Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–Sí, te comprendo… –Patrik evitaba mirar a Erica a los ojos.
–¡Me comprendes! ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿Ninguna explicación? ¡O sea, yo creía que tú y yo podíamos hablar de todo! –Erica tomó conciencia de que estaba acercándose al límite de lo que podría llamarse un ataque de histeria, pero la frustración de los últimos días acababa de encontrar una válvula de escape y no pudo contenerse.
–¡Y además, creía que los dos teníamos claro el reparto de tareas! Tú estás de baja paternal y yo trabajo. Aun así, no gano para interrupciones, te presentas en mi despacho cada dos por tres como si tuviera una puerta giratoria, y ayer tuviste el valor de largarte y desaparecer durante dos horas, dejándome aquí con Maja. ¿Cómo crees que me las he arreglado yo todo este año, eh? ¿Crees que tenía una sirvienta que me sustituía cuando tenía que salir a algún recado, o que me decía dónde estaban los guantes de Maja, eh? –Erica se oyó a sí misma gritar con aquella voz chillona y se preguntó si de verdad era ella la que hablaba. Calló de repente y, en un tono más bajo, continuó:
–Perdona, no quería… Oye, creo que voy a salir a caminar un rato. Tengo que salir de aquí.
–Sí, vete –la animó Patrik, que parecía una tortuga que, temerosa, asomara la cabeza del caparazón para comprobar si la costa estaba despejada–. Y perdón por no haberte dicho nada… –añadió con una mirada suplicante.
–Bah… Pero no vuelvas a hacerlo nunca más… –repuso Erica con un amago de sonrisa. Ondeaba la bandera blanca. Lamentaba haber perdido los estribos con él, pero ya hablarían después. Ahora necesitaba más que nada un poco de aire fresco.
Iba caminando a buen paso por el pueblo. Fjällbacka tenía un aspecto tan extrañamente desierto tras la marcha de los turistas, después de los agitados meses de verano… Era como una sala de estar por la mañana después de una juerga de las grandes. Vasos con restos de bebida, una serpentina enredada en un rincón, un gorrito de papel ladeado en la cabeza de un invitado que se ha quedado frito en el sofá. Aunque, en el fondo, Erica prefería esta época. El verano era demasiado intenso, demasiado latoso. Ahora la plaza de Ingrid Bergman estaba en calma. Maria y Mats tenían abierto aún el quiosco del centro, pero dentro de poco cerrarían y se marcharían a atender su negocio en el norte, en Sälen, como hacían todos los años. Y aquello era, precisamente, lo que tanto le gustaba de Fjällbacka. Lo predecible de sus cambios. Cada año lo mismo, los mismos ciclos.
Same procedure as last year
.
Iba saludando a quienes se cruzaba por la plaza de Ingrid Bergman y al subir la cuesta de Galärbacken. Conocía bien, o al menos de vista, a la mayoría. Pero apretaba el paso en cuanto alguien parecía querer detenerse a charlar un rato. Hoy no le apetecía lo más mínimo. Cuando, con pie ligero, pasó por delante de la gasolinera OK-Q8 y enfiló la calle Dinglevägen, supo enseguida adónde dirigía sus pasos. Con toda probabilidad, su subconsciente había elegido el destino de su paseo ya cuando salió de Sälvik, pero hasta aquel momento no se había dado cuenta.
–Tres casos de agresión, dos atracos a sendos bancos y alguna que otra perla más. Pero ninguna sentencia por acoso contra grupo étnico –explicó Paula cerrando la puerta del copiloto del coche policial–. Encontré unas cuantas denuncias contra un chico llamado Per Ringholm, pequeñeces, por ahora.
–Es su nieto –dijo Martin cerrando el coche. Habían ido a Grebbestad, donde vivía Frans Ringholm, en un piso próximo al Gästis.
–Ja, ja, ahí dentro he movido yo el esqueleto más de una noche –comentó Martin señalando con la cabeza la entrada del Gästis.
–Sí, me lo imagino. Pero eso ya se acabó, ¿no?
–Y que lo digas. Llevo más de un año sin ver una sala de baile por dentro. –Martin no parecía sentirse nada desgraciado por ese motivo. En honor a la verdad, estaba tan terriblemente enamorado de su querida Pia que, en realidad, querría no tener que salir del apartamento que compartían a menos que no le quedase más remedio. Pero, desde luego, tuvo que besar a toda una serie de ranas, o de sapos, más bien, hasta encontrar a su princesa.
–¿Y tú? –Martin miraba a Paula con curiosidad.
–¿Y yo qué? –fingió no comprender la pregunta y, además, ya habían llegado a la puerta de Frans Ringholm. Martin la golpeó con decisión y su firmeza fue recompensada con el ruido de unos pasos que resonaron en el interior.
–¿Sí? –Un hombre con el pelo plateado corto, casi rapado, les abrió la puerta. Llevaba vaqueros y una camisa de cuadros como las que Jan Guillou
*
solía llevar con testarudez y desinterés absoluto por las fluctuaciones de la moda.
