»Los días en los que el mar se esconde bajo la bruma me entristecen. A veces pienso que ha desaparecido y que cuando se levante la niebla encontraremos un vasto desierto de rocas estériles cubiertas de salitre
.
»Mi memoria me falla demasiado a menudo, pero creo que ya os advertí que fuerais cauteloso. Parece que los muros restaurados de San Columbano han abierto viejas heridas. He visto muchas cosas en esta vida, algunas os sorprenderían por su extrañeza, pero lo que está ocurriendo…
»No os diré que os marchéis de Clare como otros; vos, precisamente, no debéis hacerlo… Sí, sí, no me miréis así, vuestro semblante os delata. Yo lo sé todo, pero ¿quién escucharía la cháchara de un viejo? Si tenéis algo que demostrar, hacedlo y hacedlo pronto, antes de que sea demasiado tarde y Cormac logre que las cosas se queden como están. En eso radica siempre el poder de los reyes, ¿no os parece?, en evitar cualquier cambio
.
»Abrid bien los ojos, joven, pues brumas aún más espesas se acercan a ese monasterio… ¿No habéis escuchado los rumores? Seguramente en toda la isla no se habla de otra cosa, un demonio con cabeza de calavera la recorre y un rastro de muertes señala esta dirección… Que vuestro Dios nos proteja ahora que los antiguos dioses duermen plácidamente bajo los lagos y entre las viejas piedras de los túmulos. Rezaré por vos, aunque con viejas canciones de bardos. No puedo evitarlo, siempre me ha parecido que la fuerza de esos versos puede alcanzar mayor distancia que las remilgadas alabanzas cristianas. Perdonadme, sólo soy un pobre viejo que no logra adaptarse
.
»Ayudadme a levantarme, hoy no es un buen día para estar aquí. Puede que aún tarde unos cuantos días en despejar. Para entonces espero que volvamos a encontrarnos y podamos disfrutar de un rato del sol y del paisaje, si aún existen tras la niebla…
Qué es eso?
—¡Un centauro! —respondió Rodrigo, cubierto de polvo de granito.
Dana se acercó y observó la figura grabada en el capitel. Faltaba retocarla, pero podía apreciar ya la recia musculatura del hombre con cuartos traseros de caballo. Su arco apuntaba hacia el sol.
—He esculpido este símbolo en numerosas ocasiones; Galio estaba aprendiendo a trazar su forma —comentó con tristeza—. Quienes entienden su significado profundo sabrán que aquí existe algo ajeno al reino celestial. El centauro es una bestia mitológica cantada por los griegos en sus epopeyas, hace siglos. Eran hijos de dioses paganos y precisamente ese símil nos sirve para comprender lo alejados que se hallan del verdadero Dios. Pero eso es cuando ataca elementos que evocan a Cristo, como el sol. Si alguna vez observas un centauro atacando a una bestia o a un dragón, entonces representa precisamente lo contrario: las virtudes sagradas.
Dana agitó la cabeza, desconcertada. Los monjes habían confiado en ella la distribución de la biblioteca, por eso deseaba comprender los símbolos y las criaturas labrados en los capiteles, pero la ambigüedad de muchos de ellos la confundía. El centauro señalaría la existencia del
Infernus
, del túmulo y su herético contenido. Vio que sus cascos pisaban una especie de hoja de acanto, pero cuando iba a preguntar sobre la clave, el maestro cincelador golpeaba de nuevo la piedra. Deambuló por el taller y se topó con una secuencia del Creador modelando esferas. La severa imagen del Altísimo se repetía, aunque los orbes eran de distintos tamaños.
—¡Son los planetas! —exclamó.
—Supongo que imaginas qué parte de la biblioteca representa…
Al levantar la mirada, Dana vio pasar a Guibert por delante de la cabaña y sintió una punzada en el estómago. Durante unos instantes se debatió en la duda, pero finalmente se despidió de Rodrigo.
El cielo estaba encapotado y tenía una tonalidad cetrina; el rezo de vísperas había concluido y la noche no tardaría en caer. El incendio, ocurrido diez días atrás, parecía haberlos sumido a todos en un silencio temeroso. Los hermanos habían rehuido sus preguntas con burdas excusas. Al ver al novicio intuyó que él era su última oportunidad. No se sentía orgullosa de la turbación que causaba en el joven, pero necesitaba comprender lo que aseguraban los rumores.
Corrió hasta alcanzarlo.
—Guibert.
El joven sonrió y, como siempre, se sonrojó.
—Voy al
scriptorium
anunció, agobiado—. Aún me faltan cinco líneas para terminar la hoja de hoy… Estoy copiando una tragedia de Sófocles, se titula
Nausícaa
. Artistófanes de Bizancio aseguraba que era el más grande dramaturgo clásico, junto con Eurípides y Esquilo. Llegó a escribir ciento treinta obras, pero desgraciadamente sólo siete han resistido el paso de catorce siglos. Sin embargo, para nuestra sorpresa, en la biblioteca de Patrick se conservan cinco pergaminos de esta que se consideraba perdida. ¡Loado sea Dios! Se dice que el propio Sófocles encarnó el papel de jugador de pelota y…
—Guibert, escucha —le cortó ella—. Los monjes vigilan día y noche desde la torre. Ese demonio del que me hablaste se acerca, ¿verdad?
