Las huellas imborrables (14 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
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–¡Ya voy! –se oyó una voz desde el interior de la habitación. Un segundo más tarde, apareció una mujer rubia extraordinariamente guapa con una barriga enorme.

–Es mi nuera, Johanna –explicó Rita señalando a la mujer, que estaba embarazadísima–. Y este es Bertil, el dueño de
Ernst
. Lo conocí en el bosque –añadió con una risita. Mellberg le tendió la mano para saludarla y estuvo a punto de caer de bruces de dolor. Jamás en la vida le habían dado un apretón de manos de aquel calibre, pese a que, a lo largo de los años, había estrechado la mano a un montón de tipos duros.

–Menudas tenazas –se lamentó con un suspiro de alivio cuando por fin logró soltarse.

Johanna lo miró con expresión jocosa y se acomodó con esfuerzo ante la mesa de la cocina. Después de intentar dar con una postura que le permitiera alcanzar tanto la taza como el bollo, empezó a comer con sano apetito.

–¿Cuándo sales de cuentas? –preguntó Mellberg solícito.

–Dentro de tres semanas –respondió Johanna con sequedad, al parecer totalmente concentrada en ingerir cada miga del bollo, para extender enseguida el brazo en busca del segundo.

–Ya veo que comes por dos –observó Mellberg con una carcajada, pero una mirada agria de Johanna lo hizo cerrar la boca. Una pieza nada fácil de conquistar, se dijo.

–Es mi primer nieto –intervino Rita ufana, dándole a Johanna unas palmaditas cariñosas en la barriga. El semblante de Johanna, que posó la mano sobre la de su suegra, se iluminaba cuando la miraba.

–¿Tú tienes nietos? –preguntó Rita con curiosidad una vez servido el café y después de sentarse a la mesa con Bertil y Johanna.

–No, todavía no –respondió negando con la cabeza–. Pero tengo un hijo. Se llama Simon y tiene diecisiete años. –Mellberg se irguió lleno de orgullo. Aquel hijo había llegado tarde a su vida y la noticia de su existencia no fue algo que él acogiese con excesivo entusiasmo. Pero poco a poco se fueron conociendo y ahora Mellberg se sorprendía de la sensación que inundaba su pecho en cuanto pensaba en Simon. Era un buen chico.

–Diecisiete años, bueno, entonces no hay prisa. Pero créeme, los nietos son el postre de la vida –afirmó sin poder evitar dar otra palmadita en la barriga de Johanna.

Tomaron café en animada conversación mientras los perros alborotaban por el piso. Mellberg quedó fascinado ante la pura y sincera alegría que experimentaba allí sentado en la cocina de Rita. Después de los chascos que se había llevado en los últimos años, se dijo que no quería volver a saber de ninguna mujer. En cambio, allí estaba ahora. Y muy a gusto.

–Y bien, ¿qué te parece? –le preguntó Rita mirándolo insistente. Mellberg comprendió que no se había enterado de la pregunta a la que se suponía que debía responder.

–¿Perdón?

–Sí, te decía que podías venir esta noche a mi clase de salsa. Es un grupo de principiantes. Nada complicado. A las ocho.

Mellberg la miraba incrédulo. ¿Clase de salsa? ¿Él? La sola idea era del todo ridícula. Pero Mellberg acertó a mirar demasiado intensamente los oscuros ojos de Rita y oyó con horror su propia voz que decía:

–¿Clase de salsa? A las ocho. Desde luego.

Erica ya había empezado a arrepentirse cuando subía el camino de gravilla que desembocaba en la casa de Erik y Axel. Ya no le parecía tan buena idea como cuando se le ocurrió, y alzó el puño para golpear la puerta embargada por la duda. En un primer momento no oyó nada y pensó con alivio que no habría nadie en casa. Luego sintió pasos en el interior y, cuando se abrió la puerta, le dio un vuelco el corazón.

–¿Sí? –Axel Frankel parecía insomne y agotado y le dedicó a Erica una mirada inquisitiva.

