Las ilusiones del doctor Faustino (31 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Al paso iba D. Faustino hacía un cuarto de hora. A un lado y otro del camino había frondosos olivares. La luna brillaba en el cielo despejado y con sus rayos argentinos lo iluminaba todo.

Acababa de bajar el doctor una cuesta muy pendiente, y se hallaba en una hondonada, por donde corría un arroyo, en cuyas márgenes había muchos álamos y otros árboles y matas, que hacían el paraje sombrío, formando verde espesura.

Siempre distraído el doctor en sus cavilaciones, no vio ni oyó que de repente salieron de la arboleda cinco hombres a caballo y con inaudita rapidez se le pusieron delante atajando el camino. No lo advirtió o no tuvo tiempo para advertirlo, tan ligera fue la maniobra de los jinetes, hasta que uno de ellos gritó: «¡Alto ahí!».

Entonces vio el doctor que cuatro de los cinco le apuntaban con las escopetas. Quiso volver atrás para escapar, dando un rodeo, y notó que otros tres hombres a pie, armados también de escopeta, se le venían encima. Estaba completamente cercado, y en tan estrecho círculo, que ni para revolverse le quedaba tiempo ni espacio.

—¡Ríndete o mueres! —gritó otro de los de a caballo.

Hallábanse los enemigos tan cerca, y era tan apremiante la situación, que todo lo que no fuese rendirse era una temeridad; pero nuestro héroe, desesperado de que en medio de su viaje le detuviesen, tomó una resolución tremenda. Cogió del arzón de la silla una pistola, la montó, y apuntando al de a caballo que tenía más cerca, le dijo:

—Abre paso, tunante, o te levanto la tapa de los sesos. Al mismo tiempo hirió fuertemente con las espuelas los ijares
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de la jaca, a fin de salir escapado, rompiendo por entre la cuadrilla de forajidos.

Estos, que tenían también montadas sus armas, apuntando al doctor, hubieran sin duda disparado, dejándole muerto, si la voz del capitán no se hubiera oído a tiempo, diciendo:

—No le matéis, no le matéis; es mi paisano D. Faustino López de Mendoza.

El doctor vaciló asimismo un instante en tirar, viendo la generosidad que con él se usaba.

Todo esto fue obra de un segundo. La jaca, excitada por los espolazos, iba ya a abrirse camino. Al atajar al doctor los bandidos de a caballo, se tocaban con él. Las bocas de las escopetas rozaban su cuerpo. La pistola del doctor podía matar a quemarropa al más cercano de los bandidos.

No había ya tiempo de explicaciones ni de transacciones, y sin duda hubiera habido alguna muerte, a pesar del grito del capitán, si de pronto no se hubiese sentido el doctor asido fuertemente de uno y otro brazo por dos de los de a pie, bastante robustos ambos para arrancarle de la silla y dar con él en el suelo por detrás del caballo.

En los esfuerzos que hizo para desasirse, apretó el gatillo y disparó la pistola; pero el tiro fue al aire, sin herir a persona alguna.

En el suelo ya, y detenido por los dos que le habían derribado, oyó el doctor la voz del capitán que le decía:

—Sr. D. Faustino, su merced es mi prisionero. Ríndase su merced, y deme palabra de honor de que no intentará huir, de que me seguirá donde le lleve, y de que no tratará de emplear la fuerza contra nosotros. Su merced volverá a montar en su jaca, y esta buena gente le respetará y considerará como debe.

D. Faustino no tuvo más remedio que prometer lo que el capitán le exigía.

Apenas lo prometió, uno de los bandidos que había tomado la jaca de la brida, la acercó para que D. Faustino montase, y él, suelto ya, montó en la jaca. Obedeciendo luego a una seña del capitán, entró con los bandidos por una vereda que había en medio de los olivares, apartándose del camino real en tan belicosa compañía.

XXII

La venganza de Rosita

Después de los sucesos que se refieren en el capítulo anterior, había pasado ya una semana, y nada se sabía en Villabermeja del paradero de don Faustino. Su madre, llena de angustia, procuraba en balde averiguar dónde se hallaba un hijo tan amado.

Rosita, entre tanto, furiosa con los celos y los agravios, difundía por todas partes que D. Faustino, prendado de María, había huido con ella, sentando plaza de bandolero en la cuadrilla de Joselito el Seco. Como alguien afirmase que la gente de Joselito había estado cerca del lugar la noche en que huyó D. Faustino, y como no sólo Rosita, sino también Jacintica, diesen por seguros los amores de María con el doctor, nadie dudaba en el lugar, salvo el Padre Piñón, de que D. Faustino estuviese por su gusto con los bandoleros.

La propia ruina de la casa de los Mendozas hacía verosímil a los ojos de aquellos lugareños el que D. Faustino hubiese adoptado determinación tan heroica para salir de apuros.

El Padre Piñón era el único que sabía que María no se había ido con el doctor: el único que sabía dónde María se hallaba; pero a nadie quería confiarlo. Calculaba además que D. Faustino, no por su voluntad, sino muy a despecho suyo, había caído en poder de los ladrones; pero, como afirmando esto hubiera dado a doña Ana más pesar que consuelo, el Padre Piñón se callaba.