El novicio se puso pálido y sus ojos buscaron por dónde escabullirse. Ella prosiguió, angustiada:
—Dicen que una extraña criatura desembarcó en Dyflin y atacó a un carretero y su familia. El hombre ha perdido el juicio y sólo repite un nombre: Brian. ¿Crees que puede referirse al abad?
—El abad contrató a un arriero para transportar el arcón…
—Dicen también que una horda de criminales fue liberada de la fortaleza vikinga de Limerick tras asesinar al carcelero y a seis guardias que vigilaban la entrada. En el camino del este han aparecido cadáveres. Todo es obra de ese al que vosotros llamáis Vlad Radú, ¿no es cierto?
La esquiva mirada del joven vagaba por los grisáceos contornos del monasterio.
—Así es, Dana, pero estamos preparados. Nada entra en el monasterio sin haber sido revisado a conciencia; día y noche alguien de nosotros vigila el páramo.
—¿Y qué ocurre con los ataques del siniestro monje?
—Han pasado diez días desde la muerte del desdichado Galio —repuso el novicio con amargura—. Ese misterio sigue ahí y tememos que vaya a ocurrir algo aún más grave. —La miró a los ojos e intentó mostrar una determinación que no albergaba—. Dana, escúchame. Llévate a Brigh al bosque, con los druidas. Los hechos se están precipitando de un modo que nadie puede controlar, parece que el Altísimo nos ha dado la espalda, pero Brian se mantiene firme y no vamos a abandonar el monasterio, al menos de momento. Los monjes están atados por un juramento sagrado, y yo… —desvió la mirada, atormentado— no tengo adónde ir. Ellos son mi familia, mis
frates
. —Detrás de sus palabras parecía agazaparse una triste historia que jamás había confesado—. Este lugar es muy peligroso, es posible que nuestra vida se esté acercando a un abrupto final. Tú tienes un hijo al que encontrar y una hija que te ha encontrado. Ese tesoro es mayor que el que se guarda en estos muros.
—¿Y la biblioteca?
El joven parecía contener las lágrimas.
—La defenderemos con nuestra vida, como antes hicieron otros hermanos del Espíritu. Nuestra esperanza está puesta allende el mar. No nos quedan palomas mensajeras ni más lacre para sellar cartas. Si la desgracia se ceba con el monasterio, ocultaremos los libros como hizo Patrick. Por eso debes sobrevivirnos, para guiar a los que vendrán en el futuro y rescatar la biblioteca, ésa es la voluntad de Brian. Yo creo que si permaneces aquí corres el mismo peligro que nosotros, ¡por eso te ruego que te marches!
Dana se quedó muda, no sabía qué responder, y el joven novicio aprovechó su desconcierto para escabullirse en el edificio de la biblioteca. A pesar de las circunstancias, terminaría esa hoja de la obra antigua de teatro; el trabajo lo mantenía cuerdo.
La gravedad de las palabras y el semblante pálido de Guibert habían sido suficientes para Dana. Apretó los labios y se encaminó hacia el herbolario.
Dana observó cómo Brigh jugueteaba con una ramita del hogar: encendía su extremo, la agitaba y observaba las curiosas formas que las volutas de humo adoptaban con el movimiento. El dolor por la muerte de Galio seguía ahí, pero, excepto el severo Michel, la comunidad trataba de animarla asignándole tareas sencillas y ayudándole con sus lecturas. Desde el incendio del
rath
no había sufrido ningún trance, pero todos percibían que la muchacha era especial: sus ojos parecían ver más allá de cualquier mortal y en ocasiones conversaba con visitantes invisibles. Auguraba con indiferencia pequeños incidentes —una caída, un resbalón— que acontecían poco después, para sorpresa de todos. Pero la muchacha silenciaba sus sensaciones para no inquietar a los que tenía a su alrededor y luchaba constantemente por silenciar su mente y no caer en un perenne estado de melancolía.
Los monjes se habían interesado por el caso y habían mostrado a Dana algunos textos, entre ellos una antigua obra cristiana, llamada
La enseñanza de los doce apóstoles
, en la que se hacía referencia a los «carismáticos», hombres que hablaban en trance profetizando hechos futuros. Pero ella no necesitaba revisar textos rancios para llegar a esa evidencia. Muchos druidas poseían extrañas facultades que les permitían interpretar el destino observando las nubes, el vuelo de las aves, la forma de los rayos o incluso los cambios de temperatura. Los antiguos dioses habían entregado a unos pocos hombres y mujeres una parte de su omnipotencia para aconsejar y regular las acciones humanas, el tiempo de las cosechas, la idoneidad de una guerra… Y parecía que el Dios cristiano también consideraba útil tal regalo para afrontar la aciaga existencia, a pesar de los recelos de la mayoría de sus sacerdotes. Nadie en Irlanda dudaba de la existencia de seres libres, ajenos a las rígidas leyes naturales, que vagaban por los antiguos bosques como ecos de los antiguos dioses, como tampoco de los espíritus difuntos a los que, por sus faltas, se ha vetado el debido descanso.