–¿Frans Ringholm? –Martin lo observaba con curiosidad. Era conocido en la comarca, y no sólo en el pueblo, según había constatado Martin tras hacer en su casa una búsqueda en Internet. Al parecer, era uno de los fundadores de una de las organizaciones xenófobas que más estaba creciendo en toda Suecia y, a juzgar por lo que se leía en diversos foros en la red, había empezado a convertirse en un factor de poder nada desdeñable.
–Soy yo. ¿En qué puedo serles de utilidad… –abarcó con la mirada a Martin y a Paula– …a los señores?
–Tenemos unas preguntas que hacerle. ¿Podemos pasar?
Frans se hizo a un lado enarcando una ceja y sin decir nada. Martin miró con asombro a su alrededor. No sabía exactamente qué se había esperado, pero sí algo más sucio, más desordenado, más abandonado. Sin embargo, aquel piso tenía un aspecto tan pulcro y bien organizado que, en comparación, el suyo parecía un cuchitril de drogatas.
–Siéntense –los invitó Frans, señalando un sofá de la sala de estar que se veía al fondo del pasillo y a la derecha–. Acabo de poner café. ¿Leche? ¿Azúcar? –su tono era tranquilo y cortés, y Martin y Paula se miraron con la misma expresión de desconcierto.
–Solo, gracias –respondió Martin.
–Con leche, sin azúcar –dijo Paula pasando antes que Martin a la sala de estar. Se sentaron el uno al lado del otro en el sofá blanco y escrutaron la habitación. Era una sala luminosa y húmeda, con grandes ventanas que daban al mar. No causaba una impresión de limpieza obsesiva, sino que era más bien acogedora pero pulcra y ordenada.
–Aquí tenemos el café. –Frans apareció con una bandeja bien cargada. Puso en la mesa tres tazas humeantes y, al lado, una gran bandeja con pastas.
–Adelante –dijo acompañando la invitación con un gesto de la mano y cogiendo una taza antes de arrellanarse en un gran sillón–. Decidme, ¿qué puedo hacer por vosotros?
Paula bebió un sorbo de café antes de tomar la palabra.
–Se habrá enterado de que encontraron el cadáver de un hombre a las afueras de Fjällbacka.
–Sí, Erik –respondió Frans asintiendo compungido antes de beber él también–. Sí, me entristeció muchísimo la noticia. Y una tragedia horrible para Axel. Debe de haber sido un duro golpe para él.
–Sí, bueno, resulta que… –Martin carraspeó ligeramente. Se sentía confundido ante tanta amabilidad y también por el hecho de que aquel hombre era exactamente la antítesis de lo que se había imaginado. Pero se serenó y dijo por fin–: queríamos hablar con usted porque encontramos unas cartas suyas en casa de Erik Frankel.
–Vaya, así que guardó las cartas –rio Frans alargando el brazo para coger una galleta–. Sí, a Erik le gustaba coleccionar cosas. Vosotros los jóvenes pensaréis que eso de mandar cartas es una antigualla, pero a un búho viejo como yo le cuesta desprenderse de las costumbres de siempre. –Le dedicó un amable guiño a Paula, que estuvo a punto de corresponder con una sonrisa cuando recordó que el hombre que tenía delante había dedicado toda su vida a combatir y a complicarle la vida a gente como ella. Y la sonrisa se le murió en los labios.
–En las cartas se mencionan ciertas amenazas… –intervino Paula con gesto imperturbablemente serio.
–Bueno, yo no las llamaría amenazas. –Frans la observaba tranquilo y arrellanado en el sofá. Cruzó las piernas antes de continuar–. Simplemente me creí en la obligación de advertirle a Erik que existían ciertas… fuerzas dentro de la organización que no siempre actuaban… ¿cómo decirlo…? De forma razonable.
–¿Y le pareció que debía informarlo de tal circunstancia porque…?
–Erik y yo éramos amigos desde que llevábamos pantalón corto. Sí, bueno, admito que nos distanciamos y no puede decirse que hayamos cultivado una verdadera amistad durante años. Y es que… elegimos caminos distintos en la vida. –Frans sonrió–. Pero no le deseaba ningún mal y, claro, en cuanto tuve la oportunidad de ponerlo sobre aviso, lo hice. Hay a quienes les cuesta comprender que no se debe recurrir a los puños a todas horas y para cualquier cosa.
–Pues usted sí que ha… recurrido a los puños –repuso Martin–. Tres sentencias por agresión, varios robos a bancos y, por lo que he podido concluir, no cumplió la pena con la templanza de un dalái-lama.
Frans no pareció turbarse ante el comentario de Martin y siguió sonriendo. De una forma muy parecida a la de un daláilama, por cierto.
–Cada cosa tiene su momento. La cárcel tiene sus propias reglas y a veces sólo existe allí una lengua inteligible. Por otro lado, la sensatez se adquiere con la edad, según dicen, y yo he aprendido la lección a lo largo de los años.
–Y su nieto, ¿ha aprendido ya la lección? –Martin alargó el brazo en busca de una galleta mientras formulaba la pregunta. Como un rayo, Frans extendió la mano y atenazó con ella la de Martin. Manteniendo la mirada fija en el policía, masculló:
–Mi nieto no tiene nada que ver con esto, ¿entendido?