Rosita no creía mentir asegurando que el doctor estaba con María entre los bandidos. Rosita lo daba todo por evidente. Su furia celosa la estimulaba, pues, de continuo. Las excitaciones a su padre para que la vengase no cesaban a ninguna hora.

D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, aunque avaro, usurero y poco escrupuloso en punto a moral, tenía dos prendas de carácter que le hubieran movido a obrar benignamente en aquella ocasión, si Rosita no le hubiese violentado. D. Juan Crisóstomo era compasivo y cobarde.

Por un lado, le inspiraba piedad la aflicción de doña Ana, y no quería acrecentarla. Por otro lado persuadido, como Rosita, de que D. Faustino se había hecho bandolero, temía que viniese a su vez a vengarse, o cogiéndole a él para matarle o darle por lo menos una paliza, o bien yendo a sus caserías par incendiar alguna, o romper las tinajas y las pipas, derramando el aceite, el vino y el vinagre, y haciendo de todo una trágica ensalada.

La figura del doctor Faustino, acompañada de Joselito el Seco y de un coro de facinerosos, era la pesadilla del pobre escribano. Durmiendo, soñaba con que le habían ya secuestrado y le daban martirio; despierto, recelaba descubrir al doctor o a algún emisario suyo en cuantos hombres venían hacia él.

Pero, si el escribano temblaba de excitar la cólera del doctor, todavía temblaba más delante de Rosita. Rosita le ponía entre la espada y la pared. ¿Qué medio le quedaba? ¿Cómo resistir a los mandatos de aquella hija imperiosa, de aquel tirano de su voluntad, frenético entonces de ira?

No hubo más recurso. El escribano concitó a los acreedores, que le obedecían más que puede obedecer a Rothschild cualquier banquerillo de mala muerte, y reunió créditos contra la casa de Mendoza por valor de cerca de ocho mil duros. Eran escrituras y pagarés vencidos todos, y que no se habían renovado, quedando así el deudor al arbitrio de los acreedores, quienes seguían cobrando los réditos mientras les convenía o no se enojaban, y quienes, no contentos con los réditos, exigían asimismo una gran dosis de humildad y agradecimiento, sopena de enojarse y de pedir al punto el capital de la deuda, conminando con la ejecución.

Tal era el estado de la casa de los Mendozas, por culpa del difunto D. Francisco, y por poca habilidad, descuido y mala ventura de D. Faustino y de su madre. Su caudal, mal cultivado por falta de capital, con los frutos malbaratados siempre, apenas producía para pagar los enormes réditos de aquella deuda. Varias veces se había tratado de vender fincas para pagar lo que se debía; pero en los lugares pequeños, hay una afición extraordinaria a
tirar de los pies a los ahorcados
. Cuantos tienen algún dinero andan siempre acechando la ocasión de que alguien esté en apuros y quiera o necesite vender algo para comprárselo por la tercera o cuarta parte de su justo precio. Aun así, piensan que favorecen al vendedor, pues le dan dinero, cuyos intereses son grandísimos, a trueque de tierras que producen poco, como no se esté sobre ellas y se emplee un capital de metálico y de inteligencia en su administración y cultivo.

D. Juan Crisóstomo hizo aún laudables esfuerzos para calmar a Rosita. Rosita llegó a decirle que preferiría ser hija de Joselito el Seco a ser hija suya; que si la hija de Joselito fuese la agraviada, su padre la vengaría.

D. Juan Crisóstomo no quiso ni pudo ser menos que Joselito el Seco; y por medio de su aperador, envió recado a Respetilla, diciéndole que los acreedores de los Mendozas no querían aguardar más; que era menester pagarles en el término de diez días, y que de lo contrario, serían ejecutados los Mendozas.

Rosita, no contenta con esto, dictó ella misma una carta insolente a doña Ana, amenazándola si no pagaba en el término señalado. El escribano, aunque resistiéndose y con mano temblorosa, tuvo que firmar la carta.

Respetilla, cuando se enteró de todo por su padre, fue a casa del escribano, habló con Rosita, le echó en cara su mal proceder, y trató de suavizarla. Viendo que era inútil la dulzura, empezó a echar fieros y a desvergonzarse con Rosita; pero ésta se revolvió enérgica contra él y le arrojó de su casa con cajas destempladas. Ganas se le pasaron a Respetilla de dar una soba a la hija del escribano, y aun de sacudir el polvo al escribano mismo; pero el miedo de provocar un lance sangriento con algún criado de aquella casa, lance que podía terminar en que le enviasen a Ceuta, tuvo a raya los ímpetus de su lealtad y devoción a D. Faustino. Harto hizo el fiel escudero con no volver a ir en casa del escribano y privarse del dulce trato de Jacintica, con quien cortó relaciones.

Sobre doña Ana, entretanto, habían venido todas las penas juntas.