Los textos de la biblioteca podrían ayudarla a aumentar sus conocimientos, pero sólo los druidas sabrían canalizar las cualidades de Brigh y encauzarlas. La muchacha era como un estanque de agua prístina que podía enturbiarse sin la adecuada formación. Cuando sus ojos se oscurecían y su agraciado rostro de niña adoptaba rasgos demoníacos, Dana veía respaldada su sospecha.
—Nos vamos, Brigh —le anunció con firmeza, decidida a abandonar el cenobio.
—No lo creo… —le respondió ella sin dejar de juguetear con la ramita.
Un escalofrío recorrió la espalda de Dana. Allí estaban de nuevo esa mirada oscura y ese semblante horrendo.
—Ya están aquí… y quieren matarnos…
Dana se quedó paralizada, era incapaz de articular palabra. Sintió el deseo imperioso de salir corriendo del herbolario pero, como siempre, todo se desvaneció en un instante: gruesas lágrimas se deslizaban por el rostro de la muchacha. La rama cayó en el fuego y se consumió. La criatura desvalida, manipulada por fuerzas que no podía comprender ni controlar, había regresado. Se arrepintió de su deseo de abandonarla. No lo haría jamás.
—Ven aquí…
Brigh se acercó y ella la estrechó con fuerza. Absorbía su calor, aquellos estados parecían vaciarla por dentro. Dana ardía en deseos de preguntarle qué nueva desgracia amenazaba al monasterio, pero aguardó a que la muchacha se calmara.
Mientras escuchaba su quedo llanto, Santa Brígida comenzó a tañer.
—Es verdad. Estamos atrapadas aquí, Dana —susurró Brigh.
Dana la soltó, le rogó que no abandonara el herbolario y salió al exterior; la inquietud pesaba como una losa en su pecho. Estaba anocheciendo. Las antorchas iban y venían mientras la campana tañía con ansia.
Atisbó a Brian y el monje le hizo gestos de que lo siguiera hasta el acantilado. Dana se situó a su lado, junto al borde.
—Mira…
Tardó un rato en distinguir una forma más oscura que las olas. La silueta panzuda del navío negro, con una docena de remos batiendo las olas en cada banda y una única vela teñida con bandas rojas y blancas, no dejaban lugar a dudas.
—Un
drakkar
musitó Brian.
—¡Vikingos! —exclamó ella, horrorizada.
Esa imagen desalentadora se repetía en la isla desde hacía dos siglos. Las incursiones vikingas eran frecuentes: pueblos, fortalezas y monasterios eran saqueados por las brutales hordas venidas del norte o de las colonias asentadas en la propia Irlanda, como Dyflin o Limerick. Una y otra vez, los aldeanos enterraban a las víctimas, volvían a levantar sus casas y divulgaban crónicas cruentas que iban calando en la memoria de generaciones enteras. Dana, dominada por un pánico atávico, enterrado en lo más profundo de su ser, comenzó a temblar.
—Esto no puede ser una casualidad. —La voz de Brian sonaba extrañamente serena.
San Columbano había sido atacado hacía unas décadas. El pasado regresaba.
—¿Qué… quieres decir? —quiso saber ella.
—Este ataque responde a una invitación. Así es como Cormac pretende acabar con el monasterio y la maldición que hemos desatado. —Sus palabras destilaban una seguridad que aún desconcertó más a Dana—. Es el único modo que ha encontrado de destruirnos sin tener que dar explicaciones a Brian Boru y, en última instancia, a la Iglesia de Roma.
—El obispo Morann no lo habría permitido.
Brian se volvió hacia ella. Al ver el miedo en sus ojos tuvo deseos de acariciar su rostro, pero en ese momento necesitaba más que nunca alejar sus sentimientos. Dios le sometía de nuevo a una dura prueba y debía estar preparado en cuerpo y alma.
—Hace unos meses hubiera compartido tu opinión —repuso, pensativo—, pero ahora ya no estoy tan seguro. Le horrorizó que abriéramos el
sid
…, es posible que su deseo de verlo sellado definitivamente lo haga mirar hacia otro lado.
—¡Estamos perdidos! —se lamentó Dana, trastornada—. ¡Debemos huir al bosque!
El monje la tomó por los hombros y la sacudió ligeramente. Era demasiado tarde, la consecuencia sería su muerte o algo peor.
—Eso es lo que haría cualquier comunidad de monjes, y a buen seguro el robledal ya está infestado de cuernos y hachas desdentadas. —Ella se retorció, no podía controlar aquel terror instintivo nacido de tantas historias truculentas oídas en su infancia—. ¡Escúchame, Dana! Quiero que te encargues de instalar a todos los que quedan en el campamento en la torre de vigilancia. Adelmo ha abierto las puertas para que puedan refugiarse en el monasterio. Que cojan sólo lo imprescindible y todas las provisiones almacenadas. Hay agua suficiente y podréis resistir varios días.