Las ilusiones del doctor Faustino (40 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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—Francamente, prima —contestó el doctor—, te lo diré, aunque te enojes: yo no comprendo que el general esté hecho tan a prueba de desdenes. Cuando viene a verte casi todos los días, cuando está siempre donde tú estás, cuando se consagra a adorarte de continuo, no se verá tan mal tratado.

—Pues se ve: pero él trueca siempre en favores los desvíos, en esperanzas los desengaños y en triaca el veneno. Como no le eche a puntapiés, se me figura a veces que no tengo medio de echarle.

—Ya le echarías, si quisieses —dijo el doctor.

—Pues, quiero —respondió Costancita—. ¿Te prestas a ayudarme en la empresa?

—Con mucho gusto. No hay mayor felicidad para mí que la de poder ser útil en algo a mi linda prima, que es tan buena y tan cariñosa conmigo.

—Bien está. Ya sabes tú cuánto te agradezco el afecto que me tienes, cuánto te agradezco tu generosa amistad. ¡Qué noble eres, Faustino! Tú deberías guardarme rencor y no me lo guardas.

—¿Y por qué guardarte rencor? No recuerdo yo la despedida por la reja, de hace tantos años, sino para confesarme que tuviste razón en despedirme. La experiencia de mi vida, mi obscuridad, mi miseria, el mal éxito de mis propósitos, han justificado la prudencia y previsión de tu padre. Hubiera sido una locura que hubieras unido tu suerte a la mía. No me quejo, pues: antes bien te agradezco y guardo en el corazón, como el recuerdo más bello de mi vida, la pura esencia de aquellas lágrimas que por mí derramaste y el delicado aroma en que se bañaron mis labios cuando por primera y última vez tocaron tu serena frente. Pero, no hablemos de esto. Vamos a lo que más importa. ¿Qué pides? ¿Qué mandas?

—Yo no mando nada: yo te suplico que vengas mañana a verme.

—¿A qué hora?

—Ven a las dos y media. Que no faltes.

Costancita citó al doctor para media hora antes de la hora en que el general Pérez solía venir a verla casi todos los días.

Bien sabe el autor o narrador de esta historia que aquí, como en otros pasajes de ella, han de incomodarse los lectores con el héroe principal, de quien exigen en novela una fidelidad y una constancia prodigiosas, y a quien han de condenar porque ya amaba a María, ya a Costancita, ya a las dos a la vez, y porque amó durante algunos días a la misma Rosita: pero tire contra él la primera piedra quien en la vida real haya tenido menos variaciones, y menos fundadas variaciones en sus amores. El desdichado doctor Faustino había perdido a María quizás para siempre, por motivos que el hado adverso había creado. Harto había amado a María, harto había guardado y guardaba su imagen en el centro del alma, levantándole allí altar como en un santuario; pero también había amado a su prima Costanza antes de conocer a María, y no es extraño que renaciese ahora en su corazón el primitivo afecto. Además, desde el principio de esta historia, debe saber el lector que no tratamos de poner al doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de perfecciones, sino como muestra de lo que pueden viciarse y torcerse un claro entendimiento y una voluntad sana con las que vulgarmente se llaman ilusiones: esto es, con un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la persuasión de que los propios merecimientos deben allanarnos el camino para el logro de toda esperanza ambiciosa, y con la creencia de que el grande hombre está en nosotros en germen, y de que, siendo así, sin perseverancia, sin trabajo, sin esfuerzos incesantes, sino llevados de la propia naturaleza, hemos de trepar a todas las alturas y rodearnos del fulgor inmortal de toda gloria.

Esta condición de carácter del doctor Faustino es comunísima en el día, porque las ambiciones están despiertas y soliviantadas, y en el doctor persistía, a pesar de mil desengaños amargos. Espíritu poético además, sin fe segura y firme en nada, sino en su propio valer, lo cual es también harto común por desgracia, el doctor era como personaje de antiguo cuento que vaga perdido en una selva, en la obscuridad de la noche, y corre ya en pos de una lucecita, ya en pos de otra, de las que ve brillar a lo lejos, creyéndolas alternativamente faros que han de salvarle. La lucecita, que ahora deslumbraba al doctor y hacia la cual corría lleno de esperanza, era de nuevo los ojos de su prima la marquesa. El doctor acudió a la hora de la cita con algunos minutos de anticipación.

Recibiole su prima en un primoroso saloncito contiguo a su tocador, donde ella solía estar a solas leyendo, escribiendo o soñando, y donde recibía a los íntimos. Era lo que llaman
boudoir
, valiéndose de un vocablo extranjero. Costancita estaba vestida de mañana, con traje gracioso y leve, propio de primavera. Las persianas, echadas, daban una media luz muy agradable a todos los objetos. Plantas y flores adornaban el saloncito. La marquesa parecía más fresca, lozana y encantadora que todas las flores.

