La luz de la bujía, que estaba sobre el velador, dio de lleno en el rostro de la
amiga inmortal
y trajo con el reflejo sus facciones armoniosas y nobles a los ojos y al ánimo del doctor embelesado y mudo de espanto.
—Los celos son más poderosos que el amor —dijo María con voz dulcísima y triste—. Impulsada por ellos, lo he olvidado todo; lo he atropellado todo; he venido a verte. Aquí me tienes.
D. Faustino no pensó en el modo con que aquella mujer había llegado hasta allí. Poco le importaba que se hubiese filtrado, como un fantasma, por los espesos muros de su casa solariega; que el diablo, para que él no se quejase de que no le socorría, se la hubiese traído por el aire; o que hubiese penetrado por un medio natural y sencillo. Lo que le importaba era tenerla allí, y sentir, al tenerla allí, una pasión que jamás había sentido en toda su plenitud; no una pasión incierta y vaga, cuyo valor no resistía al análisis, ni al escalpelo de su espíritu crítico, sino el amor evidente, perfecto, irresistible, vencedor de las otras pasiones y digno de su alma.
—Aquí me tienes, Faustino —volvió a decir María—. Una fuerza superior a mi voluntad me trae a ti. Soy tuya. ¿No valgo más que… esa otra? ¿No lograré que me ames?
El rubor encendió el rostro de D. Faustino. Pensó en que todas las palabras de amor, todas las expresiones de ternura, todas las frases de afecto y hasta de adoración que pueden dirigirse a una mujer, habían sido profanadas en sus labios la noche antes. Nada respondió a María. Voló hacia ella y la estrechó frenético entre sus brazos.
Pacto amoroso
Los primeros albores empezaron a penetrar por las mil hendiduras que había en las viejas maderas de las ventanas de aquella habitación. El canto alegre, con que los pajarillos celebraban la venida del día, llegó a los oídos de D. Faustino y de su amada.
Movida de los celos, atropellando respetos morales y religiosos, roto el freno de la prudencia, con ímpetu irresistible de amor, de amor que rayaba en fanatismo y que la hacía creer que estaba enlazada al doctor con vínculo eterno, María había caído entre sus brazos.
—No me detengas más —dijo, desprendiéndose de ellos—: debo partir: no me sigas. Cumple el pacto que hemos hecho.
—Le cumpliré por más que sea difícil cumplirle; pero no me dirás la razón, el fundamento de este misterio en que te envuelves.
—La razón del misterio es el misterio mismo, y no puedo revelarle. Antes quiero que de nuevo me prometas no seguirme; no pensar siquiera en explicarte cómo he llegado hasta aquí, y, si te lo explicas, ocultártelo a ti mismo, si es posible. Por último, no quiero que hables a nadie de mí ni de nuestras ocultas entrevistas. ¿Me lo prometes?
—Te he dicho que sí, y no faltaré a mi palabra —contestó el doctor.
—Yo te amo con todo mi corazón y soy tuya para siempre —añadió María—. Sin embargo, entiéndelo bien: guardo mi libertad para huir de tu lado, cuando deba, sin que aspires a detenerme. Cuando yo crea que debo huir, no pondrás obstáculo; no preguntarás la razón. Bástete saber que estoy ligada a ti con eternas ligaduras. Mi huida te devolverá todo tu albedrío; pero yo, aunque de ti me separe un mundo, me consideraré siempre como tu fiel compañera, como tu esclava. Tú eres, tú has sido, tú serás mi único amor. Tenlo por delirio, pero yo creo que te amo eternamente, al través de mil existencias; que eres el alma de mi alma: que soy, no ya tu inmortal amiga, sino tu esposa inmortal: la esencia dulce y suave de tu propio espíritu.