Martin no apartó la mirada hasta que se liberó del puño de hierro; se masajeó la muñeca.
–No vuelva a hacer eso en la vida –masculló en voz baja.
Frans se echó a reír y se arrellanó de nuevo en el sillón. Volvía a ser el afable abuelete de antes. Sin embargo, su fachada se había derrumbado durante unos segundos. Tras la calma se escondía la ira. Y la cuestión era si Erik había sido víctima de esa ira.
E
rnst
tiraba de la correa y Mellberg se esforzaba por sujetarlo. Estudiaba el entorno mientras intentaba avanzar arrastrando las piernas.
Ernst
no comprendía por qué su dueño se empeñaba de repente en caminar a paso de tortuga e intentaba anular la correa que lo tenía sujeto obligando a su amo a acelerar el paso.
Mellberg casi había completado la ronda cuando vio recompensado su esfuerzo. Acababa apenas de pensar en abandonar, cuando oyó pasos a su espalda.
Ernst
empezó a saltar contentísimo al ver que se acercaba su amiga.
–Ajá, así que vosotros también habéis salido a pasear –dijo Rita con la voz tan jovial como Mellberg la recordaba. Sintió que las comisuras de los labios se le estiraban para formar una sonrisa.
–Pues sí, aquí estamos. Dando un paseo, vamos. –Mellberg sintió deseos de propinarse una patada. ¿Qué clase de respuesta estúpida era aquella? Él, que solía ser tan elocuente cuando hablaba con las damas… Y allí estaba ahora, hablando como un idiota. Se exhortó a sí mismo a comportarse e intentó sonar con algo más de autoridad:
–Según tengo entendido, es importante que hagan ejercicio. Así que
Ernst
y yo intentamos dar todos los días un paseo de una hora, como mínimo.
–Desde luego, y no son sólo los perros los que necesitan hacer ejercicio. Tú y yo necesitamos también un poco –opinó Rita entre risas dándose una palmadita en la barriga. A Mellberg se le antojó de lo más liberador. Por fin una mujer que comprendía que las redondeces no siempre eran una desventaja.
–Sí, por supuesto –convino palmeándose también él su generosa barriga–. Pero hay que tener cuidado de no perder el aplomo.
–¡No, Dios no lo quiera! –exclamó Rita entre risas. Esa expresión, un tanto anticuada, sonó deliciosa en combinación con su acento–. Por eso siempre procuro llenar el depósito enseguida. –Se detuvo ante un bloque de pisos y
Señorita
empezó a tironear en dirección a uno de los portales–. Podría invitarte a un café. Con bollos.
Mellberg tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un salto de alegría e intentó fingir que se lo estaba pensando. Al cabo de un instante dijo:
–Pues sí, gracias, no es mala idea. No puedo ausentarme mucho del trabajo, pero…
–Estupendo. –Rita marcó el código de la puerta y entró la primera.
Ernst
no parecía tener el mismo autocontrol que su dueño, sino que iba agitadísimo saltando de pura felicidad ante la perspectiva de acompañar a
Señorita
a su casa.
Lo primero que pensó Mellberg al ver el apartamento de Rita fue que le parecía «acogedor». No tenía la árida decoración minimalista a la que tan proclives eran los suecos, sino que literalmente crepitaba de calidez y de color. Soltó a
Ernst
, que salió como una bala en busca de
Señorita
, la cual, al parecer, le permitió magnánima que revolviese entre sus juguetes. Mellberg se quitó el chaquetón, colocó cuidadosamente los zapatos en el zapatero y siguió la voz de Rita, que lo condujo a la cocina.
–Parece que están a gusto juntos.
–¿Quiénes? –preguntó Mellberg en un tono bobalicón, pues su cerebro estaba completamente ocupado en procesar la visión del exuberante trasero de Rita, que apuntaba hacia él mientras ella medía junto al fregadero los cacitos de café y llenaba la cafetera.
–
Señorita
y
Ernst
, claro –contestó antes de volverse y echarse a reír.
Mellberg la secundó cortés.
–Ya, sí, claro. Sí, parece que se caen bien. –Una rápida ojeada a la sala de estar le confirmó tal afirmación con mayor contundencia de lo que él habría deseado:
Ernst
estaba olisqueando a
Señorita
justo debajo del rabo.
–¿Te gustan los bollos? –preguntó Rita.
–¿Duerme boca arriba Dolly Parton? –respondió Mellberg con una pregunta retórica, aunque lo lamentó enseguida. Rita se volvió hacia él con una expresión inquisitiva.
–No lo sé. Sí, quizá sí duerma boca arriba, ¿no? Sí, claro, con el pecho que tiene, debería dormir boca arriba, quizá…
Mellberg rio abochornado.
–No es más que un dicho. Quería decir que sí, que me encantan los bollos.
Más que perplejo, la vio poner en la mesa tres tazas y tres platos. El misterio quedó resuelto en el acto, pues Rita se dirigió a la puerta de la habitación contigua a la cocina y gritó:
–¡Johanna, el café está listo!