El doctor hizo mil cumplimientos a su prima. Ella en cambio le prodigó mil dulces sonrisas y mil afectuosas miradas. No se habló de amor, ni pasado, ni presente. Se habló de amistad, de cariño indeterminado entre ambos; pero, en virtud de esta amistad, de este cariño, sin nombre, aunque puro y espiritualísimo, el doctor tomó la mano de la marquesa entre las suyas, y la marquesa se la dejó allí abandonada. El doctor la cubría de besos, cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Costancita se rió:

—Este es —dijo— mi tremendo general que llega.

El doctor, que tenía su silla muy cerca del asiento de Costancita, la apartó maquinalmente.

—No, no —dijo Costancita, riendo con más gana todavía—, no apartes tu silla; acércala más y que rabie. No te levantes hasta que entre para que te vea sentado muy cerca de mí.

Don Faustino obedeció a la marquesa, aproximándose a ella cuanto pudo.

Un criado anunció al general Pérez, el cual entró enseguida en el saloncito, con aire triunfante y glorioso.

Costancita, aunque autora de aquella burla, la hizo involuntariamente más eficaz, por su falta de práctica y desenfado para tales negocios, poniéndose bastante colorada cuanto entró el general. Don Faustino, como hacía muchísimo tiempo que no había tenido aventuras galantes, y como jamás las había tenido en salones tan aristocráticos y con intervención de rivales tan gigantescos y egregios, estaba conmovido y agitadísimo, y se puso colorado también. Todo lo notó el general, con disgusto mal disimulado, a pesar de ser hombre de mundo, curtido en todo linaje de lances.

La conversación que se siguió no pudo menos de ser embarazosa y fría. La cara del general mostraba cada vez más la mal reprimida cólera. A Costancita le retozaba la risa dentro del cuerpo, y apenas si acertaba a contenerse. De vez en cuando miraba con ternura a su primo, no recatándose para ello del general, sino procurando que el general lo advirtiera. Éste, comprendiendo toda la ridiculez que traería consigo el enojarse, pugnaba por aparecer sereno y hasta jovial; pero no podía. Quiso hablar de cosas indiferentes: de teatros, de literatura y hasta de modas, y dijo infinidad de disparates, como persona que delira en sueños o que tiene el espíritu distraído a otros asuntos. Todo esto deleitaba a Costancita: la hacía feliz. El general era tan vano, que jamás había tenido celos de nadie, y menos aún del doctor, a quien siempre había mirado como a un pariente pobre, a quien daban algún amparo en aquella casa y a quien a veces convidaban a la mesa, como para ejercer la obra de misericordia de dar de comer al hambriento. Ahora el general las estaba pagando todas juntas.

—Vaya, vaya —dijo entre otras sandeces—, no esperaba yo encontrarme aquí en tan buena compañía.

—Favor que Vd. me hace, mi general —respondió D. Faustino, con suma modestia.

—¡Quién lo pensara! —prosiguió el general—. ¿Hoy no es día de oficina?

—Sí mi general —replicó el doctor—; pero yo he hecho novillos para acompañar y entretener un poco a mi primita, que está algo melancólica.

El general, aun reconociendo el candor con que hablaba D. Faustino, se sintió aludido sin intención por aquellas palabras. Se creyó el novillo más importante de los que el doctor había hecho, y que entre el doctor y la marquesa estaban lidiándole. Poco faltó para que no rompiese en un exabrupto de mal humor. Supo, con todo, reportarse.

—Pues me alegro, amiguito, me alegro. No sabía yo que fuese Vd. tan ameno y divertido.

—Lo es y mucho —exclamó Costancita, antes que el doctor replicase—. Vd., mi general, no conoce a mi primo o le ha tratado poco. La suerte le ha sido siempre muy adversa, y por eso tiene un empleo de tan corto sueldo e importancia: pero no dude Vd. de que es un hombre de mucho saber y de mucho entendimiento y discreción.

—Mi general —dijo el doctor—, mi prima me quiere demasiado. El afecto que me profesa la ciega sin duda y la excita a hacer de mí los encomios menos merecidos.

—Crea Vd., mi general, que no hago sino justicia. Faustino es un hombre de los más distinguidos que hay en España: poeta inspirado y elegante, filósofo, erudito…

—No, Costanza, no me avergüences, suponiendo en mí prendas y condiciones que nadie reconoce sino tú por lo mucho que me quieres; por lo buena e indulgente que eres para conmigo.

La marquesa y el doctor siguieron así largo rato, elogiándose mutuamente, agradeciéndose los elogios y atribuyéndolos todos al cariño que recíprocamente se tenían. En esta blanda contienda tomaban siempre por juez al general, que reventaba de furor, que sentía que iba perdiendo los estribos, y que advertía en la punta de su lengua cierta comezón de poner como chupa de dómine a ambos primos y de armar allí mismo un escándalo soberano. Sin embargo, como no tenía derecho para quejarse, como conocía que cualquiera imprudencia suya le haría pasar por un hombre brutal y mal educado, por un personaje cómico y por un cadete de medio siglo, el general se contuvo de nuevo y dijo con marcada ironía:

—Siento haber llegado en tan mala ocasión. Sin duda que yo, profano en la filosofía y en el arte poética, he venido a interrumpir alguna lección que el primito estaba dando a Vd., marquesa.