—No, bien mío: tú eres su energía, su vigor, su gloria: la estrella que ha de guiarle, el imán que debe atraerle, la virtud divina que es y será principio, raíz y manantial constante de todos sus excelsos pensamientos y de todos sus actos mejores. El tormento de no amar me destrozaba el alma, la sospecha injuriosa de que era incapaz de amar mi corazón amargaba mi existencia. Tú has desvanecido la sospecha injuriosa; tú has acabado con el tormento. El amor del amor era mi martirio. Sin objeto que mi alma juzgase digno de ser amado, mi alma se consumía. Hoy mi alma vive en ti: te amo. Esta breve frase,
te amo
, profanada mil veces, mil veces pronunciada sin conciencia y sin sentimiento, tiene ahora un valor infinito, absoluto.
—Otra de las condiciones de nuestro pacto —continuó María, aparentando frialdad, que su voz trémula desmentía—, condición fundamental para que mi orgullo quede tranquilo, y en cierto modo, serena mi conciencia, a pesar de mi pecado, que Dios con su misericordia quizás me perdone, es que yo a nada te obligo ni te comprometo. Tú no debes hoy tal vez, casi de seguro, no deberás jamás, hacerme tu mujer legítima, en esta vida transitoria. Tú no puedes tampoco tenerme a tu lado como tu amiga. Aunque las causas que me llevan a hacer vida tan misteriosa desapareciesen, yo misma no consentiría en agravar el pecado con el escándalo. Así, pues, quien no puede ser ni tu amiga, ni tu esposa, debe quedar libre para huir de ti cuando una imperiosa obligación la llame a otro punto.
—No me atormentes, María —dijo el doctor—. No sé quién eres; pero no me importa desconocer estas o aquellas circunstancias vulgares de lo menos esencial de tu ser. María, yo conozco tu alma: mi alma se ha confundido con tu alma. Quiero ser tu amante, tu esposo ante los hombres, como ya lo soy ante Dios.
—No blasfemes, Faustino. El delirio de amor que nos une no tiene la santidad de un sacramento.
—Pues ¿no dices tú misma que eres mi esposa inmortal?
—Sí, lo digo, y lo creo. Nuestras almas están unidas; pero ¿hemos de matarnos impíamente para que esta unión valga? ¿Hemos de prescindir del ser corporal que tenemos? ¿Quién ha santificado la unión de Faustino y de María, tales como son ahora en la tierra? Esta unión no es posible: yo no la quiero. No puede santificarse.
—¿Y por qué? —dijo D. Faustino—. Tú eres libre, tú eres hermosa, tú eres sublime. Has venido inmaculada a mis brazos. Me has hecho dueño de tu beldad y de tu corazón sin exigir nada en cambio. Yo ahora te lo doy todo: mi mano, mi nombre, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
—Nunca.
—¿Quieres vivir a mi lado?
—Tampoco.
—¿Y por qué te niegas a casarte conmigo? ¿Por qué dices que nunca?
María estuvo un instante suspensa, silenciosa y como meditando. Luego dijo:
—La sinceridad y el fervor con que me hablas me inducen a proponerte una cláusula más en nuestro pacto amoroso. Me has preguntado si me casaré contigo, y he contestado nunca. Retiro el nunca. Yo estoy tan cierta de que siempre te amaré, que te prometo ahora solemnemente que, si pasada tu mocedad y realizados o deshechos tus sueños ambiciosos, eres libre, me amas aún, me buscas y vivo, seré tu esposa. Antes no es posible… Tú no te comprometes a nada. Sola yo me comprometo.
—Pues yo te juro que me casaré contigo cuando quieras.
—No jures. No acepto tu juramento. Dios no le aceptará tampoco y le tendrá por vano. Adiós.
D. Faustino estrechó de nuevo entre sus brazos a la mujer querida. Ella logró al cabo desprenderse de aquellas amorosas cadenas, corrió hacia la puerta y desapareció sin que el doctor se atreviese a seguirla.
María había prometido volver a la noche siguiente.
Los milagros del desprecio
Ya no vacilaba ni dudaba D. Faustino. Su alegría era grande. Sentía verdadero amor. Creía haber puesto en actividad el enérgico resorte que antes faltaba a su alma y se juzgaba capaz de acometer todas las empresas y de abrirse camino al través de todos los peligros y dificultades.
