había visto hasta esa noche. Estaba repleto de un auténtico arsenal de ballestas y arcos. Cada clérigo se colgó un carcaj lleno de flechas. Pero el barracón reservaba otras sorpresas. Eber y Adelmo levantaron la techumbre de tablones breados y, con esfuerzo, situaron sobre el muro defensivo una pequeña catapulta y un trípode sobre el que descansaba un fuelle de cuero que llenaron de un líquido oleaginoso al que llamaban «fuego griego».
Desde los pequeños ventanucos que ventilaban la biblioteca resonaban secos chasquidos y un estrepitoso roce de piedras. Los monjes sellaban las secciones ya terminadas de la biblioteca. Dana vio a Guibert transportando libros desde el refectorio. La disciplina de los monjes en momentos críticos era sorprendente. La entrada al monasterio quedó firmemente cerrada con cuatro gruesas trancas de roble. Sobre el pórtico, en un brasero metálico, Eber calentaba el preciado aceite de oliva que Rodrigo había traído desde su lejana tierra.
Dana suspiró cuando el último obrero subió a la torre. Afortunadamente, el campamento apenas contaba con cuarenta almas y habían podido acomodarse en las cuatro secciones superpuestas y comunicadas mediante escaleras de mano. Brian se acercó a la base y asintió satisfecho; desde arriba, Rodrigo y el joven estudiante árabe retiraron la escalera. La entrada se hallaba a cinco metros de altura, eso les protegería durante el tiempo necesario para negociar.
Era noche cerrada cuando el silencio regresó a San Columbano. Los monjes apagaron antorchas y lámparas. Las nubes se habían fragmentado y la luna derramaba un pálido resplandor sobre el patio. Dana, impaciente, se asomaba por las aspilleras y estudiaba las posiciones defensivas. El número era su desventaja, pero tenía que reconocer que la estratégica posición que ocupaba cada monje impedía el acercamiento al cenobio sin ser advertido. Aquella situación había sido estudiada detenidamente con antelación.
De pronto su corazón dio un vuelco. Brigh no estaba.
La había visto subir a la torre, pero la manta con la que solía envolverse estaba en un rincón. Ascendió las cuatro plantas hasta la campana y su temor fue creciendo.
—No la encuentro… —le confesó a Rodrigo.
El hombre se brindó a buscarla de nuevo, pero en ese momento el muchacho árabe, apostado en una ventana, señaló hacia el exterior y gritó:
—¡Allí!
Dana la vio correr hacia el claustro.
—¡Dios mío!
—Habrá bajado mientras instalábamos al resto —dedujo Rodrigo sintiéndose culpable.
En ese momento resonó un cuerno y la sangre se les heló en las venas.
—¡Voy a bajar! —exigió Dana con voz temblorosa.
—¡Ni lo sueñes!
Llegó a forcejear con el hispano, pero enseguida se detuvo y miró al hombre a los ojos. Rodrigo, tras insistentes preguntas a los monjes, había averiguado su pasado turbio y cómo había recalado en el monasterio de la mano de Brian. Por eso supo ver el dolor de su alma. Ya había perdido a un hijo antes. Con un suspiro, él mismo tomó la escalera y la dejó caer hasta la hierba.
—¡Tráela sin demorarte! Y que Dios te proteja.
Dana corrió con el alma en vilo, ajena a los silbidos de los monjes; sabía que estaba poniendo en peligro la defensa del cenobio, pero no podía abandonar a Brigh. Recorrió el claustro inacabado, el cementerio, buscó en el nuevo refectorio y entró en las humildes celdas de los monjes; ni rastro de Brigh. Cada vez más angustiada, regresó a los mismos lugares una y otra vez. Las lágrimas apenas le permitían escrutar con atención y la tensión estaba a punto de ahogarla.
—Señor, por caridad… —rogaba sin descanso, sin aire en los pulmones.
El amenazador toque del cuerno volvió a rasgar el silencio, pero la calma ahí era absoluta. Era extraño, pues los ataques de los vikingos a las desprotegidas aldeas se hacían con el mayor de los estruendos para quebrar el valor de los asediados.
Por fin vio una sombra que salía de la iglesia y, dando gracias a Dios, corrió hacia allí con los brazos abiertos. Pero antes de llegar se detuvo en seco. La silueta era grande y desgarbada. Un rayo tenue de luz se reflejó en la cota de mallas y los clavos metálicos que remachaban una falda de cuero. El casco de piel negra y metal destelló mostrando pequeñas cornamentas a los lados.
Atenazada por el pánico, Dana comenzó a retroceder; quería gritar, pero sólo un gorgojeo salió de su garganta. Tras el vikingo salieron dos más, armados con sobrecogedoras hachas. Habían entrado en el monasterio sin ser advertidos.
Al verla sonrieron voraces; una joven mujer allí era más de lo que habían esperado. Dana retrocedió sin volverse, trastabillando, el pánico no le permitía gritar. De pronto su espalda chocó contra la pared rugosa del refectorio y supo que estaba perdida.
Algo rozó su mano y dio un respingo, a su lado se encontraba Brigh con el semblante extrañamente sereno. En cuanto sus manos se unieron, la energía de la muchacha se trasvasó a Dana y la parálisis desapareció como por ensalmo: de su boca brotó el mayor grito que pudo proferir, un lamento desesperado que se escuchó más allá del bosque.
—¡Están dentro! —exclamó Brian desde la muralla tras oír el alarido.
—¡Maldición!