—Mi general —dijo el doctor—, yo soy muy humilde para dar lecciones a nadie, y menos a mi prima. ¿Cómo enseñarle la poesía, cuando la poesía misma es ella?

—Aunque disto mucho de ser yo la poesía, mi primo no me daba lección; pero si hubiera estado dándomela… (y aquí la marquesa dulcificó mucho la voz y puso en su acento un no sé qué de candoroso y manso, a fin de mitigar y embotar la fuerza y la punta que pudiera tener el dardo que disparaba); pero si hubiera estado dándomela… usted, mi General, no nos estorbaba; Vd. no hubiera perdido nada en recibir… en oír la misma lección.

El general echó de menos su sangre fría: conoció que iba a salir con alguna barbaridad si permanecía allí más tiempo, y se levantó furioso. Ya no pudo disimular su mal humor, y dijo al despedirse:

—Yo detesto la poesía, marquesa: yo soy todo prosa; y como no quiero recibir lecciones poéticas ni interrumpir las que a Vd. da el primito, me parece lo mejor eclipsarme. A los pies de Vd.

D. Faustino se levantó de su asiento para despedir al general con toda cortesía, haciéndole una respetuosa reverencia.

—Beso a Vd. la mano —le dijo el general.

—Mi general, beso a Vd. la suya —le contestó D. Faustino.

—Vaya Vd. con Dios, mi general —dijo Costancita con tono melifluo y conciliante, como para aplacar un poco la tempestad que había levantado—. Veo que está Vd. algo nervioso hoy, y un sí es no es disgustado de la poesía. Espero que no duren el mal humor y el disgusto, y deseo que si persevera usted en aborrecer la poesía, me considere y tenga por prosa, para que siga estimándome y queriéndome.

Al decir esto, alargó lánguida y graciosamente su blanca y linda mano al general, quien no pudo menos de tomarla.

Enseguida se fue el general, reconociendo en su interior que lo más atinado era irse, suspirando por las edades prehistóricas, o ya que no, por los siglos bárbaros, y renegando de lo que llaman
conveniencias
sociales, que no le habían consentido desahogarse, cuando no diciendo cuatro frescas a Costancita, porque no era él muy listo de lengua, rompiendo en la cabeza del doctor la mitad de los chirimbolos y baratijas que había en aquel
boudoir
, que tan de veras merecía entonces su nombre, con arreglo a la etimología.

Claro está, y esto lo comprendía Costancita mejor que nadie, que el general, por más deseos que tuviera de vengarse, no se había de allanar a provocar a un lance al pobrecillo empleado de 14.000 reales, ni mucho menos había de divulgar lo ocurrido para convertirse en la fábula de Madrid, haciendo saber que Costancita le había plantado y despreciado por semejante trasto, que así llamaba el general a D. Faustino, allá en el fondo de su corazón.

Costancita, no bien sintió que el general había salido de su casa, se acordó de su primera juventud y de la franqueza y naturalidad de Andalucía, olvidó por completo su papel de gran señora, volvió a ser la muchacha traviesa y alegre, y aflojó la rienda a la risa que hasta allí había tenido refrenada con el freno de la circunspección y que brotó a carcajadas entonces.

El doctor siguió haciendo el segundo papel en aquel dúo jocoso, y se rió también con toda el alma.

Después se miraron ambos con gran seriedad, con fijeza y por un movimiento involuntario. Fue una serie de mutuas interrogaciones, instintivas y mudas a par de elocuentes, ya que no podían ni debían expresarse con palabras.

El interrogatorio, no obstante, estaba claro, patente a los ojos del uno y del otro, como si le tuvieran escrito. Contenía, entre otras, las siguientes preguntas:

«¿Hasta qué punto debemos creer lo que sin duda ha creído de nosotros el general?».

«¿Qué iba de chanzas y qué iba de veras en esto que hemos hecho para zapearle?».

«En suma, ¿nos amamos? Y si nos amamos, ¿cómo nos amamos?».

La contestación que ambos dieron al interrogatorio inefable fue bajar los ojos y ponerse más colorados que cuando entró el general.

Hubo tres o cuatro minutos, largos como horas, de peligrosísimo silencio.

La silla del doctor continuaba tan próxima como antes al sofá en que estaba Costancita.

El doctor, casi maquinalmente, volvió a tomarle la mano. Ella volvió a dejársela abandonada.

Volvió el doctor a cubrirla de besos, pero estos besos, después del interrogatorio, tenían otra significación y otro valer.

Costancita retiró su mano bruscamente, y dijo, sin marcada angustia ni vehemencia de ningún género, pero con digna entereza y con toda la frialdad grave que le fue posible afectar:

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