–Hola, soy Erica Falck, yo… –vacilaba, pues no sabía cómo continuar.

–La hija de Elsy. –Axel levantó la cabeza y la observó con una expresión extraña en los ojos. El cansancio había desaparecido de su mirada y la escrutaba con sumo interés–. Sí, ahora lo veo. Tu madre y tú os parecéis mucho.

–¿Ah, sí? –preguntó Erica sorprendida. Nadie le había dicho nada semejante.

–Sí, algo en los ojos…Y la boca. –Ladeó la cabeza como si estuviese valorando cada detalle de su aspecto. Luego, de repente, se hizo a un lado–. Adelante.

Erica entró en el vestíbulo y se quedó allí plantada.

–Ven, podemos sentarnos en la terraza. –El anciano se alejó por el pasillo como esperando que ella lo siguiera. Señaló con la mano el sofá que había en una maravillosa terraza acristalada, parecida a la que tenían ella y Patrik.

–Siéntate. –No daba muestras de tener intención de invitarla a café y, cuando ya llevaban unos minutos en silencio, Erica se aclaró la garganta.

–Verá, la razón de que… –volvió a tomar impulso–, la razón de que haya venido a verlo es que le dejé a Erik una medalla. –Tomó conciencia de lo brusco que sonaba el preámbulo y añadió–: Ni que decir tiene que quería darle el pésame. Yo… –La situación le resultaba incómoda y se retorcía en el sofá mientras buscaba febrilmente una manera de proseguir.

Axel la tranquilizó con un gesto de la mano y le dijo amablemente:

–¿Qué decías de una medalla?

–Sí –asintió Erica, agradecida al ver que él tomaba las riendas–. La primavera pasada encontré una medalla entre las pertenencias de mi madre. Una medalla nazi. No sabía por qué la tenía ni por qué la había conservado y sentí curiosidad. Y puesto que yo sabía que su hermano… –se interrumpió encogiéndose de hombros.

–¿Y pudo ayudarte mi hermano?

–No lo sé. Hablamos por teléfono antes del verano, pero luego yo estuve muy ocupada y… bueno. Había pensado volver a ponerme en contacto con él, pero… –La frase murió a medio terminar.

–Y quieres saber si la medalla sigue aquí, ¿no es eso?

Erica asintió.

–Sí, perdón, entiendo que suena horrible que me preocupe por algo así cuando… Pero mi madre había conservado muy pocos objetos y… –Volvió a retorcerse, algo incómoda. En realidad, tendría que haber llamado por teléfono, en lugar de presentarse allí. Aquello estaba resultando terriblemente frío y calculador.

–Lo comprendo. Lo comprendo a la perfección. Créeme, nadie comprende mejor que yo lo importantes que son los lazos con el pasado. Incluso cuando los constituyen objetos sin vida. Y, desde luego, Erik lo había comprendido. Todos esos objetos que coleccionaba… Todos aquellos datos. Para él no estaban muertos. Vivían, le contaban una historia, nos enseñaban algo. –Se quedó mirando por los ventanales y, por un instante, pareció hallarse en un lugar remoto. Luego, volvió de nuevo la vista a Erica.

–Naturalmente, buscaré la medalla. Pero antes, háblame de tu madre. ¿Cómo era? ¿Cómo vivió?

A Erica le resultaron extrañas aquellas preguntas, pero en su mirada había un destello casi suplicante, de modo que quiso intentar responderlas.

–Pues… ¿Que cómo era mi madre? Si he de ser sincera, no lo sé. Mi madre era un tanto mayor cuando nos tuvo a mí y a mi hermana y… No sé… Nunca tuvimos muy buena relación. ¿Y cómo vivía? –Erica se esforzó por recordar. Por un lado, no comprendía la pregunta del todo. Y por otro, no sabía bien cómo responderla. Volvió a tomar impulso y se aventuró:

–Creo que le costaba justo esa parte. Le costaba vivir. Siempre la encontré muy controlada, no demasiado… alegre. –Erica luchaba desesperadamente por ofrecer una descripción mejor. Pero aquello era lo más próximo a la verdad. Lo cierto era que no recordaba haber visto alegre a su madre jamás.