Sólo un escrúpulo de conciencia, casi un remordimiento, le atormentaba.
Era cierto que nada había prometido a Rosita; que ningún juramento le había hecho; que ninguna palabra le había dado. Pero esto mismo ilustraba y ensalzaba más la generosa confianza de la hija del escribano.
D. Faustino estaba decidido a no volver a verla, a sacrificarla a María, a quien amaba con pasión, a quien pensaba amar siempre, aunque llegase a saber que era la hija del verdugo: pero no podía menos de lamentar el inmerecido desdén, el cruelísimo abandono de que iba a ser víctima Rosita. Su resolución de no volver a visitarla, era, no obstante, inquebrantable.
Llegó aquel día la hora de la tertulia de los tres dúos, y Respetilla fue solo. Rosita lo extrañó mucho y estuvo triste. Respetilla remedió el mal por su cuenta, asegurando con un aplomo envidiable que D. Faustino estaba enfermo, en cama. El disgusto de Rosita pasó entonces de ser algo colérico a ser tierno y piadoso.
Durante cuatro días, tuvo Respetilla la habilidad de seguir entreteniendo a Rosita con la ficción de que D. Faustino estaba enfermo. Rosita le enviaba con Respetilla los más cariñosos recados. Respetilla fingía de parte de su amo otros recados no menos cariñosos.
Rosita pensó en escribir al doctor: pero, era tan mala su letra y tan anárquica su ortografía, que, para no desacreditarse, no se atrevió a escribirle.
Rosita preguntó al médico por la enfermedad de D. Faustino. El médico contestó que no le había visitado y que no sabía de tal enfermedad; pero Respetilla disipó la sospecha, asegurando que su amo se curaba a sí propio.
Como D. Faustino no salía de casa, ni nadie le veía, lo de la enfermedad era verosímil.
El doctor, entretanto, se calentaba la cabeza discurriendo el modo menos malo de romper con Rosita. Pensaba escribirle una carta llena de amistosos sentimientos de gratitud y de ternura, despidiéndose de ella con razones alambicadas y sofísticas, con quintas esencias y tiquis-miquis, más fáciles de inventar así en pelotón que de explicar cumplidamente en un escrito.
Arduo empeño era el de escribir la tal carta. El tiempo pasaba y D. Faustino no la escribía.
Cuando Respetilla interpelaba a su amo, como varias veces lo hizo, sobre los motivos que tenía para no ir a ver a Rosita, D. Faustino, no teniendo qué contestar, daba un sofión a Respetilla.
Hasta doña Ana hallaba mal aquel rompimiento brusco y grosero; y aunque no sospechaba cuán estrechos y apretados eran los lazos, extrañó que su hijo no volviese en casa de las Civiles, y le excitó a que fuese, y a que se apartase del trato de ellas con suavidad y cortesía.
D. Faustino, a pesar de estas juiciosas amonestaciones, estaba tan prendado, tan en éxtasis perpetuo, tan elevado en los amores de su
amiga inmortal
, que sentía repugnancia invencible por volver a visitar y a hablar a Rosita.
Aceptando por bueno el embuste de su criado, el doctor explicó a su madre el súbito abandono en que dejaba a las Civiles, alegando también que estaba algo enfermo; pero que iría a verlas cuando estuviese mejor.
Para todos los de la casa, ignorantes del misterio de los amores, la enfermedad del doctor parecía verdadera. Ya no había paseos, ni a pie ni a caballo; ya no había combates al sable, y el doctor, cuando no hablaba ni hacía compañía a doña Ana, se encerraba en sus habitaciones.