Adelmo volteó sobre su eje el artilugio del fuego griego, situó una antorcha ante la boquilla y dejó caer el peso de su cuerpo sobre el fuelle.
Dana corría con todas sus fuerzas arrastrando a la muchacha consigo cuando un arco incandescente iluminó la noche. La virulenta llamarada de aquel líquido infernal se derramó ante la puerta de la capilla y prendió los ropajes de los vikingos. Los hombres se retorcieron en el suelo helado profiriendo alaridos. Eber había detectado la llegada de un contingente del exterior y disparó la catapulta cargada con piedras y clavos oxidados. Al mismo tiempo, los gritos de dolor y frustración se elevaron desde los pies de la muralla. Los pocos vikingos que habían logrado alcanzar el pórtico fueron sorprendidos por una catarata de aceite hirviendo.
Algunos vikingos lograron salir de la pequeña iglesia esquivando los charcos de fuego y se ocultaron en la oscuridad.
Dana comprendió que no lograría alcanzar la torre y, asiendo con fuerza su daga, se apostó en las sombras de la puerta del refectorio, bien atrancada, con la silenciosa Brigh a su lado. Respirando agitadamente, veía las carreras que tenían lugar entre los edificios y comprendió que iba a presenciar una dura batalla cuerpo a cuerpo.
Brian ascendió el promontorio a la carrera y se dirigió a la iglesia. De un tirón, rasgó el bajo del hábito para tener mayor libertad de movimientos: llevaba el gastado peto de cuero con remaches metálicos. Su espada corta refulgía y volteaba con furia. Al ver a un monje, el primer vikingo se acercó sonriendo, pero un profundo tajo seccionó su garganta antes de que pudiera siquiera blandir su hacha. De pronto la biblioteca se abrió con el crujir de los cerrojos y salió Berenguer con un escudo y una espada fina. Los dos monjes, espalda contra espalda, se dispusieron a hacer frente a media docena de vikingos.
Los aceros de los
frates
destellaron fugaces con los rayos de la luna y comenzó una mortífera danza. Ambos se debatían con tal saña que los veteranos saqueadores, desconcertados, comenzaron a retroceder. No habían imaginado tal resistencia.
Dana oyó un lamento cerca y vio caer una sombra. Siguió la trayectoria y, en uno de los ventanucos del edificio grande vio al hermano Michel con un arco en las manos. Su pulso era firme; no podría enfrentarse a los fornidos vikingos a pecho descubierto, pero sus flechas estaban limpiando el patio con letal eficacia.
Cuando la joven pensó que tal vez era buen momento para acercarse a la torre, el fragor de la reyerta aumentó. Eber y Adelmo habían repelido el ataque del exterior y se habían unido al combate ante la iglesia. Aún salieron al menos tres vikingos más dispuestos para la lucha.
El monje irlandés volteaba sobre su cabeza un hacha tan temible como las de los vikingos. Dana descubrió que su corpulencia era pura fuerza, y los dos primeros vikingos a los que se enfrentó no tuvieron la menor oportunidad de defenderse.
Dana no podía dar crédito: aquel puñado de clérigos había acabado con una docena de vikingos…, sin contar los que probablemente agonizaban a los pies del muro defensivo. Sus hábitos estaban manchados de sangre, pero ninguno parecía herido de gravedad.
Los cuatro monjes, perfectamente sincronizados, se dispusieron en forma de arco y, cubiertos desde la distancia por las flechas de Michel y Guibert, lograron contener el avance. En un momento preciso, como si pudieran leerse el pensamiento, Brian y Adelmo avanzaron entre los atacantes, que ya empezaban a preguntarse si valía la pena morir por cuatro crucifijos y un puñado de peniques. Dana contuvo el aliento ante la imprudencia del abad, sin embargo sus espadas danzaban con mortífera precisión. Adelmo cubría a Brian, que seguía adelante con la vista fija en un objetivo. Poco después los vio regresar a la carrera y suspiró aliviada. Brian arrastraba sin miramientos a un hombre que increpaba al resto de los asaltantes. Los
frates
cerraron filas en torno a su superior.
Comprendiendo el giro que había tomado la contienda, uno de los vikingos sopló el cuerno y el ataque se detuvo, incluso los lamentos del exterior parecieron amainar.
—Debe de ser el jefe —apuntó Brigh.
Dana no pudo evitar sonreír. Brian apoyaba la punta de su espada en el cuello de un atemorizado vikingo que no tenía más de veinte años y le exigía imperioso el inmediato abandono del convento. Los vikingos sisearon maldiciones en su lengua pero el joven que los comandaba, con la amenaza de la espada en el gaznate, les conminó a cumplir la orden. Eran cinco los que aún se tenían en pie, y en fila descendieron el túmulo escoltados por Eber y Adelmo. Varias saetas se clavaron en la hierba ante ellos, recordándoles que cualquier escaramuza sería su fin. Tras comprobar que la situación extramuros estaba controlada, desatrancaron la puerta del monasterio. Flanqueados por las espadas y vigilados atentamente por los mortíferos arqueros, los vikingos escupieron a los pies de los monjes y se mofaron de la cruz que coronaba la iglesia, pero ninguno se revolvió contra las humillantes patadas que les propinó el monje veneciano mientras salían.
Cuando la puerta quedó atrancada de nuevo, sólo dos vikingos permanecían en el patio: el joven líder del asalto y quien parecía ser su sirviente personal, herido en el antebrazo. Adelmo, que ya había ascendido a la muralla, agitó sonoramente la boquilla del líquido de fuego, obra de nigromantes para los conmocionados vikingos.