–Me duele oír eso. –Axel volvió a mirar por la ventana, como incapaz de mirar a Erica, que se preguntaba desconcertada a qué venían aquellas preguntas.

–¿Cómo era mi madre cuando la conoció? –No pudo impedir que su voz sonara ansiosa.

Axel volvió a mirarla con una expresión más dulce.

–En realidad, era mi hermano quien salía con Elsy, eran de la misma edad. Pero siempre estaban juntos, Erik, Elsy, Frans y Britta. Un auténtico trébol de cuatro hojas –dijo con una risa extrañamente triste.

–Sí, Elsy habla de ellos en los diarios que encontré. A su hermano sí lo conozco, pero ¿quiénes son Frans y Britta?

–¿Diarios? –Axel se sobresaltó, pero con un movimiento tan breve que Erica se preguntó si no habrían sido figuraciones suyas–. Frans Ringholm y Britta… –Axel chasqueó los dedos–. ¿Cómo se llamaba de apellido? –Rebuscó un instante en los oscuros escondrijos de su memoria, pero no consiguió localizar allí la información–. En cualquier caso, creo que sigue viviendo en Fjällbacka. Tiene varias hijas, dos o tres, pero creo que son bastante mayores que tú. Vaya, lo tengo en la punta de la lengua, pero… Y, además, seguro que cambió de apellido cuando se casó. Ah, sí, ya me acuerdo, se llamaba Johansson y se casó con un Johansson, así que no hubo cambio alguno.

–Bien, en ese caso, podré dar con ella. Pero no ha contestado a mi pregunta, ¿cómo era mi madre? ¿Cómo era entonces?

Axel guardó silencio un buen rato, hasta que retomó la palabra:

–Era tranquila, reflexiva. Pero no era triste. No como tú la describes. Irradiaba una especie de alegría apacible. Una alegría que emanaba de su interior. No como Britta –añadió resoplando.

–¿Y cómo era Britta?

–A mí nunca me gustó. No lograba entender por qué salía mi hermano con semejante… tontaina. –Axel meneó la cabeza–. No, tu madre era de una pasta muy distinta. Britta era superficial, boba, y le iba detrás a Frans de un modo que… bueno, que no era nada común entre las muchachas de entonces. Eran otros tiempos, ¿comprendes? –le dijo con un guiño y media sonrisa.

–¿Y Frans? –preguntó Erica mirando a Axel con la boca entreabierta, dispuesta a absorber toda la información que pudiera darle sobre su madre. Era tan poco lo que sabía… Y cuanta más información obtenía, tanto más consciente era de lo poco que conocía a su madre.

–Frans Ringholm tampoco era una persona cuya compañía me gustase para mi hermano. Un temperamento violento, un rasgo de maldad y… No, nadie con quien uno desee relacionarse. Ni ahora ni entonces.

–¿A qué se dedica hoy?

–Vive en Grebbestad. Y podría decirse que él y yo hemos seguido caminos opuestos en la vida –pronunció aquellas palabras en un tono tórrido y desdeñoso.

–¿Qué quiere decir?

–Quiero decir que yo he dedicado mi vida a combatir el nazismo, mientras que Frans desearía que se repitiera la historia y, a ser posible, aquí, en tierra sueca.

–Pero ¿qué tiene que ver la medalla nazi que encontré con todo aquello? –Erica se inclinó hacia Axel, pero fue como si, de repente, se le hubiese cerrado una ventanilla delante de la cara. Axel se levantó bruscamente.

–Justo, la medalla. Más vale que vayamos a buscarla. –Salió de la habitación delante de Erica, que lo siguió boquiabierta. Se preguntaba qué habría dicho para que el hombre se cerrara en banda de aquel modo, pero resolvió que no era momento de indagar. Ya en el pasillo vio que Axel se había detenido delante de una puerta en cuya existencia no había reparado antes. Estaba cerrada y el anciano dudaba con la mano en el picaporte.