Rosita, entre tanto, estaba llena de inquietud. A veces dudaba de que fuese cierta la enfermedad de D. Faustino. Su orgullo y la persuasión en que estaba del valer de su ingenio y de su belleza apartaban de su mente el horrible recelo de que un tedio súbito, una saciedad desdeñosa, un desprecio invencible, hubiesen suplantado en el alma del doctor aquel fervor amoroso que ella había compartido y al que había cedido la noche de la Nava. La soberbia montaraz de Rosita y su vanidad de labradora rica y de reina de aldea no habían consentido que pusiese condiciones al doctor ni que exigiese de él promesa ni juramento alguno. Rosita no había pensado distinta y claramente ni en que D. Faustino se casase con ella ni en nada parecido; pero tampoco había pensado, ni temido por un instante, que el amor, satisfecho y pagado, había de alejar de ella a aquel hombre, sino que había de aprisionarle más y más y hacerle para siempre su siervo… ¡Tan poderosa se creía!
Ahora recelaba; ahora temía; ahora tenía celos; si bien todo de una manera vaga y confusa. Cuando esta pasión se apoderaba de su pecho, forjaba planes de venganza: maldecía en su interior a D. Faustino; volvía a llamarle D. Pereciendo, conde de las Esparragueras y abogado Peperri; se sentía humillada de haberle querido; deseaba matarle, y faltaba poco para que no rugiese como una leona.
Respetilla, imperturbable, intrépido, pertinaz en mentir, seguía sosteniendo la enfermedad de su amo. Así templaba la furia de Rosita; así lograba aún que su ánimo pasase de los ímpetus iracundos a la compasión amorosa.
Por último, Rosita no pudo sufrir más; quiso salir de la duda que la atosigaba. Una noche, al llegar Respetilla a la tertulia, tomó Rosita por auxiliar a Jacintica, e intimó, ordenó y mandó al buen escudero que las llevase a ambas a casa de D. Faustino y que la hiciese entrar a ella de oculto en la estancia del doctor, mientras éste cenaba o conversaba con su madre en el piso alto. Así quería, saltando por cima de todo respeto, ver a su amigo y cerciorarse de su desgracia o de su dicha. Respetilla aguzó en balde el ingenio para excusarse; Jacintica suplicaba; Rosita exigía con imperio. Una y otra sabían que Respetilla tenía la llave de la casa en su poder. No hubo más que rendirse. Además, Respetilla decía para sus adentros:
—¿Qué mal ha de haber en esto? Quizás luego me lo agradezca mi amo. Él no viene por aquí por alguna extravagancia que no comprendo. Esto será sin duda algo de filosofías que no se me alcanzan. Pero en cuanto mi amo vea a Rosita tan guapa, así de repente y como caída del cielo, en su propio cuarto, a las once de la noche, vamos… no le parecerá mal. De fijo que se alegra.
Hechas estas reflexiones, Respetilla cedió, y cedió con gusto: llevaba en su compañía a Jacintica.
Se dispuso que otra criada se quedase haciendo de dueña, y autorizando con su presencia los coloquios de Ramoncita y de D. Jerónimo. Al mismo D. Jerónimo, que era un bendito, se le persuadió de que Rosita tenía un jaquecazo de todos los diablos y que debía irse a acostar. Jacintica se fue con Rosita como para cuidarla. Respetilla se despidió a poco rato, y las dos mujeres que estaban aguardándole en un rincón oscuro del portal, con los pañolones por la cabeza, se escabulleron con él sin ser vistas de nadie.
Continúan los milagros
Eran las once de la noche, cuando el doctor bajó de la estancia de su madre y entró en el salón de los retratos. Como había dado licencia a Respetilla para que no viniese a desnudarle, le creía aún en la tertulia de las Civiles, que terminaba a las doce. La amiga inmortal debía llegar a las once y media. El doctor solía luego encerrarse con llave. Tenía además prohibido a Respetilla que entrase en su cuarto, como él no le llamara. En suma, estaban tomadas todas las precauciones, o al menos así lo creía el doctor. El triste no sabía lo que se preparaba. Rosita estaba ya escondida detrás de un cortina, que cubría la puerta, que desde el salón de los retratos iba al dormitorio.