Su hijo no parecía y su inquietud se aumentaba. Para consuelo, la amenazaban con la vergüenza de una ejecución; con la ruina total de su casa y hacienda.

Lo único que quedaba en casa, ya en el mes de Mayo, era un poco de vino, cuyo valor en venta no ascendería a diez mil reales. Doña Ana mandó a Respetilla que llamase a los corredores para que le vendiesen por lo que quisieran dar. Pero ¿qué eran diez mil reales cuando necesitaba ciento sesenta mil?

Doña Ana escudriñó todos sus armarios y cómodas; juntó la poca plata labrada y algunos dijecillos que conservaba aún; y, aunque tampoco, por bien vendidos que fuesen, importarían más de otros diez o doce mil reales, doña Ana se decidió a venderlos.

Por último, venciendo su extrema repugnancia y sofocando su orgullo, acudió a su única amiga de corazón; escribió una carta a la niña Araceli, pintándole con vivos colores la terrible cuita en que se hallaba y pidiéndole auxilio.

Respetilla, encargado de llevar la carta y las joyas, montó a caballo y salió de viaje para el pueblo de la niña Araceli.

La infeliz doña Ana, no pudiendo resistir por más tiempo tan crueles emociones, cayó enferma en cama con una espantosa calentura.

El pueblo, en medio de estos lances, se había dividido en bandos. Unos aplaudían la venganza de Rosita; otros la censuraban. Éstos juzgaban abominable la conducta del doctor, a quien ya suponían transformado en bandolero; aquéllos pensaban que Rosita era el mismo demonio, y que el seducido por ella había sido el doctor, sin que ella tuviese derecho para lamentarse de su abandono y para tomar tan despiadada y bárbara venganza. Toda Villabermeja ardía, pues, en chismes, suposiciones y disputas.

El padre Piñón era el más decidido partidario de los Mendozas. El médico y él venían a visitar con frecuencia a la enferma doña Ana, y el ama Vicenta la cuidaba con el mayor esmero.

—¿Dónde habrá ido a parar D. Faustino? —Se preguntaba a sí mismo el padre Piñón, ya que a nadie se atrevía a confiar sus secretos pensamientos—. ¿Habrá caído en poder de Joselito? Me temo que sí… Yo lo avisaré a María, la cual ya sé que está en salvo, gracias a Dios. Allá veremos cómo recobra su libertad el señorito D. Faustino.

XXIII

Confidencias de Joselito

Fuerza es volver ahora a hablar del doctor que, como sospecharán los lectores, seguía en poder de Joselito el Seco.

A poco de estar con él comprendió el doctor que Joselito venía en busca de su hija, con el intento de robarla de casa del Padre Piñón, donde había averiguado que se escondía, por espías y amigos que tenía en Villabermeja.

El padre Piñón y María habían prevenido a tiempo este golpe, huyendo ella sin que se supiese hacia dónde.

El doctor sufrió un prolijo interrogatorio de Joselito, quien, informado también de que su hija andaba enamorada del doctor, no sabía cómo explicarse aquel viaje nocturno de D. Faustino.

Joselito no receló que su hija, sabedora de que él venía en su busca, se hubiese escapado y que el doctor fuese persiguiéndola: pero, aunque lo hubiese recelado, era ya tarde para alcanzarla. D. Faustino, no obstante, ocultó la fuga de María y buscó razones para explicar su viaje nocturno, hasta que vio que Joselito, por caminos extraviados, los llevaba a Villabermeja, con el evidente propósito de penetrar en casa del Padre Piñón. Para evitar este lance, el doctor, ya cerca del pueblo, declaró que María había huido y que él había salido persiguiéndola.

Joselito exigió al doctor su palabra de honor de que decía verdad, y convencido de que el doctor no le engañaba, echó sus cuentas y decidió con gran rabia que ya era imposible alcanzar ni detener a su hija, antes de que llegase a cierto punto, donde estaba segura.

Desistió, pues, Joselito de entrar en Villabermeja; y él y su partida y su prisionero anduvieron, durante muchos días, vagando por diferentes sitios, fuera de los caminos reales, y haciendo noche en caserías y cortijos, donde Joselito tenía partidarios o cómplices.

El doctor, completamente desorientado ya, no sabía en qué punto, ni siquiera en qué provincia de Andalucía se encontraba.

Fiado Joselito en la palabra de honor dada por el doctor y en el compromiso que había contraído, le dejaba ir en su jaca, con sus armas, y al parecer completamente libre, aunque dos bandidos le vigilasen constantemente.

No se permitió al doctor que escribiese a su madre, por más que lo pidió con gran empeño. Por lo demás, estaba todo lo regalado, considerado y atendido que en aquella vida era posible.

Algunas veces se apartaron de Joselito varios de la partida, presumiendo D. Faustino que fuese para algún lance o golpe de poca importancia, porque luego volvían y notaba el doctor que hablaban con el capitán y que dividían y repartían dinero.

A todo esto, el doctor se desesperaba cada vez más, rabiaba o cavilaba, y no atinaba con la razón de que así le llevasen cautivo.

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