–Será mejor que entre solo –dijo con voz trémula. Erica comprendió de qué habitación se trataba. La biblioteca, donde había muerto Erik.

–Bueno, podemos dejarlo para otro día –propuso con renovados remordimientos por haberlo molestado en pleno luto.

–No, no, mejor ahora –replicó Axel con brusquedad, aunque repitió las mismas palabras con un tono más suave, para demostrarle que no tenía intención de sonar tan arisco.

–No tardaré. –Abrió la puerta, entró en la biblioteca y volvió a cerrarla. Erica se quedó en el pasillo mientras oía a Axel trajinar al otro lado de la puerta. Sonaba como si estuviera abriendo cajones y debió de encontrar enseguida lo que buscaba, pues, tan sólo un par de minutos después, volvió al pasillo.

–Aquí está –dijo entregándole la medalla con una expresión insondable. Erica la cogió en la palma de la mano.

–Gracias, yo… –Se quedó sin palabras mientras apretaba la medalla entre sus manos–. Gracias –reiteró sin añadir nada más.

Cuando se alejaba de la casa por el camino de gravilla, con la medalla en el bolsillo, sintió la mirada de Axel clavada en su espalda. Por un instante sopesó la posibilidad de darse la vuelta, de volver y pedirle perdón por haberlo importunado con sus trivialidades. Pero en ese momento se oyó la puerta al cerrarse.

Fjällbacka, 1943

–¡No me explico cómo Per Albin Hansson
*
puede ser tan cobarde! –Vilgot Ringholm dio tal puñetazo en la mesa que hizo saltar la copa de coñac. Le había pedido a Bodil que empezase a servir la cena y se preguntaba por qué tardaba tanto. Típico de las mujeres, hacerse las remolonas. Nada se hacía bien, a menos que lo hiciera él mismo.

–¡Bodil! –gritó hacia la cocina, pero nadie respondió, para irritación suya. Sacudió la ceniza del cigarro y rugió una vez más con toda la fuerza de sus pulmones.

–¡Bodiilll!

–¿Se ha largado tu mujer de camino a la cocina? –se carcajeó Egon Rudgren, y Hjalmar Bengtsson se sumó a las risas. Aquello encolerizó más aún a Vilgot. Su mujer lo ponía en ridículo delante de sus presuntos socios. No, hasta ahí podíamos llegar. Pero justo cuando hacía amago de ir a levantarse, apareció su mujer por la puerta de la cocina con una bandeja cargada de viandas.

–Disculpen la tardanza –dijo con la vista en el suelo mientras dejaba la bandeja sobre la mesa–. Frans, ¿podrías…? –comenzó la mujer señalando hacia la cocina con mirada suplicante. Pero Vilgot la interrumpió antes de que pudiera terminar la pregunta.

–Frans no va a ir a la cocina a vérselas con cosas de mujeres. Ahora es un hombre y puede quedarse sentado con nosotros y aprender alguna que otra cosa. –Vilgot le guiñó un ojo a su hijo, que se irguió en el sillón, situado enfrente del de su padre. Era la primera vez que le permitían quedarse tanto tiempo durante una de las cenas de negocios de su padre; hasta aquella noche, él se despedía siempre después del postre y se retiraba a su dormitorio. Pero aquel día su padre insistió en que se quedase con ellos. El pecho le estallaba de orgullo y sentía como si los botones de la camisa fuesen a salir disparados. Y una buena velada iba a convertirse en una velada aún mejor.

–Vamos, ¿no vas a probar unas gotas de coñac? ¿Qué decís vosotros, eh? Trece años cumplió hace unas semanas, ¿no es hora ya de que el muchacho pruebe su primer coñac?

–¿Que si es hora? –rio Hjalmar–. Yo diría que hace mucho que ya es hora. Mis muchachos lo probaron en casa a la edad de once años, y te diré que les ha sentado más que